XXIX

El llamado del gongo se deslizó en mitad de un párrafo de Miguel Ángel Asturias, y Medrano cerró el libro y se estiró en la cama, preguntándose si tenía o no ganas de cenar. La luz en la cabecera invitaba a quedarse leyendo y a él le gustaba Hombres de maíz. En cierto modo la lectura era una manera de apartarse por un rato de la novedad que lo rodeaba, reingresar en el orden de su departamento de Buenos Aires, donde había empezado a leer el libro. Sí, como una casa que se lleva consigo, pero no le gustaba la idea de refugiarse ex profeso en el relato para olvidar el absurdo de tener ahí, en un cajón de la cómoda la alcance de la mano, un Smith y Wesson treinta y ocho. El revólver era un poco la concreción de todo lo otro, del Malcolm y sus pasajeros, de las vagas torpezas del día. El placer del rolido, la comodidad masculina y exacta del camarote eran otros tantos aliados del libro. Hubiera sido necesario algo resueltamente insólito, oír galopar un caballo en el pasillo u oler incienso, para decidirlo a saltar de la cama y hacer frente a lo que ocurría. «Se está demasiado bien para molestarse», pensó, acordándose de las caras de López y de Raúl cuando habían vuelto de la incómoda expedición vespertina. Quizá Lucio tenía razón y era absurdo ponerse a jugar al detective. Pero las razones de Lucio eran sospechables; por el momento lo único que le importaba era su mujer A los otros y a él mismo los irritaba de manera más directa ese misterio barato y ese andamiaje de mentira. Más irritante todavía era pensar, apartándose con dificultad de la página abierta, que de no haber estado tan cómodos a bordo habrían procedido con más energía, forzando la situación hasta salir de dudas. Las delicias de Capua, etcétera. Delicias más severas, de tono nórdico, entonadas en la gama del cedro y el fresno. Probablemente López y Raúl propondrían un nuevo plan, o él mismo si se aburría en el bar, pero todo lo que hicieran sería más un juego que una reivindicación. Tal vez lo único sensato fuera imitar a Persio y a Jorge, pedir los tableros del ajedrez y pasar el tiempo lo mejor posible. La popa, bah. En fin, la popa. Hasta la palabra, como un puré para infantes. La popa, qué idiotez.

Eligió un traje oscuro y una corbata que le había regalado Bettina. Había pensado un par de veces en Bettina mientras leía Hombres de maíz, porque a ella no le gustaba el estilo poético de Asturias, las aliteraciones y el tono resueltamente mágico. Pero hasta ese momento no le había preocupado para nada lo ocurrido con Bettina. Se divertía demasiado con los episodios del embarque y las adversidades en pequeña escala como para aceptar con gusto cualquier recurrencia al pasado inmediato. Nada mejor que el Malcolm y sus gentes, hurrah la popa papilla (Asturias de pacotilla, se echó a reír buscando más rimas): astilla y polilla. Buenos Aires podía esperar, ya tendría tiempo para el recuerdo de Bettina —si llegaba por su cuenta, si se le daba como un problema. Pero sí, era un problema, tendría que analizarlo como a él le gustaba, a oscuras en la cama y con las manos en la nuca. De todas maneras, ese desasosiego (Asturias o cenar; cenar, corbata regalada por Bettina, ergo Bettina, ergo fastidio) se insinuaba como una conclusión anticipada del análisis. A menos que no fuera más que el rolido, el aire con tabaco de la cabina. No era la primera vez que plantaba a una mujer, y también una mujer lo había plantado a él (para ir a casarse al Brasil). Absurdo que la popa y Bettina fueran en ese momento un poco la misma cosa. Le preguntaría a Claudia lo que pensaba de su actitud. Pero no, por qué tenía que plantearse esa especie de arbitraje de Claudia en términos de deber. Por supuesto no tenía obligación alguna de hablarle a Claudia de Bettina. Charla de viaje vaya y pase, pero nada más. La popa y Bettina, era realmente estúpido que todo eso fuera ahora un punto doloroso en la boca del estómago. Nada menos que Bettina, que ya andaría armando programa para no perderse una noche de Embassy. Sí, pero también había llorado.

Medrano se sacó la corbata de un tirón. No le salía bien el nudo, esa corbata había sido siempre rebelde. Psicología de las corbatas. Se acordó de una novela donde un valet enloquecido cortaba a tijeretazos la colección de corbatas de su amo. La habitación llena de pedazos de corbatas, una carnicería de corbatas por el suelo. Eligió otra, de un gris modesto, que consentía un nudo perfecto. Por supuesto que habría llorado, todas las mujeres lloran por mucho menos que eso. La imaginó abriendo los cajones de la cómoda, sacando fotografías, quejándose por teléfono a sus amigas. Todo estaba previsto, todo tenía que suceder. Claudia habría hecho lo mismo después de separarse de Lewbaum, todas las mujeres. Repetía: «Todas, todas», como queriendo englobar en la diversidad un mísero episodio bonaerense, echar una gota en el mar. «Pero al fin y al cabo es una cobardía», se oyó pensar, y no supo si la cobardía era la gota en el mar o el hecho desnudo de haber plantado a Bettina. Un poco más o menos de llanto, en este mundo… Sí, pero ser la causa, aunque nada de eso tuviera importancia y Bettina estuviera paseando por Santa Fe o haciéndose peinar chez Marcela. Qué importaba Bettina, no era Bettina, no era Bettina misma y tampoco que no se pudiera ir a la popa, ni el tifus 224. Lo mismo eso en la boca del estómago, y sin embargo sonreía cuando abrió la puerta y salió al pasillo, pasándose la mano por el pelo sonreía como el que está haciendo un descubrimiento agradable, está ya al borde, entrevé lo que buscaba y siente el contento de todos los términos alcanzados. Se prometió volver sobre sus pasos, dedicar el comienzo de la noche a pensar más despacio. Tal vez no fuera Bettina sino que Claudia había hablado demasiado de sí misma, con su voz grave había hablado de sí misma, de que todavía estaba enamorada de León Lewbaum. Pero maldito si a él le importaba eso, aunque también Claudia llorara por la noche pensando en León.

Dejando que el Pelusa acabara de explicarle al doctor Restelli las razones por las cuales Boca Juniors tenía que hacer capote en el campeonato, decidió volver a su cabina para vestirse. Pensó regocijadamente en las toilettes que se verían esa noche en el comedor; probablemente el pobre Afilio aparecería en mangas de camisa y el maître pondría la cara típica de los sirvientes cuando asisten entre satisfechos y escandalizados a la degradación de los amos. Un impulso lo movió a regresar y mezclarse de nuevo en la charla. Apenas logró cortar las efusiones deportivas del Pelusa (que había encontrado en el doctor Restelli un parsimonioso pero enérgico defensor de los méritos de Ferrocarril Oeste), Raúl hizo notar como de paso que ya era hora de prepararse para la cena.

—En realidad hace calor para tener que vestirse —dijo— pero respetaremos la tradición del mar.

—¿Cómo, vestirse? —dijo el Pelusa, desconcertado.

—Quiero decir, ponerse una incómoda corbata y un saco —dijo Raúl—. Uno lo hace por las señoras, claro.

Dejó al Pelusa entregado a sus reflexiones y subió la escalerilla. No estaba demasiado seguro de haber obrado bien, pero desde un tiempo a esa parte tendía a poner en duda la justificación de casi todas sus acciones. Si Atilio prefería aparecer en el comedor con una camiseta a rayas, allá él; de todos modos el maître o algún pasajero acabaría por darle a entender que estaba incorrecto, y el pobre muchacho lo pasaría peor, a menos que los mandase al diablo. «Obro por razones exclusivamente estéticas —pensó Raúl, otra vez divertido—, y pretendo justificarlas desde el punto de vista social. Lo único cierto es que me revienta todo lo que está fuera de ritmo, desencajado. La camiseta de ese pobre muchacho me echaría a perder el potage Hublet aux asperges. Ya bastante mala es la iluminación del comedor…» Con la mano en el picaporte, miró hacia la entrada del pasadizo que comunicaba los dos pasillos. Felipe se detuvo bruscamente, perdiendo un poco el equilibrio. Parecía muy desconcertado, como si no lo conociera.

—Hola —dijo Raúl—. No se te ha visto en toda la tarde.

—Es que… Qué idiota soy, me equivocaba de pasillo. Mi camarote es al otro lado —dijo Felipe, iniciando una media vuelta. La luz le dio de lleno en la cara.

—Parece que has tomado demasiado sol —dijo Raúl.

—Bah, no es nada —dijo Felipe, fabricándose un tono hosco que le salía a medias—. En el club me paso las tardes en la pileta.

—En tu club no habrá un aire tan fuerte como aquí. ¿Te sentís bien?

Se había acercado y lo miraba amistosamente. «Por qué no me dejará de joder», pensó Felipe, pero a la vez lo halagaba que Raúl volviera a hablarle con ese tono después de la mala jugada que le había hecho. Contestó con un movimiento afirmativo y completó una media vuelta hacia el pasadizo, pero Raúl no quería dejarlo ir así.

—Seguro que no trajiste ningún calmante para las quemaduras, a menos que tu madre… Vení un momento, te voy a dar algo que para que te pongas al acostarte.

—No se moleste —dijo Felipe, apoyando un hombro en el tabique—. Me parece que la Beba tiene sapolán o alguna otra porquería de esas.

—Llévalo, de todos modos —insistió Raúl, retrocediendo para abrir la puerta de su cabina. Vio que Paula no estaba pero que había dejado las luces encendidas—. Además tengo otra cosa para vos. Vení un momento.

Felipe parecía decidido a quedarse en la puerta. Raúl, que buscaba en un neceser, le hizo una seña para que entrara. De golpe se daba cuenta de que no sabía qué decirle para vencer esa hostilidad de cachorro ofendido. «Yo mismo me lo busqué como un imbécil —pensó, revolviendo en un cajón lleno de medias y pañuelos—. Qué mal lo ha tomado, Dios mío». Enderezándose, repitió el gesto. Felipe dio dos pasos, y sólo entonces Raúl se dio cuenta de que se tambaleaba un poco.

—Ya me parecía que no te sentías bien —dijo, acercándole un sillón. Cerró la puerta con un empujón del pie. Aspiró el aire un par de veces y soltó upa carcajada.

—Sol embotellado, entonces. Y yo que creía que te habías insolado… ¿Pero qué tabaco es ese? Olés a alcohol y a tabaco que da miedo.

—¿Y qué? —murmuró Felipe, que luchaba contra una náusea creciente—. Si bebo una copa y fumo… no veo que…

—Hombre, por supuesto —dijo Raúl—. No tenía la menor intención de reprenderte. Pero la mezcla de sol con lo otro es un poco explosiva, sabés. Yo te podría contar…

Pero no tenía ganas de contarle, prefería quedarse mirando a. Felipe que había palidecido un poco y miraba fijamente en dirección al ojo de buey. Se quedaron callados un momento que a Raúl le pareció muy largo y muy perfecto, y a Felipe un torbellino de puntos rojos y azules bailándole delante de los ojos.

—Toma esta pomada —dijo por fin Raúl, poniéndole un tubo en la mano—. Debes tener los hombros desollados.

Instintivamente Felipe se abrió la camisa y se miró. La náusea iba pasando, en su lugar crecía el placer maligno de callarse, de no hablar de Bob, del encuentro con Bob y el vaso de ron. A él solamente le correspondería el mérito de… Le pareció que la boca de Raúl temblaba un poco, lo miró sorprendido. Raúl se enderezó sonriendo.

—Con esto dormirás sin molestias, espero. Y ahora tomá, lo prometido es deuda.

Felipe sostuvo la pipa con dedos inseguros. Nunca había visto una pipa tan hermosa. Raúl, de espaldas, sacaba algo del bolsillo de un saco colgado en el armario.

—Tabaco inglés —dijo, dándole una caja de colores vivos—. No sé si tengo por ahí algún limpiapipas, pero entre tanto me pedís el mío cuando se te ensucie. ¿Te gusta?

—Sí, claro —dijo Felipe, mirando la pipa con respeto—. Usted no tendría que darme esto, es una pipa demasiado buena.

—Precisamente porque es buena —dijo Raúl—. Y para que me perdones.

—Usted…

—Mirá, no sé por qué lo hice. De golpe me pareció que eras demasiado chico para meterte en un posible lío. Después lo estuve pensando y lo lamenté, Felipe. Discúlpame y seamos amigos, querés.

La náusea volvía poco a poco, un sudor helado mojaba la frente de Felipe. Alcanzó a guardarse la pipa y el tabaco en el bolsillo, y se enderezó con esfuerzo, vacilando. Raúl se puso a su lado y estiró un brazo para sostenerlo.

—Yo… yo tendría que pasar al baño un momento —murmuró Felipe.

—Sí, cómo no —dijo Raúl, abriéndole la puerta presurosamente.

La cerró otra vez, dio unos pasos por la cabina. Se oía correr el agua del lavabo. Raúl fue hasta la puerta del baño y apoyó la mano en el picaporte. «Pobrecito, a lo mejor se da un golpe», pensó, pero mentía y se mordió los labios. Si al abrir la puerta lo veía… Tal vez Felipe no le perdonara nunca la humillación, a menos que… «Todavía no, todavía no», y él estaría vomitando en el lavabo, no, realmente era mejor dejarlo solo, a menos que perdiera el sentido y se golpeara. Pero no iba a golpearse, era casi monótono mentirse así, buscar pretextos. «Le gustó tanto la pipa —se dijo, volviendo a caminar en círculo—. Pero ahora va a tener vergüenza por haberse metido en mi baño… Y como siempre la vergüenza será feroz, me arañará de arriba abajo, hasta que la pipa, tal vez, tal vez la pipa…»

Buenos Aires estaba marcado con un punto rojo, y de ahí partía una línea azul que descendía casi paralelamente a la comba de la provincia, a bastante distancia de la costa. Al entrar en el comedor los viajeros pudieron apreciar la prolijidad del mapa adornado con la insignia de la Magenta Star, y la derrota cumplida ese día por el Malcolm. El barman admitió con una sonrisa de discreto orgullo que la progresiva confección del itinerario corría por su cuenta.

—¿Y quién le da los datos? —preguntó don Galo.

—El piloto me los envía —explicó el barman—. Yo fui dibujante en mi juventud. Me gusta manejar la escuadra y el compás en mis ratos libres.

Don Galo hizo señas al chófer para que se marchara con la silla de ruedas, y observó de reojo al barman.

—¿Y cómo anda lo del tifus? —preguntó a quemarropa.

El barman parpadeó. La silueta impecable del maître vino a situarse a su lado. Su sonrisa aperitiva se proyectó sucesivamente hacia todos los comensales.

—Parece que todo va bien, señor Porrino —dijo el maître—. Poi lo menos no he recibido ninguna noticia alarmante. Vayase a atender el bar —dijo a su subordinado que mostraba una tendencia a demorarse en el comedor—. Veamos, señor Porrino, ¿le agradará un potage champenois para empezar? Está muy bueno.

El señor Trejo y su esposa se ubicaban en ese momento, seguidos de la Beba que estrenaba un vestido menos escotado de lo que hubiera querido. Raúl entró tras ellos y fue a sentarse con Paula y López, que levantaron al mismo tiempo la cabeza y le sonrieron con un aire ausente. Los Trejo descuidaban la lectura de la minuta para discutir la recientísima novedad de la descompostura de Felipe. La señora de Trejo estaba muy agradecida al señor Costa, que se había molestado en atender a Felipe y acompañarlo hasta su cabina, llamando de paso a la Beba para que avisara a papá y mamá. Felipe dormía profundamente, pero a la señora de Trejo le preocupaba todavía la causa de ese repentino malestar.

—Tomó demasiado sol, hija mía —aseguró el señor Trejo—. Se pasó la tarde en la cubierta y ahora parece un camarón. Vos no lo viste, pero cuando le sacamos la camisa… Menos mal que ese joven traía una pomada que según parece es extraordinaria.

—De lo que te olvidas es que olía a whisky que daba horror —dijo la Beba, leyendo la minuta—. Ese chico hace lo que quiere a bordo.

—¿Whisky? Imposible —dijo el señor Trejo—. Habrá tomado alguna cerveza, puede ser.

—Tendrías que hablar con el del despacho de bebidas —dijo su esposa—. Que no le den más que limonada o cosas así. Todavía es muy chico para manejarse solo.

—Si ustedes creen que lo van a meter en vereda se equivocan —dijo la Beba—. Ya es demasiado tarde. Conmigo todas son severidades, pero con él…

—No empecés, vos.

—¿Ves? ¿Qué te digo? Si yo aceptara un regalo costoso que me hiciera algún pasajero, ¿qué dirían? Ya los veo poniendo el grito en el cielo.

En cambio él puede hacer lo que le dé la gana, claro. Siempre lo mismo. Por qué no habré nacido varón…

—¿Regalos? —dijo el señor Trejo—. ¿Qué es eso de regalos?

—Nada —dijo la Beba.

—Habla, habla, m’hijita. Ya que empezaste decilo todo. En realidad, Osvaldo, yo te quería hablar de Felipe. La muchacha ésa… la del bikini, sabés.

—¿Bikini? —dijo el señor Trejo—. Ah, la chica pelirroja. Sí, la chica ésa.

—La chica esa se pasó la tarde haciéndole ojitos al nene, y si vos no te diste cuenta yo soy madre y tengo un instinto aquí en el pecho para esas cosas. Vos no te metas, Beba, sos muy chica para entender lo que estamos hablando. Ay, estos hijos, qué martirio.

—¿Haciéndole ojitos a Felipe? —dijo la Beba—. No me hagas reír, mamá. ¿Pero vos te crees que esa mujer va a perder el tiempo con un chiquilín? («Si él me pudiera escuchar —pensaba la Beba—. Ah, cómo se pondría verde de rabia».)

—¿Pero qué es eso del regalo, entonces? —dijo el señor Trejo, interesado de golpe.

—Una pipa, una lata de tabaco y qué sé yo qué más —dijo la Beba, con aire indiferente—. Seguro que vale mucha plata.

Los esposos Trejo se consultaron con la mirada, y después el señor Trejo miró en dirección de la mesa número dos. La Beba los estudiaba con disimulo.

—Ese señor es realmente muy gentil —dijo la señora de Trejo—. Deberías agradecerle, Osvaldo, y de paso que no lo consienta tanto al nene. Se ve que se ha preocupado al verlo descompuesto, pobre.

El señor Trejo no dijo nada pero pensaba en el instinto de las madres. La Beba, despechada, entendía que Felipe estaba obligado a devolver los regalos. La langue jardinière los sorprendió en esas deliberaciones.

Cuando el grupo Presutti hizo su aparición entre resuelto y timorato, con muchos saludos a las diferentes mesas, miradas de reojo al espejo y agitados comentarios en voz baja por parte de doña Rosita y doña Pepa, a Paula le dieron ganas de reírse y miró a Raúl con cierta expresión que a él le recordó las noches en los foyers de los teatros porteños, o los salones de extramuros donde iban a divertirse malvadamente a costa de poetisas y señores bien. Esperaba alguna de esas observaciones en que Paula era capaz de resumir admirablemente una situación, clavándola como a una mariposa. Pero Paula no dijo nada porque acababa de sentir los ojos de López fijos en los suyos, y de golpe se le fueron las ganas de hacer el chiste que ya le subía a los labios. No había tristeza ni ansiedad en la mirada de López, más bien una plácida contemplación ante la cual Paula se sentía poco a poco devuelta a sí misma, a lo menos exterior y espectacular de sí-misma. Irónicamente se dijo que al fin y al cabo la Paula epigramática también era ella, y de yapa la Paula perversa o simplemente maligna; pero los ojos de López la instalaban en su forma menos complicada, donde el sofisma y la frivolidad se volvían forzados. Pasar de López a Raúl, a la cara inteligente y sensitiva de Raúl, era saltar de hoy a ayer, de la tentación de ser franca a la de incurrir una vez más en la brillante mentira de la apariencia. Pero si no quebraba esa especie de amistosa censura que empezaba a ser para ella la mirada de López (y el pobre que no tenía idea de representar ese papel), el viaje podía convertirse en una menuda e insignificante pesadilla. Le gustaba López, le gustaba que se llamara Carlos, que su mano no le hubiera molestado al posarse en la suya; no le interesaba demasiado, probablemente no pasaba de ser un porteño a la manera de tanto muchacho amigo, más cultivado que culto, más entusiasta que enamorado. Había en él algo limpio que aburría un poco. Una limpieza que destruía desde el comienzo las perfidias verbales, las ganas de describir en detalle la toilette de la novia de Atilio Presutti y extenderse sobre la influencia del ladrillo en el saco del Pelusa. No que los comentarios frívolos sobre el resto del pasaje quedaran desterrados por la presencia de López, él mismo miraba ahora con una sonrisa el collar de material plástico de doña Pepa y los esfuerzos de Atilio por hacer coincidir una cuchara con la boca. Era otra cosa, como una limpieza de intenciones. Las bromas valían por sí mismas, no como armas de doble filo. Sí, iba a ser terriblemente aburrido, a menos que Raúl se lanzara al contraataque y restableciera el equilibrio. Demasiado sabía Paula que Raúl se daría cuenta en seguida de lo que estaba flotando en el aire, y que probablemente rabiaría. Ya otra vez la había rescatado de una influencia en último término negativa (un teósofo que sabía ser muy buen amante al mismo tiempo). Armado de una impúdica insolencia, había ayudado a desmontar en pocos meses el frágil andamiaje esotérico por el que Paula creía trepar al cielo como un shamán. Pobre Raúl, empezaría por sentir unos celos que nada tendrían que ver con los celos, el simple despecho de no ser el amo de su inteligencia y de su tiempo, de no poder compartir con una exigente coincidencia de gustos cada momento del viaje. Aunque Raúl se dejara arrastrar por una aventura cualquiera, lo mismo se mantendría a su lado, reclamando reciprocidad. Sus celos serían más desencanto que otra cosa, y por fin se le pasarían hasta que Paula apareciera otra vez (¿pero esta vez habría otra vez?) con la cara del regreso, un relato nostálgico, y depositara el presente aburrido y desesperanzado entre sus manos para que él volviera a cuidarle ese gato caprichoso y consentido. Así había ocurrido después de ser la amante de Rubio, después de cortar con Lucho Neira, con los otros. Una perfecta simetría reglaba sus relaciones con Raúl porque también él pasaba por fases confesionales, le traía su gato negro después de tristes episodios en las azoteas y los suburbios, se curaba las heridas en un reverdecer de la camaradería de los tiempos de la universidad. Cuánto se necesitaban, de qué amargo tejido estaba hecha esa amistad expuesta a un doble viento, a una alternada fuga. ¿Qué tenía que hacer Carlos López en esa mesa, en ese barco, en la plácida costumbre de andar juntos por todas partes? Paula lo detestó violentamente mientras él, contento de mirarla, tan feliz mirándola, parecía el inocente que se mete sonriendo en la jaula de los tigres. Pero no era inocente, Paula lo sabía de sobra, y si lo era (pero no lo era), que se aguantara. Tigre Raúl, tigre Paula. «Pobre Jamaica John —pensó—, si te escaparas a tiempo…»

—¿Qué le pasa a Jorge?

—Tiene unas líneas de fiebre —dijo Claudia—. Supongo que tomó demasiado sol esta tarde, a menos que sea una angina. Lo convencí de que se quedara en cama y le di una aspirina. Veremos cómo pasa la noche.

—La aspirina es terrible —dijo Persio—. Yo he tomado dos o tres veces en mi vida y me hizo un efecto pavoroso. Descalabra completamente el orden intelectual, uno suda, en fin, algo muy desagradable.

Medrano, que había cenado sin muchas ganas, propuso un segundo café en el bar, y Persio fe marchó a la cubierta donde tenía que hacer observaciones estelares, prometiendo pasar antes por la cabina para ver si Jorge se había dormido. Las luces del bar eran más agradables que las del comedor, y el café estaba más caliente. Una o dos veces Medrano se preguntó si Claudia estaría disimulando la preocupación que debía sentir por la fiebre de Jorge. Hubiera querido saber, para ayudarla después si en algo podía, pero Claudia no volvió a referirse a su hijo y hablaron de otras cosas. Persio regresó.

—Está despierto y preferiría que usted fuera a verlo —dijo—. Seguro que es la aspirina.

—No diga tonterías y vayase a estudiar las Pléyades y la Osa Menor. ¿No quiere venir, Medrano? A Jorge le gustará verlo.

—Sí, claro —dijo Medrano, sintiéndose contento por primera vez desde hacía muchas horas.

Jorge los recibió sentado en la cama y con un cuaderno de dibujos que Medrano tuvo que examinar y criticar uno por uno. Tenía los ojos brillantes, pero el calor de su piel se debía en gran parte al sol de la cubierta. Quiso saber si Medrano estaba casado y si tenía hijos, dónde vivía, si también era profesor como López o arquitecto como Raúl. Dijo que se había dormido un momento pero que había tenido una pesadilla con los glúcidos. Sí, tenía un poco de sueño, y sed. Claudia le dio de beber y armó una pantalla de papel sobre la luz de la cabecera.

—Nos quedaremos ahí en los sillones, hasta que estés bien dormido. No te vamos a dejar solo.

—Oh, no tengo miedo —dijo Jorge—. Pero cuando me duermo, claro, no tengo defensa.

—Pegales una paliza a los glúcidos —propuso Medrano, inclinándose y besándolo en la frente—. Mañana vamos a hablar de un montón de cosas, ahora dormí.

Tres minutos después Jorge se estiró, suspirando, y se volvió del lado de la pared. Claudia apagó la luz de la cabecera y sólo quedó encendida la lámpara próxima a la puerta.

—Dormirá toda la noche como un lirón. Dentro de un rato se pondrá a hablar, dirá toda clase de cosas raras. A Persio le encanta oírlo hablar en sueños, inmediatamente extrae las consecuencias más extraordinarias.

—La pitonisa, claro —dijo Medrano—. ¿No le impresiona cómo cambia la voz de los que hablan en sueños? De ahí a imaginarse que no son ellos quienes hablan…

—Son ellos y no son.

—Probablemente. Hace años yo dormía en la misma pieza que mi hermano mayor, uno de los seres más aburridos que pueda imaginarse. Apenas clavaba el pico empezaba a hablar; a veces, no siempre, decía tales cosas que yo las anotaba para mostrárselas por la mañana. Nunca me creyó, el pobre, era demasiado para él.

—¿Por qué asustarlo con ese espejo inesperado?

—Sí, es cierto. Haría falta ser simple como un rabdomante, o estar resueltamente en el polo opuesto. Tenemos tanto miedo a las irrupciones, a que se nos pierda el precioso yo de cada día…

Claudia escuchaba la respiración cada vez más tranquila de Jorge. La voz de Medrano la devolvía a la calma. Se sintió un poco débil, entrecerró los ojos con alivio y cansancio. No había querido admitir que la fiebre de Jorge la asustaba, y que había disimulado por una larga costumbre, quizá también por orgullo. No, lo de Jorge no era nada, no tenía nada que ver con lo que ocurría en la popa. Parecía absurdo imaginar una relación; todo estaba tan bien, el olor del tabaco que fumaba Medrano era como una forma del orden, de la normalidad, y su voz, su manera tranquila y un poco triste de decir las cosas.

—Seamos caritativos al hablar del yo —dijo Claudia, respirando profundamente como para ahuyentar los últimos fantasmas—. Es demasiado precario, si se lo piensa objetivamente, demasiado frágil como para no envolverlo en algodones. ¿A usted no lo maravilla que su corazón siga latiendo a cada minuto que pasa? A mí me ocurre todos los días, y siempre me asombra. Ya sé que el corazón no es el yo, pero si se detuviera… En fin, será mejor que no toquemos el tema de la trascendencia; nunca he sostenido una conversación provechosa sobre esas cuestiones. Vale más quedarse del lado de la simple vida, demasiado asombrosa en sí misma.

—Sí, seamos metódicos —dijo Medrano sonriendo—. Por lo demás no podríamos plantearnos cuestiones últimas sin saber un poco más de nosotros mismos. Honestamente, Claudia, por el momento mi único interés es la biografía, primera etapa de una buena amistad. Conste que no le pido detalles sobre su vida, pero me gustaría oír la hablar de sus gustos, de Jorge, de Buenos Aires, qué sé yo.

—No, esta noche no —dijo Claudia—. Ya lo fatigué esta tarde con precisiones sentimentales que quizá no venían al caso. Soy yo la que no sabe nada de usted, aparte de que es dentista y que tengo la intención de pedirle que uno de estos días le mire a Jorge una muela que a veces le duele. Me gusta que se ría, otro se hubiera indignado, por lo menos secretamente, de este paréntesis profano. ¿Es verdad que se llama Gabriel?

—Sí.

—¿Siempre le gustó su nombre? De chico, quiero decir.

—No me acuerdo, probablemente di por sentado que Gabriel era algo tan fatal como el remolino que tenía en la coronilla. ¿Dónde pasó su infancia, usted?

—En Buenos Aires, en una casa de Palermo donde de noche cantaban las ranas y mi tío encendía maravillosos fuegos artificiales para Navidad.

—Y yo en Lomas de Zamora, en un chalet perdido en un gran jardín. Debo ser un imbécil, pero todavía la infancia me parece la parte más profunda de mi vida. Fui demasiado feliz de chico, me temo; es un mal comienzo para la vida, uno se hace en seguida un siete en los pantalones largos. ¿Quiere mi curriculum vitae? Pasaremos por alto la adolescencia, todas se parecen demasiado como para resultar entretenidas. Me recibí de dentista sin saber por qué, me temo que en nuestro país sea un caso demasiado frecuente. Jorge está diciendo algo. No, suspira solamente. Quizá le moleste que yo hable, debe extrañar mi voz.

—Su voz le gusta —dijo Claudia—. Jorge no tarda en hacerme esa clase de confidencias. No Je gusta la voz de Raúl Costa y se burla de la de Persio, que en realidad tiene algo de cotorra. Pero le gusta la voz de López y la suya, y dice que Paula tiene hermosas manos. También se fija mucho en eso, su descripción de las manos de Presutti era para llorar de risa. Entonces usted se recibió de dentista, pobre.

—Sí, y además hacía rato que había perdido la casa de la infancia, que todavía existe pero que no quise volver a ver jamás. Tengo esa clase de sentimentalismos, daría un rodeo de diez cuadras para no pasar bajo los balcones de un departamento donde fui feliz. No huyo del recuerdo, pero tampoco lo cultivo; por lo demás mis desgracias, como mis dichas, tienen siempre puesta la sordina.

—Sí, usted mira a veces de una manera… No tengo doble vista, pero a veces acierto en mis sospechas.

—¿Y qué sospecha?

—Nada demasiado importante, Gabriel. Un poco que anda dando vueltas como buscando algo que no aparece. Espero que no sea solamente un botón de camisa.

—Tampoco es el Tao, querida Claudia. Algo muy modesto, en todo caso, y muy egoísta; una felicidad que dañe lo menos posible a los demás, lo que ya es difícil, en la que no me sienta vendido ni comprado y pueda conservar mi libertad. Ya ve, no es demasiado fácil.

—Sí, gentes como nosotros se plantean casi siempre la dicha en esos términos. El matrimonio sin esclavitud, por ejemplo, o el amor libre sin envilecimiento, o un empleo que no impida leer a Chestov, o un hijo que no nos convierta en domésticos. Probablemente el planteo es mezquino y falso desde un comienzo. Basta leer cualquiera de las Palabras… Pero quedamos en que no saldríamos de nuestro ámbito. Fair play ante todo.

—Quizá —dijo Medrano— el error esté en no querer salir de nuestro ámbito. Quizá sea ésa la manera más segura de fracasar, incluso en la dimensión cotidiana y social. En fin, en mi caso opté por vivir solo desde muy joven, no fui a las provincias donde no lo pasé demasiado bien pero me salvé de esa dispersión que suele invalidar a los porteños, y un buen día volví a Buenos Aires, y ya no me moví, aparte del consabido viaje a Europa y las vacaciones en Viña del Mar cuando el peso chileno era todavía accesible. Mi padre me dejó una herencia mayor de la que mi hermano y yo sospechábamos; pude reducir al mínimo el ejercicio del torno y las pinzas, y me convertí en un aficionado. No me pregunte de qué, porque me costaría contestarle. Al fútbol, por ejemplo, a la literatura italiana, a los calidoscopios, a las mujeres de vida libre.

—Las pone al final de la lista, pero quizá seguía un orden alfabético. Explíqueme lo de vida libre aprovechando que Jorge duerme.

—Quiero decir que jamás tuve lo que se llama una novia —dijo Medrano—. Creo que no serviría como marido, y tengo la relativa decencia de no querer hacer la prueba. Tampoco soy lo que las señoras llaman un seductor. Me gustan las mujeres que no plantean otro problema que el de ellas en sí, que ya es bastante.

—¿No le gusta sentirse responsable?

—Creo que no, quizá tengo una idea demasiado alta de la responsabilidad. Tan elevada que le huyo. Una novia, una muchacha seducida… Todo se convierte en puro futuro, de golpe hay que ponerse a vivir para y por el futuro. ¿Usted cree qué el futuro puede enriquecer el presente? Quizá en el matrimonio, o cuando se tiene sentido de la paternidad… Es raro, con lo que me gustan los chicos —murmuró Medrano, mirando la cabeza de Jorge hundida en la almohada.

—No se crea una excepción —dijo Claudia—. En todo caso usted corre rápidamente hacia ese producto humano calificado de solterón, que tiene sus grandes méritos. Una actriz decía que los solterones eran el mejor alimento de las taquillas, verdaderos benefactores del arte. No, no me estoy burlando. Pero usted se cree más cobarde de lo que es.

—¿Quién habló de ser cobarde?

—Bueno, su rechazo de toda posibilidad de noviazgo o de seducción, de toda responsabilidad, de todo futuro… Esa pregunta que me hizo hace un momento… Creo que el único futuro que puede enriquecer el presente es el que nace de un presente bien mirado cara a cara. Entiéndame bien: no creo que haya que trabajar treinta años como un burro para jubilarse y vivir tranquilo, pero en cambio me parece que toda cobardía presente no sólo no lo va a librar de un futuro desagradable sino que servirá para crearlo a pesar suyo. Aunque sea un poco cínico en mi boca, si usted no seduce a una muchacha por miedo a las consecuencias futuras, su decisión crea una especie de futuro hueco, de futuro fantasma, bastante eficaz en todo caso para malograrle una aventura.

—Usted piensa en mí, pero no en la muchacha.

—Por supuesto, y no pretendo convencerlo de que se convierta en un Casanova. Supongo que hace falta firmeza para resistir al impulso de seducción; de donde la cobardía moral seria una fuente de valores positivos… Es para reírse, realmente.

—El problema es falso, no hay ni cobardía ni valor sino una decisión previa que elimina la mayoría de las oportunidades. Un seductor busca seducir, y después seduce; eliminando la búsqueda… Para decirlo redondamente, basta con prescindir de las vírgenes; y hay tan pocas en los medios en que yo me muevo…

—Si esas pobres chicas supieran los conflictos metafísicos que son capaces de crear con su sola inocencia… —dijo Claudia—. Bueno, hábleme entonces de las otras.

—No, así no —dijo Medrano—. No me gusta la manera de pedírmelo ni el tono de su voz. Ni me gusta lo que he estado diciendo y mucho menos lo que ha dicho usted. Mejor será queme vaya a beber un coñac al bar.

—No, quédese un momento. Ya sé que a veces digo tonterías. Pero siempre podemos hablar de otra cosa.

—Perdóneme —dijo Medrano—. No son tonterías, muy al contrario. Mi malhumor viene precisamente de que no son tonterías. Usted me trató de cobarde en el plano moral, y es perfectamente cierto. Empiezo a preguntarme si amor y responsabilidad no pueden llegar a ser la misma cosa en algún momento de la vida, en algún punto muy especial del camino… No lo veo claro, pero desde hace un tiempo… Sí, ando con un humor de perros y es sobre todo por eso. Nunca creí que on episodio bastante frecuente en mi vida me empezara a remorder, a fastidiar… Como esas aftas que salen en las encías, cada vez que uno pasa la lengua, un dolor tan desagradable… Y esto es como un afta mental, vuelve y vuelve… —se encogió de hombros y sacó los cigarrillos—. Se lo contaré, Claudia creo que me va a hacer bien.

Le habló de Bettina.