—Tiens, tiens, el profesor —dijo Paula.
López se sentó a su lado en el borde de la piscina.
—Déme un cigarrillo, me dejé los míos en la cabina —dijo casi sin mirarla.
—Pero claro, no faltaba más. Este maldito encendedor acabará en lo más hondo de las fosas oceánicas. Bueno, ¿y cómo hemos amanecido hoy?
—Más o menos bien —dijo López, pensando todavía en los sueños que le habían dejado un gusto amargo en la boca—. ¿Y usted?
—Ping-pong —dijo Paula.
—¿Ping-pong?
—Sí. Yo le pregunto cómo está, usted me contesta y luego me pregunta cómo estoy. Yo le contesto: Muy bien, Jamaica John, muy bien a pesar de todo. El ping-pong social, siempre deliciosamente idiota como los bises en los conciertos, las tarjetas de felicitación y unos tres millones de cosas más. La deliciosa vaselina que mantiene tan bien lubricadas las ruedas de las máquinas del mundo, como decía Spinoza.
—De todo eso lo único que me gusta es que me haya llamado con mi verdadero nombre —dijo López—. Lamento no poder agregar «muchas gracias», después de su perorata.
—¿Su verdadero nombre? Bueno, López es bastante horrible, convengamos. Lo mismo que Lavalle, aunque este último… Sí, el héroe estaba detrás de una puerta y le zamparon una descarga cerrada; siempre es una evocación histórica vistosa.
—Si vamos a eso, López fue un tirano igualmente vistoso, querida.
—Cuando se dice «querida» como lo acaba de decir usted, dan ganas de vomitar, Jamaica John.
—Querida —dijo él en voz muy baja.
—Así está mejor. Sin embargo, caballero, permítame recordarle que una dama…
—Ah, basta, por favor —dijo López—. Basta de comedia. O hablamos de verdad o me mando mudar. ¿Por qué tenemos que estar echándonos púas desde ayer? Esta mañana me levanté decidido a no volver a mirarla, o a decirle en la cara que su conducta… —soltó una carcajada—. Su conducta —repitió—. Está bueno que yo me ponga a hablar de conductas. Vaya a vestirse y la espero en el bar, aquí no puedo decirle nada.
—¿Me va a sermonear? —dijo Paula, con aire de chiquilla.
—Sí. Vaya a vestirse.
—¿Está muy enojado, pero muy, muy enojado con la pobrecita Paula?
López volvió a reír. Se miraron un momento, como si se vieran por primera vez. Paula respiró profundamente. Hacía mucho que no sentía el deseo de obedecer, y le pareció extraño, nuevo, casi agradable. López esperaba.
—De acuerdo —dijo Paula—. Me voy a vestir, profesor. Cada vez que se ponga mandón lo llamaré profesor. Pero también nos podríamos quedar aquí, el joven Lucio acaba de salir del agua, nadie nos oye, y si usted tiene que hacerme revelaciones importantes… ¿Por qué nos vamos a perder este sol tan tibio?
¿Por qué diablos tenía que obedecerle?
—El bar era un pretexto —dijo López, siempre en voz baja—. Hay cosas que ya no se pueden decir, Paula. Ayer, cuando toqué su mano… Es algo así, de qué sirve hablar.
—Pero usted habla muy bien, Jamaica John Me gusta oírle decir esas cosas. Me gusta cuando está enojado como un oso, pero también cuando se ríe. No esté enojado conmigo, Jamaica John.
—Anoche —dijo él, mirándole la boca— la odié. Le debo algunos sueños horribles, mal gusto en la boca, una mañana casi perdida. No había ninguna necesidad de que yo fuera a la peluquería, fui porque necesitaba ocuparme de alguna cosa.
—Anoche —dijo Paula— usted se portó como un sonso.
—¿Era tan necesario que se fuera con Lucio a la cubierta?
—¿Por qué no con él, o con cualquier otro?
—Eso me hubiera gustado que lo adivinara por su propia cuenta.
—Lucio es muy simpático —dijo Paula, aplastando el cigarrillo—. Al fin y al cabo lo que yo quería ver eran las estrellas, y las vi. También él, se lo aseguro.
López no dijo nada pero la miró de una manera que obligó a Paula a bajar los ojos por un momento. Estaba pensando (pero era más una sensación que un pensamiento) en la forma en que Je haría pagar esa mirada, cuando oyó gritar a Jorge y luego a Persio. Miraron hacia atrás. Jorge saltaba en la cubierta, señalando el puente de mando.
—¡Un glúcido, un glúcido! ¿Qué les dije que había uno?
Medrano y Raúl, que charlaban cerca del entoldado, se acercaron a la carrera. López saltó al suelo y miró. A pesar de que el sol lo cegaba reconoció en el puente de mando la silueta del oficial enjuto, de pelo canoso cortado a cepillo, que les había hablado el día antes. López juntó las manos contra la boca y gritó con tal fuerza que el oficial no pudo menos que mirar. Le hizo una seña conminatoria para que bajara a la cubierta. El oficial seguía mirándolo, y López repitió la seña con tal violencia que dio la impresión de que estuviera transmitiendo un mensaje con banderas. El oficial desapareció.
—¿Qué le ha dado, Jamaica John? —dijo Paula, bajándose a su vez—. ¿Para qué lo llamó?
—Lo llamé —dijo López secamente— porque me dio la reverenda gana.
Fue hacia Medrano y Raúl, que parecían aprobar su actitud, y señaló hacia arriba. Estaba tan excitado que Raúl lo miró con divertida sorpresa.
—¿Usted cree que va a bajar?
—No sé —dijo López—. Puede ser que no baje, pero hay algo que quiero prevenirles, y es que si no aparece antes de diez minutos voy a tirar esta tuerca contra los vidrios.
—Perfecto —dijo Medrano—. Es lo menos que se puede hacer.
Pero el oficial apareció poco después, con su aire atildado y ligeramente para adentro, como si trajera ya estudiados el papel, y el repertorio de las respuestas posibles. Bajó por la escalerilla de estribor, disculpándose al pasar junto a Paula que le hizo un saludo burlón. Sólo entonces se dio cuenta López de que estaba casi desnudo para hablar con el oficial; sin que supiera bien por qué, el detalle lo enfureció todavía más.
—Muy buenos días, señores —dijo el oficial, con sendas inclinaciones de cabeza a Medrano, Raúl y López.
Más allá, Claudia y Persio asistían a la escena sin querer intervenir. Lucio y Nora habían desaparecido, y las señoras seguían charlando con Atilio y don Galo, entre risas y cacareos.
—Buenos días —dijo López—. Ayer, si no me equivoco, usted dijo que el médico de a bordo vendría a vernos. No ha venido.
—Oh, lo siento mucho —el oficial parecía querer quitarse una pelusa de la chaqueta de hilo blanco, miraba atentamente la tela de las mangas—. Espero que la salud de ustedes sea excelente.
—Dejemos la salud de lado. ¿Por qué no vino el médico?
—Supongo que habrá estado atareado con nuestros enfermos. ¿Han notado ustedes algún… algún detalle que puede alarmarlos?
—Sí —dijo blandamente Raúl—. Hay una atmósfera general de peste que parece de una novela existencialista. Entre otras cosas usted no debería prometer sin cumplir.
—El médico vendrá, pueden estar seguros. No me gusta decirlo, pero por razones de seguridad que no dejarán de comprender es conveniente que entre ustedes y… nosotros, digamos, haya el menor contacto posible… por lo menos en estos primeros días.
—Ah, el tifus —dijo Medrano—. Pero si alguno de nosotros estuviera dispuesto a arriesgarse, yo, por ejemplo, ¿por qué no habría de pasar con usted a la popa y ver al médico?
—Pero es que después usted tendría que volver, y en ese caso…
—Ya empezamos de nuevo —dijo López, maldiciendo a Medrano y a Raúl porque no lo dejaban darse el gusto—. Oiga, ya estoy harto, me entiende, lo que se dice harto. No me gusta este viaje, no me gusta usted, sí, usted, y todo el resto de los glúcidos empezando por su capitán Smith. Ahora escuche: puede ser que tengan algún lío allá atrás, no sé qué, la tifus o las ratas, pero quiero prevenirle que si las puertas siguen cerradas estoy dispuesto a cualquier cosa para abrirme paso. Y cuando digo cualquier cosa me gustaría que me lo tomara al pie de la letra.
Le temblaban los labios de rabia, y Raúl le tuvo un poco de lástima, pero Medrano parecía de acuerdo y el oficial se dio cuenta de que López no hablaba solamente por él. Retrocedió un paso, inclinándose con fría amabilidad.
—No quiero abrir opinión sobre sus amenazas, señor —dijo—, pero informaré a mi superior. Por mi parte lamento profundamente que…
—No, no, déjese de lamentaciones —dijo Medrano, cruzándose entre él y López cuando vio que éste apretaba los puños—. Mándese mudar, mejor, y como tan bien lo dijo, informe a su superior. Y lo antes posible.
El oficial clavó los ojos en Medrano, y Raúl tuvo la impresión de que había palidecido. Era un poco difícil saberlo bajo esa luz casi cenital y la piel tostada del hombre. Saludó rígidamente y dio media vuelta. Paula lo dejó pasar sin cederle más que un trocito de peldaño donde apenas cabía el zapato, y luego se acercó a los hombres que se miraban entre ellos un poco desconcertados.
—Motín a bordo —dijo Paula—. Muy bien, López. Estamos cien por cien con usted, la locura es más contagiosa que el tifus 224.
López la miró como si se despertara de un mal sueño. Claudia se había acercado a Medrano; le tocó apenas el brazo.
—Ustedes son la alegría de mi hijo. Vea la cara maravillada que tiene.
—Me voy a cambiar —dijo bruscamente Raúl, para quien la situación parecía haber perdido todo interés. Pero Paula seguía sonriendo.
—Soy muy obediente, Jamaica John. Nos encontramos en el bar.
Subieron casi juntos las escalerillas, pasando al lado de la Beba Trejo que fingía leer una revista. A López le pareció que la penumbra del pasillo era como una noche de verdad, sin sueños donde alguien que no lo merecía tomaba posesión de una jefatura. Se sintió exaltado y cansadísimo a la vez. «Hubiera hecho mejor en romperle ahí nomás la cara», pensó, pero casi le daba igual.
Cuando subió al bar, Paula había pedido ya dos cervezas y estaba a la mitad de un cigarrillo.
—Extraordinario —dijo López—. Primera vez que una mujer se viste más rápido que yo.
—Usted debe tener una idea romana de la ducha, a juzgar por lo que ha tardado.
—Tal vez, no me acuerdo bien. Creo que me quedé un rato largo; el agua fría estaba tan buena. Me siento mejor ahora.
El señor Trejo interrumpió la lectura de un Omnibook para saludarlos con una cortesía ligeramente glacial, cosa que, según Paula, venía muy bien en vista del calor. Sentados en la banqueta del rincón más alejado de la puerta, veían solamente al señor Trejo y al barman, ocupado en trasvasar el contenido de unas botellas de ginebra y vermouth. Cuando López encendió su cigarrillo con el de Paula, acercando la cara, algo que debía ser la felicidad se mezcló con el humo y el rolido del barco. Exactamente en medio de esa felicidad sintió caer una gota amarga, y se apartó, desconcertado.
Ella seguía esperando, tranquila y liviana. La espera duró mucho.
—¿Todavía sigue con ganas de matar al pobre glúcido?
—Bah, qué me importa ese tipo.
—Claro que no le importa. El glúcido hubiera pagado por mí. Es a mí a quien tiene ganas de matar. Es un sentido metafórico, por supuesto.
López miró su cerveza.
—Es decir que usted entra en su cabina en traje de baño, se desnuda como si tal cosa, se baña, y él entra y sale, se desnuda también, y así vamos, ¿no?
—Jamaica John —dijo Paula, con un tono de cómico reproche—. Manners, my dear.
—No entiendo —dijo López—. No entiendo realmente nada. Ni el barco, ni a usted, ni a mí, todo esto es una ridiculez completa.
—Querido, en Buenos Aires uno no está tan enterado de lo que pasa dentro de las casas. Cuántas chicas que usted admiraba illo tempore se desvestirían en compañía de personas sorprendentes… ¿No le parece que de a ratos le nace una mentalidad de vieja solterona?
—No diga pavadas.
—Pero es así, Jamaica John, usted está pensando exactamente lo mismo que pensarían esas pobres gordas metidas debajo de las lonas si supieran que Raúl y yo no estamos casados ni tenemos nada que ver.
—Me repugna la idea porque no creo que sea cierto —dijo López, otra vez furioso—. No puedo creer que Costa… ¿Pero entonces qué pasa?
—Use su cerebro, como dicen en las traducciones de novelas policiales.
—Paula, se puede ser liberal, eso puedo comprenderlo de sobra, pero que usted y Costa…
—¿Por qué no? Mientras los cuerpos no contaminen las almas… Ahí está lo que lo preocupa, las almas. Las almas que a su vez contaminan los cuerpos y, como consecuencia, uno de los cuerpos se acuesta con el otro.
—¿Usted no se acuesta con Costa?
—No, señor profesor, no me acuesto con Costa ni me acuesto con cuesta. Ahora yo contesto por usted: «No lo creo». Vio, le ahorré tres palabras. Ah, Jamaica John, qué fatiga, qué ganas de decirle una mala palabra que tengo ya a la altura de las muelas del juicio. Pensar que usted aceptaría una situación así en la literatura… Raúl insiste en que tiendo a medir el mundo desde la literatura. ¿No sería mucho más inteligente si usted hiciera lo mismo? ¿Por qué es tan español, López archilópez de superlópez? ¿Por qué se deja manejar por los atavismos? Estoy leyendo en su pensamiento como las gitanas del Parque Retiro. Ahora baraja la hipótesis de que Raúl… bueno, digamos que una fatalidad natural lo prive de apreciar en mí lo que exaltaría a otros nombres. Está equivocado, no es eso en absoluto.
—No he pensado tal cosa —dijo López, un poco avergonzado—. Pero reconozca que a usted misma le tiene que parecer raro que…
—No, porque soy amiga de Raúl desde hace diez años. No tiene por qué parecerme raro.
López pidió otras dos cervezas. El barman les hizo notar que se acercaba la hora del almuerzo y que la cerveza les quitaría el apetito, pero las pidieron lo mismo. Suavemente, la mano de López se posó en la de Paula. Se miraron.
—Admito que no tengo ningún derecho para hacerme el censor. Vos… Sí, déjame que te tutee. Déjame, querés.
—Por supuesto. Te salvaste por poco de que yo empezara, cosa que también te habría deprimido porque hoy estás con los nueve puntos, como dice el chico da la sirvienta de casa.
—Querida —dijo López—. Muy querida.
Paula lo miró un momento, dudando.
—Es fácil pasar de la duda a la ternura, es casi un movimiento fatal. Lo he advertido muchas veces. Pero el péndulo vuelve a oscilar. Jamaica John, y ahora vas a dudar mucho más que antes porque te sentís más cerca de mí. Haces mal en ilusionarte, yo estoy lejos de todo. Tan lejos que me da asco.
—No, de mí no estás lejos.
—La física es ilusoria, querido mío, una cosa es que vea estés cerca de mí, y otra… Las cintas métricas se hacen pedazos cuando uno pretende medir cosas como éstas. Pero hace un rato… Sí, mejor te lo digo, es muy raro que yo tenga un momento de sinceridad o de honradez… ¿Por qué pones esa cara de escándalo? No vas a pretender conocerme en dos días mejor que yo en veinticinco años bien cumplidos. Hace un rato comprendí que sos un muchacho delicioso, pero sobre todo que sos más honrado de lo que yo había creído.
—¿Cómo más honrado?
—Digamos, más sincero. Hasta ahora confesa que estabas haciendo la comedia de siempre. Se sube al barco, se estudia la situación reinante, se eligen las candidatas… Como en la literatura, aunque Raúl se divierta. Vos hiciste exactamente lo mismo, y si hubiera habido a bordo cinco o seis Paulas, en vez de lo que hay (vamos a dejar aparte a Claudia porque no es para vos, y no pongas esa cara de varón ofendido), a esta hora yo no tendría el honor de beber una cerveza bien helada con el señor profesor.
—Paula, todo eso que estás diciendo yo le llamo destino a secas. También vos podrías haberte encontrado a un montón de tipos a bordo, y a lo mejor a mí me tocaría mirarte desde lejos.
—Jamaica John, cada vez que oigo pronunciar la palabra destino siento ganas de sacar la pasta dentífrica. ¿Te fijaste que Jamaica John ya no queda tan lindo cuando te tuteo? Los piratas exigen un tratamiento más solemne, me parece. Claro que si te digo Carlos me voy a acordar de un perrito de tía Carmen Rosa. Charles… No, es de un snobismo horrendo. En fin, ya encontraremos, por el momento seguís siendo mi pirata predilecto. No, no voy a ir.
—¿Quién dijo nada? —murmuró López, sobresaltado.
—Tes yeux, mon chéri. Tienen perfectamente dibujado el pasillo de abajo, una puerta, y el número uno en la puerta. Admito por mi parte que he tomado buena nota del número de tu cabina.
—Paula, por favor…
—Dame otro cigarrillo. Y no creas que has ganado mucho porque esté dispuesta a admitir que sos más honrado de lo que pensaba. Simplemente te aprecio, cosa que antes no ocurría. Creo que sos un gran tipo, y-que-el-cielo-me-juzgue si esto se lo he dicho a muchos antes que a vos. Por lo regular tengo de los hombres una idea perfectamente teratológica. Imprescindibles pero lamentables, como las toallas higiénicas o las pastillas Valda.
Hablaba haciendo muecas divertidas, como si quisiera quitarle todavía más peso a sus palabras.
—Creo que te equivocas —dijo López, hosco—. No soy un gran tipo como decís, pero tampoco me gusta tratar a una mujer como si fuera un programa.
—Pero soy un programa, Jamaica John.
—No.
—Sí, convéncete. Lo sabés con los ojos, aunque tu buena educación cristiana pretenda engañarte. Conmigo nadie se engaña, en el fondo; es una ventaja, créeme.
—¿Por qué esa amargura?
—¿Por qué esa invitación?
—Pero si no te he invitado o nada —porfió López furioso.
—Oh, sí, oh, sí, oh, sí.
—Me dan ganas de tirarte del pelo —dijo él con ternura—. Me dan ganas de mandarte al demonio.
—Sos muy bueno —dijo Paula, convencida—. Los dos, en realidad, somos formidables.
López se puso a reír, era más fuerte que él.
—Me gusta oírte hablar —dijo—. Me gusta que seas tan valiente. Sí, sos valiente, te expones todo el tiempo a que te entiendan mal, y eso es el colmo de la valentía. Empezando por lo de Raúl. No pienso insistir: le creo. Ya te lo dije antes, y te lo repito. Eso sí, no entiendo nada, a menos que… Anoche se me ocurrió…
Le habló de la cara de Raúl cuando volvían de su expedición, y Paula lo escuchó en silencio, reclinada en la banqueta, mirando cómo la ceniza crecía poco a poco entre sus dedos. La alternativa era tan sencilla: confiar en él o callarse. En el fondo a Raúl no le importaría gran cosa, pero se trataba de ella y no de Raúl. Confiar en Jamaica John o callarse. Decidió confiar. No había vuelta que darle, era la mañana de las confidencias.