—Hasdala —dijo uno de los marineros, levantando un enorme tablón sin aparente esfuerzo. El otro marinero asintió con un seco: «Sa!», y apoyó un clavo en el extremo del tablón. La jaula para la piscina estaba casi terminada y la construcción, tan sencilla como sólida, se alzaba en mitad de la cubierta. Mientras uno de los marineros clavaba el último tablón de sostén, el otro desplegó una lona encerada en el interior y empezó a sujetarla a los bordes por medio de unas correas con hebillas.
—Y a eso le llaman una pileta —se quejó el Pelusa—. Carpetee un poco esa porquería, si parece para bañar chanchos. ¿Usté qué opina, don Persio?
—Detesto los baños al aire libre —dijo Persio—, sobre todo cuando hay la posibilidad de tragar caspa ajena.
—Sí, pero es lindo, qué quiere. ¿Usted nunca fue a la pileta de Sportivo Barracas? Le ponen desinfectante y tiene medidas olímpicas.
—¿Medidas olímpicas? ¿Y qué es eso?
—Y… las medidas para los juegos olímpicos, qué va a ser. La medida olímpica, está en todos los diarios. En cambio míreme un poco esta construcción, pura tabla y un toldo adentro. El Emilio, que fue a Europa hace dos años, contó que en la tercera del barco de él había una pileta toda verde de mármol. Si yo sabía esto no venía, Je juro.
Persio miraba el Atlántico. Habían perdido de vista la costa y el Malcolm navegaba en un mar repentinamente calmo, de un azul metálico que parecía casi negro en los bordes de las olas. Sólo dos gaviotas seguían al barco, empecinadamente suspendidas sobre el mástil.
—Qué animal comilón la gaviota —dijo el Pelusa—. Son capaces de tragar clavos. Me gusta cuando ven algún pescado y se tiran en picada. Pobre pescado, qué picotazo que le encajan… ¿Le parece que en este viaje veremos alguna bandada de tuninas?
—¿Toninas? Sí, probablemente.
—El Emilio contó que en su barco se veían todo el tiempo bandadas de tuninas y esos pescados voladores. Pero nosotros…
—No se desanime —le dijo Persio afectuosamente—. El viaje apenas ha empezado, y el primer día, con el mareo y la novedad… Pero después le va a gustar.
—Bueno, a mí me gusta. Uno aprende cosas, ¿no le parece? Como en la conscripción… También, con la vida de perro que le daban adentro, la tumba y los ejercicios… Me acuerdo una vez, me dieron un guiso que lo mejor que tenía era una mosca… Pero a la larga uno se sabe coser un botón y no le hace asco a cualquier porquería que haiga en la comida. Esto tiene que ser igual, ¿no le parece?
—Supongo que sí —convino Persio, siguiendo con interés la maniobra de los finlandeses para conectar una manguera con la piscina. Un agua admirablemente verde empezaba a crecer en el fondo de la lona, o por lo menos así lo proclamaba Jorge, encaramado en los tablones a la espera de poder tirarse. Un tanto repuestas del mareo, las señoras se acercaron a inspeccionar los trabajos y a tomar posiciones estratégicas para cuando los bañistas empezaran a reunirse. No tuvieron que esperar mucho a Paula, que bajó lentamente la escalerilla para que todo el mundo agotara en detalle y definitivamente su bikini rojo. Detrás venía Felipe con un slip verde y una toalla de esponja sobre los hombros. Precedidos por Jorge, que anunciaba a gritos la excelente temperatura del agua, se metieron en la piscina y chapotearon un rato en la modesta medida en que aquélla lo permitía. Paula enseñó a Jorge la manera de sentarse en el fondo tapándose la nariz, y Felipe, todavía ceñudo pero incapaz de resistir al placer del agua y los gritos, se encaramó sobre la jaula para tirarse desde allí entre los sustos y las admoniciones de las señoras. Al rato se les agregaron a Nelly y el Pelusa, aunque este último persistía en sus comentarios despectivos. Minuciosamente envainada en una malla enteriza donde ocurrían extraños rombos azules y morados, la Nelly preguntó a Felipe si la Beba no se bañaba, a lo que Felipe respondió que su hermana estaba todavía bajo los efectos de uno de sus ataques, por lo cual sería raro que viniese.
—¿Le dan ataques? —preguntó consternada la Nelly.
—Ataques de romanticismo —dijo Felipe, frunciendo la nariz—. Es loca, la pobre.
—¡Oh, me hizo asustar! Tan simpática su hermanita, pobre.
—Ya la irá conociendo. ¿Qué me dice del viaje? —preguntó Felipe al Pelusa—. ¿Quién habrá sido el cráneo que lo organizó? Si lo encuentro le canto las cuarenta, créame.
—Y me lo va a decir a mí —dijo el Pelusa, procurando disimular el acto de sonarse con dos dedos—. Qué pileta, mama mía. No somos más que tres o cuatro y ya estamos como sardina en lata. Vení, Nelly, que te enseño a nadar debajo del agua. Pero no tengas miedo, sonsa, deja que te enseñe, así te pareces a la Esther Williams.
Los finlandeses habían instalado un tablón horizontal en uno de los bordes de la jaula, y Paula se sentó a tomar sol. Felipe se zambulló una vez más, resopló como lo había visto hacer en los torneos, y se trepó al lado de ella.
—Su… ¿Raúl no viene a bañarse?
—Mi… Qué sé yo —dijo burlonamente Paula—. Todavía debe estar conspirando con sus flamantes amigos, gracias a lo cual han dejado la cabina apestando a tabaco negro. Usted no estaba, me parece.
Felipe la miró de reojo. No, no había estado, después de almorzar le gustaba tirarse un rato en la cama a leer. Ah, ¿y qué leía? Bueno, ahora estaba leyendo un número de Selecciones. Vaya, excelente lectura para un joven estudiante. Sí, no estaba mal, traía las obras más famosas sintetizadas.
—Sintetizadas —dijo Paula, mirando el mar—. Claro, es más cómodo.
—Claro —dijo Felipe, cada vez más seguro 3e que algo no andaba bien—. Con la vida moderna uno no tiene tiempo de leer novelas largas.
—Pero a usted en realidad no le interesan demasiado los libros —dijo Paula, renunciando a la broma y mirándolo con simpatía. Había algo de conmovedor en Felipe, era demasiado adolescente, demasiado todo: hermoso, tonto, absurdo. Sólo callado alcanzaba un cierto equilibrio, su cara aceptaba su edad, sus manos de uñas comidas colgaban por cualquier lado con perfecta indiferencia. Pero si hablaba, si quería mentir (y hablar a los dieciséis años era mentir) la gracia se venía al suelo y no quedaba más que una torpe pretensión de suficiencia, igualmente conmovedora pero irritante, un espejo turbio donde Paula se retroveía en sus tiempos de liceo, las primeras tentativas de liberación, el humillado final de tantas cosas que hubieran debido ser bellas. Le daba lástima Felipe, hubiera querido acariciarle la cabeza y decirle cualquier cosa que le devolviera el aplomo. Él explicaba ahora que sí le gustaba leer, pero que los estudios… ¿Cómo? ¿No se lee cuando se estudia? Sí, claro que se lee, pero solamente los libros de texto o los apuntes. No lo que se llama un libro, como una novela de Somerset Maughan o de Erico Verissimo. Eso sí, él no era como algunos compañeros del nacional que ya andaban con anteojos por todo lo que leían. Primero de todo, la vida. ¿La vida? ¿Qué vida? Bueno, la vida, salir, ver las cosas, viajar como ahora, conocer a la gente… El profesor Peralta siempre les decía que lo único importante era la experiencia.
—Ah, la experiencia —dijo Paula—. Claro que tiene su importancia. ¿Y su profesor López también les habla de la experiencia?
—No, qué va a hablar. Y eso que si quisiera… Se ve que es punto bravo, pero no es de los que se andan dando corte. Con López nos divertimos mucho. Hay que estudiarle, eso sí, pero cuando está contento con los muchachos es capaz de pasarse media hora charlando de los partidos del domingo.
—No me diga —dijo Paula.
—Pero claro, López es macanudo. No se la piya en serio como Peralta.
—Quién lo hubiera dicho —dijo Paula.
—Créame que es la verdad. ¿Usted se pensaba que era como Gato Negro?
—¿Gato Negro?
—Cuello Duro, bah.
—Ah, el otro profesor.
—Sí, Sumelli.
—No, no me lo pensaba —dijo Paula.
—Ah, bueno —dijo Felipe—. Qué va a comparar. López ea okey, todos los muchachos están de acuerdo. Hasta yo le estudio a veces, palabra. Me gustaría poder ser amigo de él, pero claro…
—Aquí tendrá oportunidad —dijo Paula—. Hay varias personas que vale la pena tratar. Medrano, por ejemplo.
—Seguro, pero es diferente de López. Y también su… Raúl, digo —bajó la cabeza, y una gota de agua le resbaló por la nariz—. Todos son simpáticos —dijo confusamente— aunque, claro, son mucho mayores. Hasta Raúl, y eso que es muy joven.
—No lo crea tan joven —dijo Paula—. Por momentos se vuelve terriblemente viejo, porque sabe demasiadas cosas y está cansado de eso que su profesor Peralta llama la experiencia. Otras veces es casi demasiado joven, y hace las tonterías más perfectas. —Vio el desconcierto en los ojos de Felipe, y calló. «Un poco más y caigo en el proxenetismo», pensó, divertida. «Dejarlos que dancen solos su danza. Pobre Nelly, parece una actriz del cine mudo, y al novio le sobra el traje de baño por todas partes… ¿Por qué no se afeitarán las axilas esos dos?»
Como si fuera la cosa más natural del mundo, Medrano se inclinó sobre la caja, eligió un revólver y se lo puso en el bolsillo trasero del pantalón después de comprobar que estaba cargado y que el tambor giraba con facilidad. López iba a hacer lo mismo, pero pensó en Lucio y se detuvo a medio camino. Lucio estiró la mano y la retiró, sacudiendo la cabeza.
—Cada vez entiendo menos —dijo—. ¿Para qué queremos esto?
—No hay por qué aceptarlo —dijo López, liquidados sus escrúpulos. Tomó el segundo revólver, y ofreció la pistola a Raúl que lo miraba con una sonrisa divertida.
—Soy chapado a la antigua —dijo López—. Nunca me gustaron las automáticas, tienen algo de canalla. Probablemente las películas de cow-boys explican mi cariño por el revólver. Yo soy anterior a las de gangsters, che. ¿Se acuerdan de William S. Hart?… Es raro, hoy es día de rememoraciones. Primero los piratas y ahora los vaqueros. Me quedo con esta caja de balas, si me permite.
Paula golpeó dos veces y entró, conminándolos amablemente a que se marcharan porque quería ponerse el traje de baño. Miró con alguna sorpresa la caja de hojalata que Raúl acababa de cerrar, pero no dijo nada. Salieron al pasillo y Medrano y López se fueron a sus cabinas para guardar las armas; los dos se sentían vagamente ridículos con esos bultos en los bolsillos del pantalón, sin contar las cajas de balas. Raúl les propuso encontrarse un cuarto de hora más tarde en el bar, y volvió a meterse en la cabina. Paula, que cantaba en el baño, lo oyó abrir un cajón del armario.
—¿Qué significa ese arsenal?
—Ah, te diste cuenta que no eran marrons glacés —dijo Raúl.
—Esa lata no la trajiste vos a bordo, que yo sepa.
—No, es botín de guerra. De una guerra más bien fría por el momento.
—¿Y ustedes tienen intenciones de jugar a los hombres malos?
—No sin antes agotar los recursos diplomáticos, carísima. Aunque no hace falta que te lo diga, te agradeceré que no menciones estos aprestos bélicos ante las damas y los chicos. Probablemente todo terminará de una manera irrisoria, y guardaremos las armas como recuerdo del Malcolm. Por el momento estamos bastante dispuestos a conocer la popa, por las buenas o como sea.
—Mon triste coeur bave à la poupe, mon coeur convert de caporal —salmodió Paula, mirándose en el espejo del armario—. ¿No te cambiás, vos?
—Más tarde, ahora tenemos que iniciar las hostilidades contra los glúcidos. Qué piernas tan esbeltas te has traído en este viaje.
—Me lo han dicho, sí. Si te puedo servir de modelo, estás autorizado a dibujarme todo lo que quieras. Pero supongo que habrás elegido otros.
—Por favor deja de lado los áspides —dijo Raúl—. ¿Todavía no te hace ningún efecto el yodo del mar? A mí por lo menos déjame en paz, Paula.
—Está bien, sweet prince. Hasta luego —abrió la puerta y se volvió—. No hagan tonterías —agregó—. Maldito lo que me importa, pero ustedes tres son lo único soportable a bordo. Si me los estropean… ¿Me dejas ser tu madrina de guerra?
—Por supuesto, siempre que me mandes paquetes con chocolate y revistas. ¿Te dije que estás preciosa con ese traje de baño? Sí, te lo dije. Le vas a hacer subir la presión a los dos finlandeses, y por lo menos a uno de mis amigos.
—Hablando de áspides… —dijo Paula. Volvió a entrar en la cabina—. Decime un poco, ¿vos te has creído el asunto del tifus? No me imagino. Pero si no creemos en eso es todavía peor, porque entonces no se entiende nada.
—Se parece a lo que pensaba yo de chico cuando me daba por sentirme ateo —dijo Raúl—. Las dificultades empezaban a partir de ese momento. Supongo que lo del tifus encubre algún sórdido negocio, a lo mejor llevan chanchos a Punta Arenas o bandoneones a Tokio, cosas muy desagradables de ver como se sabe. Tengo una serie de hipótesis parecidas, a cuál más siniestra.
—¿Y si no hubiera nada en la popa? ¿Si fuera solamente una arbitrariedad del capitán Smith?
—Todos hemos pensado en eso, querida. Yo, por ejemplo, cuando me robé esa caja. Te repito, la cosa es mucho peor si en la popa no pasa nada. Pongo toda mi esperanza en encontrar una compañía de liliputienses, un cargamento de queso Limburger o simplemente una cubierta invadida por las ratas.
—Debe ser el yodo —dijo Paula, cerrando la puerta.
Sacrificando sin lástima las esperanzas del señor Trejo y del doctor Restelli, que confiaban en él para reanimar una conversación venida a menos, Medrano se acercó a Claudia que prefería el bar y el café a los juegos de la cubierta. Pidió cerveza e hizo un resumen de lo que acababan de decidir, sin mencionar la caja de hojalata. Le costaba hablar en serio porque constantemente tenía la impresión de que relataba una invención, algo que rozaba la realidad sin comprometer al narrador o al oyente. Mientras apuntaba las razones que los movían a querer abrirse paso, se sentía casi solidario con los del otro lado, como si, trepado a lo más alto de un mástil, pudiera apreciar el juego en su totalidad.
—Es tan ridículo, si se piensa un poco. Deberíamos dejar que Jorge nos capitaneara, para que las cosas se cumplieran de acuerdo con sus ideas, probablemente mucho más ajustadas a la realidad que las nuestras.
—Quién sabe —dijo Claudia—. Jorge también se da cuenta de que pasa algo raro. Me lo dijo hace un momento: «Estamos en el zoológico, pero los visitantes no somos nosotros», algo así. Lo entendí muy bien porque todo el tiempo tengo la misma impresión. Y sin embargo, ¿hacemos bien en rebelarnos? No hablo por temor, más bien es miedo de echar abajo algún tabique del que dependía quizá el decorado de la pieza.
—Una pieza… Sí, puede ser. Yo lo veo más bien como un juego muy especial con los del otro lado. A mediodía ellos han hecho un movimiento y ahora esperan, con el reloj en marcha, que contestemos. Juegan las blancas y…
—Volvemos a la noción de juego. Supongo que forma parte de la concepción actual de la vida, sin ilusiones y sin, trascendencia. Uno se conforma con ser un buen alfil o una buena torre, correr en diagonal o enrocar para que se salve el rey. Después de todo el Malcolm no me parece demasiado diferente de Buenos Aires, por lo menos de mi vida en Buenos Aires. Cada vez más funcionalizada y plastificada. Cada vez más aparatos eléctricos en la cocina y más libros en la biblioteca.
—Para ser como el Malcolm debería haber en su casa una pizca de misterio.
—Lo hay, se llama Jorge. Qué más misterio que un presente sin nada de presente, futuro absoluto. Algo perdido de antemano y que yo conduzco, ayudo y aliento como si fuera a ser mío para siempre. Pensar que una chiquilla cualquiera me lo quitará dentro de unos años, una chiquilla que a esta hora lee una aventura de Inosito o aprende a hacer punto cruz.
—No lo dice con pena, me parece.
—No, la pena es demasiado tangible, demasiado presente y real para aplicarse a esto. Miro a Jorge desde un doble plano, el de hoy en que me hace feliz, y el otro, situado ya en lo más remoto, donde hay una vieja sentada en un sofá, rodeada dé una casa sola.
Medrano asintió en silencio. De día se notaban las finas arrugas que empezaban a bordear los ojos de Claudia, pero el cansancio de su rostro no era un cansancio artificial como el de la chica de Raúl Costa. Hacía pensar en un resumen, un precio bien pagado, una ceniza leve. Le gustaba la voz grave de Claudia, su manera de decir «yo» sin énfasis y a la vez con una resonancia que le hacía desear la repetición de la palabra, esperarla con un placer anticipado.
—Demasiado lúcida —le dijo—. Eso cuesta muy caro. Cuántas mujeres viven el presente sin pensar que un día perderán a sus hijos. A sus hijos y a tantas otras cosas, como yo y como todos. Los bordes del tablero se van llenando de peones y caballos comidos, pero vivir es tener los ojos clavados en las piezas que siguen en juego.
—Sí, y armarse una tranquilidad precaria con materiales casi siempre prefabricados. El arte, por ejemplo, o los viajes… Lo bueno es que aun con eso puede alcanzarse una felicidad extraordinaria, una especie de falsa instalación definitiva en la existencia, que satisface y contenta a muchas gentes fuera de lo común. Pero yo… No sé, es cosa de estos últimos años. Me siento menos contenta cuando estoy contenta, empieza a dolerme un poco la alegría, y Dios sabe si soy capaz de alegría.
—La verdad, a mí no me ha ocurrido eso —dijo Medrano, pensativo—, pero me parece que soy capaz de entenderlo. Es un poco lo de la gota de acíbar en la miel. Por el momento, si alguna vez he sospechado el sabor del acíbar, ha servido para multiplicarme la dulzura.
—Persio sería capaz de insinuar que en algún otro plano la miel puede ser una de las formas más amargas del acíbar. Pero sin saltar al hiperespacio, como dice él con tanta fruición, yo creo que mi inquietud de estos tiempos… Oh, no es una inquietud interesante, ni metafísica; pero sí como una señal muy débil… Me he sentido injustificadamente ansiosa, un poco extraña a mí misma, sin razones aparentes. Precisamente la falta de razones me preocupa en vez de tranquilizarme, porque, sabe usted, tehgo una especie de fe en mi instinto.
—¿Y este viaje es una defensa contra esa inquietud?
—Bueno, defensa es una palabra muy solemne. No estoy tan amenazada como eso, y por suerte me creo muy lejos del destino habitual de las argentinas una vez que tienen hijos. No me he resignado a organizar lo que llaman un hogar, y probablemente tengo buena parte de culpa en la destrucción del mío. Mi marido no quiso comprender jamás que no mostrara entusiasmo por un nuevo modelo de heladera o unas vacaciones en Mar de Plata. No debí casarme, eso es todo, pero había otras razones para hacerlo, entre otras mis padres, su cándida esperanza en mí… Ya han muerto, estoy libre para mostrar la cara que tengo realmente.
—Pero usted no me da la impresión de ser lo que llaman una emancipada —dijo Medrano—. Ni siquiera una rebelde, en el sentido burgués del término. Tampoco, gracias a Dios, una patricia mendocina o una socia del Club de Madres. Curioso, no consigo ubicarla y hasta creo que no lo lamento. La esposa y la madre clásicas…
—Ya sé, los hombres retroceden aterrados ante las mujeres demasiado clásicas —dijo Claudia—. Pero eso es siempre antes de casarse con ellas.
—Si por clásicas se entiende el almuerzo a las doce y cuarto, la ceniza en el cenicero y los sábados por la noche al Gran Rex, creo que mi retroceso sería igualmente violento antes y después del connubio, lo cual y de paso hace imposible este último. No crea que cultivo el tipo bohemio ni cosa parecida. Yo también tengo un clavito especial para colgar las corbatas. Es otra cosa más profunda, la sospecha de que una mujer… clásica, está también perdida como mujer. La madre de los Gracos es famosa por sus hijos, no por ella misma; la historia sería todavía más triste de lo que es si todas sus heroínas se reclutaran entre esa especie. No, usted me desconcierta porque tiene una serenidad y un equilibrio que no van de acuerdo con lo que me ha dicho. Por suerte, créame, porque esos equilibrios suelen traducirse en la más perfecta monotonía, máxime en un crucero al Japón.
—Oh, el Japón. Con qué aire de escepticismo lo dice.
—Tampoco creo que usted esté muy segura de llegar allá. Dígame la verdad, si es de buen tono a esta hora: ¿Por qué se embarcó en el Malcolm?
Claudia se miró las manos y pensó un momento.
—No hace mucho, alguien me estuvo hablando —dijo—. Alguien muy desesperado, y que no ve en su vida más que un precario aplazamiento, cancelable en cualquier momento. A esa persona le doy yo una impresión de fuerza y de salud mental, al punto que se confía y me confiesa toda su debilidad. No quisiera que esa persona se enterara de lo que le voy a decir, porque la suma de dos debilidades puede ser una fuerza atroz y desencadenar catástrofes. Sabe usted, me parezco mucho a esa persona; creo que he llegado a un límite donde las cosas más tangibles empiezan a perder sentido, a desdibujarse, a ceder. Creo… creo que todavía estoy enamorada de León.
—Ah.
—Y al mismo tiempo sé que no puedo tolerarlo, que me repele el mero sonido de su voz cada vez que viene a ver a Jorge y juega con él. ¿Se comprende una cosa así, se puede querer a un hombre cuya sola presencia basta para convertir cada minuto en media hora?
—Qué sé yo —dijo bruscamente Medrano—. Personalmente, mis complicaciones son mucho más sencillas. Qué sé yo si se puede querer así a alguien.
Claudia lo miró y desvió los ojos. El tono hosco con que él había hablado le era familiar, era el tono de los hombres irritados por las sutilezas que no podían comprender y, sobre todo, aceptar. «Se limitará a clasificarme como una histérica —pensó sin lástima—. Probablemente tiene razón, sin contar que es ridículo decirle estas cosas». Le pidió un cigarrillo, esperó a que él le hubiera ofrecido fuego.
—Toda esta charla es bastante inútil —dijo—. Cuando empecé a leer novelas, y conste que me ocurrió en plena infancia, tuve desde un comienzo la sensación de que los diálogos entre las gentes eran casi siempre ridículos. Por una razón muy especial, y es que la menor circunstancia los hubiera impedido o frustrado. Por ejemplo, si yo hubiera estado en mi cabina o usted hubiera decidido irse a la cubierta en vez de venir a beber cerveza. ¿Por qué darle importancia a un cambio de palabras que ocurre por la más absurda de las casualidades?
—Lo malo de esto —dijo Medrano— es que puede hacerse fácilmente extensible a todos los actos de la vida, e incluso el amor, que hasta ahora me sigue pareciendo el más grave y el más fatal. Aceptar su punto de vista significa trivializar la existencia, lanzarla al puro juego del absurdo.
—Por qué no —dijo Claudia—. Persio diría que lo que llamamos absurdo es nuestra ignorancia.
Se levantó al ver entrar a López y a Raúl, que acababan de encontrarse en la escalera. Mientras Claudia se ponía a hojear una revista, los tres sortearon con algún trabajo las ganas de hablar del señor Trejo y el doctor Restelli, y convocaron al barman en un ángulo del mostrador. López se encargó de capitanear las operaciones, y el barman resultó más accesible de lo que suponían. ¿La popa? En fin, el teléfono estaba incomunicado por el momento y el maître establecía personalmente el enlace con los oficiales. Sí, el maître había sido vacunado, y probablemente lo sometían a una desinfección especial antes de que regresara de allá, a menos que realmente no llegara hasta la zona peligrosa y la comunicación se hiciera oralmente pero a cierta distancia. Todo eso él se lo imaginaba solamente.
—Además —agregó inesperadamente el barman— desde mañana habrá servicio de peluquería de nueve a doce.
—De acuerdo, pero ahora lo que queremos es telegrafiar a Buenos Aires.
—Pero el oficial dijo… El oficial dijo, señores. ¿Cómo quieren que yo? Hace poco que estoy a bordo de este buque —añadió plañideramente el barman—. Me embarqué en Santos hace dos semanas.
—Dejemos la autobiografía —dijo Raúl—. Simplemente usted nos indica el camino por donde se puede ir hasta la popa, o por lo menos nos lleva hasta algún oficial.
—Yo lo siento mucho, señores, pero mis órdenes… Soy nuevo aquí —vio la cara de Medrano y López, tragó rápidamente saliva—. Lo más que puedo hacer es mostrarles un camino que lleva allá, pero las puertas están cerradas, y…
—Conozco un camino que no lleva a ninguna parte —dijo Raúl—. Vamos a ver si es ése.
Frotándose las manos (pero las tenía perfectamente secas) en un repasador con la insignia de la Magenta Star, el barman abandonó sin ganas el mostrador y los precedió en la escalerilla. Se detuvo frente a una puerta opuesta a la de la cabina del doctor Restelli, y la abrió con una yale. Vieron un camarote muy sencillo y pulcro, en el que se destacaban una enorme fotografía de Víctor Manuel III y un gorro de carnaval colgado de una percha. El barman los invitó a entrar, poniendo una cara de perro terranova, y cerró inmediatamente la puerta. Al lado de la litera había una puertecita que pasaba casi inadvertida entre los paneles de cedro.
—Mi cabina —dijo el barman, describiendo un semicírculo con una mano fofa—. El maitre tiene otra del lado de babor. ¿Realmente ustedes…? Sí, esta es la llave, pero yo insisto en que no se debería… El oficial dijo…
—Abra nomás, amigo —mandó López— y vuélvase a darles cerveza a los sedientos ancianos. No me parece necesario que les hable de esto.
—Oh, no, yo no digo nada.
La llave giró dos veces y la puertecita se abrió sobre una escalera. «De muchas maneras se baja aquí a la gehenna —pensó Raúl—. Mientras esto no acabe también en un gigante tatuado, Carente con serpientes en los brazos…». Siguió a los otros por un pasillo tenebroso. «Pobre Felipe, debe estar mordiéndose los puños. Pero es demasiado chico para esto…» Sabía que estaba mintiendo, que sólo una sabrosa perversidad lo llevaba a quitarle a Felipe el placer de la aventura. «Le confiaremos alguna misión para resarcirlo», pensó, un poco arrepentido.
Se detuvieron al llegar a un codo del pasillo. Había tres puertas, una de ellas entornada. Medrano la abrió de par en par y vieron un depósito de cajones vacíos, maderas y rollos de alambre. El pañol no llevaba a ninguna parte. Raúl se dio cuenta de golpe que Lucio no se les había agregado en el bar.
De las otras dos puertas, una estaba cerrada y la segunda daba a un nuevo pasillo, mejor iluminado. Tres hachas con los mangos pintados de rojo colgaban de las paredes, y el pasadizo terminaba en una puerta donde se leía: GED OTTAMA, y con letra más chica: P. PICKFORD. Entraron en una cámara bastante grande, llena de armarios metálicos y bancos de tres patas. Un hombre se levantó sorprendido al verlos aparecer, y retrocedió un paso. López le habló en español sin resultado. Probó en francés. Raúl, suspirando, le soltó una pregunta en inglés.
—Ah, pasajeros —dijo el hombre, que vestía un pantalón azul claro y una camisa roja de mangas cortas—. Pero por aquí no se puede seguir.
—Disculpe la intrusión —dijo Raúl—. Buscamos la cabina del radiotelegrafista. Es un asunto urgente.
—No se pasa por aquí. Tienen que… —miró rápidamente la puerta que tenía a la izquierda. Medrano llegó un segundo antes que él. Con las dos manos en los bolsillos, le sonrió amistosamente.
—Sorry —dijo—. Ya ve que tenemos que pasar. Haga de cuenta que no nos ha visto.
Respirando agitadamente, el hombre retrocedió hasta chocar casi con López. Atravesaron la puerta y la cerraron rápidamente. Ahora la cosa empezaba a ponerse interesante.
El Malcolm parecía componerse principalmente de pasillos, cosa que a López le daba un poco de claustrofobia Llegaban a un primer codo, sin encontrar ninguna puerta, cuando oyeron un timbre que tal vez fuera de alarma. Sonó durante cinco segundos, dejándolos medio sordos.
—Se va a armar una gorda —dijo López, cada vez más excitado—. A ver si ahora inundan los pasillos estos finlandeses del carajo.
Pasado el codo encontraron una puerta entornada, y Raúl no pudo dejar de pensar que la disciplina debía ser más que arbitraria a bordo. Cuando López abría a empujones oyeron un maullido colérico. Un gato blanco se replegó, ofendido, y empezó a lamerse una pata. La cámara estaba vacía, pero el lujo de sus puertas se elevaba a tres, dos cerradas y otra que se abrió con dificultad. Raúl, que se había quedado atrás para acariciar al gato, que era una gata, percibió un olor a encierro, a sentina. «Pero esto no es muy profundo —pensó—. Debe estar a la altura de la cubierta de proa, o apenas más abajo». Los ojos azules de la gata blanca lo seguían con una vacua intensidad, y Raúl se agachó para acariciarla otra vez antes de seguir a los otros. A la distancia oyó sonar el timbre. Medrano y López lo esperaban en un pañol donde se acumulaban cajas de bizcochos con nombres ingleses y alemanes.
—No quisiera equivocarme —dijo Raúl— pero tengo la impresión de que hemos vuelto casi al punto de partida. Detrás de esa puerta… —vio que tenía un pestillo de seguridad y lo hizo girar—. Exacto, por desgracia.
Era una de las dos puertas cerradas por fuera que habían visto al final del pasillo de entrada. El olor a encierro y la penumbra los acosó desagradablemente. Ninguno de los tres se sentía con ganas de volver en busca del tipo de la camisa roja.
—En realidad, lo único que nos falta es encontrarnos con el minotauro —dijo Raúl.
Tanteó la otra puerta cerrada, miró la tercera que los llevaría otra vez al deposito de cajones vacíos. A lo lejos oyeron maullar a la gata blanca. Encogiéndose de hombros, reanudaron el camino en busca de la puerta marcada GED OTTAMA.
El hombre no se había movido de allí, pero daba la impresión de haber tenido tiempo de sobra para prepararse a un nuevo encuentro.
—Sorry, por ahí no se va al puente de mando. La cabina del radiotelegrafista está arriba.
—Notable información —dijo Raúl, cuyo inglés más fluido le daba la capitanía en esa etapa—. ¿Y por dónde se va a la cabina de radio?
—Por arriba, siguiendo el pasillo hasta… Ah, es verdad, las puertas están cerradas.
—¿Usted no puede llevarnos por otro lado? Queremos hablar con algún oficial, ya que el capitán está enfermo.
El hombre miró sorprendido a Raúl. «Ahora va a decir que no sabía que el capitán estaba enfermo», pensó Medrano, con ganas de volverse al bar a beber coñac. Pero el hombre se limitó a plegar los labios con un gesto de desaliento.
—Mis órdenes son de atender esta zona —dijo—. Si me necesitan arriba me avisarán. No puedo acompañarlos, lo siento mucho.
—¿No quiere abrir las puertas, aunque no venga con nosotros?
—Pero, señor, si no tengo las llaves. Mi zona es esta, ya le he dicho.
Raúl consultó a sus amigos. A los tres les parecía el techo más bajo y el olor a encierro más opresivo. Saludando con la cabeza al hombre de la camisa roja, desandaron camino en silencio, y no hablaron hasta volver al bar y pedir bebidas. Un sol admirable entraba por las portillas, rebotando en el azul brillante del océano. Saboreando el primer trago, Medrano lamentó haber perdido todo ese tiempo en las profundidades del barco. «Haciendo de Jonás como un imbécil, para que al final me sigan tomando el pelo», pensó. Tenía ganas de charlar con Claudia, de asomarse a cubierta, de tirarse en su cama a leer y a fumar. «Realmente, ¿por qué nos tomamos esto tan en serio?» López y Raúl miraban hacia afuera, y los dos tenían la cara del que asoma a la superficie después de una larga inmersión en un pozo, en un cine, en un libro que no se puede dejar hasta el final.