Desde lo alto el Malcolm parecía un fósforo en una palangana. Después de haberse apurado para ocupar un asiento junto a una ventanilla, Felipe lo miró con indiferencia. El mar perdía todo volumen y relieve, se convertía en una lámina turbia y opaca. Encendió un cigarrillo y echó una mirada a su alrededor; los respaldos de los asientos eran sorprendentemente bajos. A la izquierda, el otro hidroavión volaba con una perfecta sensación de inmovilidad. El equipaje de los viajeros iba en él y también probablemente… Al subir, Felipe había mirado en todos los huecos de la cabina, esperando descubrir una forma envuelta en una sábana o una lona, más probablemente una lona. Como no vio nada, suponía que lo habían embarcado en el otro avión.
—En fin —dijo la Beba, sentada entre su madre y Felipe—. Era de imaginarse que esto terminaría mal. No me gustó desde el primer momento.
—Podría haber terminado perfectamente —dijo la señora de Trejo—, si no hubiera sido por el tifus y… por el tifus.
—De todas maneras es un papelón —dijo la Beba—. Ahora tendré que explicarle a todas mis amigas, imaginate.
—Pues mi hijita, lo explica y se acabó. Ya sabe muy bien lo que tiene que decir.
—Si te crees que María Luisa y la Meche se lo van a tragar…
La señora de Trejo miró un momento a la Beba y luego a su esposo, ubicado en el lado opuesto donde había sólo dos asientos. El señor Trejo, que había oído, hizo una seña para tranquilizarla. En Buenos Aires convencerían poco a poco a los chicos de que no tergiversaran las explicaciones: a lo mejor convendría mandarlos un mes a Córdoba, a la estancia de tía Florita. Los chicos olvidan pronto, y además como son menores de edad, sus palabras no tienen consecuencias jurídicas. Realmente no valía la pena hacerse mala sangre.
Felipe seguía mirando el Malcolm hasta que lo vio perderse debajo del avión; ahora sólo quedaba un interminable aburrimiento de agua, cuatro horas de agua hasta Buenos Aires. No estaba tan mal el vuelo, al fin y al cabo era la primera vez que subía a un avión y tendría para contarles a los muchachos. La cara de su madre antes de despegar, el terror disimulado de la Beba… Las mujeres eran increíbles, se asustaban por cada pavada. Y sí, che, qué le vas a hacer, se armó un lío tan descomunal que al final nos metieron a todos en un Catalina y de vuelta a casa. Mataron a uno y todo, que… Pero no le iban a creer, Ordoñez lo miraría con ese aire que tomaba cuando quería sobrarlo. Se hubiera sabido, pibe, vos qué te crees, para qué están los diarios. Sí, era mejor no hablar de eso. Pero Ordóñez, y a lo mejor Alfieri, le preguntarían cómo le había ido en el viaje. Eso era más fácil: la pileta, una pelirroja con bikini, el lance a fondo, la piba que se hacía la estrecha, mira que si se enteran, yo tengo vergüenza, pero no, nena, aquí nadie se va a enterar, vení, déjame un poco. Al principio no quería, estaba asustada, pero vos sabés lo que es, apenas me la trinqué en forma cerró los ojos y me dejó que la desvistiera en la cama. Qué hembra, pibe, no te puedo contar…
Resbaló un poco en el asiento, con los ojos entornados. Mirá, si te digo lo que fue eso… Todo el día, che, y no quería que me vaya, un metejón de esos que vos no sabés qué hacer… Pelirroja, sí, pero abajo era más bien rubia. Claro, yo también tenía curiosidad, pero ya te digo, más bien rubia.
Se abrió la puerta de la cabina de comando, y el inspector asomó con aire satisfecho y casi juvenil.
—Tiempo magnífico, señores. Dentro de tres horas y media estaremos en Puerto Nuevo. La Dirección ha pensado que luego de cumplir los trámites de que ya hemos hablado, ustedes preferirán sin duda encaminarse inmediatamente a sus domicilios. Para evitar pérdidas de tiempo habrá taxis para todos, y los equipajes les serán entregados apenas desembarquen.
Se sentó en el primer asiento, alelado del chófer de don Galo que leía un número de Rojo y Negro. Nora, metida en lo más hondo de un asiento de ventanilla, suspiró.
—No me puedo convencer —dijo—. Créeme, os más fuerte que yo. Ayer estábamos tan bien, y ahora…
—A quién se lo decís —murmuró Lucio.
—Yo no entiendo, vos mismo al principio estabas tan preocupado por la cuestión de la popa… ¿Por qué se afligían tanto, decime? Yo no sé, parecían señores tan bien, tan simpáticos.
—Una manga de forajidos —dijo Lucio—. A los otros no los conocía, pero Medrano te juro que me dejó helado. Vos fíjate, tal como están las cosas en Buenos Aires un lío así nos puede perjudicar a todos. Ponele que alguien le pase el dato a mis jefes, me puede costar un ascenso o algo peor. Al fin y al cabo eran premios oficiales, en eso nadie se fijó. No pensaban más que en armar escándalo, para lucirse.
—Yo no sé —dijo Nora, mirándolo y bajando en seguida los ojos—. Vos tenes razón, claro, pero cuando se enfermó el hijo de la señora…
—¿Y qué? ¿No lo ves ahí sentado comiendo caramelos? ¿Qué enfermedad era ésa, decime un poco? Pero esos espamentosos lo único que buscaban era armar lío y hacerse los héroes. ¿Te crees que no me di cuenta de entrada y que no les paré el carro? Mucho revólver, mucho alarde… Yo te digo, Nora, si esto se llega a saber en Buenos Aires…
—Pero no se va a saber, creo —dijo Nora, tímidamente.
—Esperemos. Por suerte hay algunos que piensan como yo, y estamos en mayoría.
—Habrá que firmar esa declaración.
—Seguro que hay que firmarla. El inspector va a arreglar las cosas. A lo mejor yo me aflijo por nada, al fin y al cabo quién les va a creer ese cuento.
—Sí, pero el señor López y Presutti estaban tan furiosos…
—Se mandan la parte hasta el final —dijo Lucio—, pero ya vas a ver que en Buenos Aires no se oye hablar más de ellos. ¿Por qué me miras así?
—¿Yo?
—Sí, vos.
—Pero Lucio, yo te miraba nomás.
—Me mirabas como si yo estuviera mintiendo o algo parecido.
—No, Lucio.
—Sí, me mirabas de una manera rara. ¿Pero no te das cuenta de que tengo razón?
—Claro que sí —dijo Nora, evitando sus ojos.
Por supuesto que Lucio tenía razón. Estaba demasiado enojado como para no tener razón. Lucio siempre tan alegre, ella tenía que hacer todo lo posible para que se olvidara de esos días y volviera a estar alegre. Sería terrible que siguiera malhumorado y que al llegar a Buenos Aires decidiera hacer cualquier cosa, ella no sabía bien qué, cualquier cosa, perderle el cariño, abandonarla, aunque era absurdo creer que Lucio pudiera abandonarla precisamente ahora que ella le había dado la más grande prueba de amor, ahora que había pecado por él. Parecía increíble que dentro de tres horas fueran a estar en pleno centro, y ahora tenía que preguntarle a Lucio qué pensaba hacer, si ella volvería a su casa, porque aunque Mocha comprendiera, su mamá… Se imaginó entrando en el comedor, y su mamá que la miraba y se ponía cada vez más pálida. ¿Dónde había estado esos tres días? «Arrastrada —diría su mamá—. Esa es la educación que le han dado las monjas, arrastrada, prostituta, mal nacida». Y Mocha trataría de defenderla pero cómo explicar esos tres días. Imposible volver a casa, le telefonearía a Mocha para que se encontrara con ella y con Lucio en alguna parte. Pero si Lucio, que estaba tan furioso… Y si él no quería casarse en seguida, si empezaba a darle de largas al casamiento, y volvía a su empleo, a las chicas de la oficina, sobre todo a esa Betty, si empezaba a salir de nuevo con los amigos.
Lucio miraba el mar sobre el hombro de Nora. Parecía esperar que ella le dijera algo. Nora se volvió hacia él y lo besó en la mejilla, en la nariz, en la boca. Lucio no devolvía los besos, pero ella lo sintió sonreír cuando le besaba otra vez la mejilla.
—Monono —dijo Nora, poniendo toda su alma para que lo que decía fuera como tenía que ser—. Te quiero tanto. Soy tan feliz con vos, me siento tan segura, sabés, tan protegida.
Espiaba su cara, besándolo, y vio que Lucio seguía sonriendo. Juntó sus fuerzas para empezar a hablar de Buenos Aires.
—No, no, basta de caramelos. Anoche te estabas muriendo y ahora querés pescarte una indigestión.
—No comí más que dos —dijo Jorge, dejándose arropar en una manta de viaje y poniendo cara de víctima—. Che, qué serenito vuela este avión. ¿Vos no crees que con un avión así podríamos llegar al astro, Persio?
—Imposible —dijo Persio—. La estratosfera nos haría polvo.
Cerrando los ojos, Claudia apoyó la nuca en el borde del incómodo respaldo. La irritaba haberse irritado contra Jorge. Anoche te estabas muriendo… No era una frase para decirle al pobre, pero sabía que en el fondo no le estaba dedicada, que Jorge era culpable de una culpa que lo excedía infinitamente. Pobrecito, era estúpido de su parte descargar en él algo tan distinto, tan lejos de todo eso. Lo arropó de nuevo, tocándole la frente, y buscó los cigarrillos. En los asientos del lado opuesto López y Paula jugaban a enredarse los dedos de las manos, a hacer el dedo amputado, a pulsear. Contra la ventanilla, envuelto en humo, Raúl dormitaba. Una o dos imágenes de duermevela bailaron un momento y huyeron, despertándolo de golpe. A veinte centímetros de su cara veía la nuca del doctor Restelli y el robusto cogote del señor Trejo. Hubiera podido reconstruir casi literalmente su conversación, aunque el ruido del avión no le permitía oír ni una palabra. Se cambiarían las tarjetas, decididos a encontrarse muy pronto y asegurarse de que todo iba bien y que ninguno de los exaltados (afortunadamente bien metidos en cintura por el inspector y por su propia torpeza) pretendería iniciar una campaña en los pasquines de izquierda que los enlodara a todos. A esa altura, y a juzgar por la vehemencia que ponía el doctor Restelli en sus movimientos y gestos, debía estar insistiendo en que, bien mirado, no existía prueba alguna de lo que afirmaban los más desaforados. «Por lo menos un buen abogado lo demostraría concluyentemente —pensó Raúl, divertido—. Quién va a aceptar, quién va a creer que en un barco como ése había armas de fuego al alcance de la mano, y que los lípidos no nos hicieron pedazos en cinco minutos después que los baleamos en el puente. ¿Dónde están las pruebas de lo que podríamos decir? Medrano, claro. Pero ya leeremos una necrología de tres líneas, muy bien cocinada».
—Che Carlos…
—Momento —dijo López—. Me está torciendo el brazo de una manera horrible, fíjate.
—Encájale un pellizco, no hay nada mejor para ganar la pulseada. Mirá, me estaba divirtiendo en pensar que a lo mejor los viejitos tienen razón. ¿Vos trajiste tu revólver?
—No, debe tenerlo Atilio —dijo López, sorprendido.
—Lo dudo. Cuando fui a hacer mis valijas, la Colt había desaparecido con todas las balas. Como no era mía, me pareció justo. Le vamos a preguntar a Atilio, pero seguro que también le soplaron el fierrito. Otra cosa que se me ocurrió: vos y Medrano fueron a la peluquería, ¿verdad?
—¿A la peluquería? Espera un poco, eso fue ayer. ¿Puede ser que haya sido ayer? Parece que hubiera pasado tanto tiempo. Sí, claro que fuimos.
—Me pregunto —dijo Raúl— por qué no interrogaron al peluquero sobre la popa. Estoy seguro de que no lo hicieron.
—La verdad, no —dijo López, perplejo—. Estábamos tan bien, charlando. Medrano era tan macanudo, tan… Pero ustedes se dan cuenta, que estos cínicos pretendan decir que las cosas pasaron de otro modo…
—Volviendo al peluquero —dijo Raúl—, ¿no te llama la atención que a la hora en que todos nosotros andábamos buscando un pasaje cualquiera para llegar a la popa…?
Casi sin escuchar, Paula los miraba alternativamente, preguntándose hasta cuándo seguirían dándole vueltas al asunto. Los verdaderos inventores del pasado eran los hombres; a ella la preocupaba lo que iba a venir, si es que la preocupaba. ¿Cómo sería Jamaica John en Buenos Aires? No como a bordo, no como ahora; la ciudad los esperaba para cambiarlos, devolverles todo lo que se habían quitado junto con la corbata o la libreta de teléfonos al subir a bordo. Por lo pronto López era nada menos que un profesor, lo que se llama un docente, alguien que tiene que levantarse a las siete y media para ir a enseñar los gerundios a las nueve y cuarenta y cinco o a las once y cuarto. «Qué cosa tan horrorosa —pensó Paula—. Y lo peor va a ser cuando él me vea a mí allá; eso VA a ser mucho, mucho peor». ¿Pero qué importaba? Se sentían tan bien con las manos entrelazadas como idiotas, mirándose a veces o sacándose la lengua, o preguntándole a Raúl si le parecía que hacían la pareja ideal.
Atilio fue el primero en distinguir las chimeneas, las torres, los rascacielos, y recorrió el avión con un entusiasmo extraordinario. Durante todo el viaje se había aburrido entre la Nelly y doña Rosita, teniendo además que atender a la madre de la Nelly a quien el mareo le provocaba sólidos ataques de llanto y evocaciones familiares más bien confusas.
—¡Mirá, mirá, ya estamos en el río, si te fijas bien se ve el puente de Avellaneda! ¡Qué cosa, pensar que para ir le pusimos más de tres días y ahora volvemos en dos patadas!
—Son los adelantos —dijo doña Rosita, que miraba a su hijo con una mezcla de temor y desconfianza—. Ahora cuando lleguemos le telefonearemos a tu padre para que en todo caso nos vengan a buscar con el camioncito.
—Pero no, señora, si el inspector dijo que iban a poner taxis —afirmó la Nelly—. Por favor sentate, Atilio, me haces venir tan nerviosa cuando te movés. Me parece que el avión se va a ladear, te juro.
—Como en esa cinta en que mueren todos —dijo doña Rosita.
El Pelusa soltó una carcajada despectiva, pero se sentó lo mismo. Le costaba estarse quieto y tenía todo el tiempo la sensación de que había que hacer algo. No sabía qué, le sobraban energías para hacer cualquier cosa si López o Raúl se lo pedían. Pero López y Raúl estaban callados, fumando, y Atilio se sentía vagamente decepcionado. A la final los viejos y los tiras se iban a salir con la suya, era una vergüenza, seguro que si estaba Medrano no se la llevaban de arriba.
—Qué nervioso que te pones —dijo doña Rosita—. Vos parecería que no te basta con todas las barrabasadas de ayer. Mirala a la Nelly, mirala. Se te tendría que caer la cara de vergüenza de verla cómo ha sufrido la pobre. Yo nunca vi llorar tanto, te juro Ay, doña Pepa, los hijos son una cruz, créame. Lo bien que estábamos en ese camarote todo de madera terciada y con el señor Porrino tan divertido, y justamente estos cabeza loca se van a meter en un lío.
—Acabala, mama —pidió el Pelusa, arrancándose un pellejo de un dedo.
—Tiene razón tu mamá —dijo débilmente la Nelly—. No ves que te engañaron esos otros, ya lo dijo el inspector. Te hicieron creer cada cosa y vos, claro…
El Pelusa se enderezó como si le hubieran clavado un alfiler.
—¿Pero vos querés que yo te lleve al altar sí o no? —vociferó—. ¿Cuántas veces te tengo de decir lo que pasó, papanata?
La Nelly se largó a llorar, protegida por los motores y el cansancio de los pasajeros. Arrepentido y furioso, el Pelusa prefería mirar Buenos Aires. Ya estaban cerca, ya se ladeaban un poco, se veían las chimeneas de la compañía de electricidad, el puerto, todo pasaba y desaparecía, oscilando en una niebla de humo y calor de mediodía. «Qué pizza que me voy a mandar con el Humberto y el Rusito —pensó el Pelusa—. Eso sí que no había en el barco, hay que decir lo que es».
—Sírvase, señora —dijo el impecable oficial de policía.
La señora de Trejo tomó la estilográfica con una amable sonrisa, y firmó al pie de la hoja donde se amontonaban ya diez u once firmas.
—Usted, señor —dijo el oficial.
—Yo no firmo eso —dijo López.
—Yo tampoco —dijo Raúl.
—Muy bien, señores. ¿Señora?
—No, no firmaré —dijo Claudia.
—Ni yo —dijo Paula, dedicando al oficial una sonrisa especialísima.
El oficial se volvió hacia el inspector y le dijo algo. El inspector le mostró una lista donde figuraban los nombres, profesiones y domicilios de los viajeros. El oficial sacó un lápiz rojo y subrayó algunos nombres.
—Señores, pueden salir del puerto cuando quieran —dijo, golpeando los talones—. Los taxis y el equipaje esperan ahí afuera.
Claudia y Persio salieron llevando de la mano a Jorge. El calor espeso y húmedo del río y los olores del puerto repugnaron a Claudia, que se pasó una mano por la frente. Sí, Juan Bautista Alberdi al setecientos. Al lado de su taxi se despidió de Paula y López, saludó a Raúl. Sí, el teléfono figuraba en guía: Lewbaum.
López prometió a Jorge que iría un día, armado de un calidoscopio sobre el que Jorge se hacía grandes ilusiones. El taxi salió, llevándose también a Persio que parecía medio dormido.
—Bueno, ya ven que nos dejaron salir —dijo Raúl—. Nos vigilarán un tiempo, pero después… Saben de sobra lo que hacen. Cuentan con nosotros, por supuesto. Yo, por ejemplo, seré el primero en preguntarme qué debo hacer, y cuándo lo voy a hacer. Me lo preguntaré tantas veces que al final… ¿Tomamos el mismo taxi, pareja encantadora?
—Claro —dijo Paula—. Hace poner aquí tus valijas.
Atilio se acercó corriendo, con la cara sudorosa. Estrechó la mano de Paula hasta machucársela, palmeó sonoramente a López en la espalda, chocó los cinco con Raúl. El saco color ladrillo lo devolvía de llene a todo lo que lo estaba esperando.
—Lo tenemo que ver —dijo el Pelusa, entusiasta—. Présteme la lapicera y le dejo la dirección. Un domingo vienen y comemos un asado, eh. El viejo va a estar encantado de conocerlos.
—Pero claro —dijo Raúl, seguro de que no volverían a verse.
El Pelusa los miraba, resplandeciente y emocionado. Volvió a palmear a López y anotó sus direcciones y teléfonos. La Nelly lo llamaba a gritos, y él se alejó apenado, quizá comprendiendo o sintiendo algo que no comprendía.
Desde el taxi vieron cómo el partido de la paz se dispersaba, cómo el chófer metía a don Galo en un gran auto azul. Algunos mirones presenciaban la escena, pero había más policías que particulares.
Prensada entre López y Raúl, Paula preguntó adonde iban. López calló esperando, pero Raúl tampoco decía nada, mirándolos entre burlón y divertido.
—Como primera medida podríamos tomarnos un copetín —dijo entonces López.
—Sana idea —dijo Paula, que tenía sed.
El chófer, un muchacho sonriente, se volvió a la espera de la orden.
—Y bueno —dijo López—. Vamos al London, che. Perú y Avenida.