Un paso detrás de otro paso. Despacio. Ha de caminar despacio del brazo de Benjamín, mirando al suelo para no perder el equilibrio, ya que la distancia que Reme tiene ante sí, en la calle Hermosilla, la aturde. Seis años sin caminar por la calle. Seis años sin ver otro horizonte que un muro contra el cielo a tan sólo unos pasos. Seis años sin caminar del brazo de Benjamín. La música de un chotis confunde el ritmo pausado de Reme. Un traspiés. La organillera continúa dando vueltas a la manivela mientras Benjamín suelta la maleta que lleva en la mano y sujeta a su esposa; para que no se caiga, la toma por la cintura como en un paso de baile.
—Pobre Benjamín.
—¿Por qué me llamas siempre pobre Benjamín? Eres tú la que tiene que aprender a andar.
—Porque eres muy bueno.
—Muy bueno, muy bueno, déjate de pamplinas.
—¿Estamos cerca?
Sí, estaban cerca. Sólo unos metros faltaban para que llegasen a casa, al pequeño piso que alquiló Benjamín cuando se trasladó con su familia a Madrid desde un pueblo de Murcia. Muy cerca. Las tres hijas solteras y el niño que les nació tarde y mal caminan detrás de la pareja. Sonríen los cuatro mirando a su madre. Sonríen, desde que la vieron salir por la puerta de la prisión con una maleta en una mano y tapando el sol con la otra. Corrieron hacia ella. La abrazaron. La llenaron de besos. Y ella no podía dejar de llorar.
—¡Sangre mía!
Benjamín fue el último en abrirle los brazos. Reme escondió la cara en su pecho, susurrando:
—¡Pobre Benjamín!
Por todo mobiliario, una mesa camilla, seis sillas y un pequeño aparador encontró Reme en la sala del piso alquilado.
—¿Te gusta?
Sin soltar la mano de su marido, Reme contestó mirando a sus hijas:
—Muy bonito, y está muy limpio y muy ordenado.
—Tuvimos que vender tus muebles.
—No importa.
—Pero mira.
Benjamín abrió la puerta de la última habitación.
—Mira.
El dormitorio.
—La cama, las dos mesillas de noche, la cómoda y el armario ropero.
Reme se sentó en la cama y acarició con las palmas de las manos abiertas la colcha de croché que había tejido su madre.
—Y mi colcha.
Esa noche, en el dormitorio de Reme y Benjamín, dos cuerpos se encontraron. Reme se había dado un baño caliente, por primera vez en seis años.
—Amor mío.
—Amor mío.
Y por primera vez, las palabras de Reme y Benjamín hablaron de amor. La ternura venció al pudor que hasta entonces habían sentido. Ambos olvidaron el recato, el miedo a pronunciar el nombre del otro en un gemido.
—Benjamín.
—Reme, mi Reme.
Él le quitó el camisón, por vez primera.
La piel recién bañada de Reme recibió los besos de Benjamín. Ella acarició todo el cuerpo de su esposo, por primera vez en veintisiete años de matrimonio. Sorprendida, sostuvo en sus manos su descubrimiento mientras hundía la nariz en la axila de Benjamín.
—Qué bien hueles, amor mío.
—Sigue acariciándome así.
—¿Así?
—Así.
Fuego de lumbre en una chimenea. Así fue el amor.
—Benjamín.
—¿Qué?
—¿Estás dormido?
—No.
—Hoy voy a dormir en una cama.
—¿Eh?
—Estás dormido.
—No, no estoy dormido.
—Voy a dormir en un colchón de lana mullidito. En una cama. En mi cama, y con mi almohada.
Benjamín le acarició la mejilla.
—Y conmigo.
—Sí, y contigo.
—Pues anda, vamos a dormir, ¿no tienes sueño?
No, Reme no tenía sueño. Acurrucada en el hombro de Benjamín, recorría con la mirada su habitación intentando convencerse a sí misma de que era cierto que ella estaba allí. Si la viera Tomasa. Si Tomasa pudiera verla. Aunque es mejor que no la vea. Pobre Tomasa.
—Benjamín.
—¿Qué?
—Le he regalado la silla que me llevaste a una compañera de dentro.
—Has hecho bien.
Tomasa es buena. Tomasa no tiene maldad y se hace la dura para que no se le note que es buena. Tomasa quiso regalarle la cabecita negra del cinturón de Joaquina. Es buena, y generosa. Irá a esperarla el día que la suelten. Porque no tiene a nadie que vaya a esperarla. Y no tiene a nadie que le mande paquetes. Ella se los mandará. Sí. Y le escribirá cartas, porque no tiene a nadie que le escriba, y no hay tristeza más grande que verla en la hora del reparto esconderse en una esquina. Se esconde, Reme la ha visto esconderse muchas veces. Y sabe que lo hace para no ver la cara de las que extienden la mano hacia un sobre y para que nadie sepa que a ella no le han escrito nunca y nunca le escribirán. Menuda sorpresa va a llevarse. Le escribirá, y le dará noticias de la hija de Hortensia. Y de Elvirita. Y de Sole. Buscará a la hija de Hortensia, y a la niña pelirroja que le regaló a Tomasa el vestido de su madre. Querida hermana, así empezará la carta. Querida hermana, para que se la entreguen se hará pasar por su hermana, me alegraré que a la llegada de ésta, sí, eso es, su hermana, porque tiene que ser familiar directo.
Reme se dormirá pensando en Tomasa, buscando las palabras que escribirá en la primera carta. Ha de encontrar la forma de hablar de sus compañeras sin que la funcionaria que censura la correspondencia se dé cuenta. A Elvirita la llamará la niña de la maleta, y Hortensia será la madre de la chiquilla de ojos azules que no quería nacer. A Sole, no sabe cómo llamar a Sole. La puerta abierta de la jaula. La jaula abierta.
Sí, Sole será la jaula abierta.