A mitad del pasillo se dio cuenta de que tenía la pipa en la mano, y volvió a enfurecerse. Después pensó que si llevaba también el tabaco podría convidar a Bob y demostrarle que sabía lo que era fumar. Se metió la lata en el bolsillo y volvió a salir, seguro de que a esa hora no había nadie en los pasillos. Tampoco en el pasadizo central, tampoco en el largo pasaje donde la lamparilla violeta parecía más débil que nunca. Si esta vez tenía suerte y Bob lo dejaba pasar a la popa… La esperanza de vengarse lo hacía correr, lo ayudaba a luchar contra el miedo. «Pero fíjense, justamente el más jovencito resultó el más valiente, él solo ha descubierto la manera de llegar…» La Beba, por ejemplo, y hasta el viejo, pobre, la cara de rata ahogada en orina que pondría cuando todos lo alabaran. Pero eso no era nada al lado de Raúl. «Cómo, Raúl, ¿usted no sabía? Pero sí, Felipe se animó a meterse en la boca del lobo…» Los tabiques del pasadizo eran más estrechos que la vez anterior; se detuvo a unos dos metros de las puertas, miró hacia atrás. La verdad, el pasadizo parecía más estrecho, lo ahogaba. Abrir la puerta de la derecha fue casi un alivio. La luz de las bombillas colgando desnudas lo dejó medio ciego. No había nadie en la cámara, revuelta como siempre, llena de pedazos de correas, lonas, herramientas sobre el banco de trabajo. Tal vez por eso la puerta del fondo se recortaba mejor, como esperándolo. Felipe volvió a cerrar despacio, y avanzó en puntas de pie. A la altura del banco de trabajo se quedó inmóvil. «Hace un calor bárbaro aquí abajo», pensó. Oía con fuerza las máquinas, los ruidos venían de todas partes a la vez, se agregaban al calor y a la luz enceguecedora. Franqueó los dos metros que lo separaban de la puerta y probó despacio el picaporte. Alguien venía por el pasillo. Felipe se pegó a la pared para quedar cubierto por la puerta en caso de que la abrieran. «No era un ruido de pasos», pensó, angustiado. Un ruido, solamente. También ahora era un alivio entreabrir la puerta y mirar. Pero antes, como había leído en una novela policial, se agachó para que su cabeza no quedara a la altura de un balazo. Adivinó un pasillo angosto y oscuro; cuando sus ojos se habituaron, empezó a distinguir a unos seis metros los peldaños de una escalera. Sólo entonces se acordó de las palabras de Bob. Es decir que… Si volvía en seguida al bar y buscaba a López o a Medrano, a lo mejor entre dos podrían llegar sin peligro. ¿Pero qué peligro? Bob lo había amenazado nada más que para asustarlo. ¿Qué peligro podía haber en la popa? El tifus ni contaba, aparte de que él no se contagiaba nunca las enfermedades, ni las paperas siquiera.
Cerró despacio la puerta a su espalda y avanzó. Respiraba con dificultad en el aire espeso que olía a alquitrán y a cosas rancias. Vio una puerta a la izquierda y se adelantó hacia la escalerilla. Su propia sombra surgió delante de él, dibujándolo por un instante en el suelo, inmóvil y con un brazo alzado sobre la cabeza en un gesto de defensa. Cuando atinó a girar, Bob lo miraba desde la puerta abierta de par en par. Una luz verdosa salía de la cabina.
—Hasdala, chico.
—Hola —dijo Felipe, retrocediendo un poco. Sacó la pipa dei bolsillo y la tendió hacia la zona iluminada. No encontraba las palabras, la pipa temblaba entre sus dedos—. Ve, me acordé que usted… íbamos a charlar de nuevo, y entonces…
—Sa —dijo Bob—. Entra, chico, entra.
Cuando le llegó el turno, Medrano tiró el cigarrillo y fue a sentarse al piano con aire un tanto soñoliento. Acompañándose bastante bien se puso a cantar bagualas y zambas, imitando desvergonzadamente el estilo de Atahualpa Yupanqui. Lo aplaudieron largo rato y lo obligaron a cantar otras tonadas. Persio, que lo siguió, fue recibido con el respeto desconfiado que suscitan los clarividentes. Presentado por el doctor Restelli como un investigador de arcanos remotos, se puso a leer las líneas de la mano de los voluntarios, diciéndoles el repertorio corriente de banalidades entre las que, de cuando en cuando, deslizaba alguna frase sólo comprendida por el interesado y que bastaba para dejarlo estupefacto. Aburriéndose visiblemente, Persio terminó su ronda quiromántica y se acercó al mostrador para cambiar el porvenir por un refresco. El doctor Restelli recopilaba su vocabulario más escogido para presentar al benjamín de la tertulia, al promisor cuanto inteligente Jorge Lewbaum, en quien los pocos años no eran óbice para los muchos méritos. Este niño, notable exponente de la infancia argentina, haría las delicias de la velada gracias a su personalísima interpretación de algunos monólogos de los cuales era autor, y el primero de los cuales se titulaba «Narración del octopato».
—Yo lo escribí pero Persio me ayudó —dijo lealmente Jorge avanzando entre cerrados aplausos. Saludó muy tieso, coincidiendo por un instante con la descripción del doctor Restelli.
—Narración del octopato, por Persio y Jorge Lewbaum —dijo, y tendió una mano para apoyarse en la cola del piano. Dando un salto, el Pelusa llegó a tiempo para tomarlo del brazo antes de que se golpeara de boca contra el suelo.
Vaso de agua, aire, recomendaciones, tres sillas para tender al desmayado, botones que repentinamente se enconan y no ceden. Medrano miró a Claudia, inclinada sobre su hijo, y se acercó al mostrador.
—Telefonee al médico ahora mismo.
El maître se afanaba humedeciendo una servilleta. Medrano Jo enderezó, agarrándolo del brazo.
—Dije: ahora mismo.
El maître entregó la toalla al barman y fue hasta el teléfono situado en la pared. Marcó un número de dos cifras. Dijo algunas palabras, las repitió en voz más alta. Medrano esperaba sin quitarle los ojos de encima. El maître colgó y le hizo un gesto de asentimiento.
—Va a venir inmediatamente, señor. Pienso que… tal vez convendría llevar al niño a su cama.
Medrano se preguntó por dónde iba a venir el médico, por dónde venía el oficial de pelo gris. A su espalda el estrépito de las señoras sobrepasaba su paciencia. Se abrió camino hasta Claudia, que tenía entre las suyas la mano de Jorge.
—Ah, parece que vamos mejor —dijo, arrodillándose a su lado.
Jorge le sonrió. Tenía un aire avergonzado y miraba las caras flotando sobre él como si fueran nubes. Sólo miraba de veras a Claudia y a Persio, quizá también a Medrano que, sin ceremonias, le pasó los brazos por el cuello y las piernas y lo levantó. Las señoras abrieron paso y el Pelusa hizo ademán de ayudar, pero Medrano salía ya llevándose a Jorge. Claudia lo siguió; la careta de Jorge le colgaba de la mano. Los demás se consultaban con la mirada, indecisos. No era grave, claro, un vahído provocado por el calor de la sala, pero de todos modos ya no les quedaba mucho ánimo para seguir la fiesta.
—Pues deberíamos seguirla —afirmaba don Galo, moviéndose de un lado a otro con bruscos timonazos de la silla—. Nada se gana con deprimirse por un incidente sin importancia.
—Ya verán ustedes que el niño se repone en diez minutos —decía el doctor Restelli—. No hay que dejarse impresionar por los signos exteriores de un simple desvanecimiento.
—Ma qué, ma qué —se condolía lúgubremente el Pelusa—. Primero se pianta el pibe justo cuando tenemos que hacer las pruebas, y ahora se me descompone el otro purrete. Este barco es propiamente la escomúnica.
—Por lo menos sentémonos y bebamos alguna cosa —propuso el señor Trejo—. No se debe pensar todo el tiempo en enfermedades, máxime cuando a bordo… Quiero decir que nada se gana sumándose a los rumores alarmistas. También mi hijo estaba hoy con dolor de cabeza, y ya ven que ni mi esposa ni yo nos preocupamos. Bien claro nos han dicho que se han tomado a bordo todas las precauciones necesarias.
Aleccionada por la Beba, la señora de Trejo señaló en ese instante que Felipe no estaba en la cabina. El Pelusa se golpeó la cabeza y dijo que eso ya lo sabía él, y que dónde podía andar metido el pibe.
—En la cubierta, seguro —dijo el señor Trejo—. Un capricho de muchacho.
—Ma qué capricho —dijo el Pelusa—. ¿No ve que ya estábamos fenómeno para las pruebas?
Paula suspiró, observando de reojo a López que había asistido al desmayó de Jorge con una expresión donde la rabia empezaba a ganar terreno.
—Bien podría ser —dijo López— que encuentres cerrada la puerta de tu cabina.
—No sabría si alegrarme o voltearla a patadas —dijo Paula—. Al fin y al cabo es mi cabina.
—¿Y si está cerrada, qué vas a hacer?
—No sé —dijo Paula—. Me pasaré la noche en la cubierta. Qué importa.
—Vení, vamos —dijo López.
—No, todavía me voy a quedar un rato.
—Por favor.
—No. Probablemente la puerta está abierta y Raúl duerme como una vaca. No sabés lo que le revientan los actos culturales y de sano esparcimiento.
—Raúl, Raúl —dijo López—. Te estás muriendo por ir a desnudarte a dos metros de él.
—Hay más de tres metros, Jamaica John.
—Vení —dijo él una vez más, pero Paula lo miró de lleno, negándose, pensando que Raúl merecía que ella se negara ahora y que esperara hasta saber si también él sacaba del mazo la carta de triunfo. Era perfectamente inútil, era cruel para Jamaica John y para ella: era lo que menos deseaba en el mundo y a esa hora. Lo hacía por eso, para pagar una deuda vaga y oscura que no constaba en ningún asiento; como una remisión, una esperanza de volver atrás y encontrarse en los orígenes, cuando no era todavía esa mujer que ahora se negaba envuelta en una ola de deseo y de ternura. Lo hacía por Raúl pero también por Jamaica John, para poder darle un día algo que no fuera una derrota anticipada. Pensó que con gestos tan increíblemente estúpidos se abrían quizá las puertas que toda la malignidad de la inteligencia no era capaz de franquear. Y lo peor era que iba a tener que pedirle de nuevo el pañuelo y que él se lo iba a negar, furioso y resentido, antes de irse a dormir solo, amargo de tabaco sin ganas.
—Menos mal que te reconocí. Un poco más y te parto la cabeza. Ahora me acuerdo que te había prevenido, eh.
Felipe se revolvió incómodo en el banquillo donde había terminado por sentarse.
—Ya le dije que vine a buscarlo a usted. No estaba en la otra pieza, vi la puerta abierta y quise saber si…
—Oh, no tiene nada de malo, chico. Here’s to you.
—Prosit —dijo Felipe, tragando el ron como un hombre—. Está bastante bien su camarote. Yo creía que los marineros dormían todos juntos.
—A veces viene Orf, cuando se cansa de los dos chinos que tiene en su camarote. Oye, no está mal tu tabaco, eh. Un poco flojo, todavía, pero mucho mejor que esa porquería que fumabas ayer. Vamos a cargar otra pipa, qué te parece.
—Vamos —dijo Felipe, sin mayores ganas. Miraba la cabina de paredes sucias, con fotografías de hombres y mujeres sujetas con alfileres, un almanaque donde tres pajaritos llevaban por el aire una hebra dorada, los dos colchones tirados en el suelo en un rincón, uno sobre otro, la mesa de hierro, con manos sucesivas de pintura que había terminado por aglutinarse en algunas partes de las patas, dando la impresión de que todavía estaba fresca y chorreante. Un armario abierto de par en par dejaba ver un reloj colgado de un clavo, camisetas deshilachadas, un látigo corto, botellas llenas y vacías, vasos sucios, un alfiletero violeta. Cargó otra vez la pipa con mano insegura; el ron era endiabladamente fuerte, y ya Bob le había llenado otra vez el vaso. Trataba de no mirar las manos de Bob, que le hacían pensar en arañas peludas; en cambio le gustaba la serpiente azul del antebrazo. Le preguntó si los tatuajes eran dolorosos. No, en absoluto, pero había que tener paciencia. También dependía de la parte del cuerpo que se tatuara. Conocía a un marinero de Bremen que había tenido la valentía de… Felipe escuchaba, asombrado, preguntándose al mismo tiempo si en la cabina habría alguna ventilación, porque el humo y el olor del ron cargaban cada vez más el aire, ya empezaba a ver a Bob como si hubiera una cortina de gasa entre ambos. Bob le explicaba, mirándolo afectuosamente, que el mejor sistema de tatuaje era el de los japoneses. La mujer que tenía en el hombro derecho se la había tatuado Kiro, un amigo suyo que también se ocupaba de traficar opio. Despojándose de la camiseta con un gesto lento y casi elegante, dejó que Felipe viera la mujer sobre el hombro derecho, las dos flechas y la guitarra, el águila que abría unas alas enormes y le cubría casi por completo el tórax. Para el águila había tenido que dejarse emborrachar, porque la piel era muy delicada en algunas partes del pecho, y le dolían los pinchazos. ¿Felipe tenía la piel sensible? Sí, en fin, un poco, como todo el mundo. No, no como todo el mundo, porque eso variaba según las razas y los oficios. Realmente ese tabaco inglés estaba muy bueno, era cosa de seguir fumando y bebiendo. No importaba que no tuviera muchas ganas, siempre ocurría lo mismo a mitad de una sesión, bastaba insistir un poco para encontrar nuevamente el gusto. Y el ron era suave, un ron blanco muy suave y perfumado. Otro vasito y le iba a mostrar un álbum con fotos de viaje. A bordo el que sacaba casi siempre las fotos era Orf, pero también tenía muchas que le habían regalado las mujeres de los puertos de escala, a las mujeres les gustaba regalar fotos, algunas bastante… Pero primero iban a brindar por su amistad. Sa. Un buen ron, muy suave y perfumado, que iba perfectamente con el tabaco inglés. Hacía calor, claro, estaban muy cerca del cuarto de máquinas. No tenía más que imitarlo y quitarse la camisa, la cuestión era ponerse cómodo y seguir charlando como viejos amigos. No, para qué hablaba de abrir la puerta, de todos modos el humo no saldría de la cabina, y en cambio si alguien lo encontraba en esa parte del barco… Se estaba muy bien así, sin nada que hacer, charlando y bebiendo. Por qué tenía que preocuparse, todavía era muy temprano, a menos que su mamá lo anduviera buscando… Pero na tenía que enojarse, era una broma, ya sabía muy bien que hacía lo que le daba la gana a bordo, como tenía que ser. ¿El humo? Sí, quizá había un poco de humo, pero cuando se estaba fumando un tabaco tan extraordinario valía la pena respirarlo más y más. Y otro vasito de ron para mezclar los sabores que iban tan bien juntos. Pero sí, hacía un poco de calor, ya le había dicho antes que se quitara la camisa. Así, chico, sin enojarse. Sin correr a la puerta, así, bien quieto, porque sin querer uno podía lastimarse, verdad, y con una piel realmente tan suave, quién hubiera dicho que un chico tan bueno no comprendiera que era mejor quedarse quieto y no luchar por zafarse, por correr hacia la puerta cuando se podía estar tan bien en la cabina, ahí en ese rincón donde se estaba tan mullido, sobre todo si uno no hacía fuerza para soltarse, para evitar que las manos encontraran los botones y los fueran soltando uno a uno, interminablemente.
—No será nada —dijo Medrano—. No será nada, Claudia.
Claudia arropaba a Jorge que de golpe se había arrebolado y temblaba de fiebre. La señora de Trejo acababa de salir de la cabina, luego de asegurar que esas descomposturas de los niños no eran nada y que Jorge estaría lo más bien por la mañana. Casi sin contestarle, Claudia había agitado un termómetro mientras Medrano cerraba el ojo de buey y arreglaba las luces para que no dieran en la cara de Jorge. Por el pasillo andaba Persio con la cara muy larga, sin animarse a entrar. El médico llegó a los cinco minutos y Medrano hizo ademán de salir de la cabina, pero Claudia lo retuvo con una mirada. El médico era un hombre gordo, de aire entre aburrido y fatigado. Chapurreaba el francés, y examinó a Jorge sin levantar la vista de su cuerpo, reclamando de pronto una cuchara, tomando el pulso y flexionando las piernas como si al mismo tiempo estuviera muy lejos de ahí. Tapó a Jorge, que rezongaba entre dientes, y preguntó a Medrano si era el padre del chico. Cuando vio su gesto negativo se volvió sorprendido a Claudia, como si en realidad la viera por primera vez.
—Eh bien, madame, il faudra attendre —dijo, encogiéndose de hombros—. Pour l’instant je ne peux pas me prononcer. C’est bizarre, quand même…
—¿El tifus? —preguntó Claudia.
—Mais non, allons, c’est pas du tout ca!
—De todos modos hay tifus a bordo, ¿no es así? —preguntó Medrano—. Vous avez eu des cas chez vous, n’est-ce pas?
—C’est a dire… —empezó el médico. No existía una absoluta seguridad de que se tratara de tifus 224, a lo sumo un brote benigno que no inspiraba mayores inquietudes. Si la señora le permitía iba a retirarse, y le enviaría por el maître los medicamentos para el niño. En su opinión, parecía tratarse de una congestión pulmonar. Si la temperatura pasaba de treinta y nueve cinco deberían avisar al maître, que a su vez…
Medrano sentía que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos. Cuando el médico salió, después de tranquilizar una vez más a Claudia, estuvo a punto de irse detrás y atraparlo en el pasillo, pero Claudia pareció darse cuenta y le hizo un gesto. Medrano se detuvo en la puerta, indeciso y furioso.
—Quédese, Gabriel, acompáñeme un rato. Por favor.
—Sí, claro —dijo Medrano confuso. Comprendía que no era el momento de forzar la situación, pero le costaba alejarse de la puerta, admitir una vez más la derrota y acaso la burla. Claudia esperaba sentada al borde de la cama de Jorge, que se agitaba delirando y quería destaparse. Golpearon discretamente; el maître traía dos cajas y un tubo. En su cabina tenía una bolsa para hielo, el médico había dicho que en caso necesario podían usarla. Él se quedaría una hora más en el bar y estaba a sus órdenes por cualquier cosa. Les mandaría café bien caliente con el mozo, si querían.
Medrano ayudó a Claudia a dar los primeros remedios a Jorge, que se resistía débilmente, sin reconocerlos. Golpearon a la puerta; era López, mohíno y preocupado, que venía por noticias. Medrano le contó en voz baja el dialogo con el médico.
—Pucha, si hubiera sabido lo agarro en el pasillo —dijo López—. Acabo de bajar del bar y no me enteré de nada hasta que Presutti me dijo que el médico había andado por aquí.
—Volverá, si es necesario —dijo Medrano—. Y entonces, si le parece…
—Seguro —dijo López—. Avíseme antes, si puede, de todos modos yo andaré por ahí, no voy a poder dormir esta noche. Si el tipo piensa que Jorge tiene algo serio, entonces no hay que esperar ni un minuto más —bajó la voz para que Claudia no oyera—. Dudo que el médico sea más decente que el resto de la pandilla. Capaces de dejar que el chico se agrave con tal de que no se sepa en tierra. Vea, che, lo mejor va a ser llamarlo aunque no haga falta, digamos dentro de una hora. Nosotros lo esperamos afuera, y esta vez no nos para nadie hasta la popa.
—De acuerdo, pero pensemos un poco en Jorge —dijo Medrano—. No sea que por ayudarlo le hagamos un mal Si fallamos el golpe y el médico se queda del otro lado, la cosa puede ponerse fea.
—Hemos perdido dos días —dijo López—. Es lo que se gana con la cortesía y con hacerles caso a los viejos pacíficos. ¿Pero usted cree que el chico…?
—No, pero es más un deseo que otra cosa. Los dentistas no sabemos nada de tifus, querido. Me preocupa la violencia de la crisis, la fiebre. Puede no ser nada, demasiado chocolate, un poco de insolación. Puede ser la congestión pulmonar de que habló el médico. En fin, vámonos a fumar un pitillo. De paso hablaremos con Presutti y Costa, si andan por ahí.
Se acercó a Claudia y le sonrió. López también le sonreía. Claudia sintió su amistad y les agradeció, mirándolos simplemente.
—Volveré dentro de un rato —dijo Medrano—. Recuéstese, Claudia, trate de descansar.
Todo sonaba un poco como ya dicho, inútil y tranquilizador. Las sonrisas, los pasos en puntillas, la promesa de volver, la confianza de saber que los amigos estaban ahí al lado. Miró a Jorge, que dormía más tranquilo. La cabina parecía haber crecido bruscamente, quedaba un vago perfume de cigarrillo negro, como si Gabriel no se hubiera ido del todo. Claudia apoyó la cara en una mano y cerró los ojos; una vez más velaría junto a Jorge. Persio andaría cerca como un gato sigiloso, la noche se movería interminablemente hasta que llegara el alba. Un barco, la calle Juan Bautista Alberdi, el mundo; Jorge estaba ahí, enfermo, entre millones de Jorges enfermos en todos los puntos de la tierra, pero el mundo era ahora sólo un niño enfermo. Si León hubiera estado con ellos, eficaz y seguro, descubriendo el mal en su brote, frenándolo sin perder un minuto. El pobre Gabriel, inclinándose sobre Jorge con la cara de los que no comprenden nada; pero la ayudaba saber que Gabriel estaba ahí, fumando en el pasillo, esperando con ella. La puerta se entreabrió. Agachándose, Paula se quitó los zapatos y esperó. Claudia le hizo seña de que se acercara, pero ella avanzó apenas hasta un sillón.
—No oye nada —dijo Claudia—. Venga, siéntese aquí.
—Me iré en seguida, aquí ha venido ya demasiada gente a fastidiarla. Todo el mundo quiere mucho a su cachorrito.
—Mi cachorrito con treinta y nueve de fiebre.
—Medrano me dijo lo del médico, están ahí afuera montando guardia. ¿Me puedo quedar con usted? ¿Por qué no se acuesta un rato? Yo no tengo sueño, y si Jorge se despierta le prometo llamarla en seguida.
—Quédese, claro, pero yo tampoco tengo sueño. Podemos charlar.
—¿De las cosas sensacionales que ocurren a bordo? Le traigo el último boletín.
«Perra, maldita perra —pensó mientras hablaba—, revoleándote en lo que vas a decir, saboreando lo que ella te va a preguntar…» Claudia le miraba las manos y Paula las escondió de golpe, se echó a reír en voz baja, dejó otra vez las manos en los brazos del sillón. Si hubiera tenido una madre como Claudia, pero claro, la hubiera odiado como a la suya. Demasiado tarde para pensar en una madre, ni siquiera en una amiga.
—Cuénteme —dijo Claudia—. Nos ayudará a pasar el rato.
—Oh, nada serio. Los Trejo, que están al borde de la histeria porque les ha desaparecido el chico. Lo disimulan, pero…
—No estaba en el bar, ahora me recuerdo. Creo que Presutti lo anduvo buscando.
—Primero Presutti y después Raúl.
Perra.
—Pues no andará muy lejos —dijo Claudia, indiferente—. Los muchachos tienen caprichos, a veces… Tal vez le dio por pasar la noche en la cubierta.
—Tal vez —dijo Paula—. Menos mal que yo no soy tan histérica como ellos, y puedo advertir que también Raúl se ha borrado del mapa.
Claudia la miró. Paula había esperado su mirada y la recibió con una cara lisa, inexpresiva. Alguien iba y venía por el pasillo, en el silencio los pasos ahogados por el linóleo se marcaban uno tras otro, más cerca, más lejos. Medrano, o Persio, o López, o el afligido Presutti, preocupado de veras por Jorge.
Claudia bajó los ojos, bruscamente fatigada. La alegría que le había dado ver a Paula se perdía de golpe, reemplazada por un deseo de no saber más, de no aceptar esa nueva contaminación todavía informulada, suspendida de una pregunta o un silencio capaz de explicarlo todo. Paula había cerrado los ojos y parecía indiferente a lo que pudiera seguir, pero movía de pronto los dedos, tamborileando sin ruido en los brazos del sillón.
—Por favor, no pueden ser celos —dijo como para ella—. Les tengo tanta lástima.
—Vayase, Paula.
—Oh, claro. En seguida —dijo Paula, levantándose bruscamente—. Perdóneme. Vine para otra cosa, quería acompañarla. De puro egoísta, porque usted me hace bien. En cambio…
—En cambio nada —dijo Claudia—. Siempre podremos hablar otro día. Vayase a dormir, ahora. No se olvide de los zapatos.
Obedeció, salió sin volverse una sola vez.
Pensó que era curioso cómo una cierta idea del método puede inducir a obrar de determinada manera, aun sabiendo perfectamente que se pierde el tiempo. No encontraría a Felipe en la cubierta, pero lo mismo la recorrió lentamente, primero por babor y luego por estribor, parándose en la parte entoldada para habituar los ojos a la oscuridad, explorando la zona vaga y confusa de los ventiladores, los rollos de cuerda y los cabrestantes. Cuando volvió a subir, oyendo al pasar los aplausos que venían del bar, estaba decidido a golpear en la puerta de la cabina número cinco. Una negligencia casi desdeñosa, como de quien tiene todo el tiempo por delante, se mezclaba con una inconfesada ansiedad por lograr y por demorar a la vez el encuentro. Se rehusaba a creer (pero lo sentía, y era más hondo, como siempre) que la ausencia de Felipe fuera un signo de perdón o de guerra. Estaba seguro de que no iba a encontrarlo en la cabina, pero llamó dos veces y acabó por abrir la puerta. Las luces encendidas, nadie adentro. La puerta del baño estaba abierta de par en par. Volvió a salir rápidamente, porque tenía miedo de que la hermana o el padre vinieran en su busca y lo aterraba la idea del escándalo barato, el por-qué-está-usted-en-una-cabina-que-no-es-la-suya, todo el repertorio insoportable. De golpe era el despecho (ya ahí, debajo de todo, mientras andaba displicente por la cubierta, retardando el zarpazo), porque otra vez Felipe lo había burlado yéndose por su cuenta a explorar el barco, reivindicando sus derechos ofendidos. No había ningún signo, no había ninguna tregua. La guerra declarada, quizá el desprecio. «Esta vez le voy a pegar —pensó Raúl—. Que se vaya todo al diablo, pero por lo menos le quedará un recuerdo debajo de la piel». Franqueó casi corriendo la distancia que lo separaba de la escalerilla del pasadizo central, se tiró abajo de a dos peldaños. Y sin embargo era tan chico, tan tonto; quién sabe si al final de todos esos desplantes no esperaría la reconciliación avergonzada, quizá con condiciones, con límites precisos, amigos sí, pero nada más, usted se confunde… Porque era estúpido decirse que todo estaba perdido, en el fondo Paula tenía razón. No se podía llegar a ellos con la verdad en la boca y en las manos, había que sesgar, corromper (pero la palabra no tenía el sentido que le daba el uso); tal vez así, un día, mucho antes del término del viaje, tal vez así… Paula tenía razón, lo había sabido desde el primer momento y sin embargo había equivocado la táctica. Cómo no aprovechar de esa fatalidad que había en Felipe, enemigo de sí mismo, pronto a ceder creyendo que resistía. Todo él era deseo y pregunta, bastaba lavarlo blandamente de la educación doméstica, de los slogans de la barra, de la convicción de que unas cosas estaban bien y otras mal, dejarlo correr y tirarle suavemente de la brida, darle la razón y deslizarle a la vez la duda, abrirle una nueva visión de las cosas, más flexible y ardiente. Destruir y construir en él, materia plástica maravillosa, tomarse el tiempo, sufrir la delicia del tiempo, de la espera, y cosechar en su día, exactamente a la hora señalada y decidida.
No había nadie en la cámara. Raúl miró la puerta del fondo y vaciló. No podía ser que hubiera tenido la audacia… Pero sí, podía ser. Tanteó la puerta, entró en el pasillo. Vio la escalera. «Ha llegado a la popa —pensó deslumbrado—. Ha llegado antes que nadie a la popa». Le latía el corazón como un murciélago suelto. Olió el tabaco, lo reconoció. Por las junturas de la puerta de la izquierda filtraba una luz sorda. La abrió lentamente, miró. El murciélago se deshizo en mil pedazos, en un estallido que estuvo a punto de cegarlo. Los ronquidos de Bob empezaron a marcar el silencio. Tumbado entre Felipe y la pared, el águila azul alzaba y bajaba estertorosamente las alas a cada ronquido. Una pierna velluda, cruzada sobre las de Felipe, lo mantenía preso en un lazo ridículo. Se olía a vómito, a tabaco y a sudor. Los ojos de Felipe, desmesuradamente abiertos, miraban sin ver a Raúl parado en la puerta. Bob roncaba cada vez más fuerte, hizo un movimiento como si fuera a despertarse. Raúl dio dos pasos y se apoyó con una mano en la mesa. Sólo entonces Felipe lo reconoció. Se llevó las manos al vientre, estúpidamente, y trató de zafarse poco a poco del peso de la pierna que acabó resbalando mientras Bob se agitaba balbuceando algo y todo su cuerpo grasiento se sacudía como en una pesadilla. Sentándose en el borde de los colchones, Felipe estiró la mano buscando la ropa, tanteando en un suelo regado por su vómito. Raúl dio la vuelta a la mesa y con el pie empujó la ropa desparramada. Sintió que también él iba a vomitar y retrocedió hasta el pasillo. Apoyado en la pared, esperó. La escalerilla que llevaba a la popa no estaba a más de tres metros, pero no la miró ni una sola vez. Esperaba. Ni siquiera era capaz de llorar.
Dejó que Felipe pasara primero y lo siguió. Recorrieron la primera cámara y el pasadizo violeta. Cuando llegaban a la escalerilla, Felipe se tomó del pasamanos, giró en redondo y se dejó caer poco a poco en un peldaño.
—Déjame pasar —dijo Raúl, inmóvil frente a él.
Felipe se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Parecía mucho más pequeño, un niño crecido que se ha lastimado y no puede disimularlo. Raúl se tomó del pasamanos, y con una flexión trepó a los peldaños superiores. Pensaba vagamente en el águila azul, como si fuera necesario pensar en el águila azul para resistir todavía la náusea, llegar a su cabina sin vomitar en los pasillos. El águila azul, un símbolo. Exactamente el águila, un símbolo. No se acordaba para nada de la escalera de popa. El águila azul, pero claro, la pura mitología deliciosamente concentrada en un digest digno de los tiempos, águila y Zeus, pero claro, clarísimo, un símbolo, el águila azul.
H
Una vez más, quizá la última, pero quién podría decirlo; nada es claro aquí, Persio presiente que la hora de la conjunción ha cerrado la justa casa, vestido los muñecos con las justas ropas. Desatados tos oíos, respirando penosamente, solo en su cabina o en el puente, ve contra la noche dibujarse los muñecos, ajustarse las pelucas, continuar la velada interrumpida. Cumplimiento, alcance: las palabras más oscuras caen como gotas de sus ojos, tiemblan un momento al borde de sus labios. Piensa: «Jorge», y es una lágrima verde, enorme, que resbala milímetro a milímetro enganchándose en los pelos de la barba, y por fin se transmuta en una sal amarga que no se podría escupir en toda la eternidad. Ya no le importa prever la popa, lo que más allá se abre a otra noche, a otras caras, a una voluntad de puertas Stone. En un momento de tibia vanidad se creyó omnímodo, vidente, llamado a las revelaciones, y lo ganó la oscura certidumbre de que existía un punto central desde donde cada elemento discordante podía llegar a ser visto como un rayo de la rueda.
Extrañamente la gran guitarra ha callado en la altura, el Malcolm se mueve sobre un mar de goma, bajo un aire de tiza. Y como ya nada prevé de la popa, y su voluntad maniatada por el jadear de Jorge, por la desolación que arrasa la cara de su madre, cede a un presente casi ciego que apenas vale por unos metros de puente y de borda contra un mar sin estrellas, quizá entonces y por eso Persio se ahinca en la conciencia de que la popa es verdaderamente (aunque no le parezca a nadie así) su amarga visión, su crispado avance inmóvil, su tarea más necesaria y miserable. Las jaulas de los monos, los leones rondando los puentes, la pampa tirada boca arriba, el crecer vertiginoso de los cohihues, irrumpe y cuaja ahora en los muñecos que ya han ajustado sus caretas y sus pelucas, las figuras de la danza que repiten en un barco cualquiera las líneas y los círculos del hombre de la guitarra de Picasso (que fue de Apollinaire), y también son los trenes que salen y llegan a las estaciones portuguesas, entre tantos otros millones de cosas simultáneas, entre una infinidad tan pavorosa de simultaneidades y coincidencias y entrecruzamientos y rupturas que todo, a menos de someterlo a la inteligencia, se desploma en una muerte cósmica; y todo, a menos de no someterlo a la inteligencia, se llama absurdo, se llama concepto, se llama ilusión, se llama ver el árbol al precio del bosque, la gota de espaldas al mar, la mujer a cambio de la fuga al absoluto. Pero los muñecos ya están compuestos y danzan delante de Persio; peripuestos, atildados, algunos son funcionarios que en el pasado resolvían expedientes considerables, otros se llaman con nombres de a bordo y Persio mismo está entre ellos, rigurosamente calvo y súmero, servidor del zigurat, corrector de pruebas en Kraft, amigo de un niño enfermo. ¿Cómo no ha de acordarse a la hora en que todo parece querer violentamente resolverse, cuando ya las manos buscan un revólver en un cajón, cuando alguien boca abajo llora en una cabina, cómo no ha de acordarse Persio el erudito de los hombres de madera, de la estirpe lamentable de los muñecos iniciales? La danza en la cubierta es torpe como si danzaran legumbres o piezas mecánicas; la madera insuficiente de una torva y avara creación cruje y se bambolea a cada figura, todo es de madera, los rostros, las caretas, las piernas, los sexos, los pesados corazones donde nada se asienta sin cuajarse y agrumarse, las entrañas que amontonan vorazmente las sustancias más espesas, las manos que aferran otras manos para mantener de pie el pesado cuerpo, para terminar el giro. Agobiado de fatiga y desesperanza, harto de una lucidez que no le ha dado más que otro retorno y otra caída, asiste Persio a la danza de los muñecos de madera, al primer acto del destino americano. Ahora serán abandonados por los dioses descontentos, ahora los perros y las vasijas y hasta las piedras de moler se sublevarán contra los torpes gólems condenados, caerán sobre ellos para hacerlos pedazos, y la danza se complicará de muerte, las figuras se llenarán de dientes y de pelos y de uñas; bajo el mismo cielo indiferente empezarán a sucumbir las imágenes frustradas, y aquí en este ahora donde también se alza Persio pensando en un niño enfermo y en una madrugada turbia, la danza seguirá sus figuras estilizadas, las manos habrán pasado por la manicura, las piernas calzarán pantalones, las entrañas sabrán del foie-gras y del muscadet, los cuerpos perfumados y flexibles danzarán sin saber que danzan todavía la danza de madera y que todo es rebelión expectante y que el mundo americano es un escamoteo, pero que debajo trabaron las hormigas, los armadillos, el clima con ventosas húmedas, los cóndores con piltrafas podridas, los caciques que el pueblo ama y favorece, las mujeres que tejen en los zaguanes a lo largo de su vida, los empleados de banco y los jugadores de fútbol y los ingenieros orgullosos y los poetas empecinados en creerse importantes y trágicos, y los tristes escritores de cosas tristes, y las ciudades manchadas de indiferencia. Tapándose los ojos donde la popa entra ya como una espina, Persio siente, cómo el pasado inútilmente desmentido y aderezado se braza al ahora que lo parodia como los monos a los hombres de madera, como los hombres de carne a los hombres de madera. Todo lo que va a ocurrir será igualmente ilusorio, la sumersión en el desencadenamiento de los destinos se resolverá en un lujo de sentimientos favorecidos o contrariados, de derrotas y victorias igualmente dudosas. Una ambigüedad abisal, una irresolución insanable en el centro mismo de todas las soluciones: en un pequeño mundo igual a todos los mundos, a todos los trenes, a todos los guitarreros, a todas las proas y a todas las popas, en un pequeño mundo sin dioses y sin hombres, los muñecos danzan en la madrugada. Por qué lloras, Persio, por qué lloras; con cosas así se enciende a veces el fuego, de tanta miseria crece el canto; cuando los muñecos muerdan su último puñado de ceniza, quizá nazca un hombre. Quizá ya ha nacido y no lo ves.