A las siete y media algunos pasajeros acataron el llamado del gongo y subieron al bar. La detención del Malcolm no los sorprendía demasiado; era previsible que después de las locuras insensatas de esa noche se empezarían a pagar las consecuencias. Don Galo lo proclamó con su voz más chirriante mientras untaba rabiosamente las tostadas, y las señoras presentes asintieron con suspiros y miradas cargadas de reproche y profecía. La mesa de los malditos recibía de tiempo en tiempo una alusión o un par de ojos condenatorios que se fijaban obstinados en la cara amoratada de López, en el pelo suelto y descuidado de Paula, en la sonrisa soñolienta de Raúl. La noticia de la muerte de Medrano había provocado un desmayo en doña Pepa y una crisis histérica en la señora de Trejo; ahora procuraban reponerse frente a las tazas de café con leche. Temblando de rabia al pensar en las horas que había pasado prisionero en el bar, Lucio apretaba los labios y se abstenía de comentarios; a su lado, Nora se sumaba oficiosamente al partido de la paz y se unía en voz baja a los comentarios de doña Rosita y de la Nelly, pero no podía impedirse mirar a cada momento hacia la mesa de López y Raúl, como si para ella al menos, las cosas distasen de estar claras. Imagen de la rectitud agraviada, el maître iba de una mesa a otra, recibía los pedidos, se inclinaba sin hablar, y de cuando en cuando miraba los hilos arrancados del teléfono y suspiraba.
Casi nadie había preguntado por Jorge, la truculencia podía más que la caridad. Capitaneadas por la señora de Trejo, doña Pepa, la Nelly y doña Rosita habían pretendido meterse muy temprano en la cabina mortuoria para adoptar las diversas disposiciones en que descuella la necrofilia femenina. Atilio, que había tenido una pelea a grito pelado con la familia, les adivinó la intención y fue a plantarse como fierro frente a la puerta. A la cortante invitación de la señora de Trejo para que las dejase entrar a cumplir sus deberes cristianos, respondió con un: «Vayasén a bañar», que no admitía dudas. Al ademán que hizo la señora de Trejo como para abofetearlo, el Pelusa respondió con un gesto tan significativo que la digna señora, vejada en lo más hondo, retrocedió con el rostro empurpurado mientras reclamaba a gritos la presencia de su esposo. Pero el señor Trejo no aparecía por ninguna parte, y las damas acabaron por marcharse, la Nelly bañada-en-lágrimas, doña Pepa y doña Rosita aterradas por la conducta del hijo y futuro yerno, la señora de Trejo en plena crisis de urticaria nerviosa. En cierto modo el desayuno se proponía como una tirante tregua en la que todos se observaban de reojo, con la desagradable sensación de que el Malcolm se había detenido en medio del mar, es decir que el viaje se interrumpía y algo iba a suceder, vaya a saber qué.
A la mesa de los malditos acababa de sumarse el Pelusa, a quien Raúl invitó con un ademán apenas lo vio asomar a la puerta. Iluminada la cara por una sonrisa de felicidad, el Pelusa corrió a instalarse entre sus amigos, mientras la Nelly bajaba los ojos hasta casi tocar las tostadas, y su madre se iba poniendo más y más roja. Dándoles la espalda, el Pelusa se sentó entre Paula y Raúl que se divertían una barbaridad. López, masticando con muchas precauciones un bizcocho, le guiñó el ojo que le quedaba abierto.
—Me parece que a su familia no le entusiasma su presencia en esta mesa contaminada —dijo Paula.
—Yo tomo la leche donde quiero —dijo Atilio—. Que me dejen de incordiar, a la qué tanto.
—Seguro —dijo Paula, y le ofreció pan y manteca—. Asistamos ahora a la llegada majestuosa del señor Trejo y del doctor Restelli.
La voz cascada de don Galo saltó como un tapón de champaña. Se alegraba de ver que los amigos habían podido dormir un par de horas por lo menos, después de la incalificable noche que habían pasado prisioneros. Por su parte le había sido imposible conciliar el sueño a pesar de una doble dosis de Bromural Knoll. Pero ya tendría tiempo de dormir una vez que se hubieran deslindado las responsabilidades y sancionado ejemplarmente a los inconscientes fautores de tan tamaña barbaridad.
—Aquí se va a armar antes de dos minutos —murmuró Paula—. Carlos, y vos, Raúl, quédense quietos.
—Ma sí, ma sí —decía el Pelusa, metido en su café con leche—. Qué escombro que hacen por nada.
López miraba curioso al doctor Restelli, que se cuidaba de devolverle la mirada. De la mesa de las señoras brotó un: «¡Osvaldo!» imperioso, y el señor Trejo, que se encaminaba a un sitio vacío, pareció recordar una obligación y, cambiando de rumbo, se acercó a la mesa de los malditos y encaró a Atilio que luchaba con un bocado algo excesivo de pan con dulce de frutilla.
—¿Se puede saber, joven, con qué derecho ha pretendido impedir el paso de mi esposa en la… en la capilla ardiente, digamos?
El Pelusa tragó el bocado con singular esfuerzo, y su nuez de Adán pareció a punto de reventar.
—Ma si lo único que querían era escorchar la paciencia —dijo.
—¿Cómo dice? ¡Repita eso!
A pesar de que Raúl le hacía señas de que no se moviera, el Pelusa echó atrás la silla y se levantó.
—Mejor acábela —dijo, juntando los dedos de la mano izquierda y metiéndolos debajo de la nariz del señor Trejo—. ¿Pero usté quiere que yo me enoje de veras? ¿No le alcanzó con el castigo? ¿No estuvo bastante en penitencia, usted y todos ésos, manga de cagones?
—¡Atilio! —dijo virtuosamente Paula, mientras Raúl se retorcía de risa.
—¡Ma sí, ya que me vienen a buscar me van a oír! —gritó el Pelusa con una voz que rajaba los platos—. ¡Manga de atorrantes, meta hablar y hablar, y que sí y que no, y entre tanto el pibe se estaba muriendo, se estaba! ¿Qué hicieron, dígame un poco? ¿Se movieron, ustedes? ¿Fueron a buscar al doctor, ustedes? ¡Fuimos nosotros, pa que lo sepa! ¡Nosotros, aquí el señor, y el señor que bien que le rompieron la cara! Y el otro señor… sí, el otro… y después va a pretender que yo deje entrar a cualquiera en el camarote…
Se atragantaba, demasiado emocionado para seguir. Tomándolo del brazo, López trató de que se sentara, pero el Pelusa se resistía. Entonces López se levantó a su vez y miró en la cara al señor Trejo.
—Vox populi, vox Dei —dijo—. Vaya a tomar su desayuno, señor. En cuanto a usted, señor Porrino, ahórrenos sus comentarios. Y ustedes también, señoras y señoritas.
—¡Incalificable! —vociferó don Galo, entre un coro de gemidos y exclamaciones femeninas—. ¡Abusan de su fuerza!
—¡Deberían haberlos matado a todos! —gritó la señora de Trejo, derramándose sobre el respaldo del sillón.
Tan sincero deseo sirvió para que los demás empezaran a callarse, sospechando que habían ido demasiado lejos. El desayuno continuó entre sordos murmullos y una que otra mirada iracunda. Persio, que llegaba tarde, pasó como un duende entre las mesas y arrimó una silla junto a López.
—Todo es paradoja —dijo Persio, sirviéndose café—. Los corderos se han vuelto locos, el partido de la paz es ahora el partido de la guerra.
—Un poco tarde —dijo López—. Harían mejor en quedarse en sus cabinas y esperar… me pregunto qué.
—Es un mal sistema —dijo Raúl bostezando—. Yo traté de dormir sin resultado. Se está mejor afuera al sol. ¿Vamos?
—Vamos —aceptó Paula, y se detuvo en el momento de levantarse—. Tiens, miren quién llega.
Enjuto y caviloso, el glúcido de cabello gris «à la brosse» los miraba desde la puerta. Numerosas cucharitas se posaron en los platos, algunas sillas dieron media vuelta.
—Buenos días, señoras, buenos días, señores.
Se oyó un débil: «Buen día, señor», de la Nelly.
El glúcido se pasó la mano por el pelo.
—Deseo comunicarles en primer término que el médico acaba de visitar al enfermito y lo ha encontrado mucho mejor.
—Fenómeno —dijo el Pelusa.
—En nombre del capitán les informo que las restricciones de seguridad conocidas por ustedes serán levantadas a partir de mediodía.
Nadie dijo nada, pero el gesto de Raúl era demasiado elocuente como para que el glúcido lo pasara por alto.
—El capitán lamenta que un malentendido haya sido causa de un deplorable accidente, pero comprenderán que la Magenta Star declina toda responsabilidad al respecto, máxime cuando todos ustedes sabían que se trataba de una enfermedad sumamente contagiosa.
—Asesinos —dijo claramente López—. Sí, eso que ha oído: asesinos.
El glúcido se pasó la mano por el pelo.
—En circunstancias como ésta, la emoción y el estado nervioso explican ciertas acusaciones absurdas —dijo, desechando la cuestión con un encogimiento de hombros—. No quisiera retirarme sin prevenir a ustedes que quizá fuera conveniente que prepararan su equipaje.
En medio de los gritos y preguntas de las señoras, el glúcido parecía más viejo y cansado. Dijo unas palabras al maître y salió, pasándose con insistencia la mano por el pelo.
Paula miró a Raúl, que encendía aplicadamente la pipa.
—Qué macana, che —dijo Paula—. Y yo que había subalquilado mi departamento por dos meses.
—A lo mejor —dijo Raúl— podes conseguir el de Medrano, si te adelantas a Lucio y a Nora que deben tener unas ganas bárbaras de conseguir casa.
—No le tenes respeto a la muerte, vos.
—La muerte no me va tener respeto a mí, che.
—Vamos —dijo bruscamente López a Paula—. Vamos a tomar el sol, estoy harto de todo esto.
—Vamos, Jamaica John —dijo Paula, mirándolo de reojo.
Le gustaba sentirlo enojado. «No, querido, no te la vas a llevar de arriba —pensó—. Machito orgulloso, ya vas a ver cómo detrás de los besos está siempre mi boca, que no cambia así nomás. Mejor que trates de entenderme, no de cambiarme…» Y lo primero que tenía que entender era que la vieja alianza no estaba rota, que Raúl sería siempre Raúl para ella. Nadie le compraría su libertad, nadie la haría cambiar mientras no lo decidiera por su cuenta.
Persio tomaba una segunda taza de café y pensaba en el regreso. Las calles de Chacarita desfilaban por su memoria. Tendría que preguntarle a Claudia si era legal seguir faltando al empleo aunque estuviera de vuelta en Buenos Aires. «Detalles jurídico delicados —pensó Persio—. Si el gerente me ve en la calle y yo he dicho que iba a hacer un viaje por mar…»
I
Pero si el gerente lo ve en la calle y él ha dicho que va a hacer un viaje por mar, ¿qué demonios importa? ¿Qué demonios? Esto lo subraya Persio mirando el poso de su segunda taza de café, salido y distante, oscilando como un corcho en otro corcho más grande en una vaga zona del océano austral. En toda la noche no ha podido velar, desconcertado por el olor de pólvora, las carreras, la vana quiromancia sobre manos falseadas por el talco, los volantes de automóviles y las asas de las valijas. Ha visto la muerte cambiar de idea a pocos metros de la cama de Jorge, pero sabe que esto es una metáfora. Ha sabido que hombres amigos han roto el cerco y llegado a la popa, peto no ha encontrado el hueco por donde reanudar el contacto con la noche, coincidir con el descubrimiento precario de esa gente. El único que ha sabido algo de la popa ya no puede hablar. ¿Subió las escaleras de la iniciación? ¿Vio las jaulas de fieras, vio los monos colgados de los cables, oyó las voces primordiales, encontró la razón o el contentamiento? Oh terror de los antepasados, oh noche de la raza, pozo ciego y borboteante, ¿qué oscuro tesoro custodiaban los dragones de idioma nórdico, qué reverso esperaba allí para mostrarle a un muerto su verdadera cara? Todo el resto es mentira y esos otros, los que han vuelto o los que no han ido lo saben igualmente, los unos por no mirar o no querer mirar, los otros por inocencia o por la dulce canallería del tiempo y las costumbres. Mentira las verdades de los exploradores, mentira las mentiras de los cobardes y los prudentes; mentira las explicaciones, mentira los desmentidos. Sólo es cierta e inútil la gloria colérica de Atilio, ángel de torpes manos pecosas, que no sabe lo que ha sido pero que se yergue ya, marcado para siempre, distinto en su hora perfecta, hasta que la conjuración inevitable de la Isla Maciel lo devuelva a la ignorancia satisfactoria. Y sin embargo allá estaban las Madres, por darles un nombre, por creer en sus vagas figuraciones, alzándose en mitad de la pampa, sobre la tierra que está maleando la cara de sus hombres, el porte de sus espaldas y sus cuellos, el color de sus ojos, la voz que ansiosa reclama el asado de tira y el tango de moda, estaban los arquetipos, los ocultos pies de la historia que enloquecida corre por las versiones oficiales, por el-veinticinco-de-mayo-amaneció-frío-y-lluvioso, por Liniers misteriosamente héroe y traidor entre la página treinta y la treinta y cuatro, los pies profundos de la historia esperando la llegada del primer argentino, sedienta de entrega, de metamorfosis, de extracción a la luz. Pero una vez más sabe Persio que el rito obsceno se ha cumplido, que los antepasados siniestros se han interpuesto entre las Madres y sus distantes hijos, y que su terror acaba por matar la imagen del dios creador, sustituirlo por un comercio favorable de fantasmas, un cerco amenazante de la ciudad, una exigencia insaciable de ofrendas y apaciguamientos. Jaulas de monos, fieras sueltas, guindos de uniforme, efemérides patrias, o solamente una cubierta lavada y gris de amanecer, cualquier cosa basta para ocultar lo que temblorosamente esperaba del otro lado. Muertos o vivos han regresado de allá abajo con los ojos turbios, y una vez más ve Persio dibujarse la imagen del guitarrista en un cuadro que fue de Apollinaire, una vez más ve que el músico no tiene cara, no hay más que un vago rectángulo negro, una música sin dueño, un ciego acaecer sin raíces, un barco flotando a la deriva, una novela que se acaba.