Claudia sabía de sobra que Jorge no se dormiría sin alguna noticia o algún hallazgo fuera de lo común. Su mejor sedante era enterarse de que había un ciempiés en la banadera o que Robinson Crusoe realmente había existido. A falta de otra invención, le ofreció un prospecto medicinal que acababa de aparecer en una de las valijas.
—Está escrito en una lengua misteriosa —dijo—. ¿No serán noticias del astro?
Jorge se instaló en su cama y se puso a leer aplicadamente el prospecto, que lo dejó deslumbrado.
—Oí esta parte, mamá —dijo—. Berolase «Roche» es el éster pirofosfórico de la aneurina, cofermento que interviene en la fosforilación de los glúcidos y asegura en el organismo la descarboxilación del ácido pirúvico, metabolito común a la degradación de los glúcidos, lípidos y prótidos.
—Increíble —dijo Claudia—. ¿Te alcanza con una almohada o querés dos?
—Me alcanza. Mamá, ¿qué será el metabolito? Tenemos que preguntarle a Persio. Seguro que esto tiene que venir del astro. Me parece que los lípidos y los prótidos deben ser los enemigos de los hormigombres.
—Muy probable —dijo Claudia, apagando la luz.
—Chau, mamá. Mamá, qué lindo barco.
—Claro que es lindo. Dormí bien.
La cabina era la última de la serie que daba al pasillo de babor. Aparte de que le gustaba el número trece, a Claudia le agradó descubrir frente a la puerta la escalera que llevaba al bar y al comedor. En el bar se encontró con Medrano, que reincidía en el coñac después de una última y vana tentativa de ordenar la ropa de sus valijas. El barman saludó a Claudia en un español un poco almidonado, y le ofreció la lista decorada con la insignia de la Magenta Star.
—Los sandwiches son buenos —dijo Medrano—. A falta de cena…
—El maître invita a ustedes a consumir libremente todo lo que deseen —dijo el barman que ya se lo había anunciado con las mismas palabras a Medrano—. Por desgracia embarcaron a última hora y no se pudo ofrecerles la cena.
—Curioso —dijo Claudia—. En cambio tuvieron tiempo para preparar las cabinas y distribuirnos muy cómodamente.
El barman hizo un gesto y esperó las órdenes. Le pidieron cerveza, coñac y sandwiches.
—Sí, todo es curioso —dijo Medrano—. Por ejemplo, el bullicioso conglomerado que parece presidir el joven pelirrojo no se ha hecho ver por aquí. A priori uno pensaría que ese tipo de gente tiene más apetito que nosotros, los linfáticos, si me perdona que la incluya en el gremio.
—Estarán mareados, los pobres —dijo Claudia.
—¿Su hijo ya duerme?
—Sí, después de comerse medio kilo de galletitas Terrabusi. Me pareció mejor que se acostara en seguida.
—Me gusta su chico —dijo Medrano—. Es un lindo pibe, con una cara sensible.
—Demasiado sensible a veces, pero se defiende con un gran sentido del humor y notables condiciones para el fútbol y el mecano. Dígame, ¿usted cree realmente que todo esto…?
Medrano la miró.
—Mejor hábleme de su chico —dijo—. ¿Qué le puedo contestar? Hace un rato descubrí que no se puede pasar a popa. No nos dieron de cenar, pero en cambio las cabinas son prodigiosas.
—Sí, como suspenso no se puede pedir más —dijo Claudia.
Medrano le ofreció cigarrillos, y ella sintió que le agradaba ese hombre de cara flaca y ojos grises, vestido con un cuidadoso desaliño que le iba muy bien. Los sillones eran cómodos, el ronroneo de las máquinas ayudaba a no pensar, a solamente abandonarse al descanso. Medrano tenía razón: ¿para qué preguntar? Si todo se acababa de golpe lamentaría no haber aprovechado mejor esas horas absurdas y felices. Otra vez la calle Juan Bautista Alberdi, la escuela para Jorge, las novelas en cadena oyendo roncar los ómnibus, la no vida de un Buenos Aires sin futuro para ella, el tiempo plácido y húmedo, el noticioso de Radio El Mundo.
Medrano recordaba con una sonrisa los episodios en el London. Claudia deseó saber más de él, pero tuvo la impresión de que no era hombre confidencial. El barman trajo otro coñac, a lo lejos se oía una sirena.
—El miedo es padre de cosas muy raras —dijo Medrano—. A esta hora varios pasajeros deben empezar a sentirse inquietos. Nos divertiremos, verá.
—Ríase de mí —dijo Claudia— pero hacía rato que no me sentía tan contenta y tan tranquila. Me gusta mucho más el Malcolm, o como se llame, que un viaje en el Augustas.
—¿La novedad un poco romántica? —dijo Medrano, mirándola de reojo.
—La novedad a secas, que ya es bastante en un mundo donde la gente prefiere casi siempre la repetición, como los niños. ¿No leyó el último aviso de Aerolíneas Argentinas?
—Quizá, no sé.
—Recomiendan sus aviones diciendo que en ellos nos sentiremos como en nuestra propia casa. «Usted está en lo suyo», o algo así. No concibo nada más horrible que subir a un avión y sentirme otra vez en mi casa.
—Cebarán mate dulce, supongo. Habrá asado de tira y spaghettis al compás rezongón de los fuelles.
—Todo lo cual es perfecto en Buenos Aires, y siempre que uno se sienta capaz de sustituirlo en cualquier momento por otras cosas. Ahí está la palabra justa: disponibilidad. Este viaje puede ser una especie de test.
—Sospecho que para unos cuantos va a resultar difícil. Pero hablando de avisos de líneas aéreas, recuerdo con especial inquina uno de no sé qué compañía norteamericana, donde se subrayaba que el pasajero sería tratado de manera por demás especial. «Usted se sentirá un personaje importante» o algo así. Cuando pienso en los colegas que tengo por ahí, que palidecen a la sola idea de que alguien les diga «señor» en vez de «doctor»… Sí, esa línea debe tener abundante clientela.
—Teoría del personaje —dijo Claudia—. ¿Se habrá escrito ya eso?
—Demasiados intereses creados, me temo. Pero usted me estaba explicando por qué le gusta el viaje.
—Bueno, al fin y al cabo todos o casi todos acabaremos por ser buenos amigos, y no tiene sentido andar escamoteando el curriculum vitae —dijo Claudia—. La verdad es que soy un perfecto fracaso que no se resigna a mantenerse fiel a su rótulo.
—Lo cual me hace dudar desde ya del fracaso.
—Oh, probablemente porque es la única razón de que yo haga todavía cosas tales como comprar una rifa y ganarla. Vale la pena estar viva por Jorge. Por él y por unas pocas cosas más. Ciertas músicas a las que se vuelve, ciertos libros… Todo el resto está podrido y enterrado.
Medrano miró atentamente su cigarrillo.
—Yo no sé gran cosa de la vida conyugal —dijo—, pero en su caso no parece demasiado satisfactoria.
—Me divorcié hace dos años —dijo Claudia—. Por razones tan numerosas como poco fundamentales. Ni adulterio, ni crueldad mental, ni alcoholismo. Mi exmarido se llama León Lewbaum, el nombre le dirá alguna cosa.
—Cancerólogo o neurólogo, creo.
—Neurólogo. Me divorcié de él antes de tener que ingresar en su lista de pacientes. Es un hombre extraordinario, puedo decirlo con más seguridad que nunca ahora que pienso en él de una manera que podríamos llamar póstuma. Me refiero a mí misma, a esto que va quedando de mí y que no es mucho.
—Y sin embargo se divorció de él.
—Sí, me divorcié de él, quizá para salvar lo que todavía me quedaba de identidad. Sabe usted, un día empecé a descubrir que me gustaba salir a la hora en que él entraba, leer a Eliot cuando él decidía ir a un concierto, jugar con Jorge en vez de…
—Ah —dijo Medrano, mirándola—. Y usted se quedó con Jorge.
—Sí, todo se arregló perfectamente. León nos visita cada tantos días y Jorge lo quiere a su manera. Yo vivo a mi gusto y aquí estoy.
—Pero usted habló de fracaso.
—¿Fracaso? En realidad el fracaso fue casarme con León. Eso no se arregla divorciándose, ni siquiera teniendo un hijo como Jorge. Es anterior a todo, es el absurdo que me inició en esta vida.
—¿Por qué, si no es demasiado preguntar?
—Oh, la pregunta, no es nueva, yo misma me la repito desde que empecé a conocerme un poco. Dispongo de una serie de respuestas: para los días de sol, para las noches de tormenta… Una surtida colección de máscaras y detrás, creo, un agujero negro.
—Si bebiéramos otro coñac —dijo Medrano, llamando al barman—. Es curioso, tengo la impresión de que la institución del matrimonio no tiene ningún representante entre nosotros. López y yo solteros, creo que Costa también, el doctor Restelli viudo, hay una o dos chicas casaderas… ¡Ah, don Galo! Pero vaya a saber cuál es el estado civil de don Galo. ¿Usted se llama Claudia, verdad? Yo soy Gabriel Medrano, y mi biografía carece de todo interés. A su salud y a la de Jorge.
—Salud, Medrano, y hablemos de usted.
—¿Por interés, por cortesía? Discúlpeme, uno dice cosas que son meros reflejos condicionados. Pero la vcy a decepcionar, empezando porque soy dentista y luego porque me paso la vida sin hacer nada útil, cultivando unos pocos amigos, admirando a unas pocas mujeres, y levantando con eso un castillo de naipes que se me derrumba cada dos por tres. Plaf, todo al suelo. Pero recomienzo, sabe usted, recomienzo.
La miró y se echó a reír.
—Me gusta hablar con usted —dijo—. Madre de Jorge, el leoncito.
—Decimos grandes pavadas los dos —dijo Claudia y se rio a su vez—. Siempre las máscaras, claro.
—Oh, las máscaras. Uno tiende siempre a pensar en el rostro que esconden, pero en realidad lo que cuenta es la máscara, que sea ésa y no otra. Dime qué máscara usas y te diré qué cara tienes.
—La última —dijo Claudia— se llama Malcolm, y creo que la compartimos unos cuantos. Escuche, quiero que conozca a Persio. ¿Podríamos mandarlo buscar a su camarote? Persio es un ser admirable, un mago de verdad; a veces le tengo casi miedo, pero es como un cordero, sólo que ya sabemos cuántos símbolos puede esconder un cordero.
—¿Es el hombre bajito y calvo que estaba con ustedes en el London? Me hizo pensar en una foto de Max Jacob que guardo en casa. Y hablando de Roma…
—Bastará una limonada para restablecer el nivel de los humores —dijo Persio—. Y quizá un sandwich de queso.
—Qué mezcla abominable —dijo Claudia.
La mano de Persio había resbalado como un pez por la de Medrano. Persio estaba vestido de blanco y se había puesto zapatillas también blancas. «Todo comprado a última hora y en cualquier parte», pensó Medrano, mirándolo con simpatía.
—El viaje se anuncia con signos desconcertantes —dijo Persio olfateando el aire—. El río ahí afuera parece dulce de leche La Martona. En cuanto a mi camarote, algo sublime. ¿Para qué describirlo? Reluciente y lleno de cosas enigmáticas, con botones y carteles.
—¿Le gusta viajar? —preguntó Medrano.
—Bueno, es lo que hago todo el tiempo.
—Se refiere al subte Lacroze —dijo Claudia.
—No, no, yo viajo en el infraespacio y el hiperespacio —dijo Persio—. Son dos palabras idiotas que no significan gran cosa, pero yo viajo. Por lo menos mi cuerpo astral cumple derroteros vertiginosos. Yo entre tanto estoy en lo de Kraft, meta corregir galeras. Vea, este crucero me va a ser útil para las observaciones estelares, las sentencias astrales. ¿Usted sabe lo que pensaba Paracelso? Que el firmamento es una farmacopea. ¿Lindo, no? Ahora voy a tener las constelaciones al alcance de la mano. Jorge dice que las estrellas se ven mejor en el mar que en tierra, sobre todo en Chacarita donde resido.
—Pasa de Paracelso a Jorge sin hacer distingos —rio Claudia.
—Jorge sabe cosas, o sea que es portavoz de un saber que después olvidará. Cuando hacemos juegos mágicos, las grandes Provocaciones, él encuentra siempre más que yo. La única diferencia es que después se distrae, como un mono o un tulipán. Si pudiera retenerlo un poco más sobre lo que atisba… Pero la actividad es una ley de la niñez, como decía probablemente Fechner. El problema, claro, es Argos. Siempre.
—¿Argos? —dijo Claudia.
—Sí, el polifacético, el diez-mil-ojos, el simultáneo. ¡Eso, el simultáneo! —exclamó entusiasmado Persio—. Cuando pretendo anexarme la visión de Jorge, ¿no delato la nostalgia más horrible de la raza? Ver por otros ojos, ser mis ojos y los suyos, Claudia, tan bonitos, y los de este señor, tan expresivos. Todos los ojos, porque eso mata el tiempo, lo liquida del todo. Chau, afuera. Raje de aquí.
Hizo un gesto como para espantar una mosca.
—¿Se dan cuenta? Si yo viera simultáneamente todo lo que ven los ojos de la raza, los cuatro mil millones de ojos de la raza, la realidad dejaría de ser sucesiva, se petrificaría en una visión absoluta en la que el yo desaparecería aniquilado. Pero esa aniquilación ¡qué llamarada triunfal, qué Respuesta! Imposible concebir el espacio a partir de ese instante, y mucho menos el tiempo que es la misma cosa en forma sucesiva.
—Pero si usted sobreviviera a semejante ojeada —dijo Medrano— empezaría a sentir otra vez el tiempo. Vertiginosamente multiplicado por el número de visiones parciales, pero siempre el tiempo.
—Oh, no serían parciales —dijo Persio alzando las cejas—. La idea es abarcar lo cósmico en una síntesis total, sólo posible partiendo de un análisis igualmente total. Comprende usted, la historia humana es la triste resultante de que cada uno mire por su cuenta. El tiempo nace en los ojos, en sabido.
Sacó un folleto del bolsillo y lo consultó ansiosamente. Medrano, que encendía un cigarrillo, vio asomarse a la puerta al chófer de don Galo, que observó un momento la escena y se acercó al barman.
—Con un poco de imaginación se puede tener una remota idea de Argos —decía Persio volviendo las hojas del folleto—. Yo por ejemplo me ejercito con cosas como ésta. No sirve para nada, puesto que sólo imagino, pero me despierta al sentimiento cósmico, me arranca a la torpeza sublunar.
La tapa del folleto decía Guía oficial dos caminhos de ferro de Portugal. Persio agitó la guía como un gonfalón.
—Si quieren les hago un ejercicio —propuso—. Otra vez ustedes pueden usar un álbum de fotos, un atlas, una guía telefónica, pero esto sirve sobre todo para desplegarse en la simultaneidad, huir de este sitio y por un momento… Mejor les voy diciendo. Hora oficial, veintidós y treinta. Ya se sabe que no es la hora astronómica, ya se sabe que estamos cuatro horas atrasados con relación a Portugal. Pero no se trata de establecer un horóscopo, simplemente vamos a imaginar que allá minuto más minuto menos son las dieciocho y treinta. Hora hermosa en Portugal, supongo, con todos esos azulejos que brillan.
Abrió resueltamente la guía y la estudió en la página treinta.
—La gran línea del norte, ¿estamos? Fíjense bien: en este mismo momento el tren 125 corre entre las estaciones de Mealhada y Aguim. El tren 324 va a arrancar de la estación Torres Novas, falta exactamente un minuto, en realidad mucho menos. El 326 está entrando en Sonzelas, y en la línea de Vendas Novas, el 2721 acaba de salir de Quinta Grande. ¿Ustedes van viendo, no? Aquí está el ramal de Lousá, donde el tren 629 está justamente detenido en la estación de ese nombre antes de salir para Prilháo Casáis… Pero ya han pasado treinta segundos, es decir que apenas hemos podido imaginar cinco o seis trenes, y sin embargo hay muchos más, en la línea del este el 4111 corre de Monte Redondo a Guia, el 4373 está detenido en Leiria, el 4121 va a entrar en Paúl. ¿Y la línea del oeste? El 4026 salió de Martiganca y cruza Pataias. El 4028 está parado en Coimbra, pero pasan los segundos, y aquí en la línea de Figueira, el 4735 llegó ahora a Verride, el 1429 va a partir de Pampilhosa, ya toca el pito, sale… y el 1432 entró en Casal… ¿Sigo, sigo?
—No, Persio —dijo Claudia, enternecida—. Tómese su limonada.
—Pero ustedes captaron, ¿verdad? El ejercicio…
—Oh, sí —dijo Medrano—. Me sentí un poco como si desde muy arriba pudiese ver casi al mismo tiempo todos los trenes de Portugal. ¿No era ese el sentido del ejercicio?
—Se trata de imaginar que uno ve —dijo Persio, cerrando los ojos—. Borrar las palabras, ver solamente cómo en este momento, en nada más que un pedacito insignificante del globo, montones inabarcables de trenes cumplen exactamente sus horarios. Y después, poco a poco, imaginar los trenes de España, de Italia, todos los trenes que en este momento, las dieciocho y treinta y dos, están en algún sitio, llegan a algún sitio, se van de algún sitio.
—Me marea —dijo Claudia—. Ah, no, Persio, no esta primera noche y con este magnífico coñac.
—Bueno, el ejercicio sirve para otras cosas —concedió Persio—. Finalidades mágicas sobre todo. ¿Han pensado en los dibujos? Si en este mapa de Portugal marcamos todos los puntos donde hay un tren a las dieciocho y treinta, puede ser interesante ver qué dibujo sale de ahí. Variar de cuarto de hora en cuarto de hora, para apreciar por comparación o superposición cómo el dibujo se altera, se perfecciona o malogra. He obtenido curiosos resultados en mis ratos libres en Kraft; no estoy lejos de pensar que un día veré nacer un dibujo que coincida exactamente con alguna obra famosa, una guitarra de Picasso, por ejemplo, o una frutera de Petorutti. Si eso ocurre tendré una cifra, un módulo. Así empezaré a abrazar la creación desde su verdadera base analógica, romperé el tiempo-espacio que es un invento plagado de defectos.
—¿El mundo es mágico, entonces? —preguntó Medrano.
—Vea, hasta la magia está contagiada de prejuicios occidentales —dijo Persio con amargura—. Antes de llegar a una formulación de la realidad cósmica se precisaría estar jubilado y tener más tiempo para estudiar la farmacopea sideral y palpar la materia sutil. Qué quiere con el horario de siete horas.
—Ojalá el viaje le sirva para estudiar —dijo Claudia, levantándose—. Empiezo a sentir un delicioso cansancio de turista. Será hasta mañana.
Un rato después Medrano se volvió más contento a su cabina y encontró energías para abrir las valijas. «Coimbra», pensaba, fumando el último cigarrillo «Lewbaum el neurólogo». Todo sé mezclaba tan fácilmente; quizá también fuera posible extraer un dibujo significativo de esos encuentros y esos recuerdos donde ahora entraba Bettina que lo miraba entre sorprendida y agraviada, como si el acto de encender la luz del cuarto de baño fuese una ofensa imperdonable. «Oh, déjame en paz», pensó Medrano, abriendo la ducha.