El bar estaba preparado para el desayuno. Había seis mesas tendidas y el barman colocaba en su sitio la última servilleta de papel floreado cuando López y el doctor Restelli entraron casi al mismo tiempo. Eligieron mesa, y en seguida se les agregó don Galo, que parecía darse por presentado aunque todavía no había hablado con nadie, y que despidió al chófer con un seco chasquido de los dedos. López, admirado de que el chófer fuera capaz de subir la escalera con don Galo y la silla de ruedas (convertida para la ocasión en una especie de canasta que se sostenía en el aire, y en eso estaba la hazaña) preguntó si la salud era buena.
—Pasable —dijo don Galo con un acento gallego en nada deteriorado por cincuenta años de comercio en la Argentina—. Demasiada humedad ambiente, aparte de que anoche no se cenó.
El doctor Restelli, de blanco vestido y con gorra, entendía que la organización era un tanto deficiente si bien las circunstancias atenuaban la responsabilidad de las autoridades.
—Nada, hombre, nada —dijo don Galo—. Positivamente intolerable, como siempre que la burocracia pretende suplantar la iniciativa privada. Si este viaje hubiera sido organizado por Exprinter, tengan ustedes la seguridad de que nos hubiéramos ahorrado no pocos contratiempos.
López se divertía. Hábil en provocar discusiones, insinuó que también las agencias solían dar gato por liebre, y que de todos modos la Lotería Turística era una invención oficial.
—Pero por supuesto, por supuesto —apoyó el doctor Restelli—. El señor Porrino, que tal creo es su apellido, no debería olvidar que el mérito inicial recae en la inteligente visión de nuestras autoridades, y que…
—Contradicción —cortó don Galo secamente—. Jamás he conocido autoridades que tuviesen visión de alguna cosa. Vea usted, en el ramo de tiendas no hay decreto del gobierno que no sea un desacierto. Sin ir más lejos, las medidas sobre importación de telas. ¿Qué me dicen ustedes dé eso? Naturalmente: una barbaridad. En la Cámara de Tiendas, de la que soy presidente honorario desde hace tres lustros, mi opinión fue expresada en forma de dos cartas abiertas y una presentación ante el Ministerio de Comercio. ¿Resultados, señores? Ninguno. Eso es el gobierno.
—Permítame usted —el doctor Restelli tomaba el aire de gallo que solazaba tanto a López—. Lejos de mí defender en su totalidad la obra gubernativa, pero un profesor de historia tiene, por decir así, cierto sentido comparativo, y puedo asegurarle que el gobierno actual, y en general la mayoría de los gobiernos, representan la moderación y el equilibrio frente a fuerzas privadas muy respetables, no lo discuto, pero que suelen pretender para sí lo que no puede concedérseles sin menoscabo del orden nacional. Esto no sólo vale para las fuerzas vivas, señor mío, sino también para los partidos políticos, la moral de la población y el régimen edilicio. Lo que hay que evitar a toda costa es la anarquía, aun en sus formas más larvadas.
El barman empezó a servir café con leche. Mientras lo hacía escuchaba con sumo interés el diálogo y movía los labios como si repitiera las palabras sobresalientes.
—A mí un té con mucho limón —ordenó don Galo sin mirarlo—. Sí, sí, todo el mundo habla en seguida de anarquía, cuando está claro que la verdadera anarquía es la oficial, disimulada con leyes y ordenanzas. Ya verán ustedes que este viaje va a ser un asco, un verdadero asco.
—¿Por qué se embarcó, entonces? —preguntó López como al descuido.
Don Galo se sobresaltó visiblemente.
—Pero hombre, son dos cosas distintas. ¿Por qué no había de embarcarme si gané la lotería? Y luego que los defectos se van descubriendo sobre el terreno.
—Dadas sus ideas, los defectos debían ser previstos, ¿no le parece?
—Hombre, sí. ¿Pero y si por casualidad las cosas salen bien?
—O sea que usted reconoce que la iniciativa oficial puede ser acertada en ciertas cosas —dijo el doctor Restelli—. Personalmente trato de mostrarme comprensivo y ponerme en el papel del gobernante. («Eso es lo que quisieras, diputado fracasado», pensó López con más simpatía que malicia.) El timón del estado es cosa seria, mi estimado contertulio, y afortunadamente está en buenas manos. Quizá no suficientemente enérgicas, pero bien intencionadas.
—Ahí está —dijo don Galo, untando con vigor una tostada—. Ya salió el gobierno fuerte. No, señor, lo que se necesita es un comercio intensivo, un movimiento más amplio de capitales, oportunidades para todo el mundo, dentro de ciertos límites, se comprende.
—No son cosas incompatibles —dijo el doctor Restelli—. Pero es necesario que haya una autoridad vigilante y con amplios poderes. Admito y soy paladín de la democracia en la Argentina, pero la confusión de la libertad con el libertinaje encuentra en mí un adversario decidido.
—Quién habla de libertinaje —dijo don Galo—. En cuestiones de moral, yo soy tan rigorista como cualquiera, coño.
—No usaba el término en ese sentido, pero puesto que lo toma en su acepción corriente, me alegro de que coincidamos en este terreno.
—Y en el dulce de frutilla, que está muy bueno —dijo López, seriamente aburrido—. No sé si han advertido que estamos anclados desde hace rato.
—Alguna avería —dijo don Galo, satisfecho—. ¡Usted! ¡Un vaso de agua!
Saludaron cortésmente el progresivo ingreso de doña Pepa y el resto de la familia Presutti, que se instaló con locuaces comentarios en una mesa donde abundaba la manteca. El Pelusa se aproximó a ellos como para permitirles una visión más completa de su piyama.
—Buenas, qué tal —dijo—. ¿Vieron lo que pasa? Estamos enfrente de Quilmes, estamos.
—¡De Quilmes! —exclamó el doctor Restelli—. ¡Nada de eso, joven, debe ser la Banda Oriental!
—Yo conozco los gasómetros —aseguró el Pelusa—. Mi novia ahí no me dejará mentir. Se ven las casas y las fábricas, le digo que es Quilmes.
—¿Y por qué no? —dijo López—. Tenemos el prejuicio de que nuestra primera escala marítima debe ser Montevideo, pero si vamos con otro rumbo, por ejemplo al sur…
—¿Al sur? —dijo don Galo—. ¿Y qué vamos a hacer nosotros al sur?
—Ah, eso… Supongo que ahora lo sabremos. ¿Usted conoce el itinerario? —preguntó López al barman.
El barman tuvo que admitir que no lo conocía. Mejor dicho, lo había conocido hasta el día anterior, y era un viaje a Liverpool con ocho o nueve escalas rutinarias. Pero después habían comenzado las negociaciones con tierra y ahora él estaba en la mayor ignorancia. Cortó su exposición para atender el urgente pedido de más leche en el café que le hacía el Pelusa, y López se volvió con aire perplejo a los otros.
—Habrá que buscar a un oficial —dijo—. Ya deben tener establecido un itinerario.
Jorge, que había simpatizado con López, se les acercó velozmente.
—Ahí vienen otros —anunció—. Pero los de a bordo… invisibles. ¿Me puedo sentar con ustedes? Café con leche y pan con dulce, por favor. Ahí vienen, qué les dije.
Medrano y Felipe aparecieron con aire entre sorprendido y soñoliento. Detrás subieron Raúl y Paula. Mientras cambiaban saludos entraron Claudia y el resto de la familia Trejo. Sólo faltaban Lucio y Nora, sin contar a Persio porque Persio nunca daba la impresión de faltar en ninguna parte. El bar se llenó de ruidos de sillas, comentarios y humo de cigarrillos. La mayoría de los pasajeros empezaba a verse de veras por primera vez. Medrano, que había invitado a Claudia a compartir su mesa, la encontró más joven de lo que había supuesto por la noche. Paula era evidentemente menor, pero había como un peso en sus parpados, un repentino tic que le contraía un lado de la cara; en ese momento parecía de la misma edad que Claudia. La noticia de que estaban frente a Quilmes había llegado a todas las mesas, provocando risas o comentarios irónicos. Medrano, con la sensación de un anticlímax particularmente ridículo, vio a Raúl Costa que se acercaba a un ojo de buey y hablaba con Felipe; acabaron sentándose a la mesa en que ya estaba Paula, mientras López saboreaba malignamente el visible desagrado con que la familia Trejo asistía a la secesión. El chófer reapareció para llevarse a don Galo, y el Pelusa corrió inmediatamente a ayudarlo. «Qué buen muchacho —pensó López—. ¿Cómo explicarle que el piyama tiene que dejarlo en la cabina?» Se lo dijo a Medrano en voz baja, de mesa a mesa.
—Ese es el lío de siempre, che —dijo Medrano—. Uno no puede ofenderse por la ignorancia o la grosería de esa gente cuando en el fondo ni usted ni yo hemos hecho nunca nada para ayudar a suprimirla. Preferimos organizamos de manera de tener un trato mínimo con ellos, pero cuando las circunstancias nos obligan a convivir…
—Estamos perdidos —dijo López—. Yo, por lo menos. Me siento superacomplejado frente a tanto piyama, tanto Maribel y tanta inocencia.
—Oportunidad que ellos explotan inconscientemente para desalojarnos, puesto que también les molestamos. Cada vez que escupen en la cubierta en vez de hacerlo en el mar es como si nos metieran un tiro entre los ojos.
—O cuando ponen la radio a todo lo que da, después hablan a gritos para entenderse, dejan le oír bien la radio y la suben todavía más, etcétera, ad infinitum.
—Sobre todo —dijo Medrano— cuando sacan a relucir el tesoro tradicional de los lugares comunes y las ideas recibidas. A su manera son extraordinarios, como un boxeador en el ring o un trapecista, pero uno no se ve viajando todo el tiempo con atletas y acróbatas.
—No se pongan melancólicos —dijo Claudia, ofreciéndoles cigarrillos— y sobre todo no anchen tan pronto sus prejuicios burgueses. ¿Qué opinan del eslabón intermedio, o sea de la familia del estudiante? Ahí tienen a unas buenas personas más desdichadas que nosotros, porque no se entienden ni con el grupo del pelirrojo ni con nuestra mesa. Aspiran a esto último, claro, pero nosotros retrocedemos aterrados.
Los aludidos debatían en voz baja, con repentinas sibilancias e interjecciones, la descortés conducta del hijo y hermano. La señora de Trejo no estaba dispuesta a permitir que ese mocoso aprovechara de su situación para emanciparse a los dieciséis años y medio, y si su PADRE no le hablaba con energía… Pero el señor Trejo no dejaría de hacerlo, podía estar tranquila. Por su parte, la Beba era la imagen misma del desdén y la reprobación.
—Bueno —dijo Felipe—. Tanto navegar toda la noche… Esta mañana apenas miré por la ventana, zas, veo unas chimeneas. Casi me acuesto de nuevo.
—Eso le enseñará a no madrugar —dijo Paula, bostezando—. Y vos, querido, que sea la última vez que me despertás. Tengo una honorable filiación de lirones tanto por el lado de los Lavalle como de los Ojeda, y necesito mantener bien pulidos los blasones.
—Perfecto —dijo Raúl—. Lo hice por tu salud, pero ya se sabe que esas iniciativas son siempre mal recibidas.
Felipe escuchó perplejo. Un poco tarde ya para ponerse de acuerdo en cuestiones de apoliyo. Se aplicó atentamente a la tarea de comer un huevo duro, mirando de reojo hacia la mesa de la familia. Paula lo observaba entre dos nubes de humo. Ni mejor ni peor que los otros; parecía como si la edad los uniformara, los hiciera indistintamente tozudos, crueles y deliciosos. «Va a sufrir», se dijo, pero no pensaba en él.
—Sí, será lo mejor —dijo López—. Mirá, Jorgito, si ya acabaste anda a ver si encontrás alguno de a bordo por ahí, y le pedís que suba un momento.
—¿Un oficial, o un lípido cualquiera?
—Mejor un oficial. ¿Quiénes son los lípidos?
—Ni idea —dijo Jorge—. Pero seguro que son enemigos. Chau.
Medrano hizo una seña al barman, replegado en el mostrador. El barman se acercó con pocas ganas.
—¿Quién es el capitán?
Para sorpresa de López, el doctor Restelli y Medrano, el barman no lo sabía.
—Es así —explicó como apenado—. Hasta ayer era el capitán Lovatt; pero anoche oí decir… Ha habido cambios, sobre todo porque ahora van a viajar ustedes, y…
—¿Cómo cambios?
—Sí, arreglos. Ahora creo que no vamos a Liverpool. Anoche oí… —se interrumpió mirando en torno—. Mejor será que hablen con el maître, a lo mejor él sabe algo. Va a venir de un momento a otro.
Medrano y López se consultaron con la mirada, y lo dejaron irse. Parecía como si no quedara más que admirar la costa de Quilmes y charlar. Jorge volvió con la noticia de que no había oficiales a la vista, y que los dos marineros que pintaban un cabrestante no entendían el español.