Como era de suponer el Pelusa se encontró con las señoras en el pasillo de estribor, todas ellas en diversos grados de histeria. Durante media hora habían hecho lo imaginable por abrir la puerta del bar y poner en libertad a los clamorosos prisioneros, que seguían descargando puntapiés y trompadas. Arrimados a la escalerilla de cubierta, Felipe y el chófer de don Galo seguían la escena con poco interés.
Cuando vieron aparecer a Atilio, doña Pepa y doña Rosita se precipitaron desmelenadas, pero él las rechazó sin despegar los labios y empezó a abrirse paso. La señora de Trejo, monumento de virtud ultrajada, se cruzó de brazos frente a él y lo fulminó con una mirada hasta entonces sólo reservada a su marido.
—¡Monstruos, asesinos! ¡Qué han hecho, amotinados! ¡Tire ese revólver, le digo!
—Ma déjeme pasar, doña —dijo el Pelusa—. Por un lado chillan que hay que soltar a la merza y por otro se me pone en el camino. ¿En qué estamos, dígame un poco?
Desprendiéndose de las crispadas manos de su madre, la Nelly se arrojó sobre el Pelusa.
—¡Te van a matar, te van a matar! ¿Por qué hicieron eso? ¡Ahora los oficiales van a venir y nos van a meter presos a todos!
—No digas macanas —dijo el Pelusa—. Eso no es nada, si supieras lo que pasó… Mejor no te cuento.
—¡Tenes sangre en la camisa! —clamó la Nelly—. ¡Mamá, mamá!
—Pero me vas a dejar pasar —dijo el Pelusa—. Esta sangre es de cuando le pegaron al señor López, qué te venís a hacer la Mecha Ortiz, por favor.
Las apartó con el brazo libre, y subió la escalerilla. Desde abajo las señoras redoblaron los chillidos al ver que levantaba el revólver antes de meter la llave en la cerradura. De golpe se hizo un gran silencio, y la puerta se abrió de par en par.
—Despacito —dijo Atilio—. Vos, che, salí primero y no te hagas el loco porque te meto un plomo propio en la buseca.
El glúcido lo miró como si le costara comprender, y bajó rápidamente. Lo vieron que iba hacia una de las puertas Stone, pero toda la atención se concentraba en la sucesiva aparición del señor Trejo, del doctor Restelli y de don Galo, diversamente recibidos con alaridos, llantos y comentarios a voz en cuello. Lucio salió el último, mirando a Atilio con aire de desafío.
—Vos no te hagas el malo —le dijo el Pelusa—. Ahora no te puedo atender, pero después si querés dejo el fierrito y te rompo bien la cara a trompadas, te rompo.
—Qué vas a romper —dijo Lucio, bajando la escalera.
Nora lo miraba sin animarse a decirle nada. Él la tomó del brazo y se la llevó casi a tirones a la cabina.
El Pelusa echó una mirada al interior del bar, donde quedaba el maître inmóvil detrás del mostrador, y bajó metiéndose el revólver en el bolsillo derecho del pantalón.
—Callesén un poco —dijo, parándose en el segundo peldaño—. No ven que hay un niño enfermo, después quieren que no le suba la fiebre.
—¡Monstruo! —gritó la señora de Trejo, que se alejaba con Felipe y el señor Trejo—. ¡Esto no va a quedar así! ¡A la bodega con esposas y cadenas! ¡Como los criminales que son, secuestradores, mañosos!
—¡Atilio, Atilio! —clamaba la Nelly, convulsa—. ¿Pero qué ha pasado, por qué encerraste a los señores?
El Pelusa iba a abrir la boca para contestar lo primero que le cruzaba por la cabeza, y que era una rotunda puteada. En cambio se quedó callado, apretando el revólver con el caño hacia el suelo. A lo mejor era porque estaba parado en el segundo escalón, pero de golpe se sentía tan por encima de esos gritos, esas preguntas, el odio estallando en imprecaciones y reproches. «Mejor voy a ver cómo está el pibe —pensó—. Le tengo de decir a la mamá que a la final mandamo el telegrama».
Pasó sin hablar entre un racimo de manos tendidas y bocas abiertas; de lejos casi se hubiera podido pensar que esas mujeres lo aclamaban, lo acompañaban en un triunfo.
Persio había acabado por quedarse dormido, recostado en la cama de Claudia. Cuando empezó a amanecer, Claudia le echó una manta sobre las piernas, mirando con gratitud la esmirriada figura de Persio, sus ropas nuevas pero ya arrugadas y un poco sucias. Se acercó a la cama de Jorge y atisbo su respiración. Jorge dormía tranquilamente después de la tercera dosis del medicamento. Le bastó tocarle la frente para tranquilizarse. Sintió de golpe un cansancio como de muchas noches sin sueño; pero todavía no quería tenderse junto a su hijo, sabía que alguien vendría antes de mucho con noticias o con la repetición de los mismos episodios, los absurdos laberintos donde sus amigos habían vagado durante cuarenta y ocho horas sin saber demasiado por qué.
La cara amoratada de López asomó por la puerta entreabierta. Claudia no se sorprendió de que López no hubiera golpeado, ni siquiera le llamó la atención oír que las mujeres gritaban y hablaban en el pasillo de estribor. Movió la mano, invitándolo a entrar.
—Jorge está mejor, ha dormido casi dos horas seguidas. Pero usted…
—Oh, no es nada —dijo López, tocándose la mandíbula—. Duele un poco al hablar, y por eso hablaré poco. Me alegro de que Jorge esté mejor. De todos modos, los muchachos se las arreglaron para mandar un radiograma a Buenos Aires.
—Qué absurdo —dijo Claudia.
—Sí, ahora parece absurdo.
Claudia bajó la cabeza.
—En fin, a lo hecho pecho —dijo López—. Lo malo es que hubo tiros, porque los de la popa no los quisieron dejar pasar. Parece mentira, todos nos conocemos apenas, una amistad de dos días, si se puede llamar amistad, y sin embargo…
—¿Le ha pasado algo a Gabriel?
La afirmación ya estaba en la pregunta; López no tuvo más que callar y mirarla. Claudia se levantó, con la boca entreabierta. Estaba fea, casi ridícula. Dio un paso en falso, tuvo que tomarse del respaldo de un sillón.
—Lo han llevado a su cabina —dijo López—. Yo me quedaré cuidando a Jorge, si quiere.
Raúl, que velaba en el pasillo, dejó entrar a Claudia y cerró la puerta. Empezaba a molestarle la pistola en el bolsillo, era absurdo pensar que los glúcidos tomarían represalias. Fuera como fuera, la cosa tendría que terminar ahí; al fin y al cabo no estaban en guerra. Tenía ganas de acercarse al pasillo de estribor, donde se oían los chillidos de don Galo y los apostrofes del doctor Restelli entre los gritos de las señoras. «Los pobres —pensó Raúl—, qué viaje les hemos dado…» Vio que Atilio se asomaba tímidamente a la cabina de Claudia, y lo siguió. Sentía en la boca el gusto de la madrugada. «¿Sería realmente el disco de Ivor Novello?», pensó, descartando con esfuerzo la imagen de Paula que pugnaba por volver. Resignado, la dejó asomar cerrando los ojos, viéndola tal como la había visto llegar a la cabina de Medrano, detrás de López, envuelta en su robe de chambre, el pelo hermosamente suelto como a él le gustaba verla por la mañana.
—En fin, en fin —dijo Raúl. Abrió la puerta y entró. Atilio y López hablaban en voz baja, Persio respiraba con una especie de silbido que le iba perfectamente. Atilio se le acercó, poniéndose un dedo en la boca.
—Está mejor el pibe, está —murmuró—. La madre dijo que ya no tenía fiebre. Durmió fenómeno toda la noche.
—Macanudo —dijo Raúl.
—Yo ahora me voy a mi camarote para explicarle un poco a mi novia y a las viejas —dijo el Pelusa—. Cómo están, mama mía. Qué mala sangre qué se hacen.
Raúl lo miró salir, y fue a sentarse al lado de López que le ofreció un cigarrillo. De común acuerdo corrieron los sillones lejos de la cama de Jorge, y fumaron un rato sin hablar. Raúl sospechó que López le agradecería su presencia en ese momento, la ocasión de liquidar cuentas y a otra cosa.
—Dos cosas —dijo bruscamente López—. Primero, me considero culpable de lo ocurrido. Ya sé que es idiota, porque lo mismo hubiera ocurrido o le hubiera tocado a algún otro, pero hice mal en quedarme mientras ustedes… —se le cortó la voz, hizo un esfuerzo y tragó saliva—. Lo que ocurrió es que me acosté con Paula —dijo, mirando a Raúl que hacía girar el cigarrillo entre los dedos—. Esa es la segunda cosa.
—La primera no tiene importancia —dijo Raúl—. Usted no estaba en condiciones de seguir la expedición, aparte de que no parecía tan arriesgada. En cuanto a lo otro, supongo que Paula le habrá dicho que no me debe ninguna explicación.
—Explicación no —dijo López, confuso—. De todas maneras…
—De todas maneras, gracias. Me parece muy chic de su parte.
—Mamá —dijo Jorge—. ¿Dónde estás, mamá?
Persio dio un brinco y pasó del sueño a los pies de la cama de Jorge. Raúl y López no se movieron, esperando.
—Persio —dijo Jorge, incorporándose—. ¿Sabés qué soñé? Que en el astro caía nieve. Te juro, Persio, una nieve, unos copos como… como…
—¿Te sentís mejor? —dijo Persio, mirándolo como si temiera acercarse y romper el encantamiento.
—Me siento muy bien —dijo Jorge—. Tengo hambre, che, anda a decirle a mamá que me traiga café con leche. ¿Quién está ahí? Ah, qué tal. ¿Por qué están ahí?
—Por nada —dijo López—. Te vinimos a acompañar.
—¿Qué te pasó en la nariz, che? ¿Te caíste?
—No —dijo López, levantándose—. Me soné demasiado fuerte. Siempre me pasa. Hasta luego, después te vengo a ver.
Raúl salió tras de él. Ya era ahora de guardar la condenada automática que le pesaba cada vez más en el bolsillo, pero prefirió asomarse primero a la escalerilla de proa, donde ya daba el sol. La proa estaba desierta y Raúl se sentó en el primer peldaño y miró el mar y el cielo, parpadeando. Llevaba tantas horas sin dormir, bebiendo y fumando demasiado, que el brillo del mar y el viento en la cara le dolieron; resistió hasta acostumbrarse, pensando que ya era tiempo de volver a la realidad, si eso era volver a la realidad. «Nada de análisis, querido —se ordenó—. Un baño, un largo baño en tu cabina que ahora será para vos solo mientras dure el viaje, y Dios sabe si va a durar poco, a menos que me equivoque de medio a medio». Ojalá no se equivocara, porque entonces Medrano habría dejado la piel para nada. Personalmente ya no le importaba mucho seguir viajando o que todo acabara en un lío todavía más grande; tenía demasiado sarro en la lengua para elegir con libertad. Quizá cuando se despertara, después del baño, después de un vaso entero de whisky y un día de sueño, sería capaz de aceptar o rechazar; ahora le daba lo mismo un vómito en el suelo, Jorge que se despertaba curado, tres agujeros en un rompevientos. Era como tener la baraja de poker en la mano, en una neutralización total de fuerzas; sólo cuando se decidiera, si se decidía, a sacar uno por uno el comodín, el as, la reina y el rey… Aspiró profundamente; el mar era de un azul mitológico, del color que veía en algunos sueños en los que volaba sobre extrañas máquinas translúcidas. Se tapó la cara con las manos y se preguntó si estaba realmente vivo. Debía estarlo, entre otras cosas porque era capaz de darse cuenta de que las máquinas del Malcolm acababan de detenerse.
Antes de salir, Paula y López habían entornado las cortinas del ojo de buey y en la cabina había una luz amarillenta que parecía vaciar de toda expresión la cara de Medrano. Inmóvil a los pies de la cama, con el brazo todavía tendido hacia la puerta como sí no terminara nunca de cerrarla, Claudia miró a Gabriel. En el pasillo se oían voces ahogadas y pasos, pero nada parecía cambiar el silencio total en que acababa de entrar Claudia, la algodonosa materia que era el aire de la cabina, sus propias piernas, el cuerpo tendido en la cama, los objetos desparramados, las toallas tiradas en un rincón.
Acercándose paso a paso se sentó en el sillón que había arrimado Raúl, y miró de más cerca. Hubiera podido hablar sin esfuerzo, responder a cualquier pregunta; no sentía ninguna opresión en la garganta, no había lágrimas para Gabriel. También por dentro todo era algodonoso, espeso y frío como un mundo de acuario o de bola de cristal. Era así: acababan de matar a Gabriel. Gabriel estaba ahí muerto, ese desconocido, ese hombre con quien había hablado unas pocas veces en un breve viaje por mar. No había ni distancia ni cercanía, nada se dejaba medir ni contar; la muerte entraba en esa torpe escena mucho antes que la vida, echando a perder el juego, quitándole el poco sentido que había podido tener en esas horas de alta mar. Ese hombre había pasado parte de una noche junto a la cama de Jorge enfermo, ahora algo giraba apenas, una leve transformación (pero la cabina era tan parecida, el escenógrafo no tenía muchos recursos para cambiar el decorado) y de pronto era Claudia quien estaba sentada junto a la cama de Gabriel muerto. Toda su lucidez y su buen sentido no habían podido impedir que durante la noche temiera la muerte de Jorge, a esa hora en que morir parece un riesgo casi insalvable; y una de las cosas que la habían devuelto a la calma había sido pensar que Gabriel andaba por ahí, tomando café en el bar, velando en el pasillo, buscando la popa donde se escondía el médico. Ahora algo giraba apenas y Jorge era otra vez una presencia viva, otra vez su hijo de todos los días, como si no hubiera sucedido nada; una de las muchas enfermedades de un niño, las ideas negras de la alta noche y la fatiga; como si no hubiera sucedido nada, como si Gabriel se hubiera cansado de velar y estuviera durmiendo un rato, antes de volver a buscarla y a jugar con Jorge.
Veía el cuello del rompevientos tapando la garganta; empezaba a distinguir las manchas negruzcas en la lana, el coágulo casi imperceptible en la comisura de los labios. Todo eso era por Jorge, es decir por ella; esa muerte era por ella y por Jorge, esa sangre, ese rompevientos que alguien había subido y arreglado, esos brazos pegados al cuerpo, esas piernas tapadas con una manta de viaje, ese pelo revuelto, esa mandíbula un poco levantada mientras la frente corría hacia atrás como resbalando en la almohada baja. No podría llorar por él, no tenía sentido llorar por alguien que apenas se conocía, alguien simpático y cortés y quizá ya un poco enamorado y en todo caso lo bastante hombre para no soportar la humillación de ese viaje, pero que no era nadie para ella, apenas unas horas de charla, una cercanía virtual, una mera posibilidad de cercanía, una mano firme y cariñosa en la suya, un beso en la frente de Jorge, una gran confianza, una taza de café muy caliente. La vida era esa operación demasiado lenta, demasiado sigilosa para mostrarse en toda su profundidad; hubieran tenido que pasar muchas cosas, o no pasar cosas y que eso fuera lo que pasaba, hubieran tenido que encontrarse poco a poco, con fugas y retrocesos y malentendidos y reconciliaciones, en todos los planos en que ella y Gabriel se asemejaban y se necesitaban. Mirándolo con algo que participaba del despecho y del reproche, pensó que él la había necesitado y que era una traición y una cobardía marcharse así, abandonarse a sí mismo a la hora del encuentro. Lo retó, inclinándose sobre él sin temor y sin lástima, le negó el derecho de morir antes de estar vivo en ella, de empezar verdaderamente a vivir en ella. Le dejaba un fantoche cariñoso, una imagen de veraneo, de hotel, le dejaba apenas su apariencia y algunos momentos en que la verdad había luchado por abrirse paso; le dejaba un nombre de mujer que había sido suya, frases que le gustaba repetir, episodios de infancia, una mano huesuda y firme; era la suya, una manera hosca de sonreír y de no preguntar. Se iba como si tuviera miedo, elegía la más vertiginosa de las fugas, la de la inmovilidad irremediable, la del silencio hipócrita. Se negaba a seguir esperándola, a merecerla, a apartar una por una las horas que los distanciaban del encuentro. De qué valía que besara esa frente fría, que peinara con dedos estremecidos ese pelo pegajoso y enredado, que algo suyo y caliente corriera ahora por una cara enteramente vuelta hacia adentro, más lejana que cualquier imagen del pasado. No podría perdonarlo jamás, mientras se acordara de él le reprocharía haberla privado de un posible tiempo nuevo, un tiempo donde la duración, el estar viva en el centro mismo de la vida, renaciera en ella rescatándola, quemándola, reclamándole lo que el tiempo de todos los días no le reclamaba. Como un sordo girar de engranajes en las sienes, sentía ya que el tiempo sin él se desarrollaba en un camino interminable igual al tiempo de antes, al tiempo sin León, al tiempo de la calle Juan Bautista Alberdi, al tiempo de Jorge que era un pretexto, la mentira materna por excelencia, la coartada para justificar el estancamiento, las novelas fáciles, la radio por la tarde, el cine por la noche, el teléfono a cada hora, los febreros en Miramar. Todo eso podría haber cesado si él no estuviese ahí con las pruebas del robo y el abandono, si no se hubiera hecho matar como un tonto para no llegar a vivir de verdad en ella y hacerla vivir con su propia vida. Ni él ni ella hubieran sabido jamás quién necesitaba del otro, así como dos cifras no saben el número que componen; de su doble incertidumbre hubiera crecido una fuerza capaz de transformarlo todo, de llenarles la vida de mares, de carreras, de inauditas aventuras, de reposos como miel, de tonterías y catástrofes hasta un fin más merecido, hasta una muerte menos mezquina. Su abandono antes del encuentro era infinitamente más torpe y más sórdido que el abandono de sus amantes pasadas. De qué podía quejarse Bettina al lado de su queja, qué reproche urdirían sus labios frente a ese desposeimiento interminablemente repetido, que ni siquiera nacía de un acto de su voluntad, ni siquiera era su propia obra. Lo habían matado como a un perro, eligiendo por él, acabándole la vida sin que pudiera aceptar o negarse. Y que no tuviera la culpa era así, frente a ella, muerto ahí frente a ella, la peor, la más insanable de las culpas. Ajeno, librado a otras voluntades, grotesco blanco para la puntería de cualquiera, su traición era como el infierno, una ausencia eternamente presente, una carencia llenando el corazón y los sentidos, un vacío infinito en el que ella caería con todo el peso de su vida. Ahora sí podía llorar, pero no por él. Lloraría por su sacrificio inútil, por su tranquila y ciega bondad que lo había llevado al desastre, por lo que había tratado de hacer y quizá había hecho para salvar a Jorge, pero detrás de ese llanto, cuando el llanto cesara como todos los llantos, vería alzarse otra vez la negativa, la fuga, la imagen de un amigo de dos días que no tendría fuerzas para ser su muerto de toda la vida. «Perdón por decirte todo esto —pensó desesperada—, pero estabas empezando a ser algo mío, ya entrabas por mi puerta con un paso que yo reconocía desde lejos. Ahora seré yo la que huya, la que pierda muy pronto lo poco que tenía de tu cara y de tu voz y de tu confianza. Me has traicionado de golpe, eternamente; pobre de mí, que perfeccionaré mi traición todos los días, perdiéndote de a poco, cada vez más, hasta que ya no seas ni siquiera una fotografía, hasta que Jorge no se acuerde de nombrarte, hasta que otra vez León entre en mi alma como un torbellino de hojas secas, y yo dance con su fantasma y no me importe».