A lo largo de la cena se le fue pasando el enojo, reemplazado por la sorna y las ganas de tomarle el pelo. No que tuviera una razón precisa para tomarle el pelo, pero le seguía molestando que él la desarmara así, nada más que con su manera de mirarla. Por un momento había estado dispuesta a creer que López era inocente y que su fuerza nacía precisamente de su inocencia. Después se burló de su ingenuidad, no era difícil advertir que en López estaban bien despiertas las aptitudes para la caza mayor, aunque las manifestara sin énfasis. A Paula no la halagaba el efecto inmediato que había provocado en López; por el contrario (qué diablos, un día antes no se conocían, eran dos extraños en la inmensa Buenos Aires), la irritaba verse reducida tan pronto a la tradicional condición de presa real. «Y todo porque soy la única realmente disponible e interesante a bordo —pensó—. A lo mejor no se hubiera fijado en mí si nos presentan en una fiesta o en un teatro». La reventaba sentirse incorporada obligatoriamente a la serie de diversiones del viaje. La clavaban en la pared como un cartón de tiro al blanco, para que el señor cazador ejercitara la puntería. Pero Jamaica John era tan simpático, no podía sentir verdadero fastidio hacia él. Se preguntó si él por su parte estaría pensando algo parecido; sabía de sobra que podía tomarla por coqueta, primero porque lo era y segundo porque tenía una manera de ser y de mostrarse fácilmente malentendidas. Como buen porteño, el pobre López podía estar pensando que quedaría mal frente a ella si no hacía todo lo posible por conquistarla. Una situación idiota pero con algo de fatal, de muñecos de guiñol obligados a dar y a recibir los bastonazos rituales. Tuvo un poco de lástima por López y por ella misma, y a la vez se alegró de no engañarse. Los dos podían jugar el juego con su máxima perfección, y ojalá Punch fuera tan hábil como Judy.
En el bar, donde Raúl los había invitado a beber ginebra, sobrevolaron a los Presutti aglutinados en un rincón, pero se dieron de frente con Nora y Lucio que no habían cenado y parecían preocupados. La menuda fatalidad de las sillas y las mesas los puso frente a frente, y charlaron de todo un poco, cediendo con alivio la personalidad de cada uno al cómodo monstruo de la conversación colectiva, siempre por debajo de la suma de los que la forman y por eso tan soportable y solicitada. Lucio agradecía para sus adentros la llegada de los otros, porque Nora se había quedado melancólica después de escribir una carta a su hermana. Aunque decía que no era nada, recaía en seguida en una distracción que lo exasperaba un poco puesto que no encontraba la manera de evitarla. Nunca había hablado mucho con Nora, era ella quien hacía el gasto; en realidad tenían gustos bastante diferentes, pero eso, entre un hombre y una mujer… De todas maneras era un lío que Nora se estuviera afligiendo por pavadas. A lo mejor le hacía bien distraerse un rato con los otros.
Paula casi no había charlado con Nora hasta ese momento, y las dos cruzaron sonrientes las armas mientras los hombres pedían bebidas y repartían cigarrillos. Refugiado en un silencio sólo cortado por una que otra observación amable, Raúl las observaba, cambiando impresiones con Lucio sobre el mapa y el itinerario del Malcoím. Veía renacer en Nora la alegría y la confianza, el monstruo social la acariciaba con sus muchas lenguas, la arrancaba del diálogo, ese monólogo disfrazado, la sumía en un pequeño mundo cortés y trivial, chispeante de frases ingeniosas y risas no siempre explicables, el sabor del chartreuse y el perfume del Philip Morris. «Un verdadero tratamiento de belleza», pensó Raúl, apreciando cómo los rasgos de Nora recobraban una animación que los hermoseaba. Con Lucio era más difícil, seguía un poco reconcentrado mientras el pobre López, ah, el pobre López. Ese sí que estaba soñando despierto, el pobre López. Raúl empezaba a tenerle lástima. «So soon —pensaba—, so soon…» Pero quizá no se daba cuenta de que López era feliz y que soñaba con elefantes rosados, con enormes globos de vidrio llenos de agua coloreada.
—Y así ocurrió que los tres mosqueteros, que esta vez no eran cuatro, fueron por popa y volvieron trasquilados —dijo Paula—. Cuando usted quiera, Nora, nos damos una vuelta nosotras dos y en todo caso agregamos a la novia de Presutti para componer un número sagrado. Seguro que no paramos hasta las hélices.
—Nos contagiaremos el tifus —dijo Nora, que tendía a tomar en serio a Paula.
—Oh, yo tengo Vick Vaporub —dijo Paula—. ¿Quién iba a creer que estos gallardos hoplitas morderían el polvo como unos follones cualesquiera?
—No exageres —dijo Raúl—. El barco está muy limpio y no hay nada que morder por el momento.
Se preguntó si Paula faltaría a su palabra y sacaría a relucir los revólveres y la pistola. No, no lo haría. Good girl. Completamente loca pero tan derecha. Un poco sorprendida, Nora pedía detalles sobre la expedición. López miró de reojo a Lucio.
—Bah, no te conté porque no valía la pena —dijo Lucio—. Ya ves lo que dice la señorita. Pura pérdida de tiempo.
—Vea, no creo que hayamos perdido el tiempo —dijo López—. Todo reconocimiento tiene su valor, como habrá dicho algún estratego famoso. A mí por lo menos me ha servido para convencerme de que hay algo podrido en la Magenta Star. Nada truculento, por cierto, no es que lleven un cargamento de gorilas en la popa; más bien un contrabando demasiado visible o algo por el estilo.
—Puede ser, pero en realidad no es cosa que nos concierna —dijo Lucio—. De este lado todo está bien.
—Al parecer sí.
—¿Por qué al parecer? Está bien claro.
—López, muy juiciosamente, duda de la excesiva claridad —dijo Raúl—. Como lo afirmó un día el poeta bengalí de Santiniketán, no hay como la excesiva claridad para dejarlo a uno ciego.
—Bueno, esas son frases de poetas.
—Por eso la cito, incluso incurriendo en la modestia de adjudicársela a un poeta que no la dijo jamás. Pero volviendo a López, comparto sus dudas que son también las del amigo Medrano. Si algo no anda bien en la popa, la proa se va a contaminar tarde o temprano. Llamémosle tifus 224 o marihuana a toneladas: de aquí al Japón hay una larga ruta salina, queridos míos, y muchos peces voraces debajo de la quilla.
—¡Brr…, no me hagas temblar! —dijo Paula—. Miren a Nora, pobrecita, se está asustando de veras.
—Yo no sé si hablan en broma —dijo Nora, lanzando una mirada de sorpresa a Lucio—, pero vos me habías dicho…
—¿Y qué querías que te dijera, que Drácula anda suelto por el barco? —protestó Lucio—. Aquí se está exagerando mucho, y eso será muy bonito como pasatiempo, pero no hay que hacer creer a la gente que se habla en serio.
—Por mi parte —dijo López—, hablo muy en serio, y no pienso quedarme con los brazos cruzados.
Paula aplaudió burlonamente.
—¡Jamaica John solo! No esperaba menos de usted, pero realmente ese heroísmo…
—No sea tonta —dijo francamente López—. Y deme un cigarrillo, que se me han acabado.
Raúl disimuló un gesto de admiración. Ah, pibe. No, si la cosa iba a estar buena. Se dedicó a observar cómo Lucio trataba de recobrar el terreno perdido y cómo Nora, dulce ovejita inocente, lo privaba del placer de aceptar sus explicaciones. Para Lucio la cosa era sencilla: tifus. El capitán enfermo, la popa contaminada, ergo una elemental precaución. «Es fatal —pensó Raúl—, los pacifistas tienen que pasarse la vida en guerra, pobres almas. Lucio va a comprarse una ametralladora en el primer puerto de escala».
Paula parecía más compasiva, y aceptaba los criterios de Lucio con una cara muy atenta que Raúl conocía de sobra.
—Por fin encuentro alguien con sentido común. Me he pasado el día rodeada de conspiradores, de los últimos mohicanos, de los dinamiteros de Petersburgo. Hace tanto bien dar con un hombre de convicciones sólidas, que no se deja arrastrar por los demagogos.
Lucio, poco seguro de que eso fuera un elogio, arreció en sus puntos de vista. Si algo cabía hacer, era enviar una nota firmada por todos (por todos los que quisieran, bien entendido) a fin de que el primer piloto supiera que los pasajeros del Malcolm comprendían y acataban la situación insólita planteada a bordo. En todo caso se podía insinuar que el contacto entre oficiales y pasajeros no había sido todo lo franco…
—Vamos, vamos —murmuró Raúl, aburrido—. Si los tipos tenían el tifus a bordo en Buenos Aires, se portaron como unos cabrones al embarcarnos.
Nora, poco habituada a las expresiones fuertes, parpadeó. A Paula le costaba no soltar la carcajada, pero ocra vez se alió con Lucio para conjeturar que la epidemia debía haber estallado con vehemencia apenas salidos de la rada. Llenos de confusión e incertidumbre, los honestos oficiales se habían detenido frente a Quilmes, cuyas bien conocidas emanaciones no habrían contribuido probablemente a mejorar el ambiente de la popa.
—Sí, sí —dijo Raúl—. Todo en radiante tecnicolor.
López escuchaba a Paula con una sonrisa entre divertida e irónica; le hacía gracia, pero una gracia agridulce solamente. Nora trataba de entender, desconcertada, hasta que acabó por meter los ojos en la taza de café y no los sacó de ahí por un buen rato.
—En fin, en fin —dijo López—. El libre juego de las opiniones es uno de los beneficios de la democracia. Yo, de todas maneras, suscribo el robusto epíteto que ha empleado Raúl hace un momento. Y ya veremos qué pasa.
—No pasará nada, eso es lo malo para ustedes —dijo Paula—. Se van a quedar sin su juguete, y el viaje les va a resultar horriblemente aburrido cuando nos dejen pasar a popa uno de estos días. Hablando de lo cual yo me voy a ver las estrellas, que han de estar de lo más fosforescentes.
Se levantó sin mirar a nadie en particular. Empezaba a aburrirse de un juego demasiado fácil, y la fastidiaba que López no la hubiera ayudado en pro o en contra. Sabía que él no veía el momento de seguirla, pero que no se movería de 5a mesa hasta más tarde. Y sabía algo más que iba a ocurrir y empezaba otra vez a divertirse, sobre todo porque Raúl se daría cuenta y las cosas eran siempre más divertidas cuando las compartía Raúl.
—¿No venís, vos? —dijo Paula, mirándolo.
—No, gracias. Las estrellas, esa bisutería…
Pensó: «Ahora él se va a levantar y va a decir…»
—Yo también me voy a cubierta —dijo Lucio, levantándose—. ¿Vos venís, Nora?
—No, prefiero leer un rato en la cabina. Hasta luego.
Raúl se quedó con López. López se cruzó de brazos con el aire de los verdugos en las láminas de las Mil y una Noches. El barman se puso a recoger las tazas mientras Raúl esperaba a cada instante el silbido de la cimitarra y el golpe de alguna cabeza en el piso.
Inmóvil en el punto extremo de la proa, Persio los oyó acercarse precedidos por palabras sueltas, quebradas en el viento tibio. Alzó el brazo y les mostró el cielo.
—Vean qué esplendor —dijo con entusiasmo—. Este no es el cielo de Chacarita, créanme. Allá hay siempre como un vapor mefítico, una repugnante tela aceitosa entre mis ojos y el esplendor. ¿Lo ven, lo ven? Es el dios supremo, tendido sobre el mundo, el dios lleno de ojos…
—Sí, muy hermoso —dijo Paula—. Un poco repetido, a la larga, como todo lo majestuoso y solemne. Sólo en lo pequeño hay verdadera variedad, ¿no le parece?
—Ah, en usted hablan los demonios —dijo cortésmente Persio—. La variedad es la auténtica promesa del infierno.
—Es increíble lo loco que es este tipo —murmuró Lucio cuando siguieron adelante y se perdieron en la sombra.
Paula se sentó en un rollo de soga y pidió un cigarrillo; les llevó un buen rato encenderlo.
—Hace calor —dijo Lucio—. Curioso, hace más calor aquí que en el bar.
Se quitó el saco y su camisa blanca lo recortó claramente en la penumbra. No había nadie en ese sector de la cubierta, y la brisa zumbaba por momentos en los cables tendidos. Paula fumaba en silencio, mirando hacia el horizonte invisible. Cuando aspiraba el humo, la brasa del cigarrillo hacía crecer en la oscuridad la mancha roja de su pelo. Lucio pensaba en la cara de Nora. Pero qué sonsa, qué sonsa. Y bueno, que empezara a aprender desde ahora. Un hombre es libre, y no tiene nada de malo que salga a dar una vuelta por el puente con otra mujer. Malditas convenciones burguesas, educación de colegio de monjas, oh María madre mía y otras gansadas con flores blancas y estampas de colores. Una cosa era el cariño y otra la libertad, y si ella creía que toda la vida lo iba a tener sujeto como en esos últimos tiempos, solamente porque no se decidía a ser suya, pues entonces… Le pareció que los ojos de Paula lo estaban mirando, aunque era imposible verlos. Al bueno de Raúl no parecía importarle demasiado que su amiga se fuera sola con otro; al contrario, la había mirado con un aire divertido, como si le conociera ya los caprichos. Pocas veces había encontrado gente tan rara como ésta de a bordo. Y Nora, qué manera de quedarse con la boca abierta al escuchar las cosas que decía Paula, las palabrotas que soltaba por ahí, su manera tan inesperada de enfocar los temas. Pero por suerte, en la cuestión de la popa…
—Me alegro de que por lo menos usted haya comprendido mi punto de vista —dijo—. Está muy bien hacerse los interesantes, pero tampoco es cuestión de comprometer el éxito del viaje.
—¿Usted cree que este viaje va a tener éxito? —dijo Paula, indiferente.
—¿Por qué no? Depende un poco de nosotros, me parece. Si nos enemistamos con la oficialidad, pueden hacernos la vida imposible. Yo me hago respetar como cualquiera —agregó, apoyando la voz en la palabra respetar— pero tampoco es cosa de echar a perder el crucero por un capricho sonso.
—¿Esto se llama crucero, verdad?
—Vamos, no me tome el pelo.
—Se lo pregunto de veras, esas palabras elegantes siempre me toman de sorpresa. Mire, mire, una estrella errante.
—Desee alguna cosa, rápido.
Paula deseó. Por una fracción de segundo el cielo se había trizado hacia el norte, una fina rajadura que debía haber maravillado al vigilante Persio. «Bueno m’hijito —pensó Paula—, ahora vamos a terminar con esta tontería».
—No me tome demasiado en serio —dijo—. Probablemente no era sincera cuando tomé partido por usted hace un rato. Era una cuestión… digamos deportiva. No me gusta que alguien esté en inferioridad, soy de las que corren a defender al más chico o al más sonso.
—Ah —dijo Lucio.
—Me burlé un poco de Raúl y los otros porque me hace mucha gracia verlos convertidos en Buffalo Bill y sus camaradas; pero bien podría ser que tuvieran razón.
—Qué van a tener —dijo Lucio, fastidiado—. Yo le estaba agradecido por su intervención, pero si solamente lo hizo porque me considera un sonso…
—Oh, no sea tan literal. Además usted defiende los principios del orden y las jerarquías establecidas, cosa que en algunos casos requiere más valor de lo que suponen los iconoclastas. Para el doctor Restelli es fácil, por ejemplo, pero usted es muy joven y su actitud resulta a primera vista desagradable. No sé por qué a los jóvenes hay que imaginarlos siempre con una piedra en cada mano. Una invención de los viejos, probablemente, un buen pretexto para no soltarles la polis ni a tiros.
—¿La polis?
—Eso, sí. Su mujer es muy mona, tiene una inocencia que me gusta. No se lo diga, las mujeres no perdonan ese género de razones.
—No la crea tan inocente. Es un poco… hay una palabra… No es timorata, pero se parece.
—Pacata.
—Eso Culpa de la educación que recibió en su casa, sin contar las monjas del cuento. Me imagino que usted no es católica.
—Oh, sí —dijo Paula—. Ferviente, además. Bautismo, primera comunión, confirmación. Todavía no he llegado a la mujer adúltera ni a la samantana, pero si Dios me da salud y tiempo…
—Ya me parecía —dijo Lucio, que no había comprendido demasiado bien—. Yo, claro, tengo ideas muy liberales sobre esas cosas. No que sea un ateo, pero eso sí, religioso no soy. He leído muchas obras y creo que la Iglesia es un mal para la humanidad. ¿A usted le parece concebible que en el siglo de los satélites artificiales haya un Papa en Roma?
—En todo caso no es artificial —dijo Paula— y eso siempre es algo.
—Me refiero a… Siempre estoy discutiendo con Nora sobre lo mismo, y al final la voy a convencer. Ya me ha aceptado algunas cosas… —se interrumpió, con la desagradable sospecha de que Paula estaba leyendo en su pensamiento. Pero después de todo le convenía más franquearse, nunca se podía saber con una muchacha tan liberal—. Si me promete no decirlo por ahí, le voy a hacer una confidencia muy íntima.
—Ya lo sé —dijo Paula, sorprendida de su propia seguridad—. No hay libreta de matrimonio.
—¿Quién se lo dijo? Pero si nadie…
—Usted, vamos. Los jóvenes socialistas empiezan siempre por convencer a las católicas, y terminan convencidos por ellas. No se preocupe, seré discreta. Oiga, y cásese con esa chica.
—Sí, claro. Pero ya soy grandecito para consejos.
—Qué va a ser grandecito —lo provocó Paula—. Usted es un chiquilín simpático y nada más.
Lucio se acercó, entre fastidiado y contento. Ya que le daba la chance, ya que lo estaba desafiando así, de puro compadrona, le iba a enseñar a hacerse la intelectual.
—Como está tan oscuro —observó Paula—, uno no sabe a veces dónde apoya las manos. Le aconsejo que las traslade a los bolsillos.
—Vamos, tontita —dijo él, ciñéndole la cintura—. Abrígueme, que tengo frío.
—Ah, el estilo de novela norteamericana. ¿Así conquistó a su mujer?
—No, así no —dijo Lucio, tratando de besarla—. Así, y así. Vamos, no seas mala, no comprendes que…
Paula se zafó del abrazo y saltó del rollo de cuerdas.
—Pobre chica —dijo, echando a andar hacia la escalerilla—. Pobrecita, empieza a darme verdadera lástima.
Lucio la siguió, rabioso al darse cuenta de que don Galo circulaba por ahí, extraño hipogrifo a la luz de las estrellas, forma múltiple y única en la que el chófer, la silla y él mismo asumían proporciones inquietantes. Paula suspiró.
—Ya sé lo que voy a hacer —dijo—. Seré testigo del casamiento de ustedes, y hasta les regalaré un centro de mesa. He visto uno en el bazar Dos Mundos…
—¿Está enojada? —dijo Lucio, renunciando rápidamente al tuteo—. Paula… seamos amigos, ¿eh? —O sea que no tengo que decir nada, ¿verdad?
—¿Qué me importa lo que diga? Más le va a importar a Raúl, si vamos al caso.
—¿Raúl? Haga la prueba, si quiere. Si no le digo nada a Nora es porque me da la gana y no por miedo. Vaya a tomar su Toddy —agregó, repentinamente furiosa—. Saludos a Juan B. Justo.
E
Así como es maravilloso que el contenido de un tintero pueda haberse convertido en El mundo como voluntad y representación, o que el roce de una papila cutánea contra un reseco y tirante cilindro de tripa urda en él espacio el primer polígono de un movimiento fugado, así la meditación, tinta secreta y uña sutil percutiendo el tenso pergamino de la noche, acaba por invadir y desentrañar la materia opaca que rodea su hueco de sedientos bordes. A esa hora alta de una proa marina, los atisbos inconexos resbalan en la precaria superficie de la conciencia, buscan encarnarse y para ello sobornan la palabra que los volverá concretos en esa conciencia desconcertada, surgen como retazos de frases, desinencias y casos contradictoriamente sucediéndose en mitad de un torbellino que crece alimentado por la esperanza, el terror y la alegría. Servidos o malogrados por tas radiaciones sentimentales que más son de la piel y las vísceras que de las finas antenas aplastadas por tanta bajeza, los atisbos de un más allá espacial, de lo que empieza donde acaba la uña, la palabra uña y la cosa uña, se baten despiadados con los canales conformantes y los moldes de plástico y vinylite de la conciencia estupefacta y furiosa, buscan el acceso directo que sea estampido, grito de alarma o suicidio por gas de alumbrado, acosan a quien los acosa, a Persio apoyado con las dos manos en la borda, envuelto en estrellas, jaqueca y vino nebiolo. Harto de luz, de día, de caras parecidas a la suya, de diálogos premasticados, semejante a un parvo súmero frente a la sacralidad aterradora de la noche y los astros, pegada la calva a la bóveda que empieza y se destruye a cada instante en el pensamiento, lucha Persio con un viento de frente que no influye siquiera en el vistoso anemómetro instalado sobre el puente de mando. Entreabierta la boca para recibirlo y saborearlo, quién puede decir si no es el soplo entrecortado de sus pulmones que engendra ese viento que corre por su cuerpo como un desborde de ciervos acorralados. En la absoluta soledad de la proa que los inaudibles ronquidos de los durmientes en sus cabinas transforma en un mundo cimerio, en la insobrevivible región del noroeste, enhiesta Persio su precaria estatura con el gesto del sacrificio personal, el mascarón tallado en la madera de los dragones de Eric, la libación de sangre de lémur salpicada en las espumas. Débilmente ha oído resonar la guitarra en los cables del navío, la uña gigantesca del espacio impone un primer sonido casi inmediatamente sofocado por la vulgaridad del oleaje y el viento. Un mar maldito a fuerza de monotonía y pobreza, una inmensa vaca gelatinosa y verde ciñe la nave que la viola empecinada en una lucha sin término entre la verga de hierro y la viscosa vulva que se estremece a cada espumarajo. Momentáneamente por encima de esa inane cópula tabernaria, la guitarra del espacio deja caer en Persio su llamado exasperante. Inseguro de su oído, cerrados los ojos, sabe Persio que sólo el vocabulario balbuceado, el lujo incierto de las grandes palabras cargadas como las águilas con la presa real, replicarán por fin en su más adentro, en su más pecho y su más entendimiento, la resonancia insoportable de las cuerdas. Menudo e incauto, moviéndose como una mosca sobre superficies imposiblemente abarcables, la mente y los labios tantean en la boca de la noche, en la uña del espacio, colocan con las pálidas manos del mosaísta los fragmentos azules, áureos y verdes de escarabajo en los contornos demasiado tenues de ese dibujo musical que nace en torno. De pronto una palabra, un sustantivo redondo y pesado, pero no siempre el trozo muerde en el mortero, a mitad de la estructura se derrumba con un chirrido de caracol entre las llamas, Persio baja la cabeza y deja de entender, ya casi no entiende que no ha entendido; puro su fervor es como la música que en el aire de la memoria se sostiene sin esfuerzo, otra vez entorna los labios, cierra los ojos y osa proferir una nueva palabra, luego otra y otra, sosteniéndolas con un aliento que los pulmones no explicarían. De tanta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos que ciegan a Persio, bruscos arrimos de los que su ansiedad retrocede igual que si pretendieran meterle la cara en una calabaza llena de escolopendras; aferrado a la borda como si hasta su cuerpo estuviera en el límite de una horrenda alegría o de un jubiloso horror, puesto que nada de lo sometido a reflejos condicionados sobrevive en ese momento, persiste en suscitar y acoger las entrevisiones que caen deshechas y desfiguradas sobre él, mueve torpemente los hombros en medio de una nube de murciélagos, de trozos de ópera, de pasajes de galeras en cuerpo ocho, de fragmentos de tranvías con anuncios de comerciantes al por menor, de verbos a los que falta un contexto para cuajar. Lo trivial, el pasado podrido e inútil, el futuro conjeturado e ilusorio se amalgaman en un solo pudding grasiento y maloliente que le aplasta la lengua y le llena de amargo sarro las encías. Quisiera abrir los brazos en un gesto patibulario, deshacer de un solo golpe y un solo grito esa lastimosa pululación que se destruye a sí misma en un retorcido y encontrado final de lucha grecorromana. Sabe que en un momento cualquiera un suspiro escapará de su cotidianeidad, pulverizándolo todo con una babosa admisión de imposible, y que el empleado en vacaciones dirá: «Ya es tarde, en la cabina hay luz, las sábanas son de hilo, el bar está abierto», y agregará quizá la más abominable de las renunciaciones: «Mañana será otro día», y sus dedos se hunden en él hierro de la borda, lo pegan de tal modo a la piel que la sobrevivencia de la dermis y la epidermis pasa ya de lo providencial. Al borde —y esa palabra vuelve y vuelve, todo es borde y cesará de serlo en cualquier momento—, al borde Persio, al borde barco, al borde presente, al borde borde: resistir, quedarse todavía, ofrecerse para tomar, destruirse como conciencia para ser a la vez la presa y el cazador, el encuentro anulador de toda oposición, la luz que se ilumina a sí misma, la guitarra que es la oreja que se escucha. Y como ha bajado la cabeza, perdidas las fuerzas, y siente que la desgracia como una sopa tibia o una gran mancha trepa por las solapas de su saco nuevo, la fragorosa batalla del sí y el no parece amainar, escampa el griterío que le rajaba las sienes, la contienda sigue pero se organiza ahora en un aire helado, en un cristal, jinetes de Uccello congelan la lanzada homicida, una nieve de novela rusa tiembla en un pisapapeles de copos estancados. Arriba la música también se hieratiza, una nota tensa y continua se va cargando poco a poco de sentido, acepta una segunda nota, cede su apuntación hacia la melodía para ingresar, perdiéndose, en un acorde cada vez más rico, y de esa pérdida surge una nueva música, la guitarra se desata como un pelo sobre la almohada, todas las uñas de las estrellas caen sobre la cabeza de Persio y lo desgarran en una dulcísima tortura de consumación. Cerrado a sí mismo, al barco y a la noche, disponibilidad desesperada pero que es espera pura, admisión pura, siente Persio que está bajando o que la noche crece y se estira sobre él, hay un desplazamiento que lo abre como la granada madura, le ofrece por fin su propio fruto, su sangre última que es una con las formas del mar y del cielo, con las vallas del tiempo y el lugar. Por eso es él quien canta creyendo oír el canto de la inmensa guitarra, y es él quien empieza a ver más allá de sus ojos, del otro lado del mamparo, del anemómetro, de la figura de pie en la sombra violeta del puente de mando. Por eso al mismo tiempo es la atención esperanzada en su grado más extremo y también (sin que lo asombre) el reloj del bar que señala las veintitrés y cuarenta y nueve, y también (sin que le duela) el convoy 8730 que entra en la estación de Villa Azedo, y el 4121 que corre de Fontela a Figueira da Foz. Pero ha bastado un mínimo reflejo de su memoria, expresándose en el deseo involuntario de aclarar el enigma diurno, y la excentración por fin alcanzada y vivida se triza como un espejo bajo un elefante, el pisapapeles nevado cae de golpe, las olas del mar crujen encrespándose, y queda por fin la popa, el deseo diurno, la visión de la popa en Persio, que mira frente a él en la extrema proa secándose una lágrima horriblemente ardorosa que resbala por su cara. Ve la popa, solamente la popa: ya no los trenes, ya no la avenida Río Bronco, ya no la sombra del caballo de un campesino húngaro, ya no —y todo se ha agolpado en esa lágrima que le quema la mejilla, cae sobre su mano izquierda, resbala imperceptiblemente hacia el mar. Apenas si en su memoria sacudida por golpes espantosos quedan tres o cuatro imágenes de la totalidad que alcanzó a ser: dos trenes, la sombra de un caballo. Está viendo la popa y a la vez llora el todo, está entrando en una inimaginable contemplación por fin acordada, y Ilota como lloramos, sin lágrimas, al despertar de un sueño del que apenas nos quedan unos hilos entre los dedos, de oro o de plata o de sangre o de niebla, los hilos salvados de un olvido fulminante que no es olvido sino retorno a lo diurno, al aquí y ahora en que alcanzamos a persistir arañando. La popa, entonces. Eso que es ahí, la popa. ¿Juego de sombras con faroles rojos? La popa, eso ahí. Nada que recuerde nada: ni cabrestantes, ni alcázar, ni gavias, ni hombres de tripulación, ni banderín sanitario, ni gaviotas sobrevolando los estays. Pero la popa, eso ahí, eso que es Persio mirando la popa, las jaulas de monos a babor, jaulas de monos salvajes a babor, un parque de fieras sobre el escotillón de la estiba, los leones y la leona girando lentamente en el recinto aislado con alambre de púa, reflejando la luna llena en la fosforescente piel del lomo, rugiendo con recato, jamás enfermos, jamás mareados, indiferentes al parlería de los babuinos histéricos, del orangután que se rasca el trasero y se mira las uñas. Entre ellos, libres en el puente, las garzas, los flamencos, los erizos y los topos, el puerco espín, la marmota, el cerdo real y los pájaros bobos. Poco a poco se van descubriendo el ordenamiento de las jaulas y los cercos, la confusión se trueca de segundo en segundo en formas a la vez elásticas y rigurosas, semejantes a las que dan solidez y elegancia al músico de Picasso que fue de Apollinaire, en lo negro y morado y nocturno se filtran fulgores verdes y azules, redondeles amarillos, zonas perfectamente negras (el tronco, quizá la cabeza del músico), pero toda persistencia en esa analogía es ya mero recuerdo y por ende error, porque desde uno de los bordes asoma una figura fugitiva, quizá Vanth, la de enormes alas, contraseña del destino, o quizá Tuculca, el del rostro de buitre y orejas de pollino tal como otra contemplación alcanzó a figurarlo en la Tumba del Orco, a menos que en el castillo de popa se corra esa noche una mascarada de contramaestres y pilotines dados al artificio del papier maché, o que la fiebre del tifus 242 preñe el aire con el delirio del capitán Smith tirado en una litera empapada de ácido fénico y declamando salmos en inglés con acento de Newcastle. Abriéndose paso en tanta pasividad se afinca en Persio la noción de un posible circo donde osos hormigueros, payasos y ánades dancen en cubierta bajo una carpa de estrellas, y sólo a su imperfecta visión de la popa pueda atribuirse ese momentáneo deslizamiento de figuras escatológicas, de sombras de Volterra o Cerveteri confundidas con un zoo monótonamente consignado a Hamburgo. Cuando abre todavía más los ojos, fijos en el mar que la proa subdivide y recorta, el espectáculo sube bruscamente de color, empieza a quemarle los párpados. Con un grito se cubre la cara, lo que ha alcanzado a ver se le amontona desordenadamente en las rodillas, lo obliga a doblarse gimiendo, desconsoladamente feliz, casi como si una mano jabonosa acabara de atarle al cuello un albatros muerto.