—Las tres y cinco —dijo López.
El barman se había ido a dormir a medianoche. Sentados detrás del mostrador, el maître bostezaba de tiempo en tiempo pero seguía fiel a su palabra. Medrano, con la boca amarga de tabaco y mala noche, se levantó una vez más para asomarse a la cabina de Claudia.
A solas en el fondo del bar, López se preguntó si Raúl se habría ido a dormir. Raro que Raúl desertara en una noche así. Lo había visto un rato después de que llevaran a Jorge a su cabina; fumaba, apoyado en el tabique del pasillo de estribor, un poco pálido y con aire de cansado; pero había respondido en seguida al clima de excitación general provocado por la llegada del médico, mezclándose en la conversación hasta que Paula salió de la cabina de Claudia y los dos se fueron juntos después de cambiar unas palabras. Todas esas cosas se dibujaban perversamente en la memoria de López, que las reconstruía entre trago y trago de coñac o de café. Raúl apoyado en el tabique, fumando; Paula que salía de la cabina, con una expresión (¿pero cómo reconocer ya las expresiones de Paula, a Paula misma?); y los dos que se miraban como sorprendidos de encontrarse de nuevo —Paula sorprendida y Raúl casi fastidiado—, hasta echar a andar rumbo al pasadizo central. Entonces López había bajado a cubierta y se había quedado más de una hora solo en la proa, mirando hacia el puente de mando donde no se veía a nadie, fumando y perdiéndose en un vago y casi agradable delirio de cólera y humillación en el que Paula pasaba como una imagen de calesita, una y otra vez, y a cada paso él alargaba el brazo para golpearla, y lo dejaba caer y la deseaba, de pie y temblando la deseaba y sabía que no podría volver esa noche a su cabina, que era necesario velar, embrutecerse bebiendo o hablando, olvidarse de que una vez más ella se había negado a seguirlo y que estaba durmiendo al lado de Raúl o escuchando el relato de Raúl que le contaría lo que le había sucedido durante la velada, y entonces la calesita giraba otra vez y la imagen de Paula desnuda pasaba al alcance de sus manos, o Paula con la blusa roja, a cada vuelta distinta. Paula con su bikini o con un piyama que él no le conocía, Paula desnuda otra vez, tendida de espaldas contra las estrellas, Paula cantando Un jour tu verras, Paula diciendo amablemente que no, moviendo apenas la cabeza a un lado y a otro, no, no. Entonces López se había vuelto al bar a beber, y llevaba ya dos horas con Medrano, velando.
—Un coñac, por favor.
El maître bajó del estante la botella de Courvoisier.
—Sírvase uno usted —agregó López. Era gaucho el maître, era un poco menos de la popa que el resto de los glúcidos—. Y otro más, que ahí viene mí compañero.
Medrano hizo un gesto negativo desde la puerta.
—Hay que llamar otra vez al médico —dijo—. El chico está con casi cuarenta de fiebre.
El maître fue al teléfono y marcó el número.
—Tómese un trago de todos modos —dijo López—. Hace un poco de frío a esta hora.
—No, viejo, gracias.
El maître volvió hacia ellos una cara preocupada.
—Pregunta si ha tenido convulsiones o vómitos.
—No. Dígale que venga en seguida.
El maître habló, escuchó, habló otra vez. Colgó el tubo con aire contrariado.
—No va a poder venir hasta más tarde. Dice que doblen la dosis del remedio que está en el tubo, y que vuelvan a tomar la temperatura dentro de una hora.
Medrano corrió al teléfono. Sabía que el número era cinco-seis. Lo marcó mientras López, acodado en el mostrador, esperaba con los ojos clavados en el maître. Medrano volvió a marcar el número.
—Lo siento tanto, señor —dijo el maître—. Siempre es lo mismo, no les gusta que los molesten a estas horas. Da ocupado, ¿no?
Se miraron, sin contestarle. Salieron juntos y cada uno se metió en su cabina. Mientras cargaba el revólver y se llenaba los bolsillos de balas, López se descubrió en el espejo y se encontró ridículo. Pero cualquier cosa era mejor que pensar en dormir. Por las dudas sé puso una campera oscura y se guardó otro paquete de cigarrillos. Medrano lo esperaba afuera, con un rompevientos que le daba un aire deportivo. A su lado y parpadeando de sueño, revuelto el pelo, Atilio Presutti era la imagen misma del asombro.
—Le avisé al amigo, porque cuantos más seamos más chances hay de llegar a la cabina de radio —dijo Medrano—. Vaya a buscarlo a Raúl y que se traiga la Colt.
—Pensar que me dejé la escopeta en casa —se quejó el Pelusa—. Si sabía la traía.
—Quédese aquí esperando a los otros —dijo Medrano—. Yo vuelvo en seguida.
Entró en la cabina de Claudia. Jorge respiraba penosamente y tenía una sombra azul en torno a la boca. No había mucho que decir, prepararon el medicamento y consiguieron que lo tragara. Como si de pronto reconociera a su madre, Jorge se abrazó a ella llorando y tosiendo. Le dolía el pecho, le dolían las piernas, tenía algo raro en la boca.
—Todo eso se va a pasar en seguida, leoncito —dijo Medrano arrodillándose junto a la cama y acariciando la cabeza de Jorge, hasta conseguir que soltara a Claudia y volviera a estirarse, con un quejido y un rezongo.
—Me duele, che —le dijo a Medrano—. ¿Por qué no me das algo que me cure en seguida?
—Lo acabas de tomar, querido. Ahora va a ser así: dentro de un rato te dormís, soñás con el octopato o con lo que más te guste, y a eso de las nueve te despertás mucho mejor y yo vengo a contarte cuentos.
Jorge cerró los ojos, más tranquilo. Sólo entonces sintió Medrano que su mano derecha oprimía la de Claudia. Se quedó quieto mirando a Jorge, dejándolo sentir su presencia que lo calmaba, dejando que su mano apretara la de Claudia. Cuando Jorge respiró más aliviado, se incorporó poco a poco. Llevó a Claudia hasta la puerta de la cabina.
—Yo tengo que irme un rato. Volveré y los acompañaré todo lo que haga falta.
—Quédese ahora —dijo Claudia.
—No puedo. Es absurdo, pero López me espera. No se inquiete, volveré en seguida.
Claudia suspiró, y bruscamente se apoyó en él. Su cabeza era muy tibia contra su hombro.
—No hagan tonterías, Gabriel. No vayan a hacer tonterías.
—No, querida —dijo Medrano en voz muy baja—. Prometido.
La besó en el pelo, apenas. Su mano dibujó algo en la mejilla mojada de Claudia.
—Volveré en seguida —repitió, apartándola lentamente. Abrió la puerta y salió. El pasillo le pareció borroso, hasta distinguir la silueta de Atilio que montaba guardia. Sin saber por qué miró su reloj. Eran las tres y veinte del tercer día de viaje.
Detrás de Raúl venía Paula metida en una robe de chambre roja. Raúl y López caminaban como si quisieran librarse de ella, pero no era tan fácil.
—¿Qué es lo que piensan hacer, al fin y al cabo? —preguntó, mirando a Medrano.
—Traer al médico de una oreja y telegrafiar a Buenos Aires —dijo Medrano un poco fastidiado—. ¿Por qué no se va a dormir, Paulita?
—Dormir, dormir, estos dos no hacen otra cosa que darme el mismo consejo. No tengo sueño, quiera ayudar en lo que pueda.
—Acompañe a Claudia, entonces.
Pero Paula no quería acompañar a Claudia. Se volvió a Raúl y lo miró fijamente. López se había apartado, como si no quisiera mezclarse. Bastante le había costado ir hasta la cabina y golpear, oír el «adelante» de Raúl y encontrárselos en medio de una discusión de la que los cigarrillos y los vasos daban buena idea. Raúl había aceptado inmediatamente sumarse a la expedición, pero Paula parecía rabiosa porque López se lo llevaba, porque se iban los dos y la dejaban sola, aislada, del lado de las mujeres y los viejos. Había terminado por preguntar airadamente qué nueva idiotez estaban por hacer, pero López se había limitado a encogerse de hombros y esperar a que Raúl se pusiera un pullover y se guardara la pistola en el bolsillo. Todo esto lo hacía Raúl como si estuviera ausente, como si fuera una imagen en un espejo. Pero tenía otra vez en la cara la expresión burlonamente decidida del que no vacila en arriesgarse a un juego que en el fondo le importa poco.
Se abrió con violencia la puerta de una cabina, y el señor Trejo hizo su aparición envuelto en una gabardina gris bajo la cual el piyama azul resultaba incongruente.
—Ya estaba durmiendo, pero he oído rumor de voces y pensó que quizá el niño siguiera descompuesto —dijo el señor Trejo.
—Está bastante afiebrado, y vamos a ir a buscar al médico —dijo López.
—¿A buscarlo? Pero me extraña que no venga por su cuenta.
—A mí también, pero habrá que ir a buscarlo.
—Supongo —dijo el señor Trejo, bajando la vista— que no se habrá observado ningún nuevo síntoma que…
—No, pero tampoco se trata de perder tiempo. ¿Vamos?
—Vamos —dijo el Pelusa, a quien la negativa del médico había terminado de entrarle en la cabeza con resultados cada vez más sombríos.
El señor Trejo iba a decir algo más, pero le pasaron al lado y siguieron. No mucho, porque ya se abría la puerta de la cabina número nueve aparecía don Galo envuelto en una especie de hopalanda, con el chófer al lado. Don Galo apreció con una mirada la situación y alzó conminatoriamente la mano. Aconsejaba a los queridos amigos que no perdieran la calma a esa hora de la madrugada. Enterado por las voces de lo que había ocurrido en el teléfono, insistía en que las prescripciones del galeno debían bastar por el momento, pues de lo contrario el facultativo hubiese venido en persona a ver al niño, sin contar con que…
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Medrano—. Vamos.
Se encaminó al pasadizo central, y Raúl se le puso a la par. A sus espaldas oían el diálogo vehemente del señor Trejo y don Galo.
—Usted estará pensando en bajar por la cabina del barman, ¿no?
—Sí, puede que tengamos más suerte esta vez.
—Conozco un camino mejor y más directo —dijo Raúl—. ¿Se acuerda, López? Iremos a ver a Orf y su amigo el del tatuaje.
—Claro —dijo López—. Es más directo, aunque no sé si por ahí se podrá salir a popa. Ensayemos, de todos modos.
Entraban en el pasadizo central cuando vieron al doctor Restelli y a Lucio que venían del pasillo de estribor, atraídos por las voces. Poco necesitó el doctor Restelli para darse cuenta de lo que ocurría. Alzando el índice con el gesto de las grandes ocasiones, los detuvo a un paso de la puerta que llevaba abajo. El señor Trejo y don Galo se le agregaron, gárrulos y excitados. Evidentemente la situación era desagradable si, como decía el joven Presutti, el médico se había negado a hacerse presente, pero convenía que Medrano, Costa y López comprendieran que no se podía exponer al pasaje a las lógicas consecuencias de una acción agresiva tal como la que presumiblemente intentaban perpetrar. Si desgraciadamente, como ciertos síntomas hacían presumir, un brote de tifus 224 acababa de declararse en el puente de los pasajeros, lo único sensato era requerir la intervención de los oficiales (para lo cual existían diversos recursos, tales como el maître y el teléfono) a fin de que el simpático enfermito fuese inmediatamente trasladado al dispensario de popa, donde se estaban asistiendo el capitán Smith y los restantes enfermos de a bordo. Pero semejante cosa no se lograría con amenazas tales como las que ya se habían proferido esa mañana, y…
—Vea, doctor, cállese la boca —dijo López—. Lo siento mucho, pero ya estoy harto de contemporizar.
—¡Querido amigo!
—¡Nada de violencias! —chillaba don Galo, apoyado por las exclamaciones indignadas del señor Trejo. Lucio, muy pálido, se había quedado atrás y no decía nada.
Medrano abrió la puerta y empezó a bajar. Raúl y López lo siguieron.
—Dejesén de cacarear, gallinetas —dijo el Pelusa, mirando al partido de la paz con aire de supremo desprecio. Bajó dos peldaños, y les cerró la puerta en la cara—. Qué manga de paparulos, mama mía. El pibe grave y estos cosos dale con el armisticio. Me dan ganas de agarrarlos a patadas, me dan.
—Me sospecho que va a tener oportunidad —dijo López—. Bueno, Presutti, aquí hay que andarse atento. En cuanto encuentre por ahí alguna llave inglesa que le sirva de cachiporra, échele mano.
Miró hacia la cámara de la izquierda, a oscuras pero evidentemente vacía. Pegándose a los lados, abrieron de golpe la puerta de la derecha. López reconoció a Orf, sentado en un banco. Los dos finlandeses que se ocupaban de la proa se habían instalado junto al fonógrafo y se aprestaban a poner un disco; Raúl, que entraba pegado a López, pensó irónicamente que debía ser el disco de Ivor Novello. Uno de los finlandeses se enderezó sorprendido y avanzó con los brazos un poco abiertos, como si fuera a pedir una explicación. Orf no se había movido pero los miraba entre estupefacto y escandalizado.
En el silencio que parecía durar más de lo normal, vieron abrirse la puerta del fondo. López ya estaba a un paso del finlandés que seguía en la actitud del que se dispone a abrazar a alguien, pero cuando vio al glúcido que se recortaba en el marco de la puerta y se quedaba mirándolos asombrado, dio otro paso a la vez que hacía un gesto para que el finlandés se apartara. El finlandés se corrió ligeramente a un lado y en el mismo momento lo trompeó en la mandíbula y el estómago. Cuando López caía como un trapo, lo golpeó otra vez en plena cara. La Colt de Raúl apareció un segundo antes que el revólver de Medrano, pero no hubo necesidad de tiros. Con un perfecto sentido de la oportunidad, el Pelusa se plantó en dos saltos al lado del glúcido y lo metió de un manotón en la cámara, cerrando la puerta con una seca patada. Orf y los dos finlandeses levantaban las manos como si quisieran colgarse del cielo raso.
El Pelusa se agachó junto a López, le levantó la cabeza y empezó a masajearle el cuello con una violencia inquietante. Después le soltó el cinturón y le hizo una especie de respiración artificial.
—Hijo de una gran siete, le pegó en la boca del estómago. ¡Te rompo la cara, cabrón de mierda! Espérate que te agarre solo, ya vas a ver cómo te parto la cabeza, aprovechador. ¡Qué manera de desmayarse, mama mía!
Medrano se agachó y sacó el revolver del bolsillo de López, que empezaba a moverse y a parpadear.
—Por el momento téngalo usted —le dijo a Atilio—. ¿Qué tal, viejo?
López gruñó algo ininteligible, y buscó vagamente un pañuelo.
—A todos éstos va a haber que llevarlos de nuestro lado —dijo Raúl, que se había sentado en un banco y gozaba del dudoso placer de mantener con las manos alzadas a cuatro hombres que empezaban a fatigarse. Cuando López se enderezo y le vio la nariz, la sangre que le chorreaba por el cuello, pensó que Paula iba a tener un buen trabajo. «Con lo que le gusta hacer de enfermera», se dijo divertido.
—Sí, la joroba es que no podemos seguir dejando a éstos sueltos a la espalda —dijo Mediano—. ¿Qué le parece si me los arrea hasta la proa, Atilio, y los encierra en alguna cabina?
—Déjemelos por mi cuenta, señor —dijo el Pelusa, esgrimiendo el revólver—. Vos anda saliendo, atorrante. Y ustedes. Ojo que al primero que se hace el loco le zampo un plomo en el coco. Pero ustedes me esperan, ¿eh? No se vayan a ir solos.
Medrano miró inquieto a López, que se había levantado muy pálido y se tambaleaba. Le preguntó si no quería ir con Atilio y descansar un rato, pero López lo miró con rabia.
—No es nada —murmuró, pasándose la mano por la boca—. Yo me quedo, che. Ahora ya empiezo a respirar. Pucha que es feo.
Se puso blanco y cayó otra vez, resbalando contra el cuerpo del Pelusa que lo sostenía. No había nada que hacer, y Medrano se decidió. Sacaron al glúcido y a los lípidos al pasillo, dejando que el Pelusa llevara casi en brazos a López que maldecía, y recorrieron el pasillo lo más rápidamente posible. Probablemente al volver encontrarían refuerzos y quizá armas listas, pero no se veía otra salida.
La reaparición de López ensangrentado, seguido de un oficial y tres marineros del Malcolm con las manos en alto, no era un espectáculo para alentar a Lucio y al señor Trejo, que se habían quedado conversando cerca de la puerta. Al grito que se le escapó al señor Trejo respondieron los pasos del doctor Restelli y de Paula, seguidos de don Galo que se mesaba los cabellos en una forma que Raúl sólo había visto en el teatro. Cada vez más divertido, puso a los primeros prisioneros contra la pared e hizo señas al Pelusa para que se llevara a López a su cabina. Medrano rechazaba con un gesto la andanada de gritos, preguntas y admoniciones.
—Vamos, al bar —dijo Raúl a los prisioneros. Les hizo salir al pasillo de estribor, desfilando con no poco trabajo entre la silla de don Galo y la pared. Medrano seguía detrás, apurando la cosa todo lo posible, y cuando don Galo, perdida toda paciencia, lo agarró de un brazo y lo sacudió gritando que no iba a consentir que, se decidió a hacer lo único posible.
—Todo el mundo arriba —mandó—. Paciencia si no les gusta.
Encantado, el Pelusa agarró inmediatamente la silla de don Galo y la echó hacia adelante, aunque don Galo se aferraba a los rayos de las ruedas y hacía girar la manivela del freno con todas sus fuerzas.
—Vamos, deje al señor —dijo Lucio, interponiéndose—. ¿Pero se han vuelto locos, ustedes?
El Pelusa soltó la silla, sujetó a Lucio por el justo medio del saco de piyama y lo proyectó con violencia contra el tabique. El revólver le colgaba insolentemente de la otra mano.
—Camina, manteca —dijo el Pelusa—. A ver si te tengo que bajar el jopo a sopapos.
Lucio abrió la boca, la cerró otra vez. El doctor Restelli y el señor Trejo estaban petrificados, y al Pelusa le costó bastante ponerlos en movimiento. Al pie de la escalera del bar, Raúl y Medrano esperaban.
Dejando a todo el mundo alineado contra el mostrador del bar, cerraron con llave la puerta que daba a la biblioteca, y Raúl arrancó a tirones los hilos del teléfono. Pálido y retorciéndose las manos en el mejor estilo ancilar, el maître había entregado las llaves sin oponer resistencia. A la carrera se largaron otra vez por el pasadizo y la escalerilla.
—Faltan el astrónomo, Felipe y el chófer —dijo el Pelusa, parándose en seco—. ¿Los encerramos también?
—No hace falta —dijo Medrano—. Esos no gritan.
Abrieron la puerta de la cámara sin tomar demasiadas precauciones. Estaba vacía y de golpe parecía mucho más grande. Medrano miró hacia la puerta del fondo.
—Da a un pasillo —dijo Raúl con una voz sin expresión—. Al fondo está la escalera que sube a popa. Habrá que tener cuidado con el camarote de la izquierda.
—¿Pero usted ya estuvo? —se asombró el Pe lusa.
—Sí.
—¿Estuvo y no subió a la popa?
—No, no subí —dijo Raúl.
El Pelusa lo miró con desconfianza, pero como le tenía simpatía se convenció de que debía estar mareado por todo lo que había sucedido. Medrano apagó las luces sin hacer comentario y abrieron poco a poco la puerta, apuntando a ciegas hacia adelante. Casi en seguida vieron el brillo de los cobres del pasamanos de la escalera.
—Mi pobre, pobrecito pirata —dijo Paula—. Venga que su mamá le ponga un algodón en la nariz.
Dejándose caer al borde de su cama, López sentía que el aire le entraba muy despacio en los pulmones. Paula que había mirado empavorecida el revólver que el Pelusa apretaba en la mano izquierda, lo vio irse de la cabina con no poco alivio. Después obligó a López, que estaba horriblemente pálido, a que se tendiera en la cama. Fue a mojar una toalla y empezó a lavarle con mucho cuidado la cara. López maldecía en voz baja, pero ella siguió limpiándolo y retándolo a la vez.
—Ahora sacate esa campera y metete del todo en la cama. Te hace falta descansar un rato.
—No, ya estoy bien —dijo López—. Te crees que voy a dejarlos solos a los muchachos, justamente ahora que…
Cuando se enderezaba, todo giró de golpe. Paula lo sostuvo, y esta vez consiguió que se tendiera de espaldas. En el armario había una manta, y lo abrigó lo mejor posible. Sus manos anduvieron a ciegas por debajo de la manta, hasta soltarle los cordones de las zapatillas. López la miraba como desde lejos, con los ojos entornados. No se le había hinchado la nariz pero tenía una marca violeta debajo de un ojo, y un tremendo hematoma en la mandíbula.
—Te queda precioso —dijo Paula, arrodillándose para quitarle las zapatillas—. Ahora sos de veras mi Jamaica John, mi héroe casi invicto.
—Poneme alguna cosa aquí —murmuró López, señalándose el estómago—. No puedo respirar, pucha que soy flojo. Total, un par de pifias…
—Pero vos le habrás contestado —dijo Paula, buscando otra toalla y haciendo correr el agua caliente—. ¿No trajiste alcohol? Ah, sí, aquí hay un frasco. Soltate el pantalón, si podes… Espera, te voy a ayudar a sacarte esa campera que parece de amianto. ¿Te podes enderezar un poquito? Si no, date vuelta y la sacamos poco a poco.
López la dejaba hacer, pensando todo el tiempo en los amigos. No era posible que por un lípido de porra tuviera que quedar fuera de combate. Cerrando los ojos, sintió las manos de Paula que andaban por sus brazos, librándolo de la campera, y que después le soltaban el cinturón, desabotonaban la camisa, ponían algo tibio sobre su piel. Una o dos veces sonrió porque el pelo de Paula le hacía cosquillas en la cara. De nuevo le andaba suavemente en la nariz, cambiándole los algodones. Sin querer, sin pensar, López estiró un poco los labios. Sintió la boca de Paula contra la suya, liviana, un beso de enfermera. La apretó en sus brazos, respirando penosamente, y la besó mordiéndola, hasta hacerla gemir.
—Ah traidor —dijo Paula, cuando pudo soltarse—. Ah bellaco. ¿Qué clase de paciente sos?
—Paula.
—Cállese la boca. No me venga con arrumacos porque le han pegado una paliza. No hace media hora eras un frigidaire último modelo.
—Y vos —murmuró López, queriendo atraerla otra vez—. Y vos, más que mala. Cómo podes decir…
—Me vas a llenar de sangre —dijo cruelmente Paula—. Sé obediente, mi corsario negro. No estás ni vestido ni desvestido, ni en la cama ni fuera de ella… No me gustan las situaciones ambiguas, sabés. ¿Sos mi enfermo o qué? Espera que te cambie otra vez el paño del estómago. ¿Puedo mirar sin ofensa a mi natural pudor? Sí, puedo mirar. ¿Dónde tenes la llave de tu preciosa cabina?
Lo tapó hasta el cuello con la manta y fue a mojar las toallas. López, después de buscar confusamente en los bolsillos del pantalón, le alcanzó la llave. Veía todo un poco borroso, pero lo bastante claro para darse cuenta de que Paula se estaba riendo.
—Si te vieras, Jamaica John… Ya tenes un ojo completamente cerrado, y el otro me mira con un aire… Pero esto te va a hacer bien, espera…
Cerró con llave, se acercó retorciendo una toalla. Así, así. Todo estaba bien. Más despacio, un poco de algodón en la nariz que todavía sangraba. Había sangre por todos lados, la almohada era un horror, y la manta, la camisa blanca que López se quitaba a manotazos. «Lo que voy a tener que lavar», pensó, resignada. Pero una buena enfermera… Se dejó abrazar quietamente, cediendo a las manos que la atraían, la apretaban contra su cuerpo, empezaban a correr por ella que tenía los ojos muy abiertos mientras sentía subir la vieja fiebre, la misma vieja fiebre que los mismos viejos labios enconarían y aliviarían, alternadamente, a lo largo de las horas que empezaban como las viejas horas, bajo los viejos dioses, para agregarse al viejo pasado. Y era tan hermoso y tan inútil.