22

El locutorio de la Prisión Central de Burgos es triste y oscuro, pero silencioso. En lugar de valla metálica, dos muros a media altura acabados en barrotes hasta el techo limitan el pasillo central. Los presos no reciben muchas visitas, de modo que los funcionarios que vigilan el pasillo pueden escuchar las conversaciones de todos y detenerse a escuchar la que más interés les despierte. Pepita y doña Celia esperan. Cada una aprieta una mano de Tensi. La niña mira a su alrededor con los ojos muy abiertos. Ha visto a los familiares aferrarse a los barrotes que tienen delante, pero el muro le impide ver que al otro lado han entrado los presos. Pepita la alza en sus brazos.

—Ahí están.

Doña Celia ha visto a don Gerardo. Pepita sólo distingue a dos hombres, uno apoyado en el otro.

—¿Dónde?

—Ahí.

Don Gerardo ayuda a Jaime a llegar hasta la verja. Pepita se abraza a la niña mientras gime:

—¿Qué te han hecho?

Entre los barrotes, Jaime extiende hacia Pepita su mano derecha. Ella extiende la suya. No pueden alcanzarse. Pero sienten que se están tocando los dedos.

El funcionario les ordena que se retiren. Jaime mira los ojos azulísimos que tiene enfrente.

—¡Cuánto tiempo sin ver ese color imposible!

—¿Cuál?

—El de tus ojos, chiqueta.

¿Me quieres?, preguntó ella. Te quiero, respondió él sujetándose a los barrotes porque le era imposible mantenerse en pie.

—Échate atrás, quiero verte el vestido.

Pepita da unos pasos hacia atrás, para que Jaime vea su vestido.

Lleno de flores.

Y Jaime sonríe, y le pregunta si la niña que lleva en brazos es Tensi.

Es Tensi, sí, aclara Pepita al regresar a la verja, y le pide a la niña que mire a Jaime:

—Mira.

—¿Eres mi papá?

—No, hijita, no soy tu papá.

Se parece a ti, le dice a Pepita, tus mismos ojos. Y después le ruega que pida unos pantalones que ha dejado en paquetería.

—Te he metido en el bolsillo la medida del largo. Es para que me los arregles.

Ella no sabe que en los bajos, Jaime ha escondido un manifiesto donde los presos piden que se levanten las penas de muerte. Aún no lo sabe. Pero lo sabrá. Lo descubrirá cuando se disponga a arreglar los pantalones y descosa el bajo. Y entregará el manifiesto en Puerta Chiquita, donde sabe que Reme se reúne con las mujeres que colaboran en el Socorro Rojo.

Pepita se acerca más a los barrotes. Grita, porque estaba acostumbrada a gritar en el locutorio de Ventas.

—Yo te he traído un paquete, y dinero.

—¿Por qué gritas?

—No sé.

—No vuelvas a traer dinero, el Partido se encarga de mí, tú ya tienes bastante con ese angelito.

El tiempo de la visita se acaba. El funcionario ordena a los presos que se retiren. Ahora es Jaime el que pregunta:

—¿Me quieres?

—Sí.

—Yo también te quiero, chiqueta.

Don Gerardo ayuda a Jaime a caminar. El vigilante se impacienta:

—¡Vamos, deprisa, cada uno a su brigada!

Los gritos de Pepita llegan a Jaime atravesando el aire:

—¡Volveré el año que viene!

Jaime gira la cabeza hacia atrás, hacia los ojos azulísimos, mientras se marcha:

—Escríbeme.

Se acabó el tiempo. Jaime ve cómo tiemblan los labios de Pepita, ve cómo agita la mano.

—Volveré el año que viene, amor mío.

Ahora llega la espera.

Esperarán un año para volver a verse. Se escribirán una carta cada quince días. La espera. Jaime regresa a la brigada apoyándose en don Gerardo. Jugará con él al ajedrez. Mientras espera. Espera las cartas censuradas de Pepita. Espera esas cartas, y las cartas de su abuelo. Esperar, esperar. Pamplona y Madrid se alternarán en el remite, una carta por semana. Él contestará las cartas. Alimentará de palabras sus afectos, para poder seguir viviendo. Y no es fácil. Palabras que engañan la ausencia pero señalan la distancia. No, no le resulta fácil saber que la vida transcurre fuera de la prisión, y que él es tan sólo un testigo inmóvil que asiste a los acontecimientos a través de los otros, desde lejos. Siempre desde lejos.

No es fácil, no.