XXXI

Primero pensó en subir a beberse un par de whiskies porque estaba seguro de que le hacían falta, pero ya en el pasillo presintió la noche ahí afuera, bajo el cielo, y le dieron ganas de ver el mar y poner sus ideas en orden. Era más de medianoche cuando se apoyó en la borda de babor, satisfecho de estar solo en la cubierta (no podía ver a Persio, oculto por uno de los ventiladores). Muy lejos sonó una campana, probablemente en la popa o en el puente de mando. Medrano miró a lo alto; como siempre, la luz violeta que parecía emanar de la materia misma de los cristales le produjo una sensación desagradable. Se preguntó sin mayor interés si los que habían pasado la tarde en la proa, bañándose en la piscina, o tomando sol, habrían observado el puente de mando; ahora sólo le interesaba la larga charla con Claudia, que había terminado en una nota extrañamente calma, recogido, casi como si Claudia y él se hubieran ido quedando dormidos poco a poco junto a Jorge. No se habían dormido, pero quizá les había hecho bien lo que acababan de hablar. Y quizá no, porque al menos en su caso las confidencias personales nada podían resolver. No era el pasado el que acababa de aclararse, en cambio el presente era de pronto más grato, más pleno, como una isla de tiempo asaltada por la noche, por la inminencia del amanecer y también por las aguas servidas, los regustos del anteayer y el ayer y esa mañana y esa tarde, pero una isla donde Claudia y Jorge estaban con él. Habituado a no castrar su pensamiento se preguntó si ese suave vocabulario insular no sería producto de un sentimiento y si, como tantas veces, las ideas no se irisaban ya bajo la luz del interés o de la protección. Claudia era todavía una hermosa mujer; hablar con ella presumía una primera y sutil aproximación a un acto de amor. Pensó que no le molestaba ya que Claudia siguiera enamorada de León Lewbaum; como si una cierta realidad de Claudia ocurriera en un plano diferente. Era extraño, era casi hermoso.

Se conocían ya tanto mejor que pocas horas atrás. Medrano no recordaba otro episodio de su vida en que la relación personal se hubiera dado tan simplemente, casi como una necesidad. Sonrió al precisar el punto exacto —lo sentía así, estaba perfectamente seguro— en que ambos habían abandonado el peldaño ordinario para descender, como tomados de la mano, hacia un nivel diferente donde las palabras se volvían objetos cargados de afecto o de censura, de ponderación o de reproche. Había ocurrido en el momento exacto en que él —tan poco antes, realmente tan poco antes— le había dicho: «Madre de Jorge, el leoncito», y ella había comprendido que no era un torpe juego de palabras sobre el nombre de su marido sino que Medrano le ponía en las manos abiertas algo como un pan caliente o una flor o una llave. La amistad empezaba sobre las bases más seguras, las de las diferencias y los disconformismos; porque Claudia acababa de decirle palabras duras, casi negándole el derecho a que él hiciera de su vida lo que una temprana elección había decidido. Y al mismo tiempo con qué remota vergüenza había agregado: «Quién soy yo para reprocharle trivialidad, cuando mi propia vida…» Y los dos habían callado mirando a Jorge que ahora dormía con la cara hacia ellos, hermosísimo bajo la suave luz de la cabina, suspirando a veces o balbuceando algún paso de sus sueños.

La menuda silueta de Persio lo tomó de sorpresa, pero no Je molestó encontrárselo a esa hora y en ese lugar.

—Pasaje por demás interesante —dijo Persio, apoyándose en la borda a su lado—. He pasado revista al rol, y extraído consecuencias sorprendentes.

—Me gustaría conocerlas, amigo Pefsio.

—No son demasiado claras, pero la principal estriba (hermosa palabra, de paso, tan lleno de sentido plástico) en que casi todos debemos estar bajo la influencia de Mercurio. Sí, el gris es el color del rol, la uniformidad aleccionante de ese color donde la violencia del blanco y la aniquilación del negro se fusionan en el gris perla, para no mencionar más que uno de sus preciosos matices.

—Si lo entiendo bien, usted piensa que entre nosotros no hay seres fuera de lo común, tipos insólitos.

—Más o menos eso.

—Pero este barco es una instancia cualquiera de la vida, Persio. Lo insólito se da en porcentajes bajísimos, salvo en las recreaciones literarias, que por eso son literatura. Yo he cruzado dos veces el mar, aparte de muchos otros viajes. ¿Cree que alguna vez me tocó viajar con gentes extraordinarias? Ah, sí, una vez en un tren que iba a Junín almorcé frente a Luis Ángel Firpo, que ya estaba viejo y gordo pero siempre simpático.

—Luis Ángel Firpo, un típico caso de Carnero con influencia de Marte. Su color es el rojo, como es natural, y su metal el hierro. Probablemente Atilio Presutti ande también por ese lado, o la señorita Lavalle que es una naturaleza particularmente demoníaca. Pero las notas dominantes son monocordes… No es que me queje, mucho peor sería una nave henchida de personajes saturninos o plutomanos.

—Me temo que las novelas influyan en su concepción de la vida —dijo Medrano—. Todo el que sube por primeva vez a un barco cree que va a encontrar una humanidad diferente, que a bordo se va a operar una especie de transfiguración. Yo soy menos optimista y opino con usted que aquí no hay ningún héroe, ningún atormentado en gran escala, ningún caso interesante.

—Ah, las escalas Claro, eso es muy importante. Yo hasta ahora miraba el rol de manera natural, pero tendré que estudiarlo a distintos niveles y a lo mejor usted tiene razón.

—Puede ser. Mire, hoy mismo han ocurrido algunas pequeñas cosas que, sin embargo, pueden repercutir hasta quién sabe dónde. No se fíe de los gestos trágicos, de los grandes pronunciamientos; todo eso es literatura, se lo repito.

Pensó en lo que significaba para él el mero hecho de que Claudia apoyara la mano en el brazo del sillón y moviera una que otra vez los dedos. Los grandes problemas, ¿no serían una invención para el público? Los saltos a lo absoluto, al estilo Karamazov o Stavroguin… En lo pequeño, en lo casi nimio estaban también los Julien Sorel, y al final el salto era tan fabuloso como el de cualquier héroe mítico. Quizá Persio estuviera tratando de decirle algo que se le escapaba. Lo tomó del brazo y caminaron despacio por la cubierta.

—Usted también piensa en la popa, ¿verdad? —preguntó sin énfasis.

—Yo la veo —dijo Persio, todavía con menos énfasis—. Es un lío inimaginable.

—Ah, usted la ve.

—Sí, por momentos. Hace un rato, para ser exacto. La veo y dejo de verla, y todo es tan confuso… Como pensar, pienso casi todo el tiempo en ella.

—Se me ocurre que a usted le sorprende que nos quedemos cruzados de brazos. No hace falta que me conteste, creo que es así. Bueno, a mí también me sorprende, pero en el fondo coincide con la pequeñez de que hablábamos. Hicimos un par de tentativas que nos dejaron en ridículo, y aquí estamos, aquí entra en juego la pequeña escala. Minucias, un fósforo que alguien enciende para otro, una mano que se apoya en el brazo de un sillón, una burla que salta como un guante a la cara de alguien… Todo eso está ocurriendo, Persio, pero usted vive de cara a las estrellas y sólo ve lo cósmico.

—Uno puede estar mirando las estrellas y al mismo tiempo verse la punta de las pestañas —dijo Persio con algún resentimiento—. ¿Por qué cree que le dije hace un rato que el rol era interesante? Precisamente por Mercurio, por el gris, por la abulia de casi todos. Si me interesan otras cosas estaría en lo de Kraft corrigiendo las pruebas de una novela de Hemingway, donde siempre ocurren cosas de gran tamaño.

—De todas maneras —dijo Medrano— estoy lejos de justificar nuestra inacción. No creo que saquemos nada en limpio si insistimos, a menos de incurrir precisamente en los grandes gestos, pero tal vez eso lo echaría todo a perder y la cosa terminaría en un ridículo todavía peor, estilo parto de los montes. Ahí está, Persio: el ridículo. A eso le tenemos miedo, y en eso estriba (le devuelvo su hermosa palabra) la diferencia entre el héroe y el hombre como yo. El ridículo es siempre pequeña escala. La idea de que puedan tomarnos el pelo es demasiado insoportable, por eso la popa está ahí y nosotros de este lado.

—Sí, yo creo que sólo el señor Porrino y yo no temeríamos el ridículo a bordo —dijo Persio—. Y no porque seamos héroes. Pero el resto… Ah, el gris, qué color tan difícil, tan poco lavable…

Era un diálogo absurdo y Medrano se preguntó si todavía habría alguien en el bar; necesitaba un trago. Persio se mostró dispuesto a seguirlo, pero la puerta del bar estaba cerrada y se despidieron con alguna melancolía. Mientras sacaba su llave, Medrano pensó en el color gris y en que había abreviado a propósito su conversación con Persio, como si necesitara estar de nuevo solo. La mano de Claudia en el brazo del sillón… Pero otra vez esa leve molestia en la boca del estómago, esa incomodidad que horas atrás se había llamado Bettina pero que ya no era Bettina, ni Claudia, ni el fracaso de la expedición, aunque era un poco todo eso junto y algo más, algo que resultaba imposible aprehender y que estaba ahí, demasiado cerca y dentro para dejarse reconocer y atrapar.

Al paso locuaz de las señoras, que acudían para nada en especial antes de irse a dormir, siguió la presencia más ponderada del doctor Restelli, que explayó para ilustración de Raúl y López un plan que don Galo y él habían maquinado en horas vespertinas. La relación social a bordo dejaba un tanto que desear, dado que varias personas apenas habían tenido oportunidad de alternar entre ellas, sin contar que otros tendían a aislarse, por todo lo cual don Galo y el que hablaba habían llegado a la conclusión de que una velada recreativa sería la mejor manera de quebrar el hielo, etcétera. Si López y Raúl prestaban su colaboración, como sin duda la prestarían todos los pasajeros en edad y salud para lucir alguna habilidad especial, la velada tendría gran éxito y el viaje proseguiría dentro de una confraternización más estrecha y más acorde con el carácter argentino, un tanto retraído en un comienzo pero de una expansividad sin límites una vez dado el primer paso.

—Bueno, vea —dijo López, un poco sorprendido—, yo sé hacer unas pruebas con la baraja.

—Excelente, pero excelente, querido colega —dijo el doctor Restelli—. Estas cosas, tan insignificantes en apariencia, tienen la máxima importancia en el orden social. Yo he presidido durante años diversas tertulias, ateneos y cooperadoras, y puedo asegurarles que los juegos de ilusionismo son siempre recibidos con el beneplácito general. Noten ustedes, además, que esta velada de acercamiento espiritual y artístico permitirá disipar las lógicas inquietudes que la infausta nueva de la epidemia haya podido provocar entre el elemento femenino. ¿Y usted, señor Costa, qué puede ofrecernos?

—No tengo la menor idea —dijo Raúl—, pero si me da tiempo para hablar con Paula, ya se nos ocurrirá alguna cosa.

—Notable, notable —dijo el doctor Restelli—. Estoy convencido de que todo saldrá muy bien.

López no lo estaba tanto. Cuando se quedó otra vez solo con Raúl (el barman empezaba a apagar las luces y había que irse a dormir), se decidió a hablar.

—A riesgo de que Paula vuelva a tomarnos el pelo, ¿qué le parecería otro viajecito por las regiones inferiores?

—¿A esta hora? —dijo sorprendido Raúl.

—Bueno, ahí abajo no parece que el tiempo tenga mayor importancia. Evitaremos testigos y a lo mejor damos con el buen camino. Sería cuestión de probar otra vez el camino que siguieron el chico de Trejo y usted esta tarde. No sé muy bien por donde se baja, pero en todo caso muéstreme la entrada y voy solo.

Raúl lo miró. Este López, qué mal le sentaban las palizas. Lo que le hubiera encantado a Paula escucharlo.

—Lo voy a acompañar con mucho gusto —dijo—. No tengo sueño y a lo mejor nos divertimos. A López se le ocurrió que hubiera sido bueno avisarle a Medrano, pero pensaron que ya estaría en la cama. La puerta del pasadizo seguía sorprendentemente abierta, y bajaron sin encontrar a nadie.

—Ahí descubrí las armas —explicó Raúl—. Y aquí había dos lípidos, uno de ellos de considerables proporciones. Vea, la luz sigue encendida; debe ser una especie de sala de guardia, aunque más parece la trastienda de una tintorería o algo igualmente estrafalario. Ahí va.

Al principio no lo vieron, porque el llamado Orf estaba agachado detrás de una pila de bolsas vacías. Se enderezó lentamente, con un gato negro en brazos, y los miró sin sorpresa pero con algún fastidio, como si no fuera hora de venir a interrumpirlo. Raúl volvió a desconcertarse ante el aspecto del pañol, que tenía algo de camarote y algo de sala de guardia. López se fijó en los mapas hipsométricos que le recordaron sus atlas de infancia, su apasionamiento por los colores y las líneas donde se reflejaba la diversidad del universo, todo eso que no era Buenos Aires.

—Se llama Orf —dijo Raúl, señalándole al marinero—. En general no habla. Hasdala —agregó amablemente, con un gesto de la mano.

Hasdala —dijo Orf—. Les aviso que no pueden quedarse aquí.

—No es tan mudo, che —dijo López, tratando de adivinar la nacionalidad de Orf por el acento y el apellido. Llegó a la conclusión de que era más fácil considerarlo como un lípido a secas.

—Ya nos dijeron lo mismo esta tarde —observó Raúl, sentándose en un banco y sacando la pipa—. ¿Cómo sigue el capitán Smith?

—No sé —dijo Orf, dejando que el gato se bajara por la pierna del pantalón—. Sería mejor que se fueran.

No lo dijo con demasiado énfasis, y acabó sentándose en un taburete. López se había instalado en el borde de una mesa, y estudiaba en detalle los mapas. Había visto la puerta del fondo y se preguntaba si dando un salto podría llegar a abrirla antes que Orf se le cruzara en el camino. Raúl ofreció su tabaquera, y Orf aceptó. Fumaba en una vieja pipa de madera tallada, que recordaba vagamente a una sirena sin incurrir en el error de representarla en detalle.

—¿Hace mucho que es marino? —preguntó Raúl—. A bordo del Malcolm, quiero decir.

—Dos años. Soy uno de los más nuevos.

Se levantó para encender la pipa con el fósforo que le ofrecía Raúl. En el momento en que López se bajaba de la mesa para ganar el lado de la puerta, Orf levantó el banco y se le acercó. Raúl se enderezó a su vez porque Orf sujetaba el banco por una de las patas, y ese no era modo de sujetar un banco en circunstancias normales, pero antes de que López pudiera darse cuenta de la amenaza el marinero bajó el banco y lo plantó delante de la puerta, sentándose en él de manera que todo fue como un solo movimiento y tuvo casi el aire de una figura de ballet. López miró la puerta, metió las manos en los bolsillos y giró en dirección de Raúl.

Orders are orders —dijo Raúl, encogiéndose de hombros—. Creo que nuestro amigo Orf es una excelente persona, pero que la amistad acaba allí donde empiezan las puertas, ¿eh, Orf?

—Ustedes insisten, insisten —dijo quejumbrosamente Orf—. No se puede pasar. Harían mucho mejor en…

Aspiró el humo con aire apreciativo.

—Muy buen tabaco, señor. ¿Usted lo compra en la Argentina este tabaco?

—En Buenos Aires lo compro este tabaco —dijo Raúl—. En Florida y Lavalle. Me cuesta un ojo de la cara, pero entiendo que el humo debe ser grato a las narices de Zeus. ¿Qué estaba por aconsejarnos, Orf?

—Nada —dijo Orf, cejijunto.

—Por nuestra amistad —dijo Raúl—. Fíjese que tenemos la intención de venir a visitarlo muy seguido, tanto a usted como a su colega de la serpiente azul.

—Justamente, Bob… ¿Por qué no se vuelven de su lado? A mí me gusta que vengan —agregó con cierto desconsuelo—. No es por mí, pero si algo pasa…

—No va a pasar nada, Orf, eso es lo malo. Visitas y visitas, y usted con su banquito de tres patas delante de la puerta. Pero por lo menos fumaremos y usted nos hablará del kraken y del holandés errante.

Fastidiado por su fracaso, López escuchaba el diálogo sin ganas. Echó otro vistazo a los mapas, inspeccionó el gramófono portátil (había un disco de Ivor Novello) y miró a Raúl que parecía divertirse bastante y no daba señales de impaciencia. Con un esfuerzo volvió a sentarse al borde de la mesa; quizá hubiera otra posibilidad de llegar por las buenas a la puerta. Orf parecía dispuesto a hablar, aunque seguía en su actitud vigilante.

—Ustedes son pasajeros y no comprenden —dijo Orf—. Por mí no tendría ningún inconveniente en mostrarles… Pero ya bastante nos exponemos Bob y yo. Justamente, por culpa de Bob podría ocurrir que…

—¿Sí? —dijo Raúl, alentándolo. «Es una pesadilla», pensó López. «No va a terminar ninguna de sus frases, habla como un trapo hecho jirones».

—Ustedes son mayores y tendrían que tener cuidado con él, porque…

—¿Con quién?

—Con el muchacho —dijo Orf—. Ese que vino antes con usted.

Raúl dejó de tamborilear sobre el borde del tabúlete.

—No entiendo —dijo—. ¿Qué pasa con el muchachito?

Orf asumió nuevamente un aire afligido y miró hacia la puerta del fondo, como si temiera que lo espiaran.

—En realidad no pasa nada —dijo—. Yo solamente digo que se lo digan… Ninguno de ustedes tiene que venir aquí —acabó, casi rabioso—. Y ahora yo me tengo que ir a dormir; ya es tarde.

—¿Por qué no se puede pasar por esa puerta? —preguntó López—. ¿Se va a la popa por ahí?

—No, se va a… Bueno, más allá empieza. Ahí hay un camarote. No se puede pasar.

—Vamos —dijo Raúl guardando la pipa—. Tengo bastante por esta noche. Adiós, Orf, hasta pronto.

—Mejor que no vuelvan —dijo Orf—. No es por mí, pero…

En el pasillo, López se preguntó en voz alta qué sentido podían tener esas frases inconexas. Raúl, que lo seguía silbando bajo, resopló impaciente.

—Me empiezo a explicar algunas cosas —dijo—. Lo de la borrachera, por ejemplo. Ya me parecía raro que el barman le hubiera dado tanto alcohol; creí que se mareaba con una copa, pero seguro que tomó más que eso. Y el olor a tabaco… Era tabaco de lípidos, qué joder.

—El pibe habrá querido hacer lo mismo que nosotros —dijo López, amargo—. Al fin y al cabo todos buscamos lucirnos desentrañando el misterio.

—Sí, pero él corre más peligro.

—¿Le parece? Es chico, pero no tanto.

Raúl guardó silencio. A López, ya en lo alto de la escalerilla, le llamó la atención su cara.

—Dígame una cosa: ¿Por qué no hacemos lo único que queda por hacer con estos tipos?

—¿Sí? —dijo Raúl, distraído.

—Agarrarlos a trompadas, che. Hace un momento hubiéramos podido llegar a esa puerta.

—Tal vez, pero dudo de la eficacia del sistema, por lo menos a esta altura de las cosas. Orf parece un tipo macanudo y no me veo sujetándolo contra el suelo mientras usted abre la puerta. Qué sé yo, en el fondo no tenemos ningún motivo para proceder de esa manera.

—Sí, eso es lo malo. Hasta mañana, che.

—Hasta mañana —dijo Raúl, como si no hablara con él.

López lo vio entrar en su cabina y se volvió por el pasadizo hasta el otro extremo. Se detuvo a mirar el sistema de barras de acero y engranajes, pensando que Raúl estaría en ese mismo instante contándole a Paula la inútil expedición. Podía imaginar muy bien la expresión burlona de Paula. «Ah, López estaba con vos, claro…» Y algún comentario mordaz, alguna reflexión sobre la estupidez de todos. Al mismo tiempo seguía viendo la cara de Raúl cuando había terminado de trepar la escalerilla, una cara de miedo, de preocupación que nada tenía que ver con la popa y con los lípidos. «La verdad, no me extrañaría nada —pensó—. Entonces…» Pero no había que hacerse ilusiones, aunque lo que empezaba a sospechar coincidiera con lo que había dicho Paula. «Ojalá pudiera creerlo», pensó, sintiéndose de golpe muy feliz, ansioso y feliz, esperanzadamente idiota. «Seré el mismo imbécil toda mi vida», se dijo, mirándose con aprecio en el espejo.

Paula no se burlaba de ellos; cómodamente instalada en la cama leía una novela de Massimo Bontempelli y recibió a Raúl con suficiente alegría como para que él, después de llenar un vaso de whisky, se sentara al borde de la cama y le dijera que el aire del mar empezaba a broncearla vistosamente.

—Dentro de tres días seré una diosa escandinava —dijo Paula—. Me alegro de que hayas venido porque necesitaba hablarte de literatura. Desde que nos embarcamos no hablo de literatura con vos, y esto no es vida.

—Dale —se resignó Raúl, un poco distraído—. ¿Nuevas teorías?

—No, nuevas impaciencias. Me está sucediendo algo bastante siniestro, Raulito, y es que cuanto mejor es el libro que leo, más me repugna. Quiero decir que su excelencia literaria me repugna, o sea que me repugna la literatura.

—Eso se arregla dejando de leer.

—No. Porque aquí y allá doy con algún libro que no se puede calificar de gran literatura, y que sin embargo no me da asco. Empiezo a sospechar por qué: porque el autor ha renunciado a los efectos, a la belleza formal, sin por eso incurrir en el periodismo o la monografía disecada. Es difícil explicarlo, yo misma no lo veo nada claro. Creo que hay que marchar hacia un nuevo estilo, que si querés podemos seguir llamando literatura aunque sería más justo cambiarle el nombre por cualquier otro. Ese nuevo estilo sólo podría resultar de una nueva visión del mundo. Pero si un día se alcanza, qué estúpidas nos van a parecer estas novelas que hoy admiramos, llenas de trucos infames, de capítulos y subcapítulos con entradas y salidas bien calculadas…

—Vos sos poeta —dijo Raúl—, y todo poeta es por definición enemigo de la literatura. Pero nosotros, los seres sublunares, todavía encontramos hermoso un capítulo de Henry James o de Juan Carlos Onetti, que por suerte para nosotros no tienen nada de poetas. En el fondo lo que vos le reprochas a las novelas es que te llevan de la punta de la nariz, o más bien que su efecto sobre el lector se cumpla de fuera para dentro, y no al revés como en la poesía. ¿Pero por qué te molesta la parte de fabricación, de truco, que en cambio te parece tan bien en Picasso o en Alban Berg?

—No me parece tan bien; simplemente no me doy cuenta. Si fuera pintora o música, me rebelaría con la misma violencia. Pero no es solamente eso, lo que me desconsuela es la mala calidad de los recursos literarios, su repetición al infinito. Vos dirás que en las artes no hay progreso, pero es casi cuestión de lamentarlo. Cuando comparas el tratamiento de un tema por un escritor antiguo y uno moderno, te das cuenta de que por lo menos en la parte retórica, apenas hay diferencia. Lo más que podemos decir es que somos más perversos, más informados y que tenemos un repertorio mucho más amplio; pero las muletillas son las mismas, las mujeres palidecen o enrojecen, cosa que jamás ocurre en la realidad (yo a veces me pongo un poco verde, es cierto, y vos colorado), y los hombres actúan y piensan y contestan con arreglo a una especie de manual universal de instrucciones que tanto se aplica a una novela india como a un best-seller yanqui. ¿Me entendés mejor, ahora? Hablo de las formas exteriores, pero si las denuncio es porque esa repetición prueba la esterilidad central, el juego de variaciones en torno a un pobre tema, como ese bodrio de Hindemith sobre un tema de Weber que escuchamos en una hora aciaga, pobres de nosotros.

Aliviada, se estiró en la cama y apoyó una mano en la rodilla de Raúl.

—Tenes mala cara, hijito. Contale a mamá Paula.

—Oh, yo estoy muy bien —dijo Raúl—. Peor cara tiene nuestro amigo López después de lo mal que lo trataste.

—Él, vos y Medrano se lo merecían —dijo Paula—. Se portan como estúpidos, y el único sensato es Lucio. Supongo que no necesito explicarte que…

—Por supuesto, pero López debió creer que realmente tomabas partido por la causa del orden y el laissez faire. Le ha caído bastante mal, sos un arquetipo, su Freya, su Walkyria, y mira en lo que terminas. Hablando de terminar, seguro que Lucio terminará en la municipalidad o al frente de una sociedad de dadores de sangre, está escrito. Qué pobre tipo, madre mía.

—¿Así que Jamaica John anda cabizbajo? Mi pobre pirata de capa caída… Sabés, me gusta mucho Jamaica John. No te extrañes de que lo trate muy mal. Necesito…

—Ah, no empeces con el catálogo de tus exigencias —dijo Raúl, terminando su whisky—. Ya te he visto arruinar demasiadas mayonesas en la vida por echarles la sal o el limón a destiempo. Y además me importa un corno lo que te parece López y lo que necesitas descubrir en él.

Monsieur est faché?

—No, pero sos más sensata hablando de literatura que de sentimientos, cosa bastante frecuente en las mujeres. Ya sé, me vas a decir que eso prueba que no las conozco. Ahórrate el comentario.

Je ne te le fais pas dire, mon petit. Pero a lo mejor tenes razón. Dame un trago de esa porquería.

—Mañana vas a tener la lengua cubierta de sarro. El whisky te hace un mal horrible a esta hora, y además cuesta muy caro y no tengo más que cuatro botellas.

—Dame un poco, infecto murciélago.

—Anda a buscarlo vos misma.

—Estoy desnuda.

—¿Y qué?

Paula lo miró y sonrió.

—Y qué —dijo, encogiendo las piernas y sacando los pies de la sábana. Tanteó hasta encontrar las pantuflas, mientras Raúl la miraba fastidiado. Enderezándose de un brinco, le tiró la sábana a la cara y caminó hasta la repisa donde estaban las botellas. Su espalda se recortaba en la penumbra de la cabina.

—Tenes lindas nalgas —dijo Raúl, librándose de la sábana—. Te vas salvando de la celulitis hasta ahora. ¿A ver de frente?

—De frente te va a interesar menos —dijo Paula con la voz que lo enfurecía. Echó whisky en un vaso grande y fue al cuarto de baño para agregarle agua. Volvió caminando lentamente. Raúl la miró en los ojos, y después bajó la vista, la paseó por los senos y el vientre. Sabía lo que iba a ocurrir y estaba preparado, el bofetón le sacudió la cara y casi al mismo tiempo oyó el primer sollozo de Paula y el ruido apagado del vaso cayendo sin romperse sobre la alfombra.

—No se va a poder respirar en toda la noche —dijo Raúl—. Hubieras hecho mejor en bebértelo, después de todo tengo Alka-Seltzer.

Se inclinó sobre Paula, que lloraba tendida boca abajo en la cama. Le acarició un hombro, después el apenas visible omoplato, sus dedos siguieron por el fino hueco central y se detuvieron al borde de la grupa. Cerró los ojos para ver mejor la imagen que quería ver.

«… que te quiere, Nora». Se quedó mirando su propia firma, después dobló rápidamente el pliego, escribió el sobre y cerró la carta. Sentado en la cama, Lucio trataba de interesarse en un número del Reader’s Digest.

—Es muy tarde —dijo Lucio—. ¿No te acostás?

Nora no contestó. Dejando la carta sobre la mesa tomó algunas ropas y entró en el baño. El ruido de la ducha le pareció interminable a Lucio, que procuraba enterarse de los problemas de conciencia de un aviador de Milwaukee convertido al anabaptismo en plena batalla. Decidió renunciar y acostarse, pero antes tenía que esperar turno para lavarse, a menos que… Apretando los dientes fue hasta la puerta y movió el picaporte sin resultado.

—¿No podes abrir? —preguntó con el tono más natural posible.

—No, no puedo —repuso la voz de Nora.

—¿Por qué?

—Porque no. Salgo en seguida.

—Abrí, te digo.

Nora no contestó. Lucio se puso el piyama, colgó su ropa, ordenó las zapatillas y los zapatos. Nora entró con una toalla convertida en turbante, el rostro un poco encendido.

Lucio notó que se había puesto el camisón en el baño. Sentándose frente al espejo, empezó a secarse el pelo, a cepillarlo con movimientos interminables.

—Francamente yo quisiera saber lo que te pasa —dijo Lucio, afirmando la voz—. ¿Te enojaste porque salí a dar una vuelta con esa chica? Vos también podías venir, si querías.

Arriba, abajo, arriba, abajo. El pelo de Nora empezaba a brillar poco a poco.

—¿Tan poca confianza me tenes, entonces? ¿O te pensás que yo quería flirtear con ella? Estás enojada por eso, ¿verdad? No tenes ninguna otra razón, que yo sepa. Pero habla, habla de una vez. ¿No te gustó que saliera con esa chica?

Nora puso el cepillo sobre la cómoda. A Lucio le dio la impresión de estar muy cansada, sin fuerzas para hablar.

—A lo mejor no te sentís bien —dijo, cambiando de tono, buscando una apertura—. No estás enojada conmigo, ¿verdad? Ya ves que volví en seguida. ¿Qué tenía de malo, al fin y al cabo?

—Parecería que tuviera algo de malo —dijo Nora en voz baja—. Te defendés de una manera…

—Porque quiero que comprendas que con esa chica…

—Deja en paz a esa chica, que por lo demás me parece una desvergonzada.

—Entonces, ¿por qué estás enojada conmigo?

—Porque me mentís —dijo Nora bruscamente—. Y porque esta noche dijiste cosas que me dieron asco.

Lucio tiró el cigarrillo y se le acercó. En el espejo su cara era casi cómica, un verdadero actor representando al hombre indignado u ofendido.

—¿Pero qué dije yo? ¿Entonces a vos también se te está contagiando la tilinguería de los otros? ¿Querés que todo se vaya al tacho?

—No quiero nada. Me duele que te callaste lo que ocurrió por la tarde.

—Me lo olvidé, eso es todo. Me pareció idiota que se estuvieran haciendo los compadres por algo que está perfectamente claro. Van a arruinar el viaje, te lo digo yo. Lo van a echar a perder con sus pelotudeces de chiquitines.

—Podrías ahorrarte esas palabrotas.

—Ah, claro, me olvidaba que la señora no puede oír esas cosas.

—Lo que no puedo soportar es la vulgaridad y las mentiras.

—¿Yo te he mentido?

—Te callaste lo de esta tarde, y es lo mismo. A menos que no me consideres bastante crecida para enterarme de tus andanzas por el barco.

—Pero, querida, si no tenía importancia. Fue una estupidez de López y los otros, me metieron en un baile que no me interesa y se lo dije bien claro.

—No me parece que fuera tan claro. Los que hablan claro son ellos, y yo tengo miedo. Igual que vos, pero no lo ando disimulando.

—¿Yo, miedo? Si te referís a lo del tifus doscientos y pico… Precisamente, lo que sostengo es que hay que quedarse de este lado y no meterse en líos.

—Ellos no creen que sea el tifus —dijo Nora—, pero lo mismo están inquietos y no lo disimulan como vos. Por lo menos ponen las cartas sobre la mesa, tratan de hacer algo.

Lucio suspiró aliviado. A esa altura todo se pulverizaba, perdía peso y gravedad. Acercó una mano al hombro de Nora, se inclinó para besarla en el pelo.

—Qué tonta sos, qué linda y qué tonta —dijo—. Yo que hago lo posible por no afligirte…

—No fue por eso que te callaste lo de esta tarde.

—Sí, fue por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser?

—Porque te daba vergüenza —dijo Nora, levantándose y yendo hacia su cama—. Y ahora también tenes vergüenza y en el bar estabas que no sabías dónde meterte. Vergüenza, sí.

Entonces no era tan fácil. Lucio lamentó la caricia y el beso. Nora le daba resueltamente la espalda, su cuerpo bajo la sábana era una pequeña muralla hostil, llena de irregularidades; pendientes y crestas, rematando en un bosque de pelo húmedo en la almohada. Una muralla entre él y ella. Su cuerpo, una muralla silenciosa e inmóvil.

Cuando volvió del baño, oliendo a dentífrico, Nora había apagado la luz sin cambiar de postura. Lucio se acercó, apoyó una rodilla en el borde de la cama y apartó la sábana. Nora se incorporó bruscamente.

—No quiero, Andate a tu cama. Déjame dormir.

—Oh, vamos —dijo él, sujetándola del hombro.

—Déjame, te digo. Quiero dormir.

—Bueno, te dejo dormir, pero a tu lado.

—No, tengo calor. Quiero estar sola, sola.

—¿Tan enojada estás? —dijo él con la voz con que se habla a los niños—. ¿Tan enojada está esa nenita sonsa?

—Sí —dijo Nora, cerrando los ojos como para borrarlo—. Déjame dormir.

Lucio se enderezó.

—Estás celosa, eso es lo que te pasa —dijo, alejándose—. Te da rabia que salí con Paula a la cubierta. Sos vos la que me ha estado mintiendo todo el tiempo.

Pero ya no le contestaban, quizá ni siquiera lo oían.

F

No, no creo que mi frente de ataque sea más claro que un número de cincuenta y ocho cifras o uno de esos portulanos que llevaban las naves a catástrofes acuáticas. Se complica por un irresistible calidoscopio de vocabulario, palabras como mástiles, con mayúsculas que son velámenes furiosos. Samsara, por ejemplo: la digo y me tiemblan de golpe todos los dedos de los pies, y no es que me tiemblen de golpe todos los dedos de los pies ni que el pobre barco que me lleva como un mascarón de proa más gratuito que bien tallado, oscile y trepide bajo los golpes del Tridente. Samsara, debajo se me hunde lo sólido, Samsara, el humo y el vapor reemplazan a los elementos, Samsara, obra de la gran ilusión, hijo y nieto de Mahamaya…

Así van saliendo, perras hambrientas y alzadas, con sus mayúsculas como columnas henchidas con la gravidez más que espléndida de los capiteles historiados. ¿Cómo dirigirme al pequeño, a su madre, a estos hombres de argentino silencio, y decirles, hablarles del frente que se me faceta y esparce como un diamante derretido en medio de una fría batalla de copos de nieve? Me darían la espalda, se marcharían, y si optara por escribirles, porque a veces pienso en las virtudes de un manuscrito prolijo y alquitarado, resumen de largos equinoccios de meditación, arrojarían mis enunciaciones con el mismo desconcierto que los induce a la prosa, al interés, a lo explícito, al periodismo con sus muchos disfraces. ¡Monólogo, sola tarea para un alma inmersa en lo múltiple! ¡Qué vida de perro!

(Pirueta petulante de Persio bajo las estrellas.)

Finalmente uno no puede interrumpirles la digestión de un plato de pescado con dialécticas, con antropologías, con la narración inconcebible de Cosmas Indicopleustes, con libros fulgurales, con la mántica desesperada que me ofrece allá arriba sus ideogramas ardientes. Si yo mismo, como una cucaracha a medias aplastada, corro con la mitad de mis patas de un tablón a otro, me estrello en la vertiginosa altura de una pequeña astilla nacida del choque de un clavo del zapato de Presutti contra un nudo de la madera… ¡Y sin embargo empiezo a entender, es algo que se parece demasiado al temblor, empiezo a ver, es menos que un sabor de polvo, empiezo a empezar, corro hacia atrás, me vuelvo! Volverse, sí, ahí duermen las respuestas su vida larval, su noche primera. Cuántas veces en el auto de Lewbaum, malgastando un fin de semana en las llanuras bonaerenses, he sentido que debía hacerme coser en una bolsa y que me arrojaran a la banquina, a la altura de Bolívar o de Pergamino, cerca de Cashas o de Mercedes, en cualquier lugar con lechuzas en los palos del alambrado, con caballos lamentables buscando un pasto hurtado por el otoño. En vez de aceptar el toffee que Jorge se empecinaba en ponerme en los bolsillos, en vez de ser feliz junto a la majestad sencilla y cobijada de Claudia, hubiera debido abandonarme a la noche pampeana, como aquí esta noche en un mar ajeno y receloso, tenderme boca arriba para que la sábana encendida del cielo me tapara hasta la boca, y dejar que los jugos de abajo y de arriba me agusanaran acompasadamente, payaso enharinado que es la verdad de la carpa tendida sobre sus cascabeles, carroña de vaca que vuelve maldito el aire en trescientos metros a la redonda, maldito de fehacencia, maldito de verdad, maldito solamente para los malditos que se tapan la nariz con el gesto de la virtud y corren a refugiarse en su Plymouth o en el recuerdo de sus grabaciones de Sir Thomas Beecham, ¡oh imbéciles inteligentes, oh pobres amigos!

(La noche se quiebra por un segundo al paso de una estrella errante, y también por un segundo el Malcolm crece en velas y gavias, en aparejos desusados, tiembla también él como si un viento diferente lo corneara de lado, y Persio alzado hacia el horizonte olvida el radar y las telecomunicaciones, cae en una entrevisión de bergantines y fragatas, de carabelas turcas, saicas grecorromanas, polacras venecianas, urcas de Holanda, síndalos tunecinos y galeotas toscanas, antes producto de Pío Baroja y largas horas de hastío en Kraft hacia las cuatro de la tarde, que de un conocimiento verdadero del sentido de esos nombres arborescentes.)

¿Por qué tanta aglomeración confusa en la que no sé distinguir la verdad del recuerdo, los nombres de las presencias? Horror de la ecolalia, del inane retruécano. Pero con el hablar de todos los días sólo se llega a una mesa cargada de vituallas, a un encuentro con el shampoo o la navaja, a la rumia de un editorial sesudo, a un programa de acción y de reflexión que este papel de lija incendiado sobre mi cabeza reduce a menos que ceniza. Tapado por los yuyos de la pampa hubiera debido estarme largas horas prestando oído al correr del peludo o a la germinación laboriosa de la cinacina. Dulces y tontas palabras folklóricas, prefacio inconsistente de toda sacralidad, cómo me acarician la lengua con patas engomadas, crecen a la manera de la madreselva profunda, me libran poco a poco el acceso a la Noche verdadera, lejos de aquí y contigua, aboliendo lo que va de la pampa al mar austral, Argentina mía allá en el fondo de este telón fosforescente, calles apagadas cuando no siniestras de Chacarita, rodar de colectivos envenenados de color y estampas Todo me une porque todo me lacera, Túpac Amáru cósmico, ridículo, babeando palabras que aun en mi oído irreductible parecen inspiradas por La Prensa de los domingos o por alguna disertación del doctor Restelli, profesor de enseñanza secundaria. Pero crucificado en la pampa, boca arriba contra el silencio de millones de gatos lúcidos mirándome desde el reguero lácteo que beben impasibles, hubiera accedido acaso a lo que me hurtaban las lecturas, comprendido de golpe los sentidos segundos y terceros de tanta guía telefónica, del ferrocarril que didácticamente esgrimí ayer para ilustración del comprensible Medrano, y por qué el paraguas se me rompe siempre por la izquierda, y esa delirante búsqueda de medias exclusivamente gris perla o rojo bordeaux. Del saber al entender o del entender al saber, ruta incierta que titubeante columbro desde vocabularios anacrónicos, meditaciones periclitadas, vocaciones obsoletas, asombro de mis jefes e irrisión de los ascensoristas. No importa, Persio continúa, Persio es este átomo desconsolado al borde de la vereda, descontento de las leyes circulatorias, esta pequeña rebelión por donde empieza el catafalco de la bomba H, proemio al hongo que deleita a los habitúes de la calle Florida y la pantalla de plata. He visto la tierra americana en sus horas más próximas a la confidencia última, he trepado a pie por los cerros de Uspallata, he dormido con una toalla empapada sobre la cara, cruzando el Chaco, me he tirado del tren en Pampa del Infierno para sentir la frescura de la tierra a medianoche. Conozco los olores de la calle Paraguay, y también Godoy Cruz de Mendoza, donde la brújula del vino corre entre gatos muertos y cascos de cemento armado. Hubiera debido mascar coca en cada rumbo, exacerbar las solitarias esperanzas que la costumbre relega al fondo de los sueños, sentir crecer en mi cuerpo la tercera mano, esa que espera para asir el tiempo y darlo vuelta, porque en alguna parte ha de estar esa tercera mano que a veces fulminante se insinúa en una instancia de poesía, en un golpe de pincel, en un suicidio, en una santidad, y que el prestigio y la fama mutilan inmediatamente y sustituyen por vistosas razones, esa tarea de picapedrero leproso que llaman explicar y fundamentar. Ah, en algún bolsillo invisible siento que se cierra y se abre la tercera mano, con ella quisiera acariciarte, hermosa noche, desollar dulcemente los nombres y las fechas que están tapando poco a poco el sol, el sol que una vez se enfermó en Egipto hasta quedarse ciego, y necesitó de un dios que lo curara… ¿Pero cómo explicar esto a mis cantaradas pasajeros, a mí mismo, si a cada minuto me miro en un espejo de sorna y me invito a volver a la cabina donde me espera un vaso de agua fresca y la almohada, el inmenso campo blanco donde galoparán los sueños? ¿Cómo entrever la tercera mano sin ser ya uno con la poesía, esa traición de palabras al acecho, esa proxeneta de la hermosura, de la eufonía, de los finales felices, de tanta prostitución encuadernada en tela y explicada en los institutos de estilística? No, no quiero poesía inteligible a bordo, ni tampoco voodoo o ritos iniciáticos. Otra cosa más inmediata, menos copulable por la palabra, algo libre de tradición para que por fin lo que toda tradición enmascara surja como un alfanje de plutonio a través de un biombo lleno de historias pintadas. Tirado en la alfalfa pude ingresar en ese orden, aprender sus formas, porque no serán palabras sino ritmos puros, dibujos en lo más sensible de la palma de la tercera mano, arquetipos radiantes, cuerpos sin peso donde se sostiene la gravedad y bulle dulcemente el germen de la gracia. Algo se me acerca cada vez más, pero yo retrocedo, no sé reconciliarme con mi sombra; quizá si encontrara la manera de decir algo de esto a Claudia, a los alegres jóvenes que corren hacia juegos incalculables, las palabras serían antorchas de pasaje, y aquí mismo, no ya en la planicie donde traicioné mi deber al rehusarle mi abrazo en plena tierra labrantía, aquí mismo la tercera mano deshojaría en la hora más grave un primer reloj de eternidad, un encuentro comparable al golpe de un fuego de San Telmo en una sábana tendida a secar. ¡Pero soy como ellos, somos triviales, somos metafísicos mucho antes de ser físicos, corremos delante de las preguntas para que sus colmillos no nos rompan los pantalones, y así se inventa el fútbol, así se es radical o subteniente o corrector en Kraft, incalculable felonía! Medrano es quizá el único que lo sabe: somos triviales y lo pagamos con felicidad o con desgracia, la felicidad de la marmota envuelta en grasa la sigilosa desgracia de Raúl Costa que aprieta contra su piyama negro un cisne de ceniza, y hasta cuando nacemos para preguntar y otear las respuestas, algo infinitamente desconcertante que hay en la levadura del pan argentino, en el color de los billetes ferroviarios o la cantidad de calcio de sus aguas, nos precipitan como desaforados en el drama total, saltamos sobre la mesa para danzar la danza de Shiva con un enorme lingam a plena mano, o corremos el amok del tiro en la cabeza o el gas de alumbrado, apestados de metafísica sin rumbo, de problemas inexistentes, de supuestas invisibilidades que cómodamente cortinan de humo el hueco central, la estatua sin cabeza, sin brazos, sin lingam y sin yoni, la apariencia, la cómoda pertenencia, la sucia apetencia, la pura rima al infinito donde también caben la ciencia y la conciencia. ¿Por qué no defenestrar antes que nada el peso venenoso de una historia de papel de obra, negarse a la conmemoración, pesarse el corazón en una balanza de lágrimas y ayuno? Oh, Argentina, ¿por qué ese miedo al miedo, ese vacío para disimular el vacío? En vez del juicio de los muertos, ilustre de papiros, ¿por qué no nuestro juicio de los vivos, la cabeza que se rompe contra la pirámide de Mayo para que al fin la tercera mano nazca con un hacha de diamante y de pan, su flor de tiempo nuevo, su mañana de lustración y coalescencia? ¿Quién es ese hijo de puta que habla de laureles que supimos conseguir? ¿Nosotros, nosotros conseguimos los laureles? ¿Pero es posible que seamos tan canallas?

No, no creo que mi frente de ataque sea más claro que un número de cincuenta y ocho cifras, o uno de esos portulanos que llevaban las naves a catástrofes acuáticas. Se complica por un irresistible calidoscopio de vocabulario, palabras como mástiles, con mayúsculas…