XXV

Después de un silencio quebrado por una carcajada de Paula y frases desconcertadas o furiosas que no se dirigían a nadie en particular, Raúl se decidió a pedir a Medrano, López y Lucio que lo acompañaran un momento a su cabina. Felipe, que preveía el coñac y la charla entre hombres, notó que Raúl no le hacía la menor indicación de que se les agregara. Esperó todavía un momento, incrédulo, pero Raúl fue el primero en salir del salón. Incapaz de articular palabra, sintiéndose como si de golpe se le hubieran caído los pantalones delante de todo el mundo, se quedó solo con Paula, Claudia y Jorge, que hablaban de irse a cubierta. Antes de que pudieran hacer el menor comentario se lanzó fuera y corrió a meterse en su cabina, donde por suerte no estaba su padre. Tan grande era su despecho y su desconcierto que por un momento se quedó apoyado contra la puerta, frotándose vagamente los ojos. «¿Pero qué be cree ése? —alcanzó a pensar—. ¿Pero qué se piensa ése?» No le cabía duda de que la reunión se hacía para discutir un plan de acción, y a él lo dejaban fuera. Encendió un cigarrillo y lo tiró en seguida. Encendió otro, le dio asco y lo aplastó con el zapato. Tanta charla, tanta amistad, y ahora… Pero cuando habían empezado a bajar la escalera y Raúl le había preguntado si había que avisar a los otros, en seguida había aceptado su negativa, como si le gustara correr con él la aventura. Y después la charla en la cabina vacía, y por qué carajo lo había tuteado si al final lo largaba como un trapo y se iba a encerrar con los otros. Por qué le había dicho que ahora contaba con un amigo, por qué le había prometido una pipa… Sintió que se ahogaba, dejó de ver el pedazo de cama que estaba mirando y en su lugar quedó un confuso rodar de rayas y líneas pegajosas que salían de sus ojos y le caían por la cara. Enfurecido se pasó las dos manos por las mejillas, entró en el cuarto de baño y metió la cabeza en el lavabo lleno de agua fría. Después fue a sentarse a los pies de la cama, donde la señora de Trejo había colocado algunos pañuelos y un piyama limpio. Tomó un pañuelo y lo miró fijamente, murmurando insultos y quejas confundidos. Mezclándose con su rencor nacía poco a poco una historia de sacrificio en la que él los salvaría a todos, no sabía de qué pero los salvaría, y con un cuchillo en el corazón caería a los pies de Paula y de Raúl, escucharía sus palabras de dolor y arrepentimiento, Raúl le tomaría la mano y se la apretaría desesperado, Paula lo besaría en la frente… Los muy desgraciados, lo besarían en la frente pidiéndole perdón, pero él callaría como callan los dioses y moriría como mueren los hombres, frase leída en alguna parte y que le había impresionado mucho en su momento. Pero antes de morir como mueren los hombres ya les iba a dar que hablar a esa manga de pillados. Por lo pronto el más absoluto desdén, una indiferencia glacial. Buenos días, buenas noches, y se acabó. Ya vendrían a buscarlo, a confiarle sus inquietudes, y entonces sería la hora de la revancha. ¿Ah, ustedes piensan eso? No estoy de acuerdo. Yo tengo mi propia opinión, pero eso es cosa mía. No, ¿por qué tengo que decirla? ¿Acaso ustedes confiaron en mí hasta ahora, y eso que fui el primero en descubrir el pasaje de abajo? Uno hace lo que puede por ayudar y ese es el resultado. ¿Y si nos hubiera ocurrido algo allá abajo? Ríanse, todo lo que quieran, yo no pienso mover un dedo por nadie. Claro que entonces seguirían investigando por su cuenta, y eso era casi lo único divertido a bordo de ese barco de porquería. También él, qué diablos, podía dedicarse a investigar por su lado. Pensó en los dos marineros de la cámara de la derecha, en el tatuaje. El llamado Orf parecía más accesible, y si lo encontraba solo… Se vio saliendo a la popa, descubriendo el primero las cubiertas y las escotillas de popa. Ah, pero la peste esa, supercontagiosa y nadie estaba vacunado a bordo. Un cuchillo en el corazón o la peste doscientos y pico, al fin y al cabo… Entornó los ojos para sentir el roce de la mano de Paula en la frente. «Pobrecito, pobrecito», murmuraba Paula, acariciándolo. Felipe resbaló hasta quedar tendido en su cama, mirando hacia la pared. Pobrecito, tan valiente. Soy yo, Felipe, soy Raúl. ¿Por qué hiciste eso? Toda esa sangre, pobrecito. No, no sufro nada. No son las heridas las que me duelen, Raúl. Y Paula diría: «No hable, pobrecito, espere que le quitemos la camisa», y él tendría los ojos profundamente cerrados como ahora, y sin embargo vería a Paula y a Raúl llorando sobre él, sentiría sus manos como ahora sentía va su propia mano que se abría deliciosamente paso entre sus ropas.

—Pórtate como un ángel —dijo Raúl— y anda a hacer de Florencia Nightingale para las pobres señoras mareadas, aparte de que también vos tenes la cara pasablemente verde.

—Mentira —dijo Paula—. Yo no veo por qué me echan de mi cabina.

—Porque —explicó Raúl— tenemos que celebrar un consejo de guerra. Andate como una buena hormiguita y repartí Dramamina a los necesitados. Entren, amigos, y siéntense donde puedan, empezando por las camas.

López entró el último, después de ver cómo Paula se alejaba con aire aburrido, llevando en la mano el frasco de pastillas que Raúl le había dado como argumento todopoderoso. Ya olía a Paula en la cabina, lo sintió apenas hubo cerrado la puerta, por sobre el humo del tabaco de pipa y la suave fragancia de las maderas le venía un olor de colonia, de pelo mojado, quizá de maquillaje. Se acordó de cuando había visto a Paula recostada en la cama del fondo y en vez de sentarse allí, al lado de Lucio ya instalado, se quedó de pie junto a la puerta y se cruzó de brazos.

Medrano y Raúl alababan la instalación eléctrica de las cabinas, los accesorios de último modelo provistos por la Magenta Star. Pero apenas se hubo cerrado la puerta y todos lo miraron con alguna curiosidad, Raúl abandonó su actitud despreocupada y abrió el armario para sacar la caja de hojalata. La puso sobre la mesa y se sentó en uno de los sillones repiqueteando con los dedos sobre la tapa de la caja.

—Yo creo —dijo— que en lo que va del día se ha discutido de sobra la situación en que estamos. De todas maneras no conozco en detalle el punto de vista de ustedes, y creo que deberíamos aprovechar que estamos juntos y a solas. Puesto que tengo el uso de la palabra, como dicen en las cámaras, empezaré por mi propia opinión. Ya saben que el chico Trejo y yo sostuvimos un diálogo muy aleccionante con dos de los habitantes de las profundidades. De resultas de ese diálogo o, más bien, del aire que se respiraba en el transcurso del diálogo, así como de la instructiva conferencia que acabamos de padecer con el oficial, extraigo la impresión de que a la tomadura de pelo bastante evidente, se suma algo más serio. En una palabra, no creo que haya ninguna tomadura de pelo sino que somos víctimas de una especie de estafa. Nada que se parezca a las estafas comunes, por supuesto; algo más… metafísico, si me permiten la mala palabra.

—¿Por qué mala palabra? —dijo Medrano—. Ya salió el intelectual porteño, temeroso de las grandes palabras.

—Entendámonos —dijo López—. ¿Por qué metafísico?

—Porque, si he pescado el rumbo del amigo Costa, las razones inmediatas de esta cuarentena, verdaderas o falsas, encubren alguna otra cosa que se nos escapa, precisamente porque es de un orden más… bueno, la palabra en cuestión.

Lucio los miraba sorprendido, y por un momento se preguntó si no se habrían confabulado para burlarse de él. Lo irritaba no tener la menor idea de lo que querían decir, y acabó tosiendo y adoptando un aire de atención inteligente. López, que había notado su gesto, alzó amablemente la mano.

—Vamos a fabricarnos un pequeño plan de clase, como diríamos el doctor Restelli y yo en nuestra ilustre sala de profesores. Propongo meter bajo llave las imaginaciones extremas, y encarar el asunto de la manera más positiva posible. En ese sentido suscribo lo de la tomadura de pelo y la posible estafa, porque dudo que el discurso del oficial haya convencido a nadie. Creo que el misterio, por llamarse así, sigue tan en pie como al principio.

—En fin, está la cuestión del tifus —dijo Lucio.

—¿Usted cree en eso? —¿Por qué no?

—A mí me suena a falso de punta a punta —dijo López—, aunque no podría explicar por qué. Por más irregular que haya sido nuestro embarque en Buenos Aires, el Malcolm estaba amarrado en la dársena norte, y cuesta creer que un barco en el que hay dos casos de esa enfermedad tan temible haya podido burlar en esa forma a las autoridades portuarias.

—Bueno, eso es materia de discusión —dijo Medrano—. Creo que nuestra salud mental saldrá ganando si por el momento lo dejamos de lado. Lamento ser tan escéptico, pero creo que las tales autoridades estaban metidas en un brete ayer a las seis de la tarde, y que se zafaron de la mejor manera posible, o sea sin escrúpulos ni rodeos. Ya sé que eso no explica la etapa anterior, la entrada del Malcolm en el puerto con semejante peste a bordo. Pero también en ese caso se puede pensar en algún arreglo turbio.

—La enfermedad pudo declararse a bordo después de haber amarrado en la dársena —dijo Lucio—. Esas cosas latentes, verdad.

—Sí, es posible. Y la Magenta Star no quiso perder el negocio que se le presentaba a último minuto. ¿Por qué no? Pero no nos lleva a ninguna parte. Partamos de la base de que ya estamos a bordo y lejos de la costa. ¿Qué vamos a hacer?

—Bueno, la pregunta hay que desdoblarla previamente —dijo López—. ¿Debemos hacer algo? En ese caso, pongámonos de acuerdo.

—El oficial explicó lo del tifus —dijo Lucio, algo confuso—. A lo mejor nos conviene quedarnos tranquilos, por lo menos unos días. El viaje va a ser tan largo… ¿No es formidable que nos lleven al Japón?

—El oficial —dijo Raúl— puede haber mentido.

—¡Cómo mentido! ¿Entonces… no hay tifus?

—Querido, a mí lo del tifus me suena a camelo. Como López, no puedo dar razón alguna. I feel it in my bones, como decimos los ingleses.

—Coincido con los dos —dijo Medrano—. Quizá haya alguien enfermo del otro lado, pero eso no explica la conducta del capitán (salvo que realmente sea uno de los enfermos) y de los oficiales. Se diría que desde que subimos a bordo estaban preguntándose cómo debían manejarnos, y que se les pasó todo este tiempo en discusiones. Si hubieran empezado por ser más corteses, casi no habríamos sospechado.

—Sí, aquí entra ahora el amor propio —dijo López—. Estamos resentidos contra esta falta de cortesía, y quizá exageramos. De todos modos no oculto que aparte de una cuestión de bronca personal, hay algo en esa idea de las puertas cerradas que me joroba. Es como si esto no fuera un viaje, realmente.

Lucio, cada vez más sorprendido por esas reacciones que sólo débilmente compartía, bajó la cabeza asintiendo. Si se la iban a tomar tan en serio, entonces todo se iría al tacho. Un viaje de placer, qué diablos… ¿Por qué estaban tan quisquillosos? Puerta más o menos… Cuando les pusieran la piscina en la cubierta y se organizaran juegos y diversiones, ¿qué importaba la popa? Hay barcos en los que nunca se puede ir a la popa (o a la proa) y no por eso la gente se pone nerviosa.

—Si supiéramos que realmente es un misterio —dijo López, sentándose al borde de la cama de Raúl—, pero también puede tratarse de terquedad, de descortesía, o simplemente que el capitán nos considera como un cargamento rigurosamente estibado en un sector del barco. Y ahí es donde la idea empieza a darme ahí donde ustedes se imaginan.

—Y si llegáramos a la conclusión de que se trata de eso —dijo Raúl—, ¿qué deberíamos hacer?

—Abrirnos paso —dijo secamente Medrano.

—Ah. Bueno, ya tenemos una opinión, que apoyo. Veo que López también, y que usted…

—Yo también, claro —dijo precipitadamente Lucio—. Pero antes hay que tener la seguridad de que no nos encierran de este lado por puro capricho.

—El mejor sistema sería insistir en telegrafiar a Buenos Aires. La explicación del oficial me pareció absurda, porque cualquier equipo radiotelegráfico de un barco sirve precisamente para eso. Insistamos, y de lo que resulte se deducirá la verdad sobre las intenciones de los… de los lípidos.

López y Medrano se echaron a reír.

—Ajustemos nuestro vocabulario —dijo Medrano—. Jorge entiende que los lípidos son los marineros de la popa. Los oficiales, según le oí decir en la mesa, son los glúcidos. Señores, es con los glúcidos con quienes tenemos que enfrentarnos.

—Mueran los glúcidos —dijo López—. Y yo que me pasé la mañana hablando de novelas de piratas… En fin, supongamos que se niegan a enviar nuestro mensaje a Buenos Aires, lo que es más que seguro si han jugado sucio y tienen miedo de que se les estropee el negocio. En ese caso no veo cuál puede ser el próximo movimiento.

—Yo sí —dijo Medrano—. Yo lo veo bastante claro, che. Será cuestión de echarles alguna puerta abajo y darse una vuelta por el otro lado.

—Pero si las cosas se ponen feas… —dijo Lucio—. Ya se sabe que a bordo las leyes son distintas, hay otra… disciplina. No entiendo nada de eso, pero me parece que uno no puede extralimitarse sin pensarlo bien.

—Como extralimitarse, la demostración que nos están haciendo los glúcidos me parece bastante elocuente —dijo Raúl—. Si mañana se le antoja al capitán Smith (y a la vez se le ocurrió un complicado juego dé palabras donde intervenía la princesa Pocahontas y de ahí el descaro) que vamos a pasarnos el viaje dentro de las cabinas, estaría casi en su derecho.

—Eso es hablar como Espartaco —dijo López—. Si uno les da un dedo se toman todo el brazo; así diría el amigo Presutti, cuya sensible ausencia deploro en estas circunstancias.

—Estuve por hacerlo venir también a él —dijo Raúl—, pero la verdad es que es tan bruto que lo pensé mejor. Más tarde le podemos presentar un resumen de las conclusiones y enrolarlo en la causa redentora. Es un excelente muchacho, y los glúcidos y lípidos le caen como un pisotón en el juanete.

—En resumen —dijo Medrano—, creo entender que, primo, estamos bastante de acuerdo en que lo del tifus no resulta convincente, y que, secundo, debemos insistir en que caigan las murallas opresoras y se nos permita mirar el barco por donde nos dé la gana.

—Exacto. Método: Telegrama a la capital. Probable resultado: Negativa. Acción subsiguiente: Una puerta abajo.

—Todo parece bastante fácil —dijo López— salvo lo de la puerta. Lo de la puerta no les va a gustar ni medio.

—Claro que no les va a gustar —dijo Lucio—. Pueden llevarnos de vuelta a Buenos Aires, y eso sería una macana me parece.

—Lo reconozco —dijo Medrano que miraba a Lucio con cierta irritante simpatía—. Volver a encontrarnos en Perú y Avenida pasado mañana por la mañana sería más bien ridículo. Pero, amigo, da la casualidad de que en Perú y Avenida no hay puertas Stone.

Raúl hizo un gesto, se pasó la mano por la frente como para alejar una idea que le molestaba, pero como Jos otros habían callado no pudo menos de hablar.

—Ya ven, esto confirma cada vez más mi sensación de hace un rato. Salvo Lucio, cuyo deseo de ver las geishas y escuchar el sonido del koto me parece perfectamente justificado, los demás preferiríamos sacrificar alegremente el Imperio del Sol Naciente por un café porteño donde las puertas estuvieran bien abiertas a la calle. ¿Hay proporción entre ambas cosas? De hecho, no. Ni la más remota proporción. Lucio está en lo cierto cuando habla de quedarnos tranquilos, puesto que la recompensa de esa pasividad será muy alta, con kimonos y Fujiyama. And yet, and yet

—Sí, la palabrita de hace un rato —dijo Medrano.

—Exacto, la palabrita. No se trata de puertas, querido Lucio, ni de glúcidos. Probablemente la popa será un inmundo lugar que huele a brea y a fardos de lana. Lo que se vea desde allí será lo mismo que si lo miramos desde la proa: el mar, el mar, siempre recomenzado. And yet…

—En fin —dijo Medrano—, parecería como si hubiera acuerdo de mayoría. ¿También usted? Bueno, entonces hay unanimidad. Queda por resolver si vamos a hablar de esto con los demás. Por el momento, aparte de Restelli y Presutti, me parece mejor hacer las cosas por nuestra cuenta. Como se dice en circunstancias parecidas, no hay por qué alarmar a las señoras y a los niños.

—Probablemente no habrá ninguna causa de alarma —dijo López—. Pero me gustaría saber cómo nos vamos a arreglar para abrirnos paso si se llega a esa situación.

—Ah, eso es muy sencillo —dijo Raúl—. Ya que le gusta jugar a los piratas, tome.

Levantó la tapa de la caja. Dentro había dos revólveres treinta y ocho y una automática treinta y dos, además de cinco cajas de balas procedentes de Rotterdam.