V

El alumno Felipe Trejo se interesaba mucho por el ambiente de la mesa de al lado.

—Vos te das cuenta —le dijo al padre, que se secaba el sudor con la mayor elegancia posible—. Seguro que parte de estos puntos suben con nosotros.

—¿No podes hablar bien, Felipe? —se quejó la señora de Trejo—. Este chico, cuándo aprenderá modales.

La Beba Trejo discutía problemas de maquillaje con un espejito de Eibar que usaba de paso como periscopio.

—Bueno, esos cosos —consintió Felipe—. ¿Vos te das cuenta? Pero si son del Abasto.

—No creo que viajen todos —dijo la señora de Trejo—. Probablemente esa pareja que preside la mesa y la señora que debe ser la madre de la chica.

—Son vulgarísimos —dijo la Beba.

—Son vulgarísimos —remedó Felipe.

—No seas estúpido.

—Mírenla, la duquesa de Windsor. La misma cara, además.

—Vamos, chicos —dijo la señora de Trejo.

Felipe tenía la gozosa conciencia de su repentina importancia, y la usaba con cautela para no quemarla. A su hermana, sobre todo, había que meterla en vereda y cobrarse todas las que le había hecho antes de sacarse el premio.

—En las otras mesas hay gente que parece bien —dijo la señora de Trejo.

—Gente bien vestida —dijo el señor Trejo.

«Son mis invitados —pensó Felipe y hubiera gritado de alegría—. El viejo, la vieja y esta mierda. Hago lo que quiero, ahora». Se dio vuelta hacia los de la otra mesa y esperó que alguno lo mil ara.

—¿Por casualidad ustedes hacen el viaje? —preguntó a un morocho de camisa a rayas.

—Yo no, mocito —dijo el morocho—. El joven aquí con la mamá, y la señorita con la mamá también.

—¡Ah! Ustedes los vinieron a despedir.

—Eso. ¿Usted viaja?

—Sí, con la familia.

—Tiene suerte, joven.

—Qué le va a hacer —dijo Felipe—. A lo mejor usted se liga la que viene.

—Claro. Es así.

—Seguro.