XXIII

Hors d’oeuvres variés

Putage Impératrice

Poulet à l’estragon.

Salade tricolore

Fromages

Coupe Melba

Gateaux, petits fours

Fruits

Café, infusions

Liqueurs

En la mesa 1, la Beba Trejo se las arregla para quedar de frente al resto de los comensales, que en esa forma podrán apreciar su blusa nueva y su pulsera de topacios sintéticos,

la señora de Trejo considera que los vasos tallados son tan elegantes,

el señor Trejo consulta los bolsillos del chaleco para cerciorarse de que trajo el Promecol y la tableta de Alka-Seltzer,

Felipe mira lúgubremente las mesas contiguas, donde se sentiría mucho más contento.

En la mesa 2, Raúl dice a… Paula que los cubiertos de pescado le recuerdan unos nuevos diseños italianos que ha visto en una revista,

Paula lo escucha distraída y opta por el atún en aceite y las aceitunas,

Carlos López se siente misteriosamente exaltado y su mediocre apetito crece con los camarones a la vinagreta y el apio con mayonesa.

En la mesa 3, Jorge describe un círculo con el dedo sobre la bandeja de hors d’oeuvres, y su orden ecuménica merece la sonriente aprobación de Claudia,

Persio lee atento la etiqueta del vino, observa su color y lo husmea largo rato antes de llenar su copa hasta el borde.

Medrano mira al maître, que mira servir al mozo, que mira su bandeja,

Claudia prepara pan con manteca para su hijo y piensa en la siesta que va a dormir, precedida de una novela de Bioy Casares.

En la mesa 4, la madre de la Nelly informa que a ella la sopa de verdura le repite, por lo cual prefiere un caldo con fideos finos,

Doña Pepa tiene la sensación de estar un poco mareada y eso que no se puede decir que el barco se mueva,

la Nelly mira a la Beba Trejo, a Claudia y a Paula, y piensa que la gente de posición siempre está vestida de una manera tan diferente,

el Pelusa se maravilla de que los panes sean tan pequeños y tan individuales, pero cuando parte uno se decepciona porque son pura costra y no tienen nada de miga.

En la mesa 5, el doctor Restelli llena las copas de sus contertulios y opina con galanura sobre los méritos del borgoña y el Cote du Rhône.

Don Galo chasquea los labios y recuerda al mozo que su chófer comerá en la cabina y que es hombre de rotundas apetencias,

Nora está afligida por tener que sentarse con los dos señores mayores, y se pregunta si Lucio no podrá arreglar algo con el maître para que los cambien,

Lucio deja que le llenen el plato de sardinas y atún, y es el primero en percibir una leve vibración en la mesa, seguida de la progresiva desaparición de la chimenea roja que cortaba en dos la circunferencia del ojo de buey.

La alegría fue general, Jorge saltó dé la silla para ir a ver la maniobra, y el optimismo del doctor Restelli se dibujó como un halo en torno a su sonriente fisonomía, sin que por eso cejara en la mueca de reservado escepticismo de don Galo. Sólo Medrano y López, que se habían consultado con una mirada, siguieron esperando la llegada del oficial. A una pregunta en voz baja de López, el maître alzó las manos con un gesto de desaliento y dijo que trataría de enviar a un camarero para que insistiera. ¿Cómo que trataría de enviar? Sí, porque hasta nueva orden las comunicaciones con la popa eran lerdas. ¿Y por qué? Al parecer, por cuestiones técnicas. ¿Era la primera vez que ocurría eso en el Malcolm? En cierto modo, sí. ¿Qué significaba exactamente «en cierto modo»? Era una manera de decir.

López aguantó con esfuerzo su porteño deseo de decirle: «Vea, amigo, vayase al carajo», y aceptó en cambio que le sirvieran una rebanada de hediondo y delicioso Robíola.

—Nada que hacerle —dijo a Medrano—. Esto vamos a tener que arreglarlo nosotros mismos, che.

—No sin antes café y coñac —dijo Medrano—. Reunámonos en mi cabina y avísele a Costa. —Se volvió a Persio que hablaba volublemente con Claudia—. ¿Cómo ve las cosas, amigo?

—Como verlas, no las veo —dijo Persio—. He tomado tanto sol que me siento luminoso por dentro. Estoy más para ser contemplado que para contemplar. Toda la mañana pensé en la editorial, en mi oficina, y por más que hice no logré concretarlas, realizarlas. ¿Cómo es posible que dieciséis años de trabajo diario se conviertan en un espejismo, nada más que porque el río me rodea y el sol me recalienta el cráneo? Habría que analizar muy cuidadosamente el lado metafísico de esta experiencia.

—Eso —dijo Claudia— se llama sencillamente vacaciones pagas.

La voz de Atilio Presutti se alzó sobre las demás para celebrar con entusiasmo la llegada de una copa Melba. En ese mismo instante la Beba Trejo rechazaba la suya con una mueca de elegante desdén que sólo ella sabía cuánto le costaba. Mirando a Paula, a la Nelly y a Claudia que saboreaban el helado, se sintió martirizadamente superior; pero su triunfo supremo era aplastar a Jorge, ese gusano de pantalón corto que la había tuteado de entrada y que tragaba el helado con un ojo fijo en la bandeja del mozo donde quedaban otras dos copas llenas.

La señora de Trejo se sobresaltó.

—¡Cómo, nena! ¿No te gusta el helado?

—No, gracias —dijo la Beba, resistiendo la mirada omnisciente y divertida de su hermano.

—Pero qué tonta es esta chica —dijo la señora de Trejo—. Ya que no lo querés vos…

Colocaba la copa frente a su no pequeño busto, cuando la diestra mano del maître se la arrebató.

—Ya está un poco derretido, señora. Sírvase éste.

La señora se ruborizó violentamente para felicidad de sus hijos y esposo.

Sentado al borde de su cama, Medrano balanceó un pie siguiendo el casi imperceptible rolido. El aroma de la pipa de Raúl le recordaba las veladas en el Club de Residentes Extranjeros y las charlas con míster Scott, su profesor de inglés. Ahora que lo pensaba, se había ido de Buenos Aires sin avisar a los amigos del club. Tal vez Scott les diría, tal vez no, según el humor del momento. A esa hora ya Bettina habría telefoneado al club, con una voz cuidadosamente distraída. «Volverá a llamar mañana y preguntará por Willie o por Márquez Cey —pensó—. Los pobres no van a saber qué decirle, realmente se me ha ido la mano». ¿Por qué, al fin y al cabo, mandarse mudar con tanto secreto, callándose lo del premio? Ya se le había ocurrido la noche anterior, antes de dormirse, que en su juego había gato y ratón, que la crueldad andaba de por medio. «Es casi más una venganza que un abandono —se dijo—. ¿Pero por qué si es tan buena chica, a menos que sea justamente por eso?» También había pensado que en los últimos tiempos no veía más que los defectos de Bettina: era un síntoma demasiado común, demasiado vulgar. El club, por ejemplo, Bettina no quería entender. «Pero vos no sos un residente extranjero» (con un tono casi patriótico). «Con todos los clubs que hay en Buenos Aires, te metes en uno de gringos…» Era triste pensar que por frases así no la volvería a ver nunca más. En fin, en fin.

—No hagamos una cuestión de hidalguía ofendida —dijo bruscamente López—. Sería Una lástima estropear desde el vamos algo divertido. Por otro lado no podemos quedarnos de brazos cruzados. Para mí empieza a resultar una postura incómoda, y Dios sabe si estoy sorprendido.

—De acuerdo —dijo Raúl—. El puño de hierro en el guante de pécari. Propongo que nos abramos amistosamente paso hasta el sancta sanctórum, utilizando en lo posible esa manera falsamente un tuosa que los yanquis achacan a los japoneses.

—Vamos yendo —dijo López—. Gracias por la caña, che, es de la buena.

Medrano les ofreció otro trago, y salieron.

La cabina quedaba casi al lado de la puerta Stone que interrumpía el pasillo de babor. Raúl se puso a examinar la puerta con mirada profesional y accionó una palanca pintada de verde.

—Nada que hacer. Esto se abre a presión de vapor y se comanda desde alguna otra parte. Han inutilizado la palanca de emergencia.

La puerta del pasillo de estribor resistió a su vez a todos los esfuerzos. Un penetrante silbido los hizo volverse con cierto sobresalto. El Pelusa los saludaba entre entusiasta y azorado.

—¿Ustedes también? Yo hace rato que me tiré el lance, pero estas puertas son propiamente la escomúnica. ¿Qué me estarán combinando los paparulos esos? No es cosa de hacer, ¿no le parece?

—Seguro —dijo López—. ¿Y no encontró otra puerta?

—Todo está condenado —dijo solemnemente Jorge, que había aparecido como un duende.

—Qué puerta ni puerta —decía el Pelusa—. En la cubierta hay dos pero están cerradas con llave. Si no hay algún sótano o algo así que podamos encontrar…

—¿Están preparando una expedición contra los lípidos? —preguntó Jorge.

—Bueno, sí —dijo López—. ¿Viste alguno?

—Solamente los dos finlandeses, pero los de este lado no son lípidos, che. Deben ser glúcidos o prótidos.

—Qué cosas dice este purrete —se maravilló el Pelusa—. Desde hoy que la tiene con los lípedos.

—Lípidos —corrigió Jorge.

Sin saber por qué, a Medrano le inquietaba que Jorge siguiera explorando con ellos.

—Mirá, te vamos a confiar una tarea delicada —le dijo—. Andate a la cubierta y vigila bien las dos puertas. A lo mejor los lípidos se aparecen por ahí. Si notas la menor señal de alarma, silbas tres veces. ¿Sabés silbar fuerte?

—Un poco —dijo avergonzado Jorge—. Tengo los dientes separados.

—¿No sabés silbar? —dijo el Pelusa, ansioso por mostrarse—. Mirá, hace así.

Juntó el pulgar y el índice, se los metió en la boca y emitió un silbido que les rajó los oídos. Jorge juntó los dedos, pero lo pensó mejor, hizo un gesto de asentimiento dirigido a Medrano y se fue a la carrera.

—Bueno, sigamos explorando —dijo López—. Quizá sería mejor separarnos, y el que encuentre un pasaje avisa en seguida a los demás.

—Fenómeno —dijo el Pelusa—. Parece que estaríamos jugando al vigilante y ladrón.

Medrano se volvió a buscar cigarrillos a la cabina. Raúl vio a Felipe en el extremo del pasillo. Estrenaba unos blue-jeans y una camisa a cuadros que lo recortaban cinematográficamente contra la puerta del fondo. Le explicó en lo que andaban, y se fueron juntos hasta el pasaje central que comunicaba ambos pasillos.

—¿Pero qué buscamos? —preguntó Felipe, desconcertado.

—Qué sé yo —dijo Raúl—. Llegar a la popa, por ejemplo.

—Debe ser igual que esto, más o menos.

—Tal vez. Pero como no se puede ir, eso la cambia mucho.

—¿Usted cree? —dijo Felipe—. Seguro que es por algún desperfecto. Esta tarde abrirán las puertas.

—Entonces sí será igual que la proa.

—Ah, claro —dijo Felipe, que entendía cada vez menos—. Bueno, si es por divertirse está bien, a lo mejor encontramos un pasadizo para llegar allá antes que los otros.

Raúl se preguntó por qué López y Medrano eran los únicos que sentían lo mismo que él. Los demás sólo veían un juego «También para mí es un juego, al fin y al cabo —pensó—. ¿Dónde está la diferencia? Hay una diferencia, eso es seguro».

Llegaban ya al pasillo de babor cuando Raúl descubrió la puerta. Era muy angosta, pintada de blanco como las paredes del pasaje, y el picaporte empotrado escapaba casi a la vista en la penumbra del lugar. Sin mucha esperanza lo apretó, y lo sintió ceder. La puerta entornada dejó ver una escalerilla que descendía hasta perderse en la sombra. Felipe tragó aire excitadamente. En el pasillo de estribor se oía charlar a López y a Atilio.

—¿Les avisamos? —preguntó Raúl, mirando de soslayo a Felipe.

—Mejor que no. Vamos solos.

Raúl empezó a bajar y Felipe cerró la puerta a sus espaldas. La escalerilla daba a un pasadizo apenas iluminado por una lámpara violeta. No había puertas a los lados, se oía con fuerza el ruido de las máquinas. Caminaron sigilosamente hasta llegar a una puerta Stone cerrada. A ambos lados había puertas parecidas a la que acababan de descubrir en el pasaje.

—¿Izquierda o derecha? —dijo Raúl—. Elegí vos.

A Felipe le cayó raro el tuteo. Señaló la izquierda, sin animarse a devolver el tratamiento a Raúl. Probó lentamente el picaporte, y la puerta se abrió sobre un compartimiento en penumbra que olía a encerrado. A los lados vieron armarios de metal y estantes pintados de blanco. Había herramientas, cajas, una brújula antigua, latas con clavos y tornillos, pedazos de cola de carpintero y recortes de metal. Mientras Felipe se acercaba al ojo de buey y lo frotaba con un trapo, Raúl levantó la tapa de un cajoncito de hojalata y volvió a bajarla en seguida. Ahora entraba más luz y se estaban acostumbrando a esa difusa claridad de acuario.

—Pañol de avíos —dijo burlonamente Raúl—. Hasta ahora no nos lucimos.

—Falta la otra puerta —Felipe había sacado cigarrillos y le ofreció uno—. ¿No le parece misterioso este barco? Ni siquiera sabemos adonde nos lleva. Me hace acordar de una cinta que vi hace mucho. Trabajaba John Garfield. Se embarcaban en un buque que no tenía ni marineros, y al final resultaba que era el barco de la muerte. Un globo así, pero uno estaba a cuatro manos en el cine.

—Sí, es una pieza de Sutton Vane —dijo Raúl. Se sentó en una mesa de carpintero, y exhaló el humo por la nariz—. A vos te ha de encantar el cine, eh.

—Y, claro.

—¿Vas mucho?

—Bastante. Tengo un amigo que vive cerca de casa y siempre vamos al Roca o a los del centro. Los sábados a la noche es divertido.

—¿Vos crees? Ah, claro, el centro está más animado, se puede levantar programa.

—Seguro —dijo Felipe—. Usted debe hacer bastante vida nocturna.

—Un poco, sí. Ahora no tanto.

—Ah, claro, cuando uno se casa…

Raúl lo miraba, sonriendo y fumando.

—Te equivocas, no estoy casado.

Saboreó el rubor que Felipe trataba de disimular tosiendo.

—Bueno, yo quise decir que…

—Ya sé lo que quisiste decir. En realidad a vos te joroba un poco tener que venir con tus papas y tu hermana, ¿no?

Felipe desvió la mirada, incómodo.

—Qué va a hacer —dijo—. Ellos creen que todavía soy muy joven, y como yo tenía derecho a traerlos, entonces…

—Yo también creo que vos sos muy joven —dijo Raúl—. Pero me hubiere gustado más que vinieras solo. O como he venido yo —agregó—. Eso hubiera sido lo mejor porque en este barco… En fin, no sé lo que pensás vos.

Felipe tampoco lo sabía, y se miró las manos y después los zapatos. «Se siente como desnudo —pensó Raúl—, a caballo entre dos tiempos, dos estados, igualito que su hermana». Estiró el brazo y palmeó a Felipe en la cabeza. Lo vio que se echaba atrás, sorprendido y humillado.

—Pero por lo menos ya tenes un amigo —dijo Raúl—. Eso es algo, ¿no?

Paladeó como si fuera vino la lenta, tímida, fervorosa sonrisa que nacía de esa boca apretada y petulante. Suspirando, bajó de la mesa y trató en vano de abrir los armarios.

—Bueno, creo que deberíamos seguir adelante. ¿No oís voces?

Entreabrieron la puerta. Las voces venían de la cámara de la derecha, donde hablaban en una lengua desconocida.

—Los lípidos —dijo Raúl, y Felipe lo miró asombrado—. Es un término que les aplica Jorge a los marineros de este lado. ¿Y?

—Vamos, si quiere.

Raúl abrió de golpe la puerta.

El viento, que en un principio había soplado de popa, giró hasta topar de frente al Malcolm que salía al mar abierto. Las señoras optaron por abandonar la cubierta, pero Lucio, Persio y Jorge se instalaron en el extremo de la proa y allí, aferrados al bauprés como decía imaginativamente Jorge, asistieron a la lenta sustitución de las aguas fluviales por un oleaje verde y crecido. Para Lucio aquello no era una novedad, conocía bastante bien el delta y el agua es la misma en todas partes. Le gustaba, claro, pero seguía distraído los comentarios y las explicaciones de Persio, volviendo inevitablemente a Nora que había preferido (¿pero por qué había preferido?) quedarse con la Beba Trejo en la sala de lectura, hojeando revistas y folletos de turismo. En su memoria se repetían las palabras confusas de Nora al despertarse, la ducha que habían tomado juntos a pesar de sus protestas, Nora desnuda bajo el agua y él que había querido jabonarle la espalda y besarla, tibia y huyente. Pero Nora había seguido negándose a mirarlo desnudo y de frente, hurtaba el rostro y se volvía en busca del jabón o del peine, hasta que él se había visto precisado a ceñirse precipitadamente una toalla y meter la cara bajo una canilla de agua fría.

—Los imbornales me parece que son como unas canaletas —decía Persio.

Jorge bebía las explicaciones, preguntaba y bebía, admiraba (a su manera y confianzudamente) a Persio mago, a Persio todolosabe. También le gustaba Lucio, porque al igual que Medrano y López no le decían pibe o purrete, ni hablaban de «la criatura» como la gorda, la madre de la Beba, esa otra idiota que se creía una mujer grande. Pero por el momento lo único importante era el océano, porque eso era el océano, esa era el agua salada, y debajo estaban los acantopterigios y otros peces marinos, y también verían medusas y algas como en las novelas de Julio Verne, y a lo mejor un fuego de San Telmo.

—¿Vos vivías antes en San Telmo, verdad Persio?

—Sí, pero me mudé porque había ratas en la cocina.

—¿Cuántos nudos crees que hacemos, che?

Persio calculaba que unos quince. Soltaba poco a poco palabras preciosas que había aprendido en los libros y que ahora encantaban a Jorge: latitudes, derrotas, gobernalle, círculo de reflexión, navegación de altura. Lamentaba la desaparición de los barcos de vela, pues sus lecturas le hubieran permitido hablar horas y horas de arboladuras, gavias y contrafoques. Se acordaba de frases enteras, sin saber de dónde provenían: «Era una bitácora grande, con caperuza de cristal y dos lámparas de cobre a los lados para iluminar la rosa de noche».

Se cruzaron con algunos barcos, el Haghios Nicolaus, el Pan, el Falcón. Un hidroavión los sobrevoló un momento como si los observara. Después el horizonte se abrió, teñido ya del amarillo y celeste del atardecer, y quedaron solos, se sintieron solos por primera vez. No había costa, ni boyas, ni barcas, ni siquiera gaviotas o un oleaje que agitara los brazos. Centro de la inmensa rueda verde, el Malcolm avanzaba hacia el sur.

—Hola —dijo Raúl—. ¿Por aquí se puede subir a popa?

De los dos marineros, uno mantuvo una expresión indiferente, como si no hubiera comprendido. El otro, un hombre de anchas espaldas y abdomen acentuado, dio un paso atrás y abrió la boca.

Hasdala —dijo—. No popa.

—¿Por qué no popa?

—No popa por aquí.

—¿Por dónde entonces?

—No popa.

—El tipo no chamuya mucho —murmuró Felipe—. Qué urso, madre mía. Mire la serpiente que tiene tatuada en el brazo.

—Qué querés —dijo Raúl—. Son lípidos, nomás.

El marinero más pequeño había retrocedido hasta el fondo de la cámara donde había otra puerta. Apoyó las espaldas, sonriendo bonachonamente.

—Oficial —dijo Raúl—. Quiero hablar con un oficial.

El marinero dotado del uso de la palabra levantó las manos con las palmas hacía adelante Miraba a Felipe, que hundió los puños en los bolsillos del blue-jeans y adoptó un aire aguerrido.

—Avisar oficial —dijo el lípido—. Orf avisar.

Orf asintió desde el fondo, pero Raúl no estaba satisfecho. Miró en detalle la cámara, más amplia que la de babor. Había dos mesas, sillas y bancos, una litera con las sábanas revueltas, dos mapas de fondos marinos sujetos con chinches doradas. En un rincón vio un banco con un gramófono a cuerda. Sobre un pedazo de alfombra rotosa dormía un gato negro. Aquello era una mezcla de pañol y camarote donde los dos marineros (en camiseta a rayas y mugrientos pantalones blancos) encajaban sólo a medias. Pero tampoco podía ser la cámara de un oficial, a menos que los maquinistas… «¿Pero qué sé yo cómo viven los maquinistas? —se dijo Raúl—. Novelas de Conrad y Stevenson, vaya bibliografía para un barco de esta época…»

—Bueno, vaya a llamar al oficial…

Hasdala —dijo el marinero locuaz—. Volver proa.

—No. Oficial.

—Orf avisar oficial.

—Ahora.

Tratando de que no lo oyeran, Felipe preguntó a Raúl si no sería mejor volverse a buscar a los otros. Lo inquietaba un poco esa especie de detención de la escena, como si ninguno de los presentes tuviera demasiadas ganas de tomar la iniciativa en un sentido o en otro. El enorme marinero del tatuaje lo seguía mirando inexpresivamente, y Felipe tenía una incómoda conciencia de ser mirado y no estar a la altura de esos ojos fijos, más bien cordiales y curiosos, pero tan intensos que no podía hacerles frente. Raúl, obstinado, insistía ante Orf que escuchaba en silencio, apoyado en la puerta, haciendo de tanto en tanto un gesto de ignorancia.

—Bueno —dijo Raúl, encogiéndose de hombros— creo que tenes razón, va a ser mejor que nos volvamos.

Felipe salió el primero. Desde la puerta, Raúl clavó los ojos en el marinero tatuado.

—¡Oficial! —gritó, y cerró la puerta. Felipe ya había empezado a desandar camino pero Raúl se quedó un momento pegado a la puerta. En la cámara se alzaba la voz de Orf, una voz chillona que parecía burlarse. El otro estalló en carcajadas que hacían vibrar el aire. Apretando los labios, Raúl abrió rápidamente la puerta de la izquierda y volvió a salir llevando bajo el brazo la caja de hojalata cuya tapa había levantado un rato antes. Corrió por el pasadizo hasta reunirse con Felipe al pie de la escalera.

—Apúrate —dijo, trepando de a dos los peldaños.

Felipe se volvió sorprendido, creyendo que los seguían. Vio la caja y enarcó las cejas. Pero Raúl le puso la mano en la espalda y lo forzó a que siguiera subiendo Felipe recordó vagamente que Raúl había empezado a tutearlo precisamente en esa escalera.