Al atardecer el sol se puso rojo y sopló una brisa fresca que ahuyentó a los bañistas y provocó la desbandada de las señoras, en general bastante repuestas del mareo. El señor Trejo y el doctor Restelli habían discutido en detalle la situación a bordo, y llegado a la conclusión de que las cosas estaban bastante bien siempre que el tifus no pasara de la popa. Don Galo era de la misma opinión, quizá en su optimismo influía el hecho de que los tres amigos —pues ya se sentían bastante próximos— hubieran llevado sus asientos hasta la parte más adelantada de la proa, donde el aire que respiraban no podía estar contaminado. En un momento en que el señor Trejo fue a su cabina a buscar unos anteojos de sol, encontró a Felipe que se duchaba antes de reingresar en sus blue-jeans. Sospechando que podía saber algo sobre la extraña conducta de los más jóvenes (pues no se le había escapado el aire de conspiración que tenían en el bar, y su salida corporativa), lo interrogó amablemente y se enteró casi en seguida de su expedición a las profundidades del buque. Demasiado astuto para incurrir en prohibiciones y otros úkases paternales, dejó a su hijo contemplándose en el espejo y volvió a la proa para poner al corriente a sus amigos. Por lo cual López, que se les acercó media hora más tarde con cara de aburrido, fue recibido de manera más bien circunspecta, haciéndosele notar que en un buque, como en cualquier otra parte, los principios de la consulta democrática deben regir en todo momento, aunque la fogosidad de los hombres jóvenes pueda excusar, etcétera. Mirando la línea perfecta del horizonte, López escuchó sin pestañear la homilía agridulce del doctor Restelli, a quien apreciaba demasiado para mandarlo ipso facto al cuerno. Contestó que se habían limitado a unos paseos de reconocimiento, por cuanto la situación distaba de haberse aclarado con la visita y las explicaciones del oficial, y que si bien no habían tenido el menor éxito, el fracaso los estimulaba a seguir considerando como sospechosa la truculenta historia de la epidemia.
Aquí don Galo se encrespó como un gallo de riña, al que se parecía extraordinariamente en muchos momentos, y sostuvo que sólo la fantasía más descabellada podía hacer nacer dudas sobre la clara y correcta explicación dada por el oficial. Por su parte, se apresuraba a señalar que si López y sus amigos continuaban estorbando la labor del comandante y sembrando una evidente indisciplina a bordo, las consecuencias no dejarían de resultar enojosas para todos, razón por la cual se adelantaba a expresar su discrepancia. Algo parecido opinaba el señor Trejo, pero como no tenía la menor confianza con López (y no podía disimular la molesta sensación de ser en cierto modo un advenedizo a bordo), se limitó a señalar que todos debían mostrarse unidos como buenos amigos, y consultarse previamente antes de adoptar una determinación que pudiera afectar la situación de los demás.
—Miren —dijo López—, de hecho no hemos sacado nada en limpio, y además nos hemos aburrido como locos, perdiendo entre otras cosas un baño en la piscina. Se lo digo por si les sirve de algún conduelo —agregó, riéndose.
Le parecía absurdo iniciar una controversia con los viejos, sin contar que el atardecer y el sol poniente invitaban al silencio. Avanzó hasta quedar suspendido sobre el tajamar, mirando el juego de la espuma que se teñía de rojo y de violeta. La tarde era extraordinariamente serena y la brisa parecía flotar en torno al Malcolm, acariciándolo apenas. Muy lejos, a babor, se veía un penacho de humo. López se acordó con indiferencia de su casa —que era la casa de su hermana y su cuñado, y en donde él tenía un departamento aparte—; a esa hora Ruth estaría entrando al patio cubierto los sillones de paja que sacaban de tarde al jardín, Gomara hablaría de política con su colega Carpio que defendía un vago comunismo mechado de poemas de autores chinos traducidos al inglés y de ahí al español por la editorial Lautaro, y los chicos de Ruth acatarían melancólicos la orden de ir a bañarse. Todo eso era ayer, todo eso estaba sucediendo ahí, un poco más allá de ese horizonte plateado y purpúreo. «Parece ya otro mundo», pensó, pero probablemente una semana más tarde los recuerdos ganarían fuerza cuando el presente perdiera la novedad. Hacía quince años que vivía en casa de Ruth, diez años que era profesor. Quince, diez años, y ahora un día de mar, una cabeza pelirroja (pero en realidad la cabeza pelirroja no tenía nada que Ver) bastaban para que ese pasaje ya importante de su vida, ese largo tercio de su vida se deshilachara y se volviera una imagen de sueño. Quizá Paula estuviera en el bar, pero también podía ser que estuviera en su cabina y con Raúl, a la hora en que es tan hermoso hacer el amor mientras afuera cae la noche. Hacer el amor en un barco rolando suavemente, en una cabina donde cada objeto, cada olor y cada luz son un signo de distancia, de libertad perfecta. Porque estarían haciendo el amor, no iba a creer en esas palabras ambiguas, esa especie de declaración de independencia. Uno no se embarca con una mujer semejante para hablar de la inmortalidad del cangrejo. Ya podía mofarse amablemente, la dejaría jugar un rato, y después… «Jamaica John», pensó con un poco de rabia. «No seré yo quien haga de Christopher Dawn por vos, pebeta». Lo que sería meter la mano en ese pelo rojo, sentirlo resbalar como sangre. «Pienso demasiado en sangre», se dijo, mirando el horizonte cada vez más rojo. «Senaquerib Edén, claro. ¿Pero si estuviera en el bar?» Y él ahí, perdiendo el tiempo… Se volvió, echó a andar rápidamente hacia la escalerilla. La Beba Trejo, sentada en el tercer peldaño, se corrió a un lado para dejarlo pasar.
—Lindo anochecer —dijo López, que todavía no sabía qué pensar de ella—. ¿No se marea usted?
—¿Yo, marearme? —protestó la Beba—. Ni siquiera tomé las píldoras. Yo no me mareo nunca.
—Así me gusta —dijo López, a quien se le había agotado el tema. La Beba esperaba otra cosa, y sobre todo que López se quedara un rato charlando con ella. Lo vio alejarse, después de un saludo con la mano, y le sacó la lengua cuando tuvo la seguridad de que ya no podía verla. Era un estúpido pero más simpático que Medrano. De todos, su preferido era Raúl, pero hasta ahora Felipe y los otros lo acaparaban, era un escándalo. Se parecía un poco a William Holden, no, más bien a Gérard Philipe. No, tampoco a Gérard Philipe. Tan fino, con esas camisas de fantasía y la pipa. Esa mujer no se merecía un muchacho como él.
Esa mujer estaba en el bar, bebiendo un gin fizz en el mostrador.
—¿Qué tal las expediciones? ¿Ya prepararon la bandera negra y los machetes de abordaje?
—¿Para qué? —dijo López—. En realidad necesitaríamos un soplete de acetileno para perforar las puertas Stone, y un diccionario en seis idiomas para entendernos con los glúcidos. ¿No le contó Raúl?
—No lo he visto. Cuénteme.
López le contó, aprovechando para tomarse finamente el pelo y hacer caer en la volteada a los otros dos. También le habló de la prudente conducta de los ancianos y ambos la alabaron con una sonrisa. El barman preparaba unos gin fizz deliciosos, y no se veía más que a Atilio Presutti tomándose una cerveza y leyendo La Cancha. ¿Qué había hecho Paula toda la tarde? Pues bañarse en una piscina inenarrable, mirar el horizonte y leer a Francoise Sagan. López observó que tenía un cuaderno de tapas verdes. Sí, a veces tomaba notas o escribía alguna cosa. ¿Qué cosa? Bueno, algún poema.
—No lo confiese como si fuera un acto culpable —dijo López, impaciente—. ¿Qué pasa con los poetas argentinos que se andan escondiendo? Tengo dos amigos poetas, uno de ellos muy bueno, y los dos hacen como usted: un cuaderno en el bolsillo y un aire de personaje de Graham Greene acosado por Scotland Yard.
—Oh, esto ya no interesa a nadie —dijo Paula—. Escribimos para nosotros y para un grupo tan insignificante que no tiene el menor valor estadístico. Ya sabe que ahora la importancia de las cosas hay que medirla estadísticamente. Tabulaciones y esas cosas.
—No es verdad —dijo López—. Y si un poeta se pone en esa actitud la primera en sufrir será su poesía.
—Pero si nadie la lee, Jamaica John. Los amigos cumplen con su deber, claro, y a veces un poema cae en algún lector como un llamado o una vocación. Ya es mucho, y basta para seguir adelante. En cuanto a usted, no se sienta obligado a pedirme mis cosas. A lo mejor un día se las presto espontáneamente. ¿No le parece mejor?
—Sí —dijo López—, siempre que ese día llegue.
—Dependerá un poco de los dos. Por el momento soy más bien optimista, pero qué sabemos lo que nos traerá el mañana, como diría la señora de Trejo. ¿Usted le ha visto la facha a la señora de Trejo?
—La pobre es conmovedora —dijo López que no tenía ninguna gana de hablar de la señora de Trejo—. Se parece muchísimo a los dibujos de Medrano, no nuestro amigo sino el de los grafodramas. Acabo de cambiar unas palabras con su adolescente hija, que asiste a la llegada de la noche en la escalera de proa. Esa chica se va a aburrir aquí.
—Aquí y en cualquier parte. No me haga acordar de los quince años, de las consultas con el espejo, de… de tantas curiosidades, falsas informaciones, monstruos y delicias igualmente falsos. ¿Le gustan las novelas de Rosamond Lehmann?
—Sí, a veces —dijo López—. Me gusta más usted, oírla hablar y mirarle esos ojos que tiene. No se ría, los ojos están ahí y no hay devolución. Toda la tarde pensé en el color de su pelo, hasta cuando andábamos en los malditos pasadizos. ¿Cómo se pone cuando está mojado?
—Bueno, parece quillay o borsch en hilachas. Cualquier cosa más bien repugnante. ¿Realmente le gusto, Jamaica John? No se fíe del primer momento. Pregúntele a Raúl que me conoce bien. Tengo mala fama entre los que me conocen, parece que soy un poco la belle dame sans merci. Pura exageración, en el fondo lo que me perjudica es un exceso de piedad para conmigo y los demás. Dejo una moneda en cada mano tendida, y parece que a la larga eso es malo. No se aflija, no pienso contarle mi vida. Hoy ya estuve demasiado confidencial con la hermosa, la hermosa y buenísima Claudia. Me gusta Claudia, Jamaica John. Dígame que le gusta Claudia.
—Me gusta Claudia —dijo Jamaica John—. Usa una colonia maravillosa, y tiene un chico encantador, y todo está bien, y este gin fizz… Tomemos otro —agregó poniendo una mano sobre la de ella, que la dejó estar.
—Podrías pedir permiso —dijo la Beba—. Ya metiste esa sucia zapatilla en mi pollera.
Felipe silbó dos compases de un mambo y saltó a la cubierta. Se había quedado demasiado tiempo al sol, sentado al borde de la piscina, y sentía fiebre en los hombros y la espalda, le ardía la cara. Pero todo eso era también el viaje, y el aire fresco del anochecer lo llenó de gozo. Aparte de los viejos en la proa, la cubierta estaba vacía. Refugiándose contra un ventilador, encendió un cigarrillo y miró con sorna a la Beba, inmóvil y lánguida en la escalerilla. Dio unos pasos, se apoyó en la borda; el mar parecía… El mar como un vasto cristal azogado, y el maricón de Freilich recitándolo bajo la sonrisa aprobadora de la prof de literatura. Flor de pelotudo, Freilich. El primero de la clase, maricón de mierda. «Yo, señora, paso yo, señora, sí señora, ¿le traigo la tiza de colores, señora?» Y las profesoras, claro, embobadas con el muy chupamedias, diez puntos por todos lados. Menos mal que a los hombres no los engrupía tan fácilmente, más de cuatro lo tenían de linea, pero lo mismo se sacaba diez, estudiando toda la noche, con unas ojeras… Pero las ojeras no serían por el estudio, Durruty le había contado que Freilich andaba por el centro con un tipo grande que debía tener muchos billetes. Se lo había encontrado una tarde en una confitería de Santa Fe, y Freilich se puso colorado y se hizo el burro… Seguro que el otro era el macho, eso seguro. Estaba bien enterado de cómo sucedían esas cosas desde la noche del festival del tercer año, cuando habían representado una pieza de teatro y él hacía el papel del marido. Alfieri se había acercado en el entreacto para, decirle: «Mirala a Viana, qué linda está». Viana era uno de tercero C, más maricón que Freilich todavía, de esos que en los recreos se dejan estrujar, patear, se retuercen encantados y hacen muecas, y al mismo tiempo son buenos, eso hay que reconocerlo, son generosos y siempre andan con cosas en los bolsillos, cigarrillos americanos y alfileres de corbata. Esa vez Viana hacía el papel de una muchacha vestida de verde, y lo habían maquillado de una manera fenomenal. Cómo habría gozado cuando lo maquillaban, una o dos veces se había animado a ir al colegio con un resto de rimmel en las pestañas, y habla sido la cargada general, las voces en falsete y los abrazos mezclados con pellizcos y puntapiés. Pero esa noche Viana era feliz y Alfieri lo miraba y repetía: «Mírala qué linda que está, si parece la Sofía Loren». Otro punto bravo, Alfieri, tan severo, tan celador de quinto año, pero de repente si uno se descuidaba ya tenía una mano por la espalda, una sonrisa disimulada y una manera de decir: «¿Te gustan las pibas, purrete?», y esperar la respuesta con los ojos entornados, como ausente. Y cuando Viana había mirado entre las bambalinas, buscando ansiosamente a alguien, Alfieri le había dicho «Fijate bien, ahora vas a ver por qué está tan inquieta», y de golpe había aparecido un tipo petiso vestido con un traje gris y un perramus bacán, pañuelo de seda y anillos de oro, y Viana lo esperaba sonriendo, con una mano en la cintura, idéntico a la Sofía Loren, mientras Alfieri pegado a Felipe murmuraba: «Es un fabricante de pianos, pibe. ¿Te das cuenta la vida que le da? ¿A vos no te gustaría tener muchos billetes, que te llevaran en auto al Tigre y a Mar del Plata?» Felipe no había contestado, absorbido por la escena; Viana y el fabricante de pianos hablaban animadamente y él parecía reprocharle algo, entonces Viana se levantó un poco la pollera y se miró los zapatos blancos, como admirándose. «Si querés, una noche salimos juntos», había dicho Alfieri en ese momento. «Vamos de farra, yo te voy a hacer conocer mujeres que ya te deben estar haciendo falta… a menos que te gusten los hombres, no sé», y la voz había quedado suspendida entre el ruido de los martillazos de los maquinistas y el rumor del público. Felipe se había desasido como si no se diera cuenta del brazo que le ceñía livianamente los hombros, diciendo que tenía que prepararse para el cuadro siguiente. Se acordaba todavía del olor a tabaco rubio del aliento de Alfieri, su cara indiferente de ojos entrecerrados, que no cambiaba ni siquiera en presencia del rector o de los profesores. Nunca había sabido qué pensar de Alfieri, a veces le parecía tan macho, hablaba en los patios con los de quinto y él se acercaba disimuladamente a escuchar, Alfieri contaba que se había tirado a una mujer casada, la describía en detalle, la amueblada adonde habían ido, cómo ella estaba asustada al principio por miedo del marido que era abogado, y después tres horas culeando, la palabra se repetía una y otra vez, Alfieri se jactaba de proezas interminables, de que no la había dejado dormir ni un momento, de que no quería hacerle un hijo y habían tomado precauciones pero que eso era siempre un lío, de rápidos cambios en la oscuridad y algo que volaba a cualquier parte y se estrellaba en la puerta o la pared con un chijetazo, y por la noche el aspecto del cuarto y la bronca que habría tenido el mucamo… A Felipe se le escapaba el sentido de algunas cosas, pero eso no se pregunta, un día se sabe y se acabó. Por suerte Ordóñez no era de los que se callaban, a cada rato les estaba dando detalles ilustrativos, tenía libros que él no se hubiera animado a comprar y menos todavía a esconder en su casa, con la Beba que era una ladilla para meterse donde no le importaba y revisarle los cajones. Lo que le daba un poco de bronca era que Alfieri no había sido el primero en meterse con él. ¿Pero le veían pinta de maricón, a él? Había muchas cosas oscuras en ese asunto. Alfieri, por ejemplo, tampoco tenía aspecto… No se podía comparar con Freilich o Viana que eran unos marcha atrás sin vuelta de hoja; las dos o tres veces que lo había visto en los recreos, acercándose a algún muchacho de segundo o tercero y repitiendo los mismos gestos que con él, siempre eran muchachos bien machitos, eso sí, buenos mozos como él, con pinta. Quería decir que a Alfieri le gustaban ésos, no los putitos como Viana o Freilich. Y también se acordaba con asombro del día en que habían subido juntos al colectivo, Alfieri pagó por los dos y eso que se había hecho el que no lo veía en la cola, y cuando estuvieron sentados en el asiento del fondo, camino de Retiro, se puso a hablarle de su novia con toda naturalidad, que la tenía que ver esa tarde, que su novia era maestra, que se casarían cuando encontraran un departamento. Todo eso en voz baja, casi en la oreja de Felipe que escuchaba entre interesado y receloso porque Alfieri era un celador, una autoridad de todos modos, y después de una pausa, cuando el tema de la novia parecía liquidado, Alfieri que agregaba con un suspiro: «Sí, me voy a casar pronto, che, pero vos sabés, me gustan tanto los pibes…», y otra vez él había sentido el deseo de apartarse, de no tener nada que ver con Alfieri, aunque en ese momento Alfieri le estaba haciendo una confidencia de igual a igual y al hablar de pibes no incluía ya a los hombres hechos y derechos como Felipe. Apenas había atinado a mirarlo de reojo, sonriendo con trabajo, como si aquello fuese muy natural y él estuviera acostumbrado a hablar de cosas parecidas. Con Viana o Freilich hubiera sido fácil, una trompada en las costillas y a otra cosa, pero Alfieri era un celador, un hombre de más de treinta años, y además un bacán que se llevaba a las amuebladas a las mujeres de los abogados.
«Deben tener algo en las glándulas que no les funciona bien», pensó tirando el cigarrillo. Al asomarse un segundo a la puerta del bar había visto a Paula charlando con López, y los había mirado envidiosamente. Estaba bueno, el taita López no perdía un minuto en trabajarse a la pelirroja, ahora faltaba ver corrió iba a reaccionar Raúl. Ojalá que López se la sacara, se la llevara a su camarote y se la devolviera bien revolcada como la mujer del abogado. Todo se resolvía en términos muy simples: tirarse el lance, apilarse, engranar, encamarse con la mina, y el otro podía hacer lo que quisiera, reaccionar como macho o aguantarse los cuernos. Felipe se movía satisfecho dentro de un esquema donde cada cosa estaba bien iluminada y en su sitio. No como Alfieri, esas palabras de doble sentido, eso de no saber nunca si el tipo hablaba en serio o estaba buscando otra cosa… Vio a Raúl y al doctor Restelli que se asomaban a la cubierta, y les dio la espalda. Que no viniera ése con su pipa inglesa a joderle la paciencia. Bastante lo había tirado a matar por la tarde. Ah, pero no se la habían llevado de arriba, ya estaba enterado por su padre del fracaso de la expedición. Tres hombres hechos y derechos, y no habían sido capaces de abrirse paso hasta la popa y ver lo que sucedía.
Se le ocurrió de golpe, lo pensó apenas un segundo. En dos saltos se escondió detrás de un rollo de cuerdas para que Raúl y Restelli no lo vieran. Aparte de evitar encontrarse con Raúl se salvaba de un posible diálogo con Gato Negro, que debía estar más que resentido por su falta de… ¿cómo decía en clase?… de civilidad (¿o era urbanidad? Bah, cualquier gansada). Cuando los vio inclinados sobre la borda, echó a correr hacia la escalerilla. La Beba lo miró pasar con inmensa lástima. «Ni que tuvieras tres años —murmuró—. Corriendo como un chiquilín. Nos vas a hacer quedar mal a todos». Felipe se volvió en lo alto de la escalera y la insultó seca y eficazmente. Se metió en su cabina, que quedaba casi al lado del pasadizo de comunicación entre los pasillos, y acechó por un resquicio de la puerta. Cuando estuvo seguro, salió rápidamente y tanteó la puerta del pasadizo. Estaba abierta como antes, la escalera esperaba. Era ahí donde Raúl lo había tuteado por primera vez, parecía mentira, verdaderamente mentira. Al cerrar la puerta lo envolvió una oscuridad mucho mayor que por la tarde; era raro que ahora el lugar le pareciera más oscuro, la lámpara brillaba igual que antes. Vaciló un segundo en mitad de la escalera, escuchando los ruidos de abajo; las máquinas latían pesadamente, llegaba un olor como de sebo, de betún. Por ahí habían andado hablando de la película del barco de la muerte, y Raúl había dicho que era de un tal… Y después había estado de acuerdo en que era una lástima que Felipe tuviera que aguantarse a la familia. Se acordaba muy bien de sus palabras: «Me hubiera gustado más que vinieses solo». Para lo que le importaba si había venido solo o acompañado. La puerta de la izquierda estaba abierta; la otra seguía cerrada como antes, pero se oía golpear adentro. Inmóvil frente a la puerta, Felipe sintió que algo le resbalaba por la cara, se secó el sudor con la manga de la camisa. Aferrándose a un nuevo cigarrillo, lo encendió rápidamente. Ya les iba a mostrar a esos tres ventajeros.