XXXIII

Las cosas se arreglan por donde uno menos piensa, pensó Raúl al despertarse. La bofetada de Paula había servido para que se fuera a la cama mucho más dispuesto a dormir que antes. Pero una vez despierto, después de un descanso perfecto, volvió a imaginarse a Felipe bajando a esa Niebeland de pacotilla y luces violeta, cortándose sola para sentirse independiente y más seguro de sí mismo. Mocoso del diablo, con razón tenía una borrachera complicada con insolación. Lo imaginó (mientras miraba reflexivamente a Paula que empezaba a agitarse en la cama) entrando en la cámara de Orf y del gorila con el tatuaje en el brazo, haciéndose simpático, ganándose unas copas, convertido en el gallito del barco y probablemente hablando mal de los restantes pasajeros. «Una paliza, una buena paliza bien pegada», pensó, pero sonreía porque pegarle a Felipe hubiera sido como…

Paula abrió un ojo y lo miró.

—Hola.

—Hola —dijo Raúl—. Look, love, what envious streaks, Do lace the severing clouds in yonder east

—¿Hay sol, de verdad?

Night’s candles are burnt out, and jocund day

—Vení a darme un beso —dijo Paula.

—Ni pienso.

—Vení, no me guardes rencor.

—Rencor es mucha palabra, querida. El rencor hay que merecerlo. Anoche me pareciste sencillamente loca, pero es una vieja impresión.

Paula saltó de la cama, y para sorpresa de Raúl apareció con un piyama. Se le acercó, le revolvió el pelo, le acarició la cara, lo besó en la oreja, le hizo cosquillas. Se reían como chicos, y él acabó abrazándola y devolviéndole las cosquillas hasta que cayeron sobre la alfombra y se revolcaron hasta el centro de la cabina. Paula se levantó de un brinco y giró sobre un pie.

—No estás enojado, no estás enojado —dijo. Se echó a reír, siempre bailando—. Pero es que fuiste tan perro, mira que dejarme levantar así…

—¿Dejarte levantar? Especie de vagabunda, te levantaste desnuda sencillamente porque sos una exhibicionista y porque sabés que soy incapaz de ir a contárselo a tu Jamaica John.

Paula se sentó en el suelo, y le puso las dos manos sobre las rodillas.

—¿Por qué a Jamaica John, Raúl? ¿Por qué a él y no a otro?

—Porque te gusta —dijo Raúl, sobrio—. Y porque él está enloquecido con vos. Est-ce que je t’apprend des nouvelles?

—No, la verdad que no. Tenemos que hablar de eso, Raúl.

—En absoluto. Te vas a otro confesonario. Pero te absuelvo, eso sí.

—Oh, me tenes que escuchar. Si vos no me escuchas, ¿qué hago yo?

—López —dijo Raúl— ocupa la cabina número uno, en el pasillo del otro lado. Ya vas a ver como él te va a escuchar.

Paula lo miró pensativa, suspiró, y los dos saltaron al mismo tiempo para llegar antes al cuarto de baño. Ganó Paula y Raúl volvió a tirarse en la cama y se puso a fumar. Una buena paliza… Había varios que merecían una buena paliza. Una paliza con flores, con toallas mojadas, con un lento arañar perfumado. Una paliza que durara horas, entrecortada por reconciliaciones y caricias, vocabulario perfecto de las manos, capaz de abolir y justificar las torpezas nada más que para recomenzarlas después entre lamentos y el olvido final, como un diálogo de estatuas o una piel de leopardo.

A las diez y media la cubierta empezó a poblarse. Un horizonte perfectamente idiota circundaba el Malcolm, y el Pelusa se hartó de acechar por todas partes las señales de los prodigios profetizados por Persio y Jorge.

¿Pero quién estaba mirando y sabiendo todo eso? No Persio, esta vez, atento a afeitarse en su cabina, aunque naturalmente cualquiera podía apreciar el conjunto a poco que tuviera interés en salir y adelantarse blandamente al encuentro de la proa como una imagen cada vez más fija (gentes en las reposeras, gentes quietas en la borda, gentes tiradas en el suelo o sentadas al borde de la piscina). Y así partiendo del primer tablón a la altura de los pies, el contemplador (quien fuera, porque Persio se pulverizaba con alcohol en su cabina) podía progresar lenta o rápidamente, demorarse en una estría de alquitrán parda o negra, subir por un ventilador o encaramarse a una cofa espesamente forrada en pintura blanca, a menos que prefiriera abarcar el conjunto, fijar de golpe las posiciones parciales y los gestos instantáneos antes de dar la espalda a la escena y llevar la mano al bolsillo donde se entibiaban los Chesterfield o los Particulares Livianos (que ya escaseaban, cada vez más particulares y livianos, privados de las fuentes porteñas de suministro).

Desde lo alto —punto de vista válido, si no practicable—, la abolición de los mástiles reducidos a dos discos insignificantes, así como el campanile de Giotto visto por una golondrina suspendida sobre su justo centro se reduce a un cuadrado irrisorio, pierde con la altura y el volumen todo prestigio (y un hombre en la calle, contemplado desde un cuarto piso, es por un instante una especie de huevo peludo que flota en el aire por encima de un travesaño gris perla o azul, sustentado por una misteriosa levitación que pronto explican dos activas piernas y la brusca espalda que echa abajo las geometrías puras). Arriba, el punto de vista más ineficaz: los ángeles ven un mundo Cézanne: esferas, conos, cilindros. Entonces una brusca tentación mueve a aproximarse al sitio donde Paula Lavalle contempla las olas. Aproximación, cebo del conocimiento, espejo para alondras (¿pero todo esto lo piensa Persio, lo piensa Carlos López, quien fabrica estas similitudes y busca, fotógrafo concienzudo, al enfoque favorable?), y ya al lado de Paula, contra Paula, casi en medio de Paula, descubrimiento de un universo irisado que fluctúa y se altera a cada instante, su pelo donde el sol juega como un gato con un ovillo rojo, cada cabello una zarza ardiente, hilo eléctrico por el que corre el fluido que mueve el Malcolm y las máquinas del mundo, la acción de los hombres y la derrota de las galaxias, el absolutamente indecible swing cósmico en este primer cabello (el observador no alcanza a despegarse de él, el resto es un fondo neblinoso como en un close-up del ojo izquierdo de Simone Signorat donde lo demás no pasa de una inane sopa de sémola que sólo más tarde tomará nombre de galán o de madre o de bistró del séptimo distrito). Y al mismo tiempo todo es como una guitarra (pero si Persio estuviera aquí proclamaría la guitarra negándose al término de comparación —no hay cómo, cada cosa está petrificada en su cosidad, lo demás es tramoya—, sin permitir que se la empleara como juego metafórico, de donde cabe inferir que quizá Carlos López, que quizá Gabriel Medrano, pero sobre todo Carlos López es agente y paciente de estas visiones provocadas y padecidas bajo el cielo azul); entonces, resumiendo, todo es una guitarra desde arriba, con la boca en la circunferencia del palo mayor, las cuerdas en los cándidos cables que vibran y tiemblan, con la mano del guitarrista posada en los trastes sin que la señora de Trejo, repantigada en una mecedora verde, sepa que ella es esa mano cruzada y agazapada en los trastes, y la otra mano es el mar encendido a babor, rascando el flanco de la guitarra como los gitanos cuando esperan o pausan un tiempo de cante, el mar como lo sintió Picasso cuando pintaba el hombre de la guitarra que fue de Apollinaire. Y esto ya no puede estarlo pensando Carlos López, pero es Carlos López el que junto a Paula pierde los ojos en uno solo de sus cabellos y siente vibrar un instrumento en la confusa instancia de fuerzas que es toda cabellera, el entrecruzamiento potencial de miles de miles de cabellos, cada uno la cuerda de un instrumento sigiloso que se tendería sobre kilómetros de mar, un arpa como el arpa-mujer de Jerónimo Bosch, en suma otra guitarra antepasada, en suma una misma música que llena la boca de Carlos López de un profundo gusto a frutillas y a cansancio y a palabras.

—Qué resaca tengo, la puta madre —murmuró Felipe, enderezándose en la cama.

Suspiró aliviado al ver que su padre ya había salido a cubierta. Girando cautelosamente la cabeza comprobó que la cosa no era para tanto. En cuanto se pegara una ducha (y después de un buen remojón en la piscina) se sentiría perfectamente. Sacándose el piyama se miró los hombros enrojecidos, pero ya casi no le picaban, de cuando en cuando un alfilerazo le corría por la piel y lo obligaba a rascarse con cuidado. Un sol espléndido entraba por el ojo de buey. «Hoy me paso el día en la pileta», pensó Felipe, desperezándose. La lengua le molestaba como un pedazo de trapo. «Qué bruto este Bob, qué ron que tiene», con una satisfacción masculina de haber hecho algo gordo, transgredido un principio cualquiera. Bruscamente se acordó de Raúl, buscó la pipa y la lata de tabaco. ¿Quiénes lo habían traído a la cabina, lo habían acostado? Se acordó de la cabina de Raúl, de la descompostura en el baño y Raúl ahí afuera, escuchando todo. Cerró los ojos, avergonzado. A lo mejor Raúl lo había traído a la cabina, pero qué habrían dicho los viejos y la Beba al verlo tan mal. Ahora se acordaba de una mano untándole algo calmante en los brazos, y unas palabras lejanas, el viejo que le tiraba la bronca. La pomada de Raúl, Raúl había hablado de una pomada o se la había dado, pero qué importaba, de golpe sentía hambre, seguro que todos habían tomado ya café con leche, debía ser muy tarde. No, las nueve y media. ¿Pero dónde estaba la pipa?

Dio unos pasos, probándose. Se sentía perfectamente. Encontró la pipa en un cajón de la cómoda, entre los pañuelos, y la caja de tabaco perdida entre los pares de medias. Linda pipa, qué forma tan inglesa. Se la puso en la boca y se fue a mirar al espejo, pero quedaba raro con el torso desnudo y esa pipa tan bacana. No tenía ganas de fumar, todavía le duraba el gusto del ron y del tabaco de Bob. Qué formidable había estado esa charla con Bob, qué tipo increíble.

Se metió en la ducha, pasando del agua casi hirviendo a la fría. El Malcolm bailaba un poco y era muy agradable mantenerse en equilibrio sin usar los soportes cromados. Se jabonó despacio, mirándose en el gran espejo que ocupaba casi completamente uno de los tabiques del baño. La tipa del clandestino le había dicho: «Tenes lindo cuerpo, pibe», y eso le había dado coraje aquella vez. Claro que tenía un cuerpo formidable, espalda en triángulo como los puntos del cine y del boxeo, piernas finas pero que marcaban un gol de media cancha. Cerró la ducha y se miró de nuevo, reluciente de agua, el pelo colgándole sobre la frente; se le echó atrás, puso una cara indiferente, se miró de tres cuartos, de perfil. Tenía bien marcadas las placas musculares del estómago; Ordóñez decía que esa era una de las cosas que muestran al atleta. Contrajo los músculos tratando de llenarse lo más posible de nudosidades y saliencias, alzó los brazos como Charles Atlas y pensó que sería lindo tener una foto así. Pero quién le iba a sacar una foto así, aunque él había visto fotos que parecía increíble que alguien hubiera podido estar allí sacándolas, por ejemplo esas fotos que un tipo se había sacado él mismo mientras estaba con una mina en distintas posturas, en las fotos se veía la perilla de goma que el tipo sujetaba entre los dedos del pie para poder sacar la foto cuando fuera el mejor momento, y se veía todo, completamente todo. En realidad una mujer con las piernas abiertas era bastante asqueroso más que un hombre, sobre todo en una foto porque la vez del clandestino, como ella se movía todo el tiempo y además uno estaba interesado de otra manera, pero así, mirando las fotos en frío… Se puso las manos sobre el vientre, qué cosa bárbara, no podía ni pensar en eso. Se envolvió en la toalla de baño y empezó a peinarse, silbando. Como se había jabonado la cabeza tenía el pelo muy mojado y blando, no conseguía armar el jopo. Se quedó un rato hasta conseguir resultados satisfactorios. Después se desnudó de nuevo y empezó a hacer flexiones, mirándose de cuando en cuando en el espejo para ver si no se le caía el jopo. Estaba de espaldas a la puerta, que había dejado abierta, cuando oyó el chillido de la Beba. Vio su cara en el espejo.

—Indecente —dijo la Beba, alejándose del campo visual—. ¿Te parece bien andar desnudo con la puerta abierta?

—Bah, no te vas a caer muerta por verme un poco el culo —dijo Felipe—. Para eso somos hermanos.

—Se lo voy a contar a papá. ¿Te crees que tenes ocho años?

Felipe se puso la salida de baño y entró en la cabina. Empezó a cargar la pipa, mirando a la Beba que se había sentado al borde de la cama.

—Parece que ya estás mejor —dijo la Beba, displicente.

—Pero si no era nada. Tomé demasiado sol.

—El sol no huele.

—Basta, no me jorobes. Te podes mandar mudar.

Tosió, ahogándose con la primera bocanada. La Beba lo miraba, divertida.

—Se cree que puede fumar como un hombre grande —dijo—. ¿Quién te regaló la pipa?

—Lo sabés de sobra, estúpida.

—El marido de la pelirroja, ¿no? Tenes suerte, vos. Primero afilas con la señora y después el marido te regala una pipa.

—Metete las opiniones en el traste.

La Beba seguía mirándolo y al parecer apreciaba el progresivo dominio de Felipe sobre la pipa, que empezaba a tirar bien.

—Es muy gracioso —dijo—. Mamá anoche estaba furiosa contra Paula. Sí, no me mires así; furiosa. ¿Sabés lo que dijo? Júrame que no te vas a enojar.

—No juro nada.

—Entonces no te lo digo. Dijo… «Esa mujer es la que se mete con el nene». Yo te defendí, créame, pero no me hicieron caso como siempre. Vas a ver que se va a armar un lío.

Felipe se puso rojo de rabia, volvió a ahogarse y acabó dejando la pipa. Su hermana acariciaba modestamente el borde de la colcha.

—La vieja es el colmo —dijo por fin Felipe—. ¿Pero qué se cree que soy yo? Ya me tiene podrido con lo del nene, uno de estos días los voy a mandar a todos a… (La Beba se había puesto los dedos en las orejas.) Y a vos la primera, mosquita muerta, seguro que fuiste vos la que le fue a alcahuetear que yo… ¿Pero ahora no se puede hablar con las mujeres, entonces? ¿Y quién los trajo a ustedes acá, decime? ¿Quién les pagó el viaje? Mirá, mandate mudar, me dan unas ganas de pegarte un par de bifes.

—Yo que vos —dijo la Beba— tendría más cuidado al flirtear con Paula. Mamá dijo…

Ya en la puerta se volvió a medias. Felipe seguía en el mismo sitio, con las manos en los bolsillos de la robe de chambre y el aire de un preliminarista que disimula el miedo.

—Imaginate que Paula se enterara de que te llamamos el nene —dijo la Beba, cerrando la puerta.

—Cortarse el pelo es una operación metafísica —opinó Medrano—. ¿Habrá ya un psicoanálisis y una sociología del peluquero y sus clientes? El ritual, ante todo, que acatamos y favorecemos a lo largo de toda la vida.

—De chico la peluquería me impresionaba tanto como la iglesia —dijo López—. Había algo misterioso en que el peluquero trajera una silla especial, y después esa sensación de la mano apretándome la cabeza como un coco y haciéndola girar de un lado a otro… Sí, un ritual, usted tiene razón.

Se acodaron en la borda buscando cualquier cosa a lo lejos.

—Todo se junta para que la peluquería tenga algo de templo —dijo Medrano—. Primero, el hecho de que los sexos están separados le da una importancia especial. La peluquería es como los billares y los mingitorios, el androceo que nos devuelve una cierta e inexplicable libertad. Entramos en un territorio muy diferente del de la calle, las casas y los tranvías. Ya hemos perdido las sobremesas de hombres solos, y los cafés con salón de familias, pero todavía salvamos algunos reductos.

—Y el olor, que uno reconoce en cualquier lugar de la tierra.

—Aparte de que los androceos se han hecho quizá para que el hombre, en pleno alarde de virilidad, pueda ceder a un erotismo que él mismo considera femenino, quizá sin razón pero de hecho, y al que se negaría indignado en otra circunstancia. Las fricciones, los fomentos, los perfumes, los recortes minuciosamente ordenados, los espejos, el talco… Si usted enumera estas cosas fuera del contexto, ¿no son la mujer?

—Claro —dijo López—, lo que prueba que ni a solas se queda uno Ubre de ellas, gracias a Dios. Vamos a mirar a los tritones y las nereidas que invaden poco a poco la piscina. Che, también nosotros podríamos pegarnos un remojón.

—Vaya usted, amigazo, yo me quedo un rato al sol dando unas vueltas.

Atilio y su novia acababan de tirarse vistosamente al agua, y proclamaban a gritos que estaba muy fría. Con aire marcadamente desolado, Jorge buscó a Medrano y le hizo saber que Claudia no le daba permiso para bañarse.

—Bueno, ya te bañarás esta tarde. Anoche no estabas muy bien, y ya oíste que el agua está helada.

—Está solamente fría —dijo Jorge, que amaba la precisión en ciertos casos—. Mamá se pasa la vida mandándome a bañar cuando no tengo ganas, y… y…

—Y viceversa.

—Eso ¿Vos no te bañás, Persio lunático?

—Oh, no —dijo Persio, que estrechaba calurosamente la mano de Medrano—. Soy demasiado sedentario y además una vez tragué tanta agua que estuve sin poder hablar más de cuarenta y ocho horas.

—Vos estás macaneando —sentenció Jorge, nada convencido—. Medrano, ¿viste al glúcido ahí arriba?

—No. ¿En el puente de mando? Si nunca hay nadie.

—Yo lo vi, che. Cuando salí a la cubierta hace un rato. Estaba ahí, mirá, justamente entre esos dos vidrios; seguro que manejaba el timón.

—Curioso —dijo Claudia—. Cuando Jorge me avisó ya era tarde y no vi a nadie. Uno se pregunta cómo dirigen este barco.

—No es forzosamente necesario que estén pegados a los vidrios —dijo Medrano—. El puente es muy profundo, me imagino, y se instalarán en el fondo o delante de la mesa de mapas… —sospechó que nadie le hacía demasiado caso—. De todos modos tuviste suerte, porque lo que es yo…

—La primera noche el capitán veló ahí hasta muy tarde —dijo Persio.

—¿Cómo sabés que era el capitán, Persio lunático?

—Se nota, es una especie de aura. Decime: ¿cómo era el glúcido que viste?

—Petiso y vestido de blanco como todos, con una gorra como todos, y unas manos con pelos negros como todos.

—No me vas a decir que le viste los pelos desde aquí.

—No —admitió Jorge—, pero por lo petiso se notaba que tenía pelos en las manos.

Persio se tomó el mentón con dos dedos, y apoyó el codo en otros dos.

—Curioso, muy curioso —dijo, mirando a Claudia—. Uno se pregunta si realmente vio a un oficial, o si el ojo interior… Como cuando habla en sueños, o echa las cartas. Catalizador, esa es la palabra, un verdadero pararrayos. Sí, uno se pregunta —agregó, perdiéndose en sus pensamientos.

—Yo lo vi, che —murmuró Jorge un poco ofendido—. ¿Qué tiene de raro, a la final?

—No se dice a la final.

—A la que tanto, entonces.

—Tampoco se dice a la que tanto —dijo Claudia, riéndose. Pero Medrano no tenía ganas de reírse.

—Esto ya joroba demasiado —le dijo a Claudia cuando Peisio se llevó a Jorge para explicarle el misterio de las olas—. ¿No es ridículo que estemos reducidos a una zona que llamamos cubierta cuando en realidad está por completo descubierta? No me dirá que esas pobres lonas que han instalado los finlandeses serán una protección en caso de temporal. Es decir que si empieza a llover, o cuando haga frío en el estrecho de Magallanes, tendremos que pasarnos el día en el bar o en las cabinas… Caramba, esto es más un transporte de tropas o un barco negrero que otra cosa. Hay que ser como Lucio para no verlo.

—De acuerdo —dijo Claudia, acercándose a la borda—. Pero como hay un sol tan hermoso, aunque Persio diga que en el fondo es negro, nos despreocupamos.

—Sí, pero cómo se parece eso a lo que hacemos en tantos otros terrenos —dijo Medrano en voz baja—. Desde anoche tengo la sensación de que lo que me ocurre de fuera a dentro, por decirlo así, no es esencialmente distinto de lo que soy yo de dentro a fuera. No me explico bien, temo caer en una, pura analogía, esas analogías que el bueno de Persio maneja para su deleite. Es un poco…

—Es un poco usted y un poco yo, ¿verdad?

—Sí, y un poco el resto, cualquier elemento o parte del resto. Tendría que plantearlo con mayor claridad, pero siento como si pensarlo fuera la mejor manera de perder el rastro… Todo esto es tan vago y tan insignificante. Vea, hace un momento yo estaba perfectamente bien (dentro de la sencillez del conjunto, como decía un cómico de la radio). Bastó que Jorge contara que había visto a un glúcido en el puente de mando para que todo se fuera al diablo. ¿Qué relación puede haber entre eso y…? Pero es una pregunta retórica, Claudia; sospecho la relación, y la relación es que no hay ninguna relación porque todo es una y la misma cosa.

—Dentro de la sencillez del conjunto —dijo Claudia, tomándolo del brazo y atrayéndolo imperceptiblemente hacia ella—. Mi pobre Gabriel, desde ayer usted se está haciendo una mala sangre terrible. Pero no era para eso que nos embarcamos en el Malcolm.

—No —dijo Medrano, entornando los ojos para sentir mejor la suave presión de la mano de Claudia—. Claro que no era para eso.

—¿Jantzen? —preguntó Raúl.

—No, El Coloso —dijo López, y soltaron la carcajada.

A Raúl le hacía gracia además encontrárselo a López en el pasillo de estribor, siendo que su cabina quedaba del otro lado. «Hace la ronda, el pobre, da un rodeo cada vez por si se produce un encuentro casual, etcétera. ¡Oh, centinela enamorado, pervigilium veneris! Este muchacho merecería un slip de mejor calidad, realmente…»

—Espere un segundo —dijo, no sabiendo si debía encomiarse por su compasión—. El torbellino atómico se disponía a seguirme, pero naturalmente se habrá olvidado el rouge o las zapatillas en algún rincón.

—Ah, bueno —dijo López, fingiendo indiferencia.

Empezaron a charlar, apoyados en el tabique del pasillo. Pasó Lucio, también en traje de baño, los saludó y siguió de largo.

—¿Cómo va ese ánimo para las nuevas puntas de lanza y las ofensivas de los comandos? —dijo Raúl.

—No demasiado bien, che; después del fiasco de anoche… Pero supongo que habrá que seguir adelante. A menos que el pibe Trejo nos gane de mano…

—Lo dudo —dijo Raúl, mirándolo de reojo—. Si a cada viaje se pesca una curda como la de ayer… No se puede bajar al Hades sin un alma bien templada; así lo enseñan las buenas mitologías.

—Pobre pibe, seguro que se quiso desquitar —dijo López.

—¿Desquitar?

—Bueno, ayer lo dejamos de lado y supongo que no le gustó. Yo lo conozco un poco, ya sabe que enseño en su colegio; no creo que tenga un carácter fácil. A esa edad todos quieren ser hombres y tienen razón, sólo que los medios y las oportunidades les juegan sucio vuelta a vuelta.

«¿Por qué diablos me estás hablando de él? —se dijo Raúl, mientras asentía con aire comprensivo—. Tenes mucho olfato, vos, las ves todas debajo del agua, y además sos un tipo macanudo». Se inclinó solemnemente ante Paula que abría la puerta de la cabina, y volvió a mirar a López que no se sentía muy cómodo en traje de baño. Paula se había puesto una malla negra bastante austera, en total desacuerdo con la bikini del día anterior.

—Buenos días, López —dijo livianamente—. ¿Vos también te tiras al agua, Raúl? Pero no vamos a caber ahí adentro.

—Moriremos como héroes —dijo Raúl, encabezando la marcha—. Madre mía, ya están ahí los boquenses, lo único que falta es que ahora se tire don Galo con silla y todo.

Por la escalera de babor se asomaba Felipe, seguido de la Beba que se instaló elegantemente en la barandilla para dominar la piscina y la cubierta. Saludaron a Felipe agitando la mano, y él devolvió el saludo con alguna timidez, preguntándose cuáles habrían sido los comentarios a bordo sobre su rara descompostura. Pero cuando Paula y Raúl lo recibieron charlando y riendo, y se tiraron al agua seguidos de López y de Lucio, recobró la seguridad y se puso a jugar con ellos. El agua de la piscina se llevó los últimos restos de la resaca.

—Parece que estás mejor —le dijo Raúl.

—Seguro, ya se me pasó todo.

—Ojo con el sol, hoy va a estar fuerte de nuevo. Tenes muy quemados los hombros.

—Bah, no es nada.

—¿Te hizo bien la pomada?

—Sí, creo que sí —dijo Felipe—. Qué lío, anoche. Discúlpeme, mire que descomponerme en su camarote… Me daba calor, pero qué iba a hacer.

—Vamos, no fue nada —dijo Raúl—. A cualquiera le puede pasar. Yo una vez le vomité en una alfombra a mi tía Magda, que en paz no descanse; muchos dijeron que la alfombra había quedado mejor que antes, pero te advierto que tía Magda no era popular en la familia.

Felipe sonrió, sin entender demasiado. Estaba contento de que fueran de nuevo amigos, era el único con quien se podía hablar en el barco. Lástima que Paula estuviera con él y no con Medrano o López. Tenía ganas de seguir charlando con Raúl, y a la vez veía las piernas de Paula que colgaban al borde de la piscina y se moría por ir a sentarse a su lado y averiguar lo que pensaba sobre su enfermedad.

—Hoy probé la pipa —dijo torpemente—. Es estupenda, y el tabaco…

—Mejor que el que fumaste anoche, espero —dijo Raúl.

—¿Anoche? Ah, usted quiere decir…

Nadie podía oírlos, los Presutti evolucionaban entre grandes exclamaciones en el otro extremo de la piscina. Raúl se acercó a Felipe, acorralado contra la tela encerada.

—¿Por qué fuiste solo? Entendés, no es que no puedas ir adonde te dé la gana. Pero me sospecho que allá abajo no es muy seguro.

—¿Y qué me puede pasar?

—Probablemente nada. ¿Con quiénes te encontraste?

—Con… —iba a decir «Bob», pero se tragó la palabra—. Con uno de los tipos.

—¿Cuál, el más chico? —preguntó Raúl, que sabía muy bien.

—Sí, con ése.

Lucio se les acercó, salpicándolos. Raúl hizo un gesto que Felipe no entendió bien y se hundió de espaldas, nadando hacia el otro extremo donde Atilio y la Nelly emergían entusiastas. Dijo alguna cosa amable a la Nelly, que lo admiraba temerosamente, y entre él y el Pelusa se pusieron a enseñarle la plancha. Felipe lo miró un momento, contestó sin ganas a algo que decía Lucio, y acabó encaramándose junto a Paula que tenía los ojos cerrados contra el sol.

—Adivine quién soy.

—Por la voz, un muchacho muy buen mozo —dijo Paula—. Espero que no se llame Alejandro, porque el sol está estupendo.

—¿Alejandro? —dijo el alumno Trejo, cero en varios bimestres de historia griega.

—Sí, Alejandro, Iskandar, Aleixandre, como le guste. Hola, Felipe. Pero claro, usted es el papá de Alejandro. ¡Raúl, tenes que venir a oír esto, es maravilloso! Sólo falta que ahora aparezca un mozo y nos ofrezca una macedonia de frutas.

Felipe dejó pasar la racha ininteligible, para lo cual se organizó el jopo con un peine de nylon que extrajo del bolsillo del slip. Estirándose, se entregó a la primera caricia de un sol todavía no demasiado fuerte.

—¿Ya se le pasó la mona? —preguntó Paula, cerrando otra vez los ojos.

—¿Qué mona? Me hizo mal el sol —dijo Felipe, sobresaltado—. Aquí todo el mundo piensa que me tomé un litro de whisky. Mire, una vez en una comida con los muchachos, cuando terminamos cuarto año… —la evocación incluía diversas descripciones de jóvenes debajo de las mesas del restaurante Electra, pero Felipe invicto llegando a su casa a las tres de la mañana y eso que había empezado con dos cinzanos y bitter, después el nebiolo y un licor dulce que no sabía cómo se llamaba.

—¡Qué aguante! —dijo Paula—. ¿Y por qué esta vez le hizo mal?

—Pero si no fue el drogui, no le digo, yo creo que me quedé demasiado por la tarde. Usted también está bastante quemada —agregó, buscando una salida—. Le queda muy bien, tiene unos hombros lindísimos.

—¿De verdad?

—Sí, preciosos. Ya se lo habrán dicho muchas veces, me imagino.

«Pobrecito —pensaba Paula, sin abrir los ojos—. Pobrecito». Y no lo decía por Felipe. Medía el precio que alguien tendría que pagar por un sueño, una vez más alguien moriría en Venecia y seguiría viviendo después de la muerte, a sadder but not a wiser man… Pensar que hasta un niño como Jorge ya hubiera encontrado montones de cosas divertidas y hasta sutiles que decir. Pero no, el jopo y la petulancia y se acabó… «Por eso parecen estatuas, lo que pasa es que lo son de veras, por fuera y por dentro». Adivinaba lo que debía estar imaginándose López, solo y enfurruñado. Ya era tiempo de firmar el armisticio con Jamaica John, el pobre estaría convencido de que Felipe le decía cosas incitantes y que ella escuchaba cada vez más complacida los galanteos («es más una galantina que un galanteo») del pequeño Trejo. «¿Qué pasaría si me lo llevara a la cama? Ruboroso como un cangrejo sin saber dónde meterse… Sí, dónde meterse lo sabría seguramente, pero antes y después es decir lo verdaderamente importante… Pobrecito, habría que enseñarle todo… pero si es extraordinario, el chico de Le Blé en Herbe también se llamaba Felipe… Ah, no esto ya es demasiado. Tengo que contárselo a Jamaica John apenas se le pasen las ganas de retorcerme el pescuezo…»

Jamaica John se miraba los pelos de las pantorrillas. Sin alzar demasiado la voz hubiera podido hablar con Paula, ahora que los Presutti salían del agua y se hacía un silencio cortado por la risa lejana de Jorge. En cambio le pidió un cigarrillo a Medrano y se puso a fumar con los ojos fijos en el agua, donde una nube hacía desesperados esfuerzos por no perder su forma de pera Williams. Acababa de acordarse de un fragmento de sueño que había tenido hacia la madrugada y que debía influir en su estado de ánimo. De cuando en cuando le ocurría soñar cosas parecidas; esta vez entraba en juego un amigo suyo a quien nombraban ministro, y él asistía a la ceremonia del juramento. Todo estaba muy bien y su amigo era un muchacho formidable, pero lo mismo se había sentido vagamente infeliz, como si cualquiera pudiera ser ministro menos él. Otras veces soñaba con el matrimonio de ese mismo ami go, uno de esos braguetazos que lo embarcan a uno en yates, Orient Express y Superconstellations; en todos los casos el despertar era penoso, hasta que la ducha ponía orden en la realidad. «Pero yo no tengo ningún sentimiento de inferioridad —se dijo—. Dormido, en cambio, soy un pobre infeliz». Honestamente procuraba interrogarse: ¿no estaba satisfecho de su vida, no le bastaba su trabajo, su casa (que no era su casa, en realidad, pero vivir como pensionista de su hermana era una solución más que satisfactoria), sus amigas del momento o del semestre? «Lo malo es que nos han metido en la cabeza que la verdad está en los sueños, y a lo mejor es al revés y me estoy haciendo mala sangre por una tontería. Con este sol y este viajecito, hay que ser idiota para atormentarse así».

Solo en el agua, Raúl miró a Paula y a Felipe. De modo que la pipa era estupenda, y el tabaco… Pero le había mentido sobre el viaje al Hades. No le molestaba la mentira, era casi un homenaje que le rendía Felipe. A otro no hubiera tenido inconveniente en decirle la verdad, al fin y al cabo qué podía importarle. Pero a él le mentía porque sin saberlo sentía la fuerza que los acercaba (más fuerte cuanto más se echara atrás, como un buen arco), le mentía y sin saberlo le estaba alcanzando una flor con su mentira.

Incorporándose, Felipe respiró con fruición; su torso y su cabeza se inscribieron en el fondo profundamente azul del cielo. Raúl se apoyó en la tela encerada y recibió de lleno la herida, dejó de ver a Paula y a López, se oyó pensar en voz alta, muy adentro pero con reverberaciones de caverna oyó gritar su pensamiento que nacía con las palabras de Krishnadasa, extraño recuerdo en una piscina, en un tiempo tan diferente, en un cuerpo tan ajeno, pero como si las palabras fueran por derecho suyas, y lo eran, todas las palabras del amor eran las suyas y las de Krishnadasa y las del bucoliasta y las del hombre atado al lecho de flores de la más lenta y dulce tortura. «Bienamado, sólo tengo un deseo —oyó cantar—. Ser las campanillas que ciñen tus piernas para seguirte por doquiera y estar contigo… Si no me ato a tus pies, ¿de qué sirve cantar un canto de amor? Eres la imagen de mis ojos y te veo en todas partes. Si contemplo tu belleza soy capaz de amar el mundo. Krishnadasa dice: mirá, mira». Y el cielo parecía negro en torno de la estatua.