XXVIII

—El mes pasado terminó el quinto año del conservatorio —dijo la señora de Trejo—. Felicitada. Ahora va a seguir de concertista.

Doña Rosita y doña Pepa encontraron que eso era regio. Doña Pepa había querido alguna vez que la Nelly siguiera también de concertista, pero era una lucha con esa chica. Como tener facilidad, tenía, desde chiquita cantaba de memoria todos los tangos y otras cosas, y se pasaba horas escuchando por la radio las audiciones de clásico. Pero a la hora del estudio, ni para atrás ni para adelante.

—Créame, señora, si le habré dicho… Una lucha, créame. Si le cuento… Pero qué va a hacer, no le gusta el estudio.

—Claro, señora. En cambio la Beba se pasa cuatro horas diarias al piano y le aseguro que es un sacrificio para mi esposo y para mí, porque a la larga tanto estudio cansa y la casa es chica. Pero una tiene su recompensa cuando vienen los exámenes y la nena sale felicitada. Ustedes la oyeran… A lo mejor la invitan a tocar, parece que en los viajes se estila que algún artista dé un concierto. Claro que la Beba no trajo las músicas, pero como sabe de memoria la Polonesa v el Claro de luna, siempre las está tocando… No es porque yo sea la madre, las toca con un sentimiento.

—El clásico hay que saber tocarlo —dijo doña Rosita—. No como esa música de ahora, puro ruido, esas cosas futuristas que pasan a la radio. Yo en seguida le digo a mi esposo, le digo: «Ay Enzo, saca esa porquería que me hace venir el dolor de cabeza». La deberían prohibir, yo digo.

—La Nelly dice que la música de hoy ya no es como la de antes, Beethoven y todo eso.

—Lo mismo dice la Beba, y está autorizada para juzgar —dijo la señora de Trejo—. Hoy en día hay demasiado futurismo. Mi esposo ha escrito dos veces a la Radio del Estado para que mejoren Tos programas, pero ya se sabe, hay tantos favoritismos… ¿Cómo está, m’hijita? La noto des mejorada.

Nora estaba bastante bien pero la observación de la señora de Trejo la turbó. Al entrar en el salón de lectura se había topado de golpe con las señoras, y no sabía cómo hacer para dar media vuelta y volver al bar. Tuvo que sentarse entre ellas, sonriendo como si se sintiera muy feliz. Pensó si tendría algo en la cara que… Pero no podía ser que se le notara nada.

—Esta tarde me sentí un poco mareada —di jo—. Poca cosa, se me pasó en seguida que tomé una Dramamina. ¿Y ustedes están bien?

Suspirando, las señoras informaron que la calma del mar las ayudaba a soportar el té con leche, pero que si volvía a agitarse como a mediodía… Ah, felices los jóvenes como ella que sólo pensaban en divertirse porque todavía no sabían lo que era la vida. Claro, cuando se viajaba con un muchacho tan simpático como Lucio se veía la vida de color de rosa. Feliz de ella, pobrecita. Y bueno, mejor así. Nunca se sabe lo que vendrá después, y mientras haya salud…

—Porque ustedes se deben haber casado hace muy poco, ¿no es verdad? —dijo la señora de Trejo, mirándola atentamente.

—Sí, señora —dijo Nora. Sentía que iba a ruborizarse y no sabía cómo hacer para que no se notara; las tres la estaban mirando con sus sonrisas de tapioca las manos fofas apoyadas en las barrigas prominentes. «Sí, señora». Optó por fingir un violento ataque de tos, se tapó el rostro con las manos y las damas le preguntaron si es taba acatarrada y doña Pepa aconsejó unas fricciones de Vaporub. Nora sentía en la boca del estómago la mentira, y sobre todo no haber tenido el valor de soportar de frente la pregunta. «¿Qué importa lo que piensen si después nos vamos a casar?», había dicho tantas veces Lucio. «Es la mejor prueba de que me tenes plena confianza, y además está en contra de los prejuicios burgueses y hay que luchar contra eso…» Pero no podía, ahora menos que nunca. «Sí, señora, hace muy poco».

Doña Rosita explicaba que a ella la humedad le hacía mucho daño y que si no fuera por el trabajo de su esposo ya le habría pedido que se fueran de la isla Maciel. «Me agarra como un reuma por todo el cuerpo —informaba a la señora de Trejo que seguía mirando a Nora—, y nadie me lo puede sacar. Mire que habré visto médicos, y hasta vino el Pantaleón que es famoso como curandero, pero nada. Es la humedad, sabe. Es malo para los huesos, le hace venir como un sarro por dentro y por más que usted se purgue y tome agua de hongo hepático no le hace nada…» Nora vio una apertura en la conversación y se levantó, mirando el reloj pulsera con el aire de quien tiene una cita. Doña Pepa y la señora de Trejo cambiaron una mirada de inteligencia y una sonrisa Comprendían, claro, cómo no iban a comprender… Vaya, m’hijita, que la estarán esperando. La se ñora de Trejo lamentaba un poco que Nora se fuera, porque de todas maneras se veía que era de su clase, no como estas señores tan buenas, pobres, pero tan por debajo de su condición… Vagamente la señora de Trejo empezaba a sospechar que no iba a tener con quién alternar en el viaje y estaba inquieta y desasosegada. La madre del chiquilín no hacía más que hablar con los hombres, se veía que debía ser alguna artista o escritora porque no le interesaban las cosas verdaderamente femeninas, y estaba todo el tiempo fumando y hablando de cosas incomprensibles con Medrano y López. La otra chica pelirroja era una antipática y además demasiado joven para entender la vida y poder hablar de cosas serias con ella, aparte de que no pensaba más que en exhibirse con esa bikini más que inmoral, y flirtear hasta con Felipe, nada menos. De eso tendría que hablar con su marido porque no era cosa de que Felipe fuera a caer en manos de esa vampiresa Y al mismo tiempo se acordaba de los ojos del señor Trejo cuando Paula se había tendido en la cubierta para tomar sol. No, no era un viaje como había soñado.

Nora abrió la puerta de la cabina. No esperaba encontrar a Lucio, tenía una vaga idea de que había salido a la cubierta. Lo vio sentado al borde la cama, mirando el aire.

—¿En qué estás pensando?

Lucio no pensaba absolutamente en nada, pero frunció las cejas como si acabaran de arrancarlo de una grave reflexión. Después le sonrió y Je hizo un gesto para que fuese a sentarse a su lado. Nora suspiró, triste. No, no le pasaba nada. Sí, había estado en el bar, charlando con las señoras. Claro, de todo un poco. Sus labios no se desplegaron cuando Lucio le tomó la cara con las dos manos y la besó.

—¿No te sentís bien, monona? Estarás cansada… —calló, temiendo que ella lo entendiera como una alusión. Pero por qué no, qué diablos. Por supuesto que eso cansa, como cualquier otro ejercicio violento. También él se sentía un poco aplastado, pero estaba seguro de que no se debía a… Antes de perderse en una distracción total, sin pensamientos, había estado evocando la escena en el camarote de Raúl; le había quedado como un mal gusto en la boca, ganas de que sucediera algo que le permitiera terciar, meterse de nuevo en una situación que de golpe lo había dejado al margen. Pero había hecho bien, era estúpido imaginarse novelas de misterio y andar repartiendo armas de fuego. ¿Por qué echar a perder de entrada el viaje? Toda la tarde había andado con ganas de hablar por separado con alguno de ellos, sobre todo con Medrano, a quien ya conocía un poco de antes y que le parecía el más equilibrado. Decirle que contaban plenamente con él si las cosas se ponían feas (lo que era inconcebible), pero que no le parecía bien andar buscándose líos al divino botón. Qué manga de locos, en vez de armar un buen póquer o por lo menos un truco.

Suspirando, Nora se levantó y tomó un cepillo de su neceser.

—No, no estoy cansada y me siento muy bien —dijo—. No sé, supongo que el primer día de viaje… Qué sé yo, siempre es un cambio.

—Sí, tenes que dormir bien esta noche.

—Claro.

Empezó a cepillarse el pelo lentamente. Lucio la miraba. Pensó: «Ahora siempre la veré peinarse así».

—¿Desde dónde se podrá mandar carta a Buenos Aires?

—No sé, supongo que desde Punta Arenas. Creo que hacemos escala. ¿Así que vas a escribir a tu casa?

—Bueno, claro. Imaginate que deben estar tan afligidos… Por más que les dejé dicho que me iba de viaje… Qué sé yo, las madres se imaginan cada cosa. Lo mejor va a ser que le escriba a Mocha, y que ella le explique todo a mamá.

—Supongo que les dirás que estás conmigo.

—Sí —dijo Nora—. De todas maneras lo saben. Yo nunca me podría haber ido sola.

—Maldita la gracia que le va a hacer a tu madre.

—Y bueno, al final tiene que saberlo. Yo pienso sobre todo en papá… Es tan sensible, yo no quisiera que sufra demasiado.

—Ya salimos, con el sufrimiento —dijo Lucio—. ¿Por qué tiene que sufrir, qué diablos? Te viniste conmigo, me voy a casar con vos, y se acabó. ¿Por qué tenes que hablar en seguida de sufrimiento, como si fuera una tragedia?

—Yo decía, nomás. Papá es tan bueno…

—Me joroba ese sentimentalismo —dijo Lucio, amargo—. Siempre acaba por caerme en la cabeza; soy el que destrozó la paz de tu hogar y le quitó el sueño a tus famosos padres.

—Por favor, Lucio —dijo Nora—. No se trata de vos, yo elegí hacer esto que hemos hecho.

—Sí, pero a ellos no les importa esa parte del asunto. Yo seré siempre el don Juan que les arruinó las sobremesas y la lotería de cartones, qué joder.

Nora no dijo nada. Las luces oscilaron un segundo. Lucio fue a abrir el ojo de buey y anduvo por la cabina con las manos a la espalda. Por fin se acercó a Nora y la besó en el cuello.

—Siempre me haces decir pavadas. Ya sé que todo se va a arreglar, pero hoy no sé qué tengo, veo las cosas de una manera… En realidad no teníamos otra salida si queríamos casarnos. O nos íbamos juntos o tu madre nos armaba un lío. Esto es mejor.

—¿Y para qué? ¿Casarnos antes? ¿Ayer mismo? ¿Para qué?

—Digo, nomás.

Lucio suspiró y fue a sentarse otra vez en la cama.

—Es verdad, me olvidaba que la señorita es católica —dijo—. Claro que podíamos habernos casado ayer, pero hubiera sido idiota. Tendríamos la libreta en el bolsillo de mi saco y eso sería todo. Ya sabés que por iglesia no me pienso casar, ni ahora ni después. Por civil todo lo que quieras, pero a mí no me vengas con los cuervos. Yo también pienso en mi viejo, che, aunque esté muerto. Cuando uno es socialista, es socialista y se acabó.

—Está bien, Lucio. Nunca te pedí que nos casáramos por iglesia. Yo solamente decía…

—Decías lo que dicen todas. Tienen un miedo feroz de que uno las deje plantadas después de acostarse con ellas. Bah, no me mires así. Estábamos acostados, ¿no? No fue de parado, me parece —cerró los ojos, sintiéndose infeliz, sucio—. No me hagas decir barbaridades, monona. Por favor pensá que yo también te tengo confianza y no quiero que de golpe se me venga al suelo y descubra que sos como las otras… Ya te hablé alguna vez de María Esther, ¿no? No quiero que seas como ella, porque entonces…

Nora debía entender que entonces él la plantaría como a María Esther. Nora lo entendió muy bien pero no dijo nada. Seguía viendo, como un ectoplasma sonriente, la cara de la señora de Trejo en el bar. Y Lucio que hablaba, hablaba, cada vez más nervioso, pero ella empezaba a darse cuenta de que esos nervios no nacían de lo que acababan de decirse sino de más atrás, de otra cosa. Puso el cepillo en el neceser y fue a sentarse junto a él, apoyó la cara en su hombro, se frotó suavemente. Lucio gruñó algo, pero era un gruñido satisfecho. Poco a poco sus caras se acercaron hasta juntar las bocas. Lucio acarició largamente los flancos de Nora, que tenía sus manos apoyadas en el regazo y sonreía. La atrajo con violencia, deslizó el brazo por su cintura y la echó suavemente hacia atrás. Ella se resistía, riendo. Vio aparecer la cara de Lucio sobre la suya, tan cerca que apenas distinguía un ojo y la nariz.

—Sonsa, pequeña sonsa. Pajarraca.

—Bobeta.

Sentía su mano que andaba por su cuerpo, despertándola. Pensó con alguna maravilla que ya casi no tenía miedo de Lucio. Todavía no era fácil, pero ya no tenía miedo. Por iglesia… Protestó, avergonzada, escondiendo la cara, pero la profunda caricia llevaba consigo la curación, la llenaba de una ansiedad en la que todo recato perdía pie. No estaba bien, no estaba bien. No, Lucio, no, así no. Cerró los ojos, quejándose.

En ese mismo momento Jorge jugaba P4R y Persio, tras largas reflexiones, contestaba C2R. Implacable, Jorge descargó D1T, y Persio sólo pudo responder con R4C. Las blancas se descolgaron entonces con D5C, las negras temblaron y titubearon («Neptuno me está fallando», se dijo Persio) hasta atinar con P6C, y hubo una breve pausa marcada por una serie de sonidos guturales producidos por Jorge, que acabó soltando D4C y miró con sorna a Persio. Cuando se produjo la respuesta C4R, Jorge no tuvo más que dar un empujoncito con D5A y mate en veinticinco jugadas.

—Pobre Persio —dijo Jorge, magnánimo—. En realidad metiste la pata de entrada y después ya no te pudiste salir del pantano.

—Notable —dijo el doctor Restelli, que había asistido de pie a la partida—. Una defensa Nimzowich muy notable.

Jorge lo miró de reojo, y Persio se puso a guardar apresuradamente las piezas. Afuera se oía el afelpado resonar del gongo.

—Este niño es un jugador sobresaliente —dijo el doctor Restelli—. Por mi parte, dentro de mis modestas posibilidades tendré mucho gusto en jugar con usted, señor Persio, cuando le agrade.

—Tenga cuidado con Persio —le previno Jorge—. Siempre pierde, pero uno no puede saber.

Con el cigarrillo en la boca, abrió de golpe la puerta. En el primer momento pensó que estaban allí los dos marineros, pero el bulto del fondo no era más que un capote de tela encerada colgando de una percha. El marinero barrigón golpeaba una correa con una maza de madera. La serpiente azul del antebrazo subía y bajaba rítmicamente.

Sin dejar de golpear (¿para qué demonios golpeaba una correa el urso ese?) observó a Felipe que había cerrado la puerta y lo miraba a su vez sin quitarse el cigarrillo de la boca y con las dos manos en los bolsillos del blue-jeans. Se quedaron así un momento, estudiándose. La serpiente dio un último brinco se oyó el golpe opaco de la maza en la correa (la estaba ablandando, sería para hacerse un cinturón ancho que le fajara la panza, seguro que era eso), y después bajó hasta quedar inmóvil al borde de la mesa.

—Hola —dijo Felipe. Le entraba el humo del Camel en los ojos, y apenas tuvo tiempo de quitarse el cigarrillo y estornudar. Por un segundo vio todo turbio a través de las lágrimas. Cigarrillo de mierda, cuándo iba a aprender a fumar sin sacárselo de la boca.

El marinero seguía mirándolo con una semisonrisa en los gruesos labios. Parecía encontrar divertido que a Felipe le lloraran los ojos por culpa del humo. Empezó a arrollar despacio la correa; sus enormes manos se movían como arañas peludas. Siguió doblando y sujetando la correa con una delicadeza casi femenina.

Hasdala —dijo el marinero.

—Hola —repitió Felipe, perdido el primer impulso y un poco en el aire. Se adelantó un paso, miró los instrumentos que había sobre una mesa de trabajo—. ¿Usted siempre está acá… haciendo esas cosas?

Sa —dijo el marinero, atando la correa con otra más fina—. Siéntate ahí, si quieres.

—Gracias —dijo Felipe, dándose cuenta de que el hombre acababa de hablarle en un castellano mucho más inteligible que por la tarde—. ¿Ustedes son finlandeses? —preguntó, buscando orientarse.

—¿Finlandeses? No, qué vamos a ser finlandeses. Aquí somos un poco de todo, pero no hay finlandeses.

La luz de dos lámparas fijas en el cielo raso caía duramente sobre las caras. Sentado al borde de un banco, Felipe se sentía incómodo y no encontraba qué decir, pero el marinero seguía atando la correa con mucho cuidado. Después se puso a ordenar unas leznas y dos alicates. Alzaba a cada momento los ojos y miraba a Felipe, que sentía cómo el cigarrillo se le iba acortando entre los dedos.

—Tú sabés que no tenías que venir por este lado —dijo el marinero—. Tú haces mal en venir.

—Bah, qué tiene —dijo Felipe—. Si me gusta bajar a charlar un rato… Por allá es aburrido, sabe.

—Puede ser, pero no tenías que venir aquí. Ahora que has venido, quédate. Orf no llegará hasta dentro de un rato y nadie sabrá nada.

—Mejor —dijo Felipe, sin entender demasiado cuál era el riesgo de que los demás supieran algo. Más seguro, corrió el banco hasta que pudo apoyar la espalda en la pared; se cruzó de piernas y tragó el humo en una larga bocanada. Le empezaba a gustar la cosa, y había que seguir adelante.

—En realidad vine para hablar con usted —dijo. ¿Por qué diablos el otro lo tuteaba y él en cambio…?—. No me gusta nada todo este misterio que están haciendo.

—Oh, no hay ningún misterio —dijo el marinero.

—¿Por qué no nos dejan ir a la popa, entonces?

—Yo tengo la orden y la cumplo. ¿Para qué quieres ir allá? Si no hay nada.

—Quiero ver —dijo Felipe.

—No verás nada, chico. Quédate aquí, ya que has venido. No puedes pasar.

—¿De aquí no puedo pasar? ¿Y esa puerta?

—Si quieres pasar esa puerta —dijo sonriendo el marinero— te tendré que romper la cabeza como un coco. Y tienes una linda cabeza, no te la quiero romper como un coco.

Hablaba lentamente, eligiendo las palabras. Felipe supo desde el primer momento que no hablaba en vano y que más le valía quedarse donde estaba. Al mismo tiempo le gustaba la actitud del hombre, su manera de sonreír mientras lo amenazaba con una fractura de cráneo. Sacó el atado de cigarrillos y le ofreció uno. El marinero movió la cabeza.

—Tabaco para mujeres —dijo—. Tú fumarás del mío, tabaco para el mar, ya verás.

Parte de la serpiente desapareció en un bolsillo y volvió con una bolsa de tela negra y un librito de papel para armar. Felipe hizo un gesto negativo, pero el hombre arrancó una hoja de papel y se la alcanzó, mientras cortaba otra para él.

—Yo te enseño, verás. Tú haces como yo, te vas fijando y haces como yo. Ves, se echa así… —las arañas peludas danzaban finamente en torno a la hoja de papel, de pronto el marinero se pasó una mano por la boca como si tocara una armónica, y en sus dedos quedó un perfecto cigarrillo.

—Mira si es fácil. No, así se te va a caer. Bueno, tú fumas éste y yo hago otro para mí.

Cuando se puso el cigarrillo en la boca, Felipe sintió la humedad de la saliva y estuvo a punto de escupirlo. El marinero lo miraba, lo miraba continuamente y sonreía. Empezó a armar su cigarrillo, y después sacó un enorme encendedor ennegrecido. Un humo espeso y penetrante ahogó a Felipe, que hizo un gesto apreciativo, agradeciendo.

—Mejor no tragues mucho el humo —dijo el marinero—. Es un poco fuerte para ti. Ahora verás qué bien queda con ron.

De una caja de lata colocada debajo de la mesa sacó una botella y tres cubiletes de estaño. La serpiente azul llenó dos cubiletes y pasó uno a Felipe. El marinero se sentó a su lado, en el mismo banco, y levantó el cubilete.

Here’s to you, chico. No te lo bebas de un trago.

—Hm, es muy bueno —dijo Felipe—. Seguro que es ron de las Antillas.

—Claro que sí. De modo que te gusta mi ron y mi tabaco, ¿eh? ¿Y cómo te llamas, chico?

—Trejo.

—Trejo, eh. Pero eso no es un nombre, es un apellido.

—Claro, es mi apellido. Yo me llamo Felipe. —Felipe. Está bien. ¿Cuántos años tienes, chico?

—Dieciocho —mintió Felipe, escondiendo la boca en el cubilete—. ¿Y usted, cómo se llama?

—Bob —dijo el marinero—. Me puedes llamar Bob aunque en realidad tengo otro nombre, pero no me gusta.

—Dígamelo, de todos modos. Yo le dije mi verdadero nombre.

—Oh, también a ti te parecerá muy feo. Imaginate que me llamara Radcliffe o algo así, a ti no te gustaría. Mejor es Bob, chico. Here’s to you.

Prosit —dijo Felipe, y bebieron otra vez—. Hm, se está bien aquí.

—Claro que sí.

—¿Mucho trabajo a bordo?

—Más o menos. Va a ser mejor que no bebas más, chico.

—¿Por qué? —dijo Felipe, encrespándose—. Estaría bueno, justo ahora que me empieza a gustar. Pero dígame, Bob… Sí, es un tabaco formidable, y el ron… ¿Por qué no tengo que beber más?

El marinero le quitó el cubilete y lo dejó sobre la mesa.

—Eres muy simpático, chico, pero después tienes que volverte solo arriba, y si bebes todo eso se van a dar cuenta.

—Pero si yo puedo beber todo lo que me da la gana en el bar.

—Hm, con el barman que tienen allí arriba no será muy fuerte lo que bebas —se burló Bob—. Y tu mamá debe andar cerca, además… —parecía gozar viendo los ojos de Felipe, el rubor que le llenaba de golpe la cara—. Vamos, chico, somos amigos. Bob y Felipe son amigos.

—Está bien —dijo hoscamente Felipe—. Me mando mudar y se acabó. ¿Y esa puerta?

—Te olvidas de esa puerta —dijo el marinero, suavemente— y no te enojes, Felipe. ¿Cuándo puedes volver?

—¿Y para qué voy a volver?

—Chico, para fumar y beber ron conmigo, y charlar —dijo Bob—. En mi cabina, donde nadie nos molestará. Aquí puede venir Orf en cualquier momento.

—¿Dónde está su cabina? —dijo Felipe, entornando los ojos.

—Ahí —dijo Bob, mostrándole la puerta prohibida—. Hay un pasillo que va a mi cabina, justo antes de la escotilla de popa.