XLIV

A las once y media empezó a hacer calor y Lucio, cansado de tomar sol y explicar a Nora una cantidad de cosas que Nora no parecía considerar como irrefutables, optó por subir a darse una ducha. Estaba harto de hablar cara al sol, maldiciendo a los que habían estropeado el viaje; harto de preguntarse qué iba a ocurrir y por qué se hablaba de preparar los equipajes. La respuesta lo alcanzó cuando subía la escalerilla de estribor: un zumbido imperceptible, una mancha en el cielo, una segunda mancha. Los dos hidroaviones Catalina giraron sobre el Malcolm un par de veces antes de amerizar a cien metros. Solo en la punta de la proa, Felipe los miró sin interés, perdido en un semisueño que la Beba atribuía malignamente al alcohol.

La sirena del Malcolm sonó tres veces, y se vio brillar un heliógrafo a bordo de uno de los hidroaviones. Tirados en sus reposeras, López y Paula miraron alejarse una chalupa en cuya proa iba un glúcido gordo. El tiempo parecía alargarse indefinidamente a esa hora, la chalupa tardó en llegar al costado de uno de los hidroaviones, vieron que el glúcido trepaba al ala y desaparecía.

—Ayúdame a hacer las valijas —pidió Paula—. Tengo todo tirado por el suelo.

—Bueno, pero es que estamos tan bien aquí.

—Quedémonos —dijo Paula, cerrando los ojos.

Cuando volvieron a interesarse por lo que pasaba, la chalupa se desprendía del hidroavión con varios hombres a bordo. Desperezándose, López consideró llegado el momento de poner sus cosas en orden, pero antes de subir estuvieron un momento apoyados en la borda, cerca de Felipe, y reconocieron la silueta y el traje azul oscuro del que venía hablando animadamente con el glúcido gordo. Era el inspector de la Dirección de Fomento.

Media hora después, el maître y el mozo recorrieron las cabinas y la cubierta para convocar a los pasajeros en el bar, donde el inspector los esperaba acompañado del glúcido de pelo gris. El doctor Restelli llegó el primero, respirando un optimismo que su forzada sonrisa desmentía. En el intervalo había conferenciado con el señor Trejo, Lucio y don Galo, cambiando ideas sobre la mejor manera de presentar las cosas (en caso de que se abriera una información sumaria o se pretendiera dar por terminado el crucero al cual todos, salvo los revoltosos, tenían pleno derecho). Las señoras arribaron con sus mejores saludos y sonrisas, ensayando unos: «¡Cómo! ¿Usted por aquí? ¡Qué sorpresa!», que el inspector contestó estirando levemente los labios y levantando la mano derecha con la palma hacia adelante.

—Ya estamos todos, creo —dijo, mirando el maître que pasaba revista. Se hizo un gran silencio, en medio del cual el fósforo que frotaba Raúl restalló con fuerza.

—Buenos días, señoras y señores —dijo el inspector—. Está de más que les señale cuánto lamenta la Dirección los inconvenientes producidos. El radiograma enviado por el capitán del Malcolm era de un carácter tan urgente que, como pueden ustedes apreciar, la Dirección no trepidó en movilizar inmediatamente los recursos más eficaces.

—El radiograma lo mandamos nosotros —dijo Raúl—. Para ser exacto, lo mandó el hombre que asesinaron ésos.

El inspector miraba la punta del dedo de Raúl, que señalaba al glúcido. El glúcido se pasó la mano por el pelo. Sacando un silbato, el inspector sopló dos veces. Entraron tres jóvenes con uniforme de la policía de la capital, marcadamente incongruente en esa latitud y en ese bar.

—Les agradeceré que me dejen terminar lo que he venido a comunicarles —dijo el inspector, mientras los policías se situaban, detrás de los pasajeros—. Es muy lamentable que la epidemia estallara una vez que el barco había salido de la rada de Buenos Aires. Nos consta que la oficialidad del Malcolm tomó todas las medidas necesarias para proteger la salud de ustedes, forzándolos incluso a una disciplina un tanto molesta, pero que se imponía necesariamente.

—Exacto —dijo don Galo—. Todo eso, perfecto. Lo dije desde el primer momento. Ahora permítame usted, estimado señor…

—Permítame usted —dijo el inspector—. A pesar de esas precauciones, hubo dos alarmas, la segunda de las cuales obligó al capitán a telegrafiar a Buenos Aires. El primer caso no pasó por fortuna de una falsa alarma, y el médico de a bordo ya ha dado de alta al enfermito; pero el segundo, provocado por la imprudencia de la víctima, que franqueó indebidamente las barreras sanitarias y llegó hasta la zona contaminada, ha sido fatal. El señor… —consultó una libreta, mientras crecían los murmullos—. El señor Medrano, eso es. Muy lamentable, ciertamente. Permítanme, señores. ¡Silencio! Permítanme. En estas circunstancias, y luego de conferenciar con el capitán y el médico, se ha llegado a la conclusión de que la presencia de ustedes a bordo del Malcolm resulta peligrosa para la salud de todos. La epidemia, aunque en curso de desaparición, podría tener un nuevo brote de este lado, máxime cuando el caso fatal ha llegado a su desenlace en una de las cabinas de proa. Por todo ello, señoras y señores, les ruego se preparen a embarcarse en los aviones dentro de un cuarto de hora. Muchas gracias.

—¿Y por qué embarcarse en los aviones? —gritó don Galo, empujando su silla para acercarse al inspector—. ¿Pero entonces es cierto lo de la epidemia?

—Mi querido don Galo, claro que es cierto —dijo el doctor Restelli, adelantándose vivamente—. Me sorprende usted, querido amigo. Nadie ha dudado un solo momento de que la oficialidad luchaba contra un brote del tifus 224, usted lo sabe muy bien. Señor inspector, no se trata en realidad de eso, pues todos estamos de acuerdo, sino de la oportunidad de la medida, digamos un tanto drástica, que proyecta usted tomar. Lejos de mí pretender hacer valer el derecho que como agraciado me corresponde, pero al mismo tiempo lo insto a que reflexione sobre la posible precipitación de un acto que…

—Vea, Restelli, déjese de macanas —dijo López, zafándose del brazo de Paula y de sus pellizcos conminatorios—. Usted y todos los demás saben perfectamente que a Medrano lo han matado a tiros los del barco. Qué tifus ni qué carajo, che. Y usted escúcheme un momento. Maldito lo que me importa volver a Buenos Aires después de las que hemos pasado aquí, pero no pienso permitir que se mienta en esa forma.

—Cállese, señor —dijo uno de los policías.

—No me da la gana. Tengo testigos y pruebas de lo que digo. Y lo único que lamento es no haber estado con Medrano para bajar a tiros media docena de esos hijos de puta.

El inspector levantó la mano.

—Pues bien, señores, no quería verme obligado a señalarles la alternativa que se plantea en caso de que alguno de ustedes, perdida la noción de la realidad por razones amistosas o por lo que sea, insista en desvirtuar el origen de los hechos. Créanme que lamentaría verme precisado a desembarcar a ustedes en… digamos, alguna zona aislada, y retenerlos allí hasta que se serenaran los ánimos, y pudiera darse un curso normal a la información.

—A mí me puede desembarcar donde se te antoje —dijo López—. Medrano fue asesinado por ésos. Míreme la cara. ¿Le parece que también esto es tifus?

—Ustedes decidirán —dijo el inspector, dirigiéndose sobre todo al señor Trejo y a don Galo—. No quisiera verme obligado a internarlos, pero si se obstinan en falsear hechos que han sido verificados por las personas más irreprochables.

—No diga macanas —dijo Raúl—. ¿Por qué no bajamos juntos, usted y yo, a echarle una ojeada al muerto?

—Oh, el cuerpo ya ha sido retirado del barco —dijo el inspector—. Usted comprende que se trata de una medida higiénica elemental. Señores, les ruego que reflexionen. Podemos estar todos de vuelta en Buenos Aires dentro de cuatro horas. Una vez allá, y firmadas las declaraciones que redactaremos de común acuerdo, no tengan la menor duda de que la dirección se ocupará de indemnizarlos debidamente, pues nadie olvida que este viaje correspondía a un premio, y que el hecho de haberse malogrado no es óbice.

—Lindo fin de frase —dijo Paula.

El señor Trejo carraspeó, miró a su esposa, y se decidió a hablar.

—Yo pregunto, señor inspector… Puesto que, como usted lo señala, el cuerpo ha sido retirado del barco, y a la vez el brote tífico está en franca regresión, ¿no ha pensado en la posibilidad de que…?

—Pero claro, hombre —dijo don Galo—. ¿Qué razón hay para que los que estemos de acuerdo… digo claramente, los que estemos de acuerdo… prosigamos este viaje?

Todos hablaban a un tiempo, las voces de las señoras superaban las incómodas tentativas de los policías por imponer silencio. Raúl notó que el inspector sonreía satisfecho, y que hacía una seña a los policías para que no intervinieran. «Dividir para reinar —pensó, apoyándose en un tabique y fumando sin placer—. ¿Por qué no? Lo mismo da quedarse que irse, seguir que volver. Pobre López, empecinado en hacer brillar la verdad. Pero Medrano estaría contento si pudiera enterarse; vaya lío el que ha armado…» Sonrió a Claudia, que asistía como desde muy lejos a la escena, mientras el doctor Restelli explicaba que algunos lamentables excesos no debían gravitar sobre el bien ganado descanso de la mayoría de los pasajeros, por lo cual confiaba en que el señor inspector… Pero el señor inspector volvía a levantar la mano con la palma hacia adelante, hasta lograr un relativo silencio.

—Comprendo muy bien el punto de vista de estos señores —dijo—. Sin embargo, el capitán y la oficialidad han estimado que dadas las circunstancias, el brote, etcétera… En una palabra, señores; volvemos todos a Buenos Aires o me veo precisado, con gran dolor de mi alma, a ordenar una internación temporaria hasta que se disipen los malentendidos. Observen ustedes que la amenaza del tifus bastaría para justificar tan extrema medida.

—Ahí está —dijo don Galo, volviéndose como un basilisco hacia López y Atilio—. Ese es el resultado de la anarquía y de la prepotencia. Lo dije desde que subí a bordo. Ahora pagarán justos por pecadores, coño. ¿Y esos hidroaviones son seguros o qué?

—¡Nada de hidroaviones! —gritó la señora de Trejo, sostenida por un murmullo predominantemente femenino—. ¿Por qué no hemos de seguir el viaje, vamos a ver?

—El viaje ha terminado, señora —dijo el inspector.

—¡Osvaldo, y vos vas a tolerar esto!

—Hijita —dijo el señor Trejo, suspirando.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo don Galo—. Se toma el hidroavión y se acabó, con tal que no se hable más de internaciones y otras pajolerías.

—En efecto —dijo el doctor Restelli, mirando de reojo a López—, dadas las circunstancias, si lográramos la unanimidad a que nos invita el señor inspector…

López sentía entre asco y lástima. Estaba tan cansado que la lástima podía más.

—Por mí no se preocupe, che —le dijo a Restelli—. No tengo inconveniente en volver a Buenos Aires, y allá nos explicaremos.

—Justamente —dijo el inspector—. La Dirección tiene que tener la seguridad de que ninguno de ustedes aprovechará su regreso para difundir especies.

—Entonces —dijo López— la Dirección está bien arreglada.

—Señor mío, su insistencia… —dijo el inspector—. Créame, si no tengo la seguridad previa de que renunciarán ustedes a tergiversar, sí, a tergiversar de esa manera la verdad, me veré precisado a hacer lo que dije antes.

—No faltaría más que eso —dijo don Galo—. Primero tres días con el alma en un hilo, y después vaya a saber cuánto tiempo metidos en el culo del mundo. No, no y no. ¡A Buenos Aires, a Buenos Aires!

—Pero claro —dijo el señor Trejo—. Es intolerable.

—Analicemos la situación con calma —pidió el doctor Restelli.

—La situación es muy sencilla —dijo el señor Trejo—. Puesto que el señor inspector considera que no es posible continuar el viaje… —miró a su esposa, lívida de rabia, e hizo un gesto de impotencia—… entendemos que lo más lógico y natural es regresar en seguida a Buenos Aires y reintegrarnos en… en…

—A —dijo Raúl—. Reintegrarnos a…

—Por mi parte no hay inconveniente en que ustedes se reintegren —dijo el inspector—, siempre que firmen la declaración que se preparará oportunamente.

—Mi declaración la redactaré yo hasta la última coma —dijo López.

—No serás el único —dijo Paula, sintiéndose un poco ridícula a fuerza de virtud.

—Claro que no —dijo Raúl—. Seremos por lo menos cinco. Y eso es más de una cuarta parte del pasaje, cosa no despreciable en una democracia.

—No me vengan con política, por favor —dijo el inspector.

El glúcido se pasó la mano por el pelo y empezó a hablarle en voz baja, mientras el inspector escuchaba deferente.

Raúl se volvió hacia Paula.

—Telepatía, querida. Le está diciendo que la Magenta Star se opone al truco de la internación parcial, porque a la larga el escándalo será más grande. No nos llevarán a Ushuaia, verás, ni siquiera eso. Me alegro porque no traje ropa de invierno. Fíjate bien y verás cómo tengo razón.

La tenía, porque el inspector volvió a levantar la mano con su gesto que hacía pensar incongruentemente en un pingüino, y declaró con fuerza que si no se lograba la unanimidad se vería forzado a internar a todos los pasajeros sin excepción. Los hidroaviones no podían separarse, etc.; agregó otras vistosas razones técnicas. Calló, esperando los resultados de la vieja máxima que Raúl había sospechado un rato antes, y no tuvo que esperar mucho. El doctor Restelli miró a don Galo, que miró a la señora de Trejo, que miró a su marido. Un polígono de miradas, un rebote instantáneo. Orador, don Galo Porriño.

—Verá usted, señor mío —dijo don Galo, haciendo oscilar la silla de ruedas—. No es cosa que por la contumacia y el emperramiento de estos jóvenes currutacos nos veamos los más ponderados y bien pensantes trasladados quién sabe adonde, sin contar que más tarde la calumnia se enseñará con nosotros, pues bien me conozco yo este mundo. Si usted nos dice que la… que el accidente, ha sido provocado por esa epidemia de la puñeta, personalmente creo que no hay razones para dudar de su palabra de funcionario. Nada me sorprendería que la reyerta de esta madrugada haya sido, como quien dice, más ruido que nueces. La verdad es que ninguno de nosotros —acentuó la última palabra— ha podido ver al… al malogrado caballero, que gozaba por lo demás de toda nuestra simpatía a pesar de sus torpezas de última hora.

Hizo girar la silla un cuarto de círculo y miró triunfalmente a López y a Raúl.

—Repito: nadie lo ha visto, porque esos señores, ayudados por el forajido que se atrevió a encerrarnos anoche en el bar —y observen ustedes el peso que tiene esa incalificable tropelía cuando se la considera a la luz de lo que estamos diciendo—, esos señores, repito, por darles todavía un nombre que no merecen, impidieron a estas damas, movidas por un impulso de caridad cristiana que respeto aunque mis convicciones sean otras, el acceso a la cámara mortuoria. ¿Qué conclusiones, señor inspector, cabe sacar de esto?

Raúl agarró del brazo al Pelusa, que estaba color ladrillo, pero no pudo impedirle que hablara.

—¿Cómo qué conclusiones, paparulo? ¡Yo lo traje de vuelta, lo traje, con el señor aquí! ¡Le chorreaba la sangre por la tricota!

—Delirio alcohólico, probablemente —murmuró el señor Trejo.

—¿Y el tiro que le fajé al coso de la popa, entonces? ¡Por qué no le habré pegado en la panza, Dios querido, a ver si también me venían con el tifus!

—No te rompas, Atilio —dijo Raúl—. La historia ya está escrita.

—Ma qué historia —dijo el Pelusa.

Raúl se encogió de hombros.

El inspector esperaba, sabiendo que otros serían más elocuentes que él. Primero habló el doctor Restelli, modelo de discreción y buen sentido; lo siguió el señor Trejo, vehemente defensor de la causa de la justicia y el orden; don Galo se limitaba a apoyar los discursos con frases llenas de ingenio y oportunidad. En los primeros momentos López se molestó en replicarles y en insistir en que eran unos cobardes, apoyado por las interjecciones y los arrebatos de Atilio y las púas siempre certeras de Raúl. Cuando el asco le quitó hasta las ganas de hablar, les dio la espalda y se fue a un rincón. El grupo de los malditos se reunió en silencio, discretamente vigilado por los policías. El partido de la paz redondeaba sus conclusiones, favorecido por la aprobación de las señoras y la sonrisa melancólica del inspector.