Capítulo 1

La reunión

Comenzaba a hacer frío a aquella hora en Londres. La luz desaparecía rápidamente y la gente retornaba a sus hogares tras una agotadora jornada de trabajo, tomando los medios públicos de transporte, que se abarrotaban.

Alex Craxell, apoyado sobre la baranda de piedra del puente, dejaba que el aire frío de la tarde acariciara su rostro, revolviéndole el pelo. No hacía mucho que había recibido un correo electrónico de Klug Isengard en el que le comunicaba su honda preocupación sobre los acontecimientos acaecidos en los últimos días en El Cairo.

El Big Ben, como altivo centinela, se alzaba sobre el Támesis rozando el cielo. Y Alex, de espaldas a él, miraba con preocupación el ancho curso del río con sus ojos clavados en el horizonte. Parecía que todo iba a repetirse, una vez más…

Levantó la mano, paró un taxi, y le dio una dirección al conductor. El automóvil dejó tras de sí el imponente edificio del Parlamento y se integró en el fluido tráfico londinense, atravesando la ciudad.

En Viena, Krastiva Iganov recibía la visita de Isengard, que, como era habitual en él, temblaba perceptiblemente, con el terror pintado en su cara. El anticuario llevaba en sus manos unos papeles enrollados que le entregó a la rusa sin abrir la boca.

—Klug, esto no será otro de tus líos, una de esas aventuras como… —dejó el resto de la frase sin concluir—. Tengo entre manos un reportaje de esos que hacen época y no me apetece nada abandonarlo para irme a recorrer no sé qué país; además, corriendo riesgos incontrolables.

—Bueno… en realidad creo que no tendremos más remedio que volver a reunimos y hablar de ello, si no queremos correr un riesgo aún mayor.

—Explícate, hombre, que aún no sé qué diablos te traes entre manos; pero si no hablas claro, no entenderé nada. Por cierto, ¿ya te has puesto en contacto con Alex?

—Le he enviado un correo electrónico… A estas horas ya estará al corriente del asunto.

El sonido del teléfono móvil le confirmó a la periodista que el aludido ya sabía de qué se trataba. Lo miró con desaprobación a Klug y respondió a su marido en tono algo brusco:

—Dime de qué se trata esta vez. Y no me asustes, que hoy tengo un día fatídico; no soportaría otra mala noticia

—Pues agárrate porque tenemos un serio problema… —Su pareja carraspeó antes de seguir hablando—: En Irán ha sido asesinado un arqueólogo que, al parecer, había descubierto algo relacionado con la Orden de Amón. Como ya supondrás, una jauría de oportunistas se ha lanzado a la captura de piezas de valor para venderlas en el mercado negro. Pero esto no es lo que más me preocupa… Verás… Por lo que sé, estaban realizando unas excavaciones en la zona costera de Irán y habrán descubierto algo de un gran valor que han silenciado. Lo sé porque era un viejo conocido mío, al que solo le interesaban las piezas susceptibles de ser sacadas subrepticiamente del país en el que estuviera excavando.

—Ya, pero… ¿qué tiene que ver esto con nosotros? Cosas así suceden a menudo en todo el mundo, y lo damos por hecho, aunque no nos guste —le interpeló Krastiva.

—Mucho, tiene mucho que ver, dado que por lo que sé los objetos hallados podrían haber pertenecido al faraón Kemoh y su séquito… ¿Qué te parece?

Un silencio incómodo se instaló entre ellos.

—Pues que eso lo cambia todo… —susurró la bellísima eslava, que luego elevó la voz—. El problema es que tengo entre manos un reportaje que exige de mí toda la atención posible y no puedo dejarlo así, por las buenas, e ir contigo. Lo digo porque doy por hecho que vas hacia la zona.

Alex sonrió con sorna.

—¡Cómo me conoces ya! —exclamó, encogiéndose luego de hombros—. Así es, pues voy en el primer avión que salga para Irán. Llevo pasaporte diplomático, por lo que no me pondrán obstáculo alguno a la hora de entrar en el país. Hagamos una cosa, termina tu trabajo, y luego te reúnes conmigo allí. Te remitiré un pasaporte a tu nombre. Ya sabes… diplomático of course.

—OK, quedamos en eso. Oye, elemento… ¿dónde te facilitan a ti esos pasaportes con tanta rapidez? —La rusa arrugó la frente e inquirió con desconfianza—: ¿No serán falsos?

—Auténticos. Digamos que me deben favores, y que esto es una especie de canje, trueque… Bueno, preciosa, llámalo como quieras.

En el despacho del líder de la Iglesia Católica, su máximo dirigente, el papa Juan XXIV, tenía una conversación privada con el prefecto para la Doctrina de la Fe, monseñor Balatti.

Frente a ellos se desplegaban, cubriendo toda la mesa de grandes proporciones, mapas y papiros de evidente antigüedad, algunos de ellos provenientes del desaparecido Imperio Meroíta.

—Debemos apoderarnos de ese mapa cueste lo que cueste. Es la única manera de adelantarnos a nuestros más que posibles competidores —ordenaba, más que sugería, el Sumo Pontífice.

—Me ocuparé personalmente de ello, Santidad. Tenga por seguro que tendrá en su poder esos documentos —le aseguró el más alto jerarca de la actual Inquisición, mal llamada el Santo Oficio en tiempos pretéritos y muy negros.

—Solo usted y el menor número de personas escogidas por usted, deben estar al tanto de esta delicada operación tan importante para la Iglesia de Nuestro Señor… Confío plenamente en usted, como bien puede ver. —Le sonrió el Papa, mirándolo a los ojos con un brillo, que atemorizó a Piero Balatti. El aire parecía ahora más cargado, espeso, y un silencio ominoso se hizo entre ambos hombres, creándose una atmósfera pesada.

Monseñor Balatti se inclinó con respeto, besó el anillo papal, y se retiró. Como no era un estúpido, se dirigió a los archivos vaticanos en busca de información privilegiada. Cruzó el vestíbulo del archivo secreto vaticano, al que únicamente acceden los más cercanos al Santo Padre, y pisando con recelo las frías losas del embaldosado, procedente del palacio dorado del cruel Nerón, se introdujo en el dédalo de corredores que lo atraviesan. Llamó con dos golpes fuertes a una de las puertas, y esta se abrió como la cueva de Alí Babá, al: «Ábrete, Sésamo». Un sacerdote, enjuto y calvo, de ojos saltones, le sonrió y le besó el anillo, para reverenciarle mientras le franqueaba el paso. Se trataba del padre Ramiro Oliveira, venido tras la última guerra mundial a Roma. Decían que era más viejo que la columnata de Bernini, pero en realidad tenía noventa y seis años de edad. En el centro de la enorme sala que era el archivo, una vitrina de grueso cristal conservaba en su interior los manuscritos más codiciados por los eruditos de todo el mundo.

Balatti entró, tras colocarse una mascarilla en la boca y un par de guantes de vinilo, pues los de látex, por tener polvos de talco, estaban rigurosamente prohibidos allí.

En un lado de la gran mesa, bajo un montón de códices, se hallaba lo que buscaba. En la tapa, un crismón —que, según se decía, protegía del poder del libro a quienes lo consultaran con el previo permiso papal— marcaba la propiedad de quien actualmente lo poseía. Lo abrió con reverencia, y pasó de una en una las hojas, escrutando cada línea. Llegado a un punto, paró en seco y leyó dos frases. Su tez, de natural blanca, casi se transformó en transparente. Pero luego una mueca de mal disimulada sonrisa lo traicionó. Como una sombra pegada al libro, casi se dejó tragar por él antes de incorporarse y salir con aire de superioridad de la vitrina en la que se guardaban los secretos vaticanos. Tiró los guantes y la mascarilla a un depósito situado allí ex profeso, y de nuevo salió a los corredores para subir al vestíbulo y, pensativo, analizando cada palabra, dar a la calle por una puerta que solo conocen los que anidan en el corazón del Estado Vaticano, lista siempre para poder resultar discretos a pesar de los periodistas que creen sabérselas todas.

Cuando Juan XXIV se hubo quedado a solas, tecleó un número privado de su agenda, y una voz femenina contestó al otro lado. Scarelli le dio precisas instrucciones, que la misteriosa desconocida fue anotando en una pequeña libreta de tapas rojas, con el escudo vaticano grabado con letras doradas en su lomo. La escueta conversación concluyó y Scarelli llamó a su secretario privado, quien penetró en la estancia, presuroso para cumplir un nuevo encargo de Su Santidad.

—Tome nota, Jowinski. Es necesario que acudan a mi presencia el señor Alex Craxell y su esposa, la bella e inteligente Krastiva. Creo que ella está ahora preparando un reportaje sobre la nueva Rusia y su amado esposo está libre de trabajo en este momento, al menos que yo sepa.

—Mándeles sendas invitaciones de tal forma que les resulte atractiva la llamada. Ya me entiende… —Hizo un gesto evidente con su mano diestra—. Resulta imprescindible su presencia aquí… —Chasqueó la lengua, y luego agregó con más energía—: ¡Ah! y haga venir al capitán de la Guardia Suiza. Necesitaré de sus servicios también.

De nuevo Scarelli se quedó solo. Después se acercó a la ventana y rememoró los sucesos pasados. No hacía mucho tiempo que habían vuelto a su mente aquellos momentos vividos en el desierto egipcio, tan desafortunados para sus sacros intereses. Tenía una nueva oportunidad en su poder para cambiar el resultado de la contienda, y la iba a aprovechar. Al parecer, existían dos valiosísimos volúmenes con los conjuros de Amón, capaces de otorgar gran poder a su poseedor. Solo había un problema, descansaban en la tumba real del faraón Kemoh, que se hallaba en paradero desconocido. Ahí es donde entraban sus viejos adversarios, que eran los mejores rastreadores, y pensaba utilizarlos a su favor.

«Dicen los más antiguos papiros que el libro de los conjuros de Amón, hecho de láminas de oro puro, contiene en su interior las fórmulas para poseer un poder casi ilimitado recitando sus conjuros; incluso se cree que es el libro que les concedió a los sacerdotes de Egipto la realización de algunos milagros que hizo el propio Moisés y que se relatan en la Biblia. Y junto a este, se encuentra el libro de Seth, tan poderoso como el primero, más aún si cabe, y que da a quien lo posee poder sobre los hombres para gobernarlos a su antojo. Y este segundo es el que más me interesa, pero ¿por qué conformarme con uno si puedo tener ambos?».

Al Santo Padre le brillaron de nuevo los ojos de forma especial mientras cavilaba mentalmente.

En ese preciso instante en que se hallaba disfrutando por anticipado de su éxito, sonaron dos golpes secos al otro lado de la puerta. Y entonces recordó que había hecho llamar al capitán de la Guardia Suiza. Se volvió y dio su permiso. El oficial entró en las dependencias privadas del Santo Padre con el ruido característico de los arneses de su espada y el potente taconeo de sus botas al golpear el suelo.

—¿Me ha mandado llamar, Su Santidad? —Se arrodilló ante la figura papal, sumiso una vez más.

—Sí, hijo mío, Nos lo necesitamos, necesitamos de sus inestimables servicios para la Santa Madre Iglesia. Los enemigos de la fe, como siempre, no descansan y es nuestro deber combatirlos con todos los medios a nuestro alcance… —Se alejó paseando con las manos a la espalda, cabizbajo. Tras acercarse a una estantería de caoba con incrustaciones de naranjo, extrajo un sobre cerrado que le ofreció. El capitán se acercó a la regia figura papal y lo tomó de sus manos—. Ahí adentro están las órdenes. Huelga decir que es un asunto confidencial, de suma importancia para la Iglesia. Cuando las haya leído, deberá deshacerse de ellas… ¿Ha comprendido?

—Se hará tal como ordena, Su Santidad —prometió el glacial castrense, que se inclinó para posteriormente cuadrarse.

Le dio la espalda antes de despacharlo en tono impersonal, convencido de que su ciega lealtad jugaría un importante papel en sus planes.

—Puede retirarse, capitán.

El Santo Padre cerró su mano derecha hasta que casi se clavó las uñas y terminó jugueteando con el anillo de su mano izquierda, de curiosa factura, ya que presentaba un búho sobre una estrella de seis puntas, en oro blanco, que poco o nada tenía que ver con las creencias oficiales de la Iglesia Católica. Su oculto significado, solo conocido por los iniciados, hubiera aterrorizado a quien supiera de qué se trataba.

Monseñor Scarelli, convertido en el papa Juan XXIV, tenía plena conciencia de que debía neutralizar a sus más directos oponentes antes de iniciar la búsqueda. De lo contrario, se arriesgaba a fracasar en su intento. Y no sabía si tendría una nueva oportunidad. Esta vez él llevaría la delantera y así obtendría el ansiado premio.

El capitán Olaza cruzó los lujosos corredores palatinos que, en un intrincado laberinto, se ramificaban como una venenosa quimera. Alzó la mano y un par de guardias suizos se acercaron para recibir órdenes de su superior.

—Hemos de partir. Su Santidad necesita de nuestra discreción para efectuar una misión de trascendental importancia. Usaremos el Volvo, y ustedes vendrán conmigo.

Los dos militares, conocedores del honor que les otorgaba, cumplieron sus órdenes al punto.

Olaza se acomodó en la parte trasera del automóvil sueco y rasgó el sobre. En su lectura, lenta y concentrada, puso toda su atención. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro endurecido. Tenía claro a quiénes elegir para llevar a cabo aquella operación. Delan y Jean Pierre estarían deseosos de poder vengarse de pasadas humillaciones infligidas por Alex Craxell y la periodista rusa. Era una oportunidad única para reivindicarse ante Su Santidad; claro que serían necesarios algunos guardias de refuerzo. Estimó que cuatro más serían suficientes. Serían siete hombres para una misión en tierras de infieles a la búsqueda de los libros de Amón, en la tumba de un faraón que reinó en tiempos del todopoderoso César Justiniano, señor de la Roma restaurada en Oriente.

El Volvo salvó la escasa distancia que mediaba entre el palacio Vaticano y el Estado italiano, y como un vehículo diplomático de un país extranjero más, se integró en el alocado tráfico de la denominada Ciudad Eterna.

En el sobre, el capitán de la Guardia Suiza encontró una docena de billetes de avión. Era el margen con el que se le permitía obrar; además de las instrucciones y un cheque en blanco, para gastos. Marcó un número de teléfono y dio las órdenes correspondientes para que se reunieran con él los hombres seleccionados previamente por él. Después ordenó al conductor que se dirigiera a villa Borguesse, para comer algo mientras diseñaba el plan de acción. Era su lugar favorito, a la hora de despedirse, solo por un tiempo, de su amada Roma. Se deleitaba con las inmejorables vistas que desde allí se podían disfrutar. Le hacían sentir dueño de aquel mundo, en el que hombres como él resultaban imprescindibles. Sonrió satisfecho de sí mismo y se acomodó retrepándose en el asiento.

Vestía un carísimo traje de Armani —su diseñador favorito—, capricho que Su Santidad, poco dado a extravagancias de ese tipo, le concedía como un privilegio ciertamente único, y le sentaba como un guante. Era consciente de lo valiosos servicios que le prestaba en esas ocasiones en que no podía confiar el trabajo sucio a nadie más. El capitán Olaza conocía como pocos mortales casi todos los entresijos del Estado más pequeño, atacado, vigilado y criticado del orbe.

Solía visitar un local que poseía una terraza de grandes dimensiones, con mesas desplegadas, desde las que observar Roma: resultaba una experiencia especialmente agradable. Allí se reunían varios de sus contactos, los que prestaban sus servicios en distintas empresas relacionadas con el Estado Vaticano. Una de ellas era el Banco Crosio, donde depositaba sus haberes el tesorero papal. Fransua de Lamont, su director, solía aportarle información sobre distintos individuos susceptibles de ser callados por medio de amables cartas en las que se les informaba de los errores que podrían salir a la luz de persistir en su actitud desafiante para con la curia romana. Era habitual que cejaran en su disposición belicosa para con la cúpula de la Iglesia Católica, lo que daba un respiro, más que necesario, a la plana mayor del Gobierno de Su Santidad.

Sus hombres, una vez allí, se dispersaron por el entorno, con los ojos bien abiertos, controlando cada paso que su superior daba.

El sol acariciaba las nobles paredes de los palacios que rodeaban la gran plaza, aumentando la atmósfera de misterio que la envolvía. Numerosos turistas paseaban haciendo fotos de cada rincón, con sus flamantes cámaras, en un intento de captar la majestuosidad de cada piedra, de cada sillar que se alineaba para alzar las antiguas fachadas. El color nacarado del cielo iba dejando paso a un intenso rojo que encendía el cielo pintando un mágico atardecer. Tres curas pasaron ante él en animada conversación, sin prestarle ninguna atención a su persona. Le agradó no ser reconocido por ellos, aunque no podía estar seguro de que alguna vez hubieran estado en el palacio Vaticano.

Releyó por tercera vez las instrucciones papales y miró al frente.

—Así que nos vamos a enfrentar de nuevo… —meditó en voz alta esta vez—. Vaya, vaya… —Enarcó los labios en una mueca socarrona—. Pero en esta ocasión será diferente, estúpido mercachifle, será muy diferente. Ahora conozco tus trucos, sé cómo actúas y cuáles son tus puntos débiles.

Levantó la mano, y uno de sus guardias se acercó para recibir sus órdenes. Al capitán Olaza no le gustaba esperar y las consecuencias podían ser desastrosas para quien osara irritarlo.

—Tráigame un mapa de la ciudad de El Cairo, y otro de Teherán, ¡y rápido, que jugamos contra reloj!

El guardia se perdió en el dédalo de calles circundantes mientras Olaza, a partir de las órdenes recibidas, diseñaba su esquema de trabajo. Sin embargo, ignoraba que esta vez Su Santidad, el papa Juan XXIV, jugaría con dos barajas para así garantizarse el éxito de la partida que daba comienzo. Una brisa suave acariciaba el afilado rostro del oficial de la Guardia Suiza, refrescándolo.

La mesa, virtualmente convertida en mesa de trabajo, presentaba el aspecto de un despacho. Tenía que planificar hasta el más mínimo detalle si quería triunfar sobre aquellos aventureros especializados en traficar con valiosas obras de arte. «Marrulleros», los llamó para sus adentros, apretando los puños con fuerza. Había perdido a varios de sus mejores hombres bajo las arenas del desierto egipcio, y eso no debía volver a suceder jamás.

La oscuridad se iba adueñando del cielo romano a medida que transcurría el tiempo, y las mesas se fueron desocupando hasta que únicamente quedaron él y sus hombres en la distancia.

Monseñor Balatti se había convertido en el brazo derecho del flamante Papa tras algunas entrevistas con este en sus aposentos privados. Descubrieron que tenían mucho en común, como sus irrefrenables ansias de poder. Ahora se le presentaba a Scarelli la oportunidad de ponerlo a prueba y comprobar su eficacia en el campo. Balatti había desarrollado una técnica impecable al tratar los asuntos relacionados con la fe verdadera. Lo suyo era mano de hierro, en guante de seda. Esa era su manera de actuar. No dejaba rastro de su labor y mantenía limpia la congregación vaticana como nunca antes se había hecho.