XI

Tanto la madre como el padre y la hermana del alumno Felipe Trejo opinaron que no estaría mal pedir un té con masas. Vaya a saber a qué hora se cenaría a bordo, y además no era bueno subir con el estómago vacío (a los helados no se les puede llamar comida, es algo que se derrite). A bordo convendría comer cosas secas al principio, y acostarse boca arriba. Lo peor para el mareo era la sugestión. Tía Felisa se mareaba de sólo ir al puerto, o en el cine cuando pasaban una de submarinos. Felipe escuchaba con un infinito aburrimiento las frases que se sabía de memoria. Ahora su madre diría que cuando era joven se había mareado en el Delta. Ahora el señor Trejo le haría notar que él le había aconsejado ese día que no comiera tanto melón. Ahora la señora de Trejo diría que el melón no había tenido la culpa porque lo había comido con sal y el melón con sal no hace daño. Ahora le hubiera gustado saber de qué hablaban en la mesa de Gato Negro y López; seguro que del Nacional, de qué iban a hablar los profesores. En realidad hubiera tenido que ir a saludar a los profesores pero para qué, ya se los encontraría a bordo. López no le molestaba, al contrario, era un tipo macanudo, pero Gato Negro, justamente esa secatura venir a ligarse un premio.

Inevitablemente volvió a pensar en la Negrita, que se había quedado en casa con una cara no muy triste pero un poco triste. No por él, claro. Lo que le dolía a la muy atorranta era no poder viajar con los patrones. En el fondo él había sido un idiota, total si exigía que viniera la Negrita su madre hubiera tenido que aflojar. O la Negrita o nadie. «Pero, Felipe…» «¿Y qué? ¿No te viene bien tener la mucama a bordo?» Pero ahí se hubieran dado cuenta de sus intenciones. Capaces de hacerle la porquería de que no era mayor de edad, aviso al juez y minga de crucero. Se preguntó si realmente los viejos hubieran sacrificado el viaje por eso. Seguro que no. Bah, al fin y al cabo qué le importaba la Negrita. Hasta el final no había querido que él subiera a su pieza por más que la toqueteaba en el pasillo y le hablaba de regalarle un reloj pulsera en cuanto le sacara plata al viejo. Chinita desgraciada, y pensar que con esas piernas… Felipe empezó a sentir ese dulce ablandamiento del cuerpo que anunciaba un fenómeno enteramente opuesto, y se sentó derecho en la silla. Eligió la masa con más chocolate, un décima de segundo antes que la Beba.

—El grosero de siempre. Angurriento.

—Acabala, dama de las camelias.

—Chicos… —dijo la señora de Trejo.

A bordo quién sabe si habría pibas para trabajarse. Se acordó —sin ganas pero inevitablemente— de Ordóñez, el capo de la barra de quinto año, sus consejos en un banco del Congreso una noche de verano. «Apílate firme, pibe, ya sos grande para hacerte la paja». A su negativa desdeñosa pero un poco azorada, Ordóñez había contestado con una palmada en la rodilla. «Anda, anda, no te hagas el machito conmigo. Te llevo dos años y sé. A tu edad es pura María Muñeca, che. ¿Qué tiene de malo? Pero ahora que ya vas a las milongas no te podes conformar con eso. Mirá, la primera que te dé calce te la llevas a remar al Tigre, ahí se puede coger en todas partes. Si no tenes guita me avisas, yo le digo a mi hermano el contador que te deje el bulín una tarde. Siempre en la cama es mejor, te imaginas…» Y una serie de recuerdos, de detalles, de consejos de amigo. Con toda su vergüenza y su rabia, Felipe le había estado agradecido a Ordóñez. Qué diferencia con Alfieri, por ejemplo. Claro que Alfieri…

—Aquí parece que va a haber música —dijo la señora de Trejo.

—Qué chabacano —dijo la Beba—. No deberían permitir.

Cediendo a los gentiles pedidos de parientes y amigos, el popular cantor Humberto Roland se había puesto de pie mientras el Pelusa y el Rusito ayudaban con gran reparto de empujones y argumentos a que los tres bandoneonistas pudieran instalarse cómodos y desenfundar los instrumentos. Se oían risas y algunos chistidos, y la gente se agolpaba en las ventanas que daban a la Avenida. Un vigilante miraba desde Florida con evidente desconcierto.

—¡Fenómeno, fenómeno! —gritaba el Rusito—. ¡Che Pelusa, qué grande que es tu hermano!

El Pelusa se había instalado otra vez al lado de la Nelly y hacía gestos para que se callara la gente.

—¡Che, a ver si atienden un poco! Mama mía, este local es propiamente la escomúnica.

Humberto Roland tosió y se alisó el pelo.

—Tendrán que perdonar que no pudimos venir con la sección rítmica —dijo—. Se hará lo que se pueda.

—Eso, pibe, eso.

—En despedida a mi querido hermano y a su simpática novia, les voy a cantar el tango de Visca y Cadícamo, Muñeca brava.

—¡Fenómeno! —dijo el Rusito.

Los bandoneones culebrearon la introducción y Humberto Roland, luego de colocar la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y proyectar la derecha en el aire, cantó:

Che madám que parlas en francés

y tirás ventolín a dos manos,

que cenas con champán bien frapé

y en el tango enredas tu ilusión…

Era perceptible en el London una repentina cuanto sorprendente inversión acústica, pues al quedar la mesa del Pelusa sumida en cadavérico silencio, las charlas de los alrededores se volvían más conspicuas. El Pelusa y el Rusito pasearon miradas furibundas, mientras Humberto Roland engolaba la voz.

Tenés un camba que te acamala

y veinte abriles, que son diqueros…

Carlos López se sintió perfectamente feliz, y se lo hizo saber a Medrano. El doctor Restelli estaba visiblemente molesto —según dijo— por el cariz que tomaban los acontecimientos.

—Soltura envidiable de esa gente —dijo López—. Hay casi una perfección en la forma en que actúan dentro de sus posibilidades, sin la menor sospecha de que el mundo sigue más allá de los tangos y de Racing.

—Miren a Don Galo —dijo Medrano—. El viejo se está asustando, me parece.

Don Galo había pasado de la estupefacción a las señas conminatorias al chófer que entró corriendo, escuchó a su amo y volvió a salir. Lo vieron que hablaba con el vigilante que asistía a la escena desde la ventana de Florida. También vieron el gesto del vigilante, consistente en juntar jos cinco dedos de la mano vuelta hacia arriba, e imprimirles un movimiento de vaivén vertical.

—Seguro —comentó Medrano—. ¿Qué tiene de malo, al fin y al cabo?

Te llaman todos muñeca brava

porque a los giles mareas sin grupo…

Paula y Raúl gozaban enormemente de la escena, mucho más que Lucio y Nora, visiblemente desconcertados. Una helada prescindencia contraía a la familia de Felipe, quien observaba fascinado las fulgurantes marchas y contramarchas de los dedos de los bandoneonistas. Más allá Jorge entraba en su segundo helado, y Claudia y Persio andaban perdidos en su charla metafísica. Por sobre todos ellos, por encima de la indiferencia o el regocijo de los habitúes del London, Humberto Roland llegaba al desenlace melancólico de tanta gloria porteña:

Pa mi sos siempre la que no supo

guardar un cacho de amor y juventú…

Entre gritos, aplausos y golpes de cucharitas en la mesa, el Pelusa se levantó conmovido y abrazó estrechamente a su hermano. Después dio la mano a los tres bandoneonistas, se golpeó el pecho y sacó un enorme pañuelo para sonarse. Humberto Roland agradeció los aplausos con aire condescendiente, y la Nelly y las señoras iniciaron el semicoro laudatorio que el cantor escuchó con su sonrisa incansable. Entonces un niño muy poco visible hasta ese momento soltó una especie de bramido, resultante de haberse atragantado con una masa de crema, y en la mesa hubo gran revuelo, rematado con un clamor universal tendiente a que Roberto trajera un vaso de agua.

—Estuviste grande —decía el Pelusa, enternecido.

—Como siempre, nomás —contestaba Humberto Roland.

—Qué sentimiento que tiene —opinó la madre de la Nelly.

—Siempre fue así —dijo la señora de Presutti—. A él que no le hablaran de estudiar ni nada. El arte solamente.

—Como yo —decía el Rusito—. Qué estudiar ni que ocho cuartos. Meta pinas nomás.

La Nelly acabó de sacar los pedazos de masa de la garganta del niño. La gente agolpada en las ventanas empezaba a retirarse, y el doctor Restelli se pasó el dedo por el cuello almidonado y mostró visible alivio.

—Bueno —dijo López—. Parece que ya es la hora.

Dos caballeros vestidos de azul oscuro acababan de situarse en el centro del café. Uno de ellos golpeó secamente las manos y el otro hizo un gesto para reclamar silencio. Con una voz que hubiera podido prescindir de esa precaución, dijo:

—Se ruega a los señores clientes que no hayan sido citados por escrito, así como a los señores que han venido a despedir a los citados, que se retiren del lugar.

—¿Lo qué? —preguntó la Nelly.

—Que se tenemo de ir —dijo uno de los amigos del Pelusa—. Vos te das cuenta, justo cuando los estábamo divirtiendo más.

Pasada la sorpresa, empezaban a oírse exclamaciones y protestas de los parroquianos. El hombre que había hablado levantó una mano con la palma hacia adelante y dijo:

—Soy inspector de la Dirección de Fomento, y cumplo órdenes superiores. Ruego a las personas citadas que permanezcan en su lugar, y a los demás que salgan lo antes posible.

—Mira —dijo Lucio a Nora—. Hay un cordón de vigilantes en la Avenida. Esto más parece un allanamiento que otra cosa.

El personal del London, tan sorprendido como los clientes, no daba abasto para cobrar de golpe todas las consumiciones, y había extraordinarias complicaciones de vueltos, devolución de masas y otros detalles técnicos. En la mesa del Pelusa se oía llorar a gritos. La señora de Presutti y la madre de la Nelly pasaban por el duro trance de despedirse de los parientes que quedaban en tierra. La Nelly consolaba a su madre y a su futura suegra, el Pelusa volvió a abrazar a Humberto Roland, y cambió palmadas en la espalda con toda la barra.

—¡Felicidad, felicidad! —gritaban los muchachos—. ¡Escribí, Pelusa!

—¡Te mando una postal, pibe!

—¡No te olvides de la barra, che!

—¡Qué me voy a olvidar! ¡Felicidad, eh!

—¡Viva Boca! —gritaba el Rusito, mirando desafiante a los de las otras mesas.

Dos caballeros de aire patricio se habían acercado al inspector de Fomento y lo miraban como si acabara de caer de otro planeta.

—Usted obedecerá a las órdenes que quiera —dijo uno de ellos— pero en mi vida he visto un atropello semejante.

—Sigan, sigan —dijo el inspector sin mirarlos.

—Soy el doctor Lastra —dijo el doctor Lastra— y conozco tan bien como usted mis derechos y obligaciones. Este café es público, y nadie puede hacerme salir sin una orden escrita.

El inspector sacó un papel y se lo mostró.

—¿Y qué? —dijo el otro caballero—. No es más que un atropello legalizado. ¿Acaso estamos en estado de sitio?

—Haga constar su protesta por la vía que corresponda —dijo el inspector—. Che Viñas, hace salir a esas señoras del saloncito. A ver si se van a estar empolvando hasta mañana.

En la Avenida había tanta gente forcejeando con el cordón policial para ver lo que pasaba, que el tráfico acabó por interrumpirse. Los parroquianos iban saliendo con caras de asombro y escándalo por el lado de Florida, donde era menor la aglomeración. El llamado Viñas y el inspector de Fomento recorrieron las mesas pidiendo que se les mostrara la convocatoria y se identificara a los acompañantes. Un vigilante recostado en el mostrador charlaba con los mozos y el cajero, que tenían orden de no moverse de donde estaban. Casi vacío, el London tomaba un aire de ocho de la mañana que la caída de la noche y estrépito en la calle desmentían extrañamente.

—Bueno —dijo el inspector—. Ya pueden bajar las metálicas.

B

Por qué razón ha de ser así una tela de araña o un cuadro de Picasso, es decir, por qué el cuadro no ha de explicar la tela y la araña no ha de fijar la razón del cuadro. Ser así, ¿qué quiere decir? De la más pequeña partícula de tiza, lo que se vea en ella será con arreglo a la nube que pasa por la ventana o la esperanza del contemplador. Las cosas pesan más si se las mirá, ocho y ocho son dieciséis y el que cuenta. Entonces ser así puede no ser así, puede apenas valer así o anunciar así o engañar así. En esa forma un conjunto de gentes que han de embarcarse no ofrece garantía ni de embarque en cuanto cabe suponer que las circunstancias pueden variar y no habrá embarque, o pueden no variar y habrá embarque, en cuyo caso la tela de araña o el cuadro de Picasso o el conjunto de gente embarcada cristalizaran y ya no podrá pensarse de esta última que es un conjunto de gentes que han de embarcarse. En todos los casos la tentativa tan retórica y tan triste de querer que algo por fin sea y se aquiete, verá correr por las mesas del London las gotas inapresables del mercurio, maravilla de infancia.

Lo que acerca a una cosa, lo que induce y encamina a una cosa. El otro lado de una cosa, el misterio que la trajo (sí, parece como si la trajera, se siente que no es posible decir: «que la llevó») a ser lo que es. Todo historiador camina por una galería de formas de Hans Arp a las que no puede dar la vuelta, teniendo que contentarse con verlas de frente, a ambos lados de la galería, ver las formas de Hans Arp como si fueran telas colgadas de las paredes. El historiador conoce muy bien las causas de la batalla de lama, es exacto que las conoce, sólo que las causas que conoce son otras formas de Hans Arp en otras galerías, y las causas de esas causas o los efectos de las causas de esas causas están brillantemente iluminadas de frente como las formas de Hans Arp en cada galería. Entonces lo que acerca a una cosa, su otro lado quizá verde o blando, el otro lado de los efectos y el otro lado de las causas, otra óptica y otro tacto podrían tal vez soltar delicadamente las cintas rasa o celeste de los antifaces, dejar caer el rostro, la fecha, las circunstancias de la galería (brillantemente iluminada) y escarbar con un palito de paciencia a lo largo de una considerable poesía.

De esa manera y sin que la socorrida analogía aporte al presente en que estamos y estaremos sus vistosas alternancias, es posible que al nivel del suelo sea el London, que a diez metros de altura sea un torpe tablero de damas con las piezas mal ajustadas a las casillas y faltando a todo concierto de claroscuro y convención estatuida, que a veinte centímetros sea el rostro rubicundo de Atilio Presutti, que a tres milímetros sea una brillante superficie de níquel (¿un botón, un espejo?), que a cincuenta metros coincida con el guitarrero pintado por Picasso en 1918 y que fue de Apollinaire. Si la distancia que hace de una cosa lo que es se mide por nuestra seguridad de estar sabiendo la cosa tal cual es, de poco valdría seguir esta escritura, afanarse alegremente por urdir su fábrica. Mucho menos cabría confiar en explicarse las razones de la convocatoria, suficientemente concretada en cartas con membrete oficial y firma rubricada. El desarrollo en el tiempo (inevitable punto de vista, aberrante causación) sólo se concibe por obra de un empobrecedor encasillamiento eleático en antes, ahora y después, a veces encubierto de duración gálica o de influencia extratemporal de vaga justificación hipnótica. El mero ahora de lo que está pasando (la policía ha bajado las metálicas) refleja y triza el tiempo en incontables facetas; de algunas de ellas se podrá quizá remontar el rayo hialino, volver atrás, y así en la vida de Paula Lavalle estará de nuevo un jardín de Acasusso, o Gabriel Medrana entornara la puerta de vidrios de colores de su infancia en Lomas de Zamora. Nada más que esto, y eso es menos que nada en la selva de hojas causales que han traído a esta convocación. La historia del mundo brilla en cualquier botón de bronce del uniforme de cualquiera de los vigilantes que disuelven la aglomeración. En el mismo instante en que el interés se concentra en ese botón (el segundo contando desde del cuello) las relaciones que lo abarcan y lo traen a ser esa cosa que es, son como aspiradas hacia el horror de una vastedad frente a la que ni siquiera caer de boca contra el suelo tiene sentido. El vórtice que desde el botón amenaza absorber al que lo mirá, si osa algo más que mirarlo, es la entrevisión abrumadora del juego mortal de espejos que sube de los efectos a las causas. Cuando los malos lectores de novelas insinúan la conveniencia de la verosimilitud, asumen sin remedio la actitud del idiota que después de veinte días de viaje a bordo de la motonave «Claude Bernard», pregunta, señalando la proa: «C-est-par-lá-qu’on-va-en-avant?»