Por lo demás los juegos flores regocijaban siempre a Medrano, asistente irónico. La idea se le ocurrió mientras bajaba a cubierta después de acompañar a Claudia y a Jorge, que de golpe había querido dormir la siesta. Pensándolo mejor, el doctor Restelli hubiera debido proponer la celebración de juegos florales a bordo; era más espiritual y educativo que una simple velada artística, y hubiera permitido a unos cuantos la perpetración de bromas enormes. «Pero no se conciben los juegos florales a bordo», pensó, tirándose cansado en su reposera y eligiendo despacio un cigarrillo. Retardaba a propósito el momento en que dejaría de interesarse por lo que veía en torno para ceder deliciosamente a la imagen de Claudia, a la reconstrucción minuciosa de su voz, de la forma de sus manos, de su manera tan simple y casi necesaria de guardar silencio o hablar. Carlos López se asomaba ahora a la escalerilla de babor y miraba encandilado el horizonte de las cuatro de la tarde. El resto de los pasajeros se había marchado hacía rato; el puente de mando seguía vacío. Medrano cerró los ojos y se preguntó qué iba a ocurrir. El plazo se cerraba cuando el último número de la velada diera paso a los aplausos corteses y a la dispersión general de los espectadores, empezaría la carrera del reloj del tercer día. «Los símbolos de siempre, el aburrimiento de una analogía no demasiado sutil», pensó. El tercer día, el cumplimiento. Los hechos más crudos eran previsibles: la popa se abriría por sí sola a la visita de los hombres, o López cumpliría su amenaza con el apoyo de Raúl y de él mismo. El partido de la paz se haría presente, iracundo, acaudillado por don Galo; pero a partir de ahí el futuro se nublaba, las vías se bifurcaban, trifurcaban… «Va a estar bueno», pensó, satisfecho sin saber por qué. Todo se daba en una escala ridícula, tan absolutamente antidramática que su satisfacción terminaba por impacientarlo. Prefirió volver a Claudia, recomponer su rostro que ahora, cuando se despedía de él en la puerta de la cabina, le había parecido veladaraente inquieto. Pero no había dicho nada y él había preferido no darse por enterado, aunque le hubiera gustado estar todavía con ella, velando juntos el sueño de Jorge, hablando en voz baja de cualquier cosa. Otra vez lo ganaba un oscuro sentimiento de vacío, de desorden, una necesidad de compaginar algo —pero no sabía qué—, de montar un puzzle tirado en mil pedazos sobre la mesa. Otra fácil analogía, pensar la vida como un puzzle, cada día un trocho de madera con una mancha verde, un poco de rojo, una nada de gris, pero todo mal barajado y amorfo, los días revueltos, parte del pasado metida como una espina en el futuro, el presente libre quizá de lo precedente y lo subsiguiente, pero empobrecido por una división demasiado voluntaria, un seco rechazo de fantasmas y proyectos. El presente no podía ser eso, pero sólo ahora, cuando mucho de ese ahora era ya pérdida irreversible, empezaba a sospechar sin demasiado convencimiento que la mayor de sus culpas podía haber sido una libertad fundada en una falsa higiene de vida, un deseo egoísta de disponer de sí mismo en cada instante de un día reiteradamente único, sin lastres de ayer y de mañana. Visto con esa óptica todo lo que llevaba andado se le aparecía de pronto como un fracaso absoluto. «¿Fracaso de qué?», pensó, desasosegado. Nunca se había planteado la existencia en términos de triunfo; la noción de fracaso carecía entonces de sentido. «Sí, lógicamente —pensó—. Lógicamente». Repetía la palabra, la hacía saltar en la lengua. Lógicamente. Pero el estómago, el sueño sobresaltado, la sospecha de que algo se acercaba que lo sorprendería desprevenido y desarmado, que había que prepararse. «Qué diablos —pensó—, no es tan fácil echar por la borda las costumbres, este se parece mucho el surmenage. Como aquella vez que creí volverme loco y resultó un comienzo de septicemia…» No, no era fácil. Claudia parecía comprenderlo, no le había hecho ningún reproche a propósito de Bettina, pero curiosamente Medrano pensaba ahora que Claudia hubiera debido reprocharle lo que Bettina representaba en su vida. Sin ningún derecho, por supuesto, y mucho menos como una posible sucesora de Bettina. La sola idea de sucesión era insultante cuando se pensaba en una mujer como Claudia. Por eso mismo, quizá, ella hubiera podido decirle que era un canalla, hubiera podido decírselo tranquilamente, mirándolo con ojos en los que su propia intranquilidad brillaba como un derecho bien ganado, el derecho del cómplice, el reproche del reprochable, mucho más amargo y más justo y más hondo que el del juez o del santo. Pero por qué tenía que ser Claudia quien le abriera de golpe las puertas del tiempo, lo expulsara desnudo en el tiempo que empezaba a azotarlo obligándolo a fumar cigarrillo tras cigarrillo, morderse los labios y desear que de una manera u otra el puzzle acabara por recomponerse, que sus manos inciertas, novicias en esos juegos, buscaran tanteando los pedazos rojos, azules y grises, extrajeran del desorden un perfil de mujer, un gato ovillado junto al fuego, un fondo de viejos árboles de fábula. Y que todo eso fuera más fuerte que el sol de las cuatro y media, el horizonte cobalto que entreveía con los ojos entornados, oscilando hacia arriba y hacia abajo con cada vaivén del Malcolm, barco mixto de la Magenta Star. Bruscamente fue la calle Avellaneda, los árboles con la herrumbre del otoño; las manos metidas en los bolsillos del piloto, caminaba huyendo de algo vagamente amenazador. Ahora era un zaguán, parecido a la casa de Lola Romarino pero más estrecho; salió a un patio —apurarse, apurarse, no había que perder tiempo— y subió escaleras como las del hotel Saint-Michel de París, donde había vivido unas semanas con Leonora (se le escapaba el apellido). La habitación era amplia, llena de cortinados que debían esconder irregularidades de las paredes, o ventanas que darían a sórdidos patios negros. Cuando cerró la puerta, un gran alivio acompañó su gesto. Se quitó el piloto, los guantes; con mucho cuidado los puso sobre una mesa de caña. Sabía que el peligro no había pasado, que la puerta sólo lo defendía a medias; era más bien un aplazamiento que le permitía pensar otro recurso más seguro. Pero no quería, pensar, no tenía en qué pensar; la amenaza era demasiado incierta, flotaba ascendiendo, alejándose y volviendo como un aire manchado de humo. Dio unos pasos hasta quedar en el centro de la habitación. Sólo entonces vio la cama, disimulada por un biombo rosa, un miserable armazón a punto de venirse abajo. Una cama de hierro, revuelta, una palangana y una jofaina; sí, podía ser el hotel Saint-Michel aunque no era, la habitación se parecía a la de otro hotel, en Río. Sin saber por qué no quería acercarse a la cama revuelta y sucia, permanecía inmóvil con las manos en los bolsillos del saco, esperando. Era casi natural, casi necesario que Bettina descorriera uno de los raídos cortinados y avanzara hacia él como resbalando sobre la mugrienta alfombra, se parara a menos de un metro y alzara poco a poco la cara completamente tapada por el pelo rubio. La sensación de amenaza se disolvía, viraba a otra cosa sin que él supiera todavía qué era esa otra cosa aun peor que iba a suceder, y Bettina levantaba poco a poco la cara invisible con el pelo que temblaba y oscilaba dejando ver la punta de la nariz, la boca que volvía a desaparecer, otra vez la nariz, el brillo de los ojos entre el pelo rubio. Medrano hubiera querido retroceder, sentir por lo menos la espalda pegada a la puerta, pero flotaba en un aire pastoso del que tenía que extraer cada bocanada con un esfuerzo del pecho, de todo el cuerpo. Oía hablar a Bettina, porque desde el principio Bettina había estado hablando, pero lo que decía era un sonido continuo y agudo, ininterrumpido, como un papagayo que repitiera incansablemente una serie de sílabas y silbidos. Cuando sacudió la cabeza y todo el pelo saltó hacia atrás, derramándose sobre las orejas y los hombros, su rostro estaba tan cerca del suyo que con sólo inclinarse hubiera podido mojar sus labios en las lágrimas que lo empapaban. Brillantes de lágrimas las mejillas y el mentón, entreabierta la boca de donde seguía saliendo el discurso incomprensible, la cara de Bettina borraba de golpe el cuarto, las cortinas, el cuerpo que seguía más abajo, las manos que al principio él había visto pegadas a los muslos, no quedaba más que su cara flotando en el humo del cuarto, bañada en lágrimas, desorbitados los ojos que interrogaban a Medrano, y cada pestaña, cada pelo de las cejas parecía aislarse, dejarse ver por sí mismo y por separado, la cara de Bettina era un mundo infinito, fijo y convulso a la vez delante de sus ojos que no podían evadirla, y la voz seguía saliendo como una cinta espesa, una materia pegajosa cuyo sentido era clarísimo aunque no fuera posible entender nada, clarísimo y definitivo, un estallido de claridad y consumación, la amenaza por fin concretada y resuelta, el fin de todo, la presencia absoluta del horror en esa hora y ese sitio Jadeando Medrano veía la cara de Bettina que sin acercarse parecía cada vez más pegada a la suya, reconocía los rasgos que había aprendido a leer con todos sus sentidos, la curva del mentón, la fuga de las cejas, el hueco delicioso entre la nariz y la boca cuyo fino vello conocían tan bien sus labios; y al mismo tiempo sabía que estaba viendo otra cosa, que esa cara era el revés de Bettina, una máscara donde un sufrimiento inhumano, una concentración de todo el sufrimiento del mundo sustituía y pisoteaba la trivialidad de una cara que él había besado alguna vez. Pero también sabía que no era cierto, que sólo lo que estaba viendo ahora era la verdad, que ésta era Bettina, una Bettina monstruosa frente a la cual la mujer que había sido su amante se deshacía como él mismo se sentía deshacer mientras poco a poco retrocedía hacia la puerta sin conseguir distanciarse de la cara flotando a la altura de sus ojos. No era miedo, el horror iba más allá del miedo; más bien como el privilegio de sentir el momento más atroz de una tortura pero sin dolor físico, la esencia de la tortura sin el retorcimiento de las carnes y los nervios. Estaba viendo el otro lado de las cosas, se estaba viendo por primera vez como era, la cara de Bettina le ofrecía un espejo chorreante de lágrimas, una boca convulsa que había sido la frivolidad, una mirada sin fondo que había sido el capricho posándose en las cosas de la vida. Todo esto no lo sabía porque el horror anulaba todo saber, era la materia misma de la penetración en un otro lado antes inconcecible, y por eso cuando despertó con un grito y todo el océano azul se le metió en los ojos y vio otra vez las escalerillas y la silueta de Raúl Costa sentado en lo alto, sólo entonces, tapándose la cara como si temiera que algún otro pudiera ver en él lo que él acababa de ver en la máscara de Bettina, comprendió que estaba alcanzando una respuesta, que el puzzle empezaba a armarse. Jadeando como en el sueño, miró sus manos, la reposera en que estaba sentado, los tablones de la cubierta, los hierros de la borda, los miró extrañado, ajeno a todo lo que lo rodeaba, salido de sí mismo. Cuando fue capaz de pensar (doliéndole, porque todo en él le gritaba que pensar sería otra vez falsificar), supo que no había soñado con Bettina sino consigo mismo; el verdadero horror había sido ése, pero ahora, bajo el sol y el viento salado, el horror cedía al olvido, al estar otra vez del otro lado, y le dejaba solamente una sensación de que cada elemento de su vida, de su cuerpo, de su pasado y su presente eran falsos, y que la falsedad estaba ahí al alcance de la mano, esperando para tomarlo de la mano y llevárselo otra vez al bar, al día siguiente, al amor de Claudia, a la cara sonriente y caprichosa de Bettina siempre allá en el siempre Buenos Aires. Lo falso era el día que estaba viendo porque era él quien lo veía; lo falso estaba afuera porque estaba adentro, porque había sido inventado pieza por pieza a lo largo de toda la vida. Acababa de ver la verdadera cara de la frivolidad, pero por suerte, ah, por suerte no era más que una pesadilla. Volvía a la razón, la máquina echaba a pensar, bien lubricada, oscilaban las bielas y los cojinetes, recibían y daban la fuerza, preparaban las conclusiones satisfactorias. «Qué sueño horrendo», clasificó Gabriel Medrano, buscando los cigarrillos, esos cilindros de papel llenos de tabaco misionero, a cinco pesos el atado de veinte.
Cuando le fue imposible seguir resistiendo el sol, Raúl volvió a su cabina donde Paula dormía boca arriba. Tratando de no hacer ruido se sirvió un poco de whisky y se tiró en un sillón. Paula abrió los ojos y le sonrió.
—Estaba soñando con vos, pero eras más alto y tenías un traje azul que te sentaba mal.
Se enderezó, doblando la almohada para apoyarse. Raúl pensó en los sarcófagos etruscos, quizá porque Paula lo miraba con una leve sonrisa que todavía parecía participar del sueño.
—En cambio tenías mejor cara —dijo Paula—. Realmente se diría que estás al borde de un soneto o de un poema en octavas reales. Lo sé, porque he conocido vates que tomaban ese aire antes del alumbramiento.
Raúl suspiró entre fastidiado y divertido.
—Qué viaje insensato —dijo—. Tengo la impresión de que todos andamos a los tropezones, incluso el barco. Pero vos no, en realidad. Me parece que a vos te va muy bien con tu pirata de tostada piel.
—Depende —dijo Paula, estirándose—. Si me olvido un poco más de mí misma puede ser que me vaya bien, pero siempre estarás vos cerca, que sos el testigo.
—Oh, yo no soy nada molesto. Me haces la señal convenida, por ejemplo cruzando los dedos o golpeando con el talón izquierdo, y yo desaparezco. Incluso de la cabina, si te hace falta, pero supongo que no. Aquí las cabinas abundan.
—Lo que es tener mala reputación —dijo Paula—. Para vos, yo no necesito más de cuarenta y ocho horas para acostarme con un tipo.
—Es un buen plazo. Da tiempo a los exámenes de conciencia, a cepillarse los dientes…
—Resentido, eso es lo que sos. Ni arte ni parte, pero resentido lo mismo.
—De ninguna manera. No confundas celos con envidia, y en mi caso es pura envidia.
—Contame —dijo Paula, echándose para atrás—. Contame por qué me tenes envidia.
Raúl le contó. Le costaba hablar, aunque mojaba cada palabra en un cuidadoso baño de ironía, evitando toda piedad de sí mismo.
—Es muy chico —dijo Paula—. Comprendes, es una criatura.
—Cuando no es por eso es porque ya son demasiado grandes. Pero no le busques explicaciones. La verdad, me porté como un estúpido, perdí la serenidad como si fuera la primera vez. Siempre me pasará lo mismo, imaginaré lo que puede suceder antes de que suceda. Las consecuencias están a la vista.
—Sí, es mal sisterúa. No imagines y acertarás, etcétera.
—Pero ponete en mi lugar —dijo Raúl, sin pensar que podía hacer reír a Paula—. Aquí estoy desarmado, no tengo ninguna de las posibilidades que se me darían en Buenos Aires. Y al mismo tiempo estoy más cerca, más horriblemente cerca que allá, porque lo encuentro en todas partes y sé que un barco puede ser el mejor lugar del mundo… después. Es la historia de Tántalo entre pasillos y duchas y pruebas de acrobacia.
—No sos gran cosa como corruptor —dijo Paula—. Siempre lo sospeché y me alegro de comprobarlo.
—Andate al diablo.
—Pero es verdad que me alegro. Creo que ahora lo mereces un poco más que antes, y que a lo mejor tenes suerte.
—Hubiera preferido merecerlo menos y…
—¿Y qué? No me voy a poner a pensar en pormenores, pero supongo que no es tan fácil. Si fuera fácil habría menos tipos en la cárcel y menos chicos muertos en los maizales.
—Oh, eso —dijo Raúl—. Es increíble cómo una mujer puede imaginarse ciertas cosas.
—No es imaginación, Raulito. Y como no creo que seas un sádico, por lo menos en la medida en que se convierte en un peligro público, no te veo haciéndolo objeto de malos tratos, como diría virtuosamente La Prensa si se enterara. En cambio no me cuesta nada imaginarte en tareas más pausadas de seducción, si me permitís la palabra, y llegando a los malos tratos por el camino de los buenos. Pero esta vez parece que el aire de mar te ha dado demasiado ímpetu, pobrecito.
—No tengo ni ganas de mandarte al demonio por segunda vez.
—De todos modos —dijo Paula, poniéndose un dedo en la boca—, de todos modos hay algo en tu favor, y supongo que no estarás tan deprimido como para no advertirlo. Primero, el viaje se anuncia largo y no tenes rivales a bordo. Quiero decir que no hay mujeres que puedan envalentonarlo. A su edad, si tiene suerte en el flirteo más inocente, un chico se hace una idea muy especial de sí mismo, y tiene mucha razón. A lo mejor yo tengo un poco la culpa, ahora que lo pienso. Lo dejé que se hiciera ilusiones, que me hablara como un hombre.
—Bah, qué importa eso —dijo Raúl.
—Puede que no importe, de todos modos te repito que todavía tenes muchas chances. ¿Necesito explicarme?
—Si no te es muy molesto.
—Pero es que tendrías que haberte dado cuenta, injerto de zanahoria. Es tan simple, tan simple. Míralo bien y verás lo que él mismo no puede ver, porque no lo sabe.
—Es demasiado hermoso como para verlo realmente —dijo Raúl—. Yo no sé lo que veo cuando lo miro. Un horror, un vacío, algo lleno de miel, etcétera.
—Sí, en esas condiciones… Lo que tendrías que haber visto es que el pequeño Trejo está lleno de dudas, que tiembla y titubea y que en el fondo, muy en el fondo… ¿No te das cuenta de que tiene como un aura? Lo que lo hace precioso (porque yo también lo encuentro precioso, pero con la diferencia de que me siento como si fuera su abuela) es que está a punto de caer, no puede seguir siendo lo que es en este minuto de su vida. Te has portado como un idiota, pero quizá, todavía… En fin, no está bien que yo, verdad.
—¿Realmente crees, Paula?
—Es Dionisos adolescente, estúpido. No tiene la menor firmeza, ataca porque está muerto de miedo, y a la vez está ansioso, siente el amor como algo que vuela sobre él, es un hombre y una mujer y los dos juntos, y mucho más que eso. No hay la menor fijación en él, sabe que ha llegado la hora pero no sabe de qué, y entonces se pone esas camisas horribles y viene a decirme que soy tan bonita y me mira las piernas, y me tiene un miedo pánico… Y vos no ves nada de eso y andas como un sonámbulo que llevara una bandeja de merengues… Dame un cigarrillo, creo que después me voy a bañar.
Raúl la miró fumar, cambiando de vez en cuando una sonrisa. Nada de lo que le había dicho lo tomaba de sorpresa, pero ahora lo sentía objetivamente, propuesto desde un segundo observador. El triángulo se cerraba, la medición se establecía sobre bases seguras. «Pobre intelectual, necesitado de pruebas», pensó sin amargura. El whisky empezaba a perder el gusto amargo del comienzo.
—Y vos —dijo Raúl—. Quiero saber de vos, ahora. Terminemos de emputecernos fraternalmente, la ducha está ahí al lado. Habla, confesa, el padre Costa es todo oídos.
—Estamos encantados de la buena idea que han tenido el señor doctor y el señor enfermo —dijo el maître—. Sírvase un gorro, a menos que prefiera una careta.
La señora de Trejo se decidió por un gorro violeta, y el maître alabó su elección. La Beba encontró que lo menos cache era una diadema de cartón plateado, con una que otra lentejuela roja. El maître iba de mesa en mesa distribuyendo las fantasías, comentando el progresivo (y tan natural) descenso de la temperatura, y tomando nota de las variaciones en materia de cafés e infusiones. En la mesa número cinco, asistidos por Nora y Lucio que tenían cara de sueño, don Galo y el doctor Restelli daban los últimos toques al orden del programa. De acuerdo con el maître se había decidido celebrar la velada en el bar; aunque más pequeño que el comedor se prestaba para ese género de fiestas (seguían ejemplos de viajes anteriores, y hasta un álbum con frases y firmas de pasajeros de nombres nórdicos). A la hora del café, el señor Trejo abandonó su mesa y completó solemnemente el triunvirato de los organizadores. Puro en mano, don Galo repasó la lista de participantes y la sometió a sus compañeros.
—Ah, aquí veo que el amigo López nos va a deslumbrar con sus habilidades de ilusionista —dijo el señor Trejo—. Muy bien, muy bien.
—López es un joven de notables condiciones —dijo el doctor Restelli—. Tan excelente profesor como amable contertulio.
—Me alegro de que esta noche prefiera el esparcimiento social a las actitudes exageradas y que le hemos visto últimamente —dijo el señor Trejo, aflautando la voz de manera de que López no pudiera enterarse—. Realmente, esos jóvenes se dejan llevar por un espíritu de violencia nada loable, señores, nada loable.
—El hombre está amoscado —dijo don Galo— y se comprende que le hierva la sangre. Pero ya verán ustedes cómo se atemperan los ánimos después de nuestra fiestecita. Eso es lo que hace falta, que haya un poco de jolgorio. Inocente, claro.
—Así es —apoyó el doctor Restelli—. Todos estamos de acuerdo en que el amigo López se ha apresurado demasiado a proferir amenazas que a nada conducen.
Lucio miraba de cuando en cuando a Nora, que miraba el mantel o sus manos. Tosió, incómodo, y preguntó si no sería ya hora de pasar al bar. Pero el doctor Restelli sabía de buena fuente que el mozo y el maître estaban dando los últimos toques al arreglo del salón, colgando guirnaldas de cotillón y creando esa atmósfera propicia a las efusiones del espíritu y la civilidad.
—Exacto, exacto —dijo don Galo—. Efusiones del espíritu, eso es lo que yo digo. El jolgorio, vamos. Y en cuanto a esos gallitos, porque reparen ustedes que no se trata solamente del joven López, ya sabremos nosotros ponerlos en su sitio para que el viaje transcurra sin engorros. Bien recuerdo una ocasión en Pergamino, cuando el sub-gerente de mi sucursal…
Se oyó un amable batir de palmas, y el maître anunció que los señores pasajeros podían pasar a la sala de fiestas.
—Parece propio el Lunapar en carnaval —dictaminó el Pelusa, admirado de los farolitos de colores y los globos.
—Ay, Atilio, con esa careta me das un miedo —se quejó la Nelly—. Justamente te tenías que elegir la de gorila.
—Vos agárrate una buena silla y me guardas una, que yo voy a averiguar cuándo nos tenemos que preparar para el número. ¿Y su hermanito, señorita?
—Por ahí debe andar —dijo la Beba.
—Pero no vino a comer, no vino.
—No, dijo que le dolía la cabeza. Siempre le gusta hacerse el interesante.
—Qué le va a doler la cabeza —dijo el Pelusa, autoritario—. Seguro que le agarró algún calambre después del entrenamiento.
—No sé —dijo la Beba, desdeñosa—. Con lo consentido que lo tiene mamá, seguro que es un capricho para hacerse desear.
No era un capricho, tampoco un dolor de cabeza. Felipe había dejado venir la noche sin moverse de la cabina. Entró su padre, satisfecho de un truco ganado en ruda batalla, se bañó y volvió a salir, y luego la Beba hizo una corta aparición destinada presumiblemente a buscar unas partituras de piano que no aparecían en su valija. Tirado en la cama, fumando sin ganas, Felipe sentía descender la noche en el azul del ojo de buey. Todo era como un descenso, lo que pensaba deshilachadamente, el gusto cada vez más áspero y pegajoso del cigarrillo, el barco que a cada cabeceo le daba la impresión de hundirse un poco más en el agua. De un primer repertorio de injurias repetidas hasta que las palabras habían perdido todo sentido, derivaba a un malestar interrumpido por vaharadas de satisfacción maligna, de orgullo personal que lo hacían saltar de la cama, mirarse en el espejo, pensar en ponerse la camisa a cuadros amarillos y rojos y salir a cubierta con el aire de desafío o la indiferencia. Casi en seguida reingresaba a la humillada contemplación de su conducta, de sus manos tiradas sobre la cama y que no habían sido capaces de cortarle la cara a trompadas. Ni una sola vez se preguntó si realmente había sentido el deseo o la necesidad de cortarle la cara a trompadas; prefería reanudar los insultos o dejarse absorber por fantasmas en donde los actos de arrojo y las explicaciones al borde de las lágrimas terminaban en una voluptuosidad que le exigía desperezarse, encender otro cigarrillo y dar una vuelta incierta por la cabina, preguntándose por qué se quedaba ahí encerrado en vez de sumarse a los otros que ya debían estar por cenar. En una de esas era seguro que iba a venir su madre, con las preguntas como metralla, impaciente y asustada a la vez. Tirándose otra vez en la cama, admitió de mala gana que después de todo él había sacado ventaja. «Debe estar desesperado», pensó, empezando a encontrar palabras para su pensamiento; La idea de Raúl desesperado era casi inconcebible, pero seguramente tenía que ser así, había salido de la cabina como si lo fueran a matar ahí mismo, blanco como un papel. «Blanco como un papel», pensó, satisfecho. Y ahora estaría solo, mordiéndose los puños de rabia. No era fácil imaginar a Raúl mordiéndose los puños; cada vez que se esforzaba por someterlo a la peor de las humillaciones morales, lo veía con su cara tranquila y un poco burlona, recordaba el gesto con que le había ofrecido la pipa o se le había acercado para acariciarle el pelo. A lo mejor estaba tan pancho tirado en la cama, fumando como si nada.
«No tanto —se dijo, vengativo—. Seguro que es la primera vez que lo sacan carpiendo en esa forma». Eso le iba a enseñar a meterse con un hombre, maricón del diablo. Y pensar que hasta ese momento había estado engañado, había creído que era el único amigo con quien podría contar a bordo, en ese viaje sin mujeres que trabajarse, ni farra, ni por lo menos otros muchachos de su edad para divertirse en la cubierta. Ahora estaba listo, casi lo mejor era no salir de la cabina, total… Hacía un rato que la imagen de Paula se le aparecía como una sorpresa sumada a la otra, si en realidad la otra había sido una sorpresa. Pero Paula, ¿qué diablos representaba en el asunto? Barajaba dos o tres hipótesis instantáneas, igualmente crudas e insatisfactorias, y otra vez volvía a preocuparlo —pero precisamente entonces le nacían como vahos de satisfacción, momentos de gloria que le llenaban el pecho de aire y de humo de cigarrillo, ya no de pipa porque la pipa estaba tirada cerca de la puerta, y exactamente sobre ella, en la pared, la marca del choque rabioso—, otra vez lo preocupaba por qué tenía que haber sido él y no cualquier otro, por qué Raúl lo había buscado a él en seguida, casi la misma noche del embarque, en vez de irse a mariposear con otro. Casi no le importaba admitir que no había otro posible, que el repertorio era limitado y como fatal; en el hecho de que Raúl lo hubiera elegido encontraba al mismo tiempo la fuerza para estrellar una pipa contra la pared y para respirar profundamente, con los ojos entornados, como saboreando un privilegio especialísimo. Cómo se la iba a pagar, de eso podía estar bien seguro, se la iba a pagar pedacito a pedacito, hasta que aprendiera para siempre a no equivocarse. «Carajo. No es que yo le haya dado calce —se dijo enderezándose—. No soy Viana, yo, no soy Freilich, qué joder». Le iba a demostrar hora por hora lo que era un hombre de verdad, aunque pretendiera sobrarlo con su cancha de pitucón platudo, con su pelirroja de puro cuento. Demasiado le había consentido que le diera consejos, que pretendiera ayudarlo. Se había dejado sobrar, y el otro había confundido una cosa con otra. Oyó un ruido en la puerta y se estremeció. Pucha que estaba nervioso. También… Miró de reojo a la Beba que olía el aire de la cabina frunciendo la nariz.
—Vos seguí fumando así y vas a ver —dijo la Beba, con su aire virtuoso—. Le voy a decir a mamá para que te esconda los cigarrillos.
—Andate a la mierda y quédate un tiempo —dijo Felipe casi amablemente.
—¿No oíste que llamaban a comer? Por culpa del señor yo tengo que levantarme de la mesa y hacer el papelón de bajar a buscar al nene.
—Claro, como todos viven pendientes de vos.
—Dice papá que subas a comer en seguida.
Felipe tardó un segundo en contestar.
—Decile que me duele la cabeza. En todo caso voy después, para la fiesta.
—¿La cabeza? —dijo la Beba—. Podrías inventar otra cosa.
—¿Qué querés decir? —preguntó Felipe, enderezándose. Otra vez había sentido como si le apretaran el estómago. Oyó el golpe de la puerta, y se sentó al borde de la cama. Cuando entrara en el comedor tendría que pasar obligadamente por delante de la mesa número dos, saludar a Paula, a López y a Raúl. Empezó a vestirse despacio, poniéndose una camisa azul y unos pantalones grises. Al encender la luz central, vio la pipa en el suelo y la recogió. Estaba intacta. Pensó que lo mejor sería dársela a Paula, junto con la lata de tabaco, para que ella… Y al entrar en el comedor tendría que pasar por delante de la mesa, saludando. ¿Y si llevaba la pipa y la dejaba sobre la mesa, sin decir nada? Era idiota, estaba demasiado nervioso. Llevarla en el bolsillo y aprovechar después, en la cubierta, si lo veía salir a tomar fresco, acercarse y decirle secamente: «Esto es suyo», o algo por el estilo. Entonces Raúl lo miraría como miraba él, y empezaría a sonreír muy despacio. No, a lo mejor no se sonreiría, a lo mejor trataría de tomarlo del brazo, y entonces… Se peinó lentamente, mirándose desde todos los ángulos. No iría a cenar, lo dejaría con las ganas de verlo llegar y que se pusiera colorado al pasar delante de su mesa. «Si no me pusiera colorado», pensó, rabioso, pero contra eso no se podía luchar. Mejor quedarse en la cubierta, o en el bar, tomando una cerveza. Pensó en la escalerilla del pasadizo, en Bob.
Doña Rosita y doña Pepa fueron atentamente instaladas en la primera fila de butacas, y la señora de Trejo se les incorporó con un aire arrebolado que explicaba la inminente actuación artística de su hija. Detrás empezaron a tomar asiento los que llegaban del comedor. Jorge, muy solemne, se instaló entre su madre y Persio, pero Raúl no parecía dispuesto a sentarse y se apoyó en el mostrador esperando que el resto se ubicara a gusto. La silla de don Galo fue colocada en posición presidencial, y el chófer se apresuró a disimularse en la última fila donde también se había instalado Medrano, que fumaba un cigarrillo tras otro con aire no demasiado contento. El Pelusa volvió a preguntar por su compañero de pruebas gimnásticas, y después de confiar la careta a doña Rosita, anunció que iría a ver cómo andaba Felipe. Detrás de una máscara vagamente polinesia, Paula imitaba para López la voz de la señora de Trejo.
El maître dio una orden al mozo y las luces se apagaron, encendiéndose al mismo tiempo un reflector en el fondo y otro en el suelo, cerca del piano laboriosamente metido entre el mostrador y una de las paredes. Solemne, el maître levantó la cola del piano. Sonaron algunos aplausos y el doctor Restelli, parpadeando violentamente, se encaminó a la zona iluminada. Por supuesto no era él la persona más indicada para abrir el sencillo y espontáneo acto de esparcimiento, por cuanto la idea original pertenecía en un todo al distinguido caballero y amigo don Galo Porrino, ahí presente.
—Siga usted, hombre, siga usted —dijo don Galo, alzando su voz sobre los amables aplausos—. Ya se imaginan ustedes que no estoy para hacer de maestro de ceremonias, de modo que adelante y viva la pepa.
En el silencio un tanto incómodo que siguió, el regreso de Atilio resultó más visible y sonoro de lo que él hubiera querido. Deslizándose en su silla, luego de dibujar una gigantesca sombra en la pared y el techo, informó en voz baja a la Nelly que su compañero de número no aparecía por ninguna parte. Doña Rosita le devolvió su careta, reclamando silencio entre implorante y enojada, pero el Pelusa estaba desconcertado y siguió quejándose y haciendo crujir la silla. Aunque no le llegaban las palabras, Raúl sospechó lo que pasaba. Cediendo a un viejo automatismo, miró en dirección de Paula que se había quitado ta máscara y observaba estadísticamente la concurrencia. Cuando ella miró en su dirección, alzando las cejas con aire interrogativo, Raúl le contestó con un encogimiento de hombros. Paula sonrió antes de volver a ponerse la máscara y reanudar la charla con López, y a Raúl esa sonrisa le pareció algo así como un pasaporte, un sello estampándose sobre un papel, el tiro al aire que desata la carrera. Pero lo mismo hubiera salido del bar aunque Paula no lo hubiese mirado.
—Cómo hablan, Dios mío, cómo hablan —dijo Paula—. ¿Vos realmente crees que en el comienzo era el verbo, Jamaica John?
—Te quiero —dijo Jamaica John para quien decir eso era una réplica concluyente—. Es maravilloso todo lo que te quiero, y que te lo esté diciendo aquí sin que nadie oiga, de careta a careta, de pirata a vahiné.
—Yo seré una vahiné —dijo Paula, mirando su careta y volviendo a ponérsela—, pero vos tenes un aire entre Rocambole y diputado sanjuanino que te queda muy mal. Tendrías que haber elegido la careta de Presutti, aunque lo mejor es que no te pongas ninguna y sigas siendo Jamaica John.
Ahora el doctor Restelli elogiaba las notables cualidades musicales de la señorita Trejo, quien seguidamente iba a deleitarlos con su versión de un trozo de Clementi y otro de Czerny, compositores célebres. López miró a Paula, que tuvo que morderse un dedo. «Compositores célebres —pensó—. Esta velada va a ser un monumento». Había visto salir a Raúl, y López también lo había visto y la había mirado con un aire entre zumbón e interrogativo que ella había fingido ignorar. «Buena suerte, Raulito —pensó—. Ojalá te aplaste la nariz, Raulito. Ah, seré la misma hasta el fin, no me podré arrancar el Lavalle cosido en la sangre, en el fondo no le perdonaré jamás que sea mi mejor amigo. El intachable amigo de una Lavalle. Eso, el intachable amigo. Y ahí va, deslizándose por un pasillo vacío, temblando, uno más en la legión de los que tiemblan deliciosamente, derrotados de antemano… No se lo perdonaré jamás y él lo sabe, y el día en que encuentre alguno que lo siga (pero no lo va a encontrar, Paulita vela para que no lo encuentre, y en este caso no vale la pena molestarse), ese día mismo me plantará para siempre, adiós los conciertos, los sandwiches de paté a las cuatro de la mañana, las vagancias por San Telmo o la costanera, adiós Raúl, adiós pobrecito Raúl, que tengas suerte, que por lo menos esta vez te vaya bien».
Del piano salían sonidos diversos. López puso un pañuelo blanco en la mano de Paula. Pensó que lloraba de risa, pero no estaba seguro. La vio acercar rápidamente el pañuelo a la cara, y le acarició el hombro, apenas, un roce más que una caricia. Paula le sonrió, sin devolverle el pañuelo, y cuando estallaron los aplausos lo abrió en todo su tamaño y se sonó enérgicamente.
—Cochina —dijo López—. No te lo presté para eso.
—No importa —dijo Paula—. Es tan ordinario que me va a paspar la nariz.
—Yo toco mejor que ésa —dijo Jorge—. Que lo diga Persio.
—No entiendo nada de música —dijo Persio—. Salvo los pasodobles todo me es igual.
—Decí vos, mamá, si no toco mejor que esa chica. Y con todos los dedos, no dejando la mitad en el aire.
Claudia suspiró, reponiéndose de la masacre. Pasó la mano por la frente de Jorge.
—¿De veras te sentís bien?
—Y claro —dijo Jorge, que esperaba el momento de su número—. Persio, mira la que se viene.
A una señal entre amable e imperiosa de don Galo, la Nelly avanzó hasta quedar arrinconada entre la cola del piano y la pared del fondo. Como no había contado con el reflector en plena cara («Está emocionada, pobrecita», decía doña Pepa para que todos oyeran), parpadeaba violentamente y terminó por levantar un brazo y taparse los ojos. El maître corrió obsequioso y alejó el reflector un par de metros. Todos aplaudían para alentar a la artista.
—Voy a declamar «Reír llorando», de Juan de Dios Peza —anunció la Nelly, poniendo las manos como si estuviera por hacer sonar unas castañuelas—. Viendo a Garrick, actor de la Inglaterra, la gente al aplaudirlo le decía…
—Yo también lo sé ese verso —dijo Jorge—. ¿Te acordás que lo recité en el café la otra noche? Ahora viene la parte del médico.
—Victimas del esplín los altos lores, en sus noches más negras y pardas —declamaba la Nelly—, iban a ver al rey de los atores, y cambiaban su esplín por carcajadas.
—La Nelly nació artista —confiaba doña Pepa a doña Rosita—. Desde chiquita, créamelo, ya declamaba el zapatito me apreta y la media me da calor.
—El Atilio no —dijo doña Rosita, suspirando—. Lo único que le gustaba era aplastar cucarachas en la cocina y dale a la pelota en el patio. Si me habrá roto malvones, con los chicos es una lucha si se quiere tener la casa hecha un chiche. Apoyados en el mostrador, atentos a cualquier deseo del público o los artistas, el maître y el barman asistían al espectáculo. El barman estiró la mano hasta la manecilla de la calefacción y la pasó de 2 a 4. El maître lo miró, los dos sonrieron; no entendían gran cosa de lo que declamaba la artista. El barman sacó dos botellas de cerveza y dos vasos. Sin hacer el menor ruido abrió las botellas, llenó los vasos. Medrano, semidormido en el fondo del bar, les tuvo envidia, pero era complicado abrirse paso entre las sillas. Se dio cuenta de que se le había apagado el pucho en la boca, lo desprendió con cuidado de los labios. Estaba casi contento de no haberse sentado junto a Claudia, de poder mirarla desde la sombra, exactamente. «Qué hermosa es», pensó. Sentía una tibieza, una leve ansiedad como al borde de un umbral que por alguna razón no se va a franquear, y la ansiedad y la tibieza nacían de no poder franquearlo y que estuviera bien así. «Nunca sabrá el bien que me ha hecho», se dijo. Lastimado, confuso, con todos sus papeles en desorden, roto el peine y sin botones las camisas, sacudido por un viento que le arrancaba pedazos de tiempo, de cara, de vida muerta, se asomaba otra vez, más profundamente, a la puerta entornada e infranqueable a partir de donde, quizá, algo sería posible con más derecho, algo nacería de él y sería su obra y su razón de ser, cuando dejara a la espalda tanto que había creído aceptable y hasta necesario. Pero aún estaba lejos.