—Mal fario, que seamos trece en el expediente, mal fario. Trece, el número de la mala sombra, y el de las menores.
Hortensia deja de escribir y se lleva el extremo del lápiz a la boca.
—No te hagas sangre pensando en eso, Hortensia.
Pero Reme no puede dejar de pensar en las trece menores, aunque le pida a Hortensia que no piense en ellas. Se las llevaron a la capilla en la medianoche del día siguiente al juicio, el cuatro de agosto. Ya podemos acostarnos, había dicho Anita después de esperar hasta las doce. Anita no se durmió, pero a Victoria y a Martina las tuvieron que despertar para llevárselas. Reme piensa en aquel cuatro de agosto. Recuerda la palidez de la funcionaria que fue a buscarlas, el susto que llevaba en el cuerpo tapado con la capa azul marino. Recuerda que Victoria comenzó a llorar cuando la despertaron. Abrazó a una compañera y lloró el desconsuelo de su madre, su hijo mayor acababa de morir en comisaría, y ella y Gregorio, los dos hijos que le quedaban, morirían al alba. Primero Juan, ahora Goyito y yo, repetía llorando.
Hortensia guarda el cuaderno y el lápiz debajo de su petate. Saca de su bolsa de labor un faldón y lo coloca sobre su vientre para mostrarlo a sus compañeras.
—Ya te queda muy poco.
—No te creas, hay que hacer muchas filas de punto de cruz, para que esté bien fruncidito. Mira.
La niña pelirroja mira el faldón, pero no se atreve a mirar a Hortensia. No la mira a los ojos desde que regresó del juzgado. No se atreve a mirarla. Y no sabe por qué. Quizá tema que Hortensia descubra su miedo a la muerte. O quizá teme descubrir la mirada de la muerte en los ojos de la mujer que va a morir. O tal vez sea pudor y no se atreve a mirarla simplemente por eso, por pudor. Retira la vista de la prenda infantil y se sienta de espaldas a Hortensia. Reme ha sacado también su bolsa de labor, y teje una mantilla blanca.
—Elvirita, hija, nos estamos quedando sin lana. Vete al economato y trae una madeja blanca, anda.
Mientras camina hacia el economato, Elvira se toca la cabeza. Pudor. Sí, siente pudor al mirar a Hortensia. Ella no tiene derecho a descubrir qué hay en sus ojos. Tampoco a Julita Conesa la miró a los ojos. Ni a Virtudes González. Ella no se atrevió a mirar a los ojos a ninguna de las trece menores. Camina mirando hacia el suelo. Los juicios rápidos son peligrosos, acaban siempre en condenas largas. Se alegra de que el suyo no se haya celebrado aún, y se toca la cabeza recordando a Virtudes González. También a ella le raparon el pelo, en la comisaría de Jorge Juan, antes de llevarla a Ventas. Su novio se llamaba Vicente. Él estaba en su mismo expediente, entre los sesenta condenados a muerte, y Virtudes tenía la esperanza de verlo ante el piquete de fusilamiento, quería despedirse de él. Pero no se lo permitieron. Tampoco Victoria pudo ver a su hermano Gregorio.
Con la madeja en la mano, Elvira regresa junto a sus compañeras y vuelve a sentarse de espaldas a Hortensia sin dejar de pensar en los sesenta jóvenes que habían pedido que los fusilaran juntos. Querían despedirse. Deseaban verse por última vez. A los varones los llevaron a las seis de la mañana al cementerio del Este, y murieron a las seis contra la tapia. A ellas las llevaron a las seis y media.
—¿Cuándo es luna llena?
—Pasado mañana.
Pasado mañana. Hortensia abraza su vientre abultado con las dos manos. Quizá llegue a tiempo. Pasado mañana será luna llena.
—Este niño no quiere ver el mundo.
—¿Cuánto hace que cumpliste?
—Diez días llevo cumplida. El defensor pidió misericordia.
Sí, misericordia fue lo único que pidió el capitán del Ejército de Tierra que actuó como abogado defensor.
—Para el niño, pidió misericordia. Mi hermana ha mandado un pliego de súplica a Franco, qué chiquilla. Dice que le han dicho que a veces contesta en tres días, vamos a ver.
Tres días son muchos. Reme y Elvira lo saben. Lo saben. Estaban en la prisión de Ventas el tres de agosto de mil novecientos treinta y nueve, cuando regresaron del juzgado número ocho las trece menores. Y recuerdan que una de ellas se colocó las medias antes de salir hacia la capilla, y otra se cortó las trenzas. Que se las den a mi madre, pidió. Pero nunca se las dieron a su madre. Tres días son muchos.
—No sé si servirá de algo, qué chiquilla, al mismísimo Franco le ha escrito.
Reme y Elvira temen que no sirva de nada. Como de nada sirvieron las firmas que recogieron las madres de Las Trece Rosas ni los suplicatorios que escribieron solicitando clemencia.
No. De nada sirvió la firma que Dolores Conesa estampó en un documento el mismo día cinco de agosto de mil novecientos treinta y nueve, año de la victoria, sin saber que su hija había sido fusilada ya. Al Excmo. Señor General Don Francisco Franco Jefe del Estado Español la dirigió, y adjuntó un pliego con las firmas que había recogido entre los vecinos de la calle Galería de Robles. Treinta y cinco firmas, junto a una carta escrita por una madre. Encabezó la súplica llamando Señor al destinatario y, después de dos puntos, escribió: La que suscribe. Añadió su nombre y dirección y comunicó que era viuda, y madre de la procesada Julia Conesa, condenada a la pena de muerte por los Tribunales de esta plaza. Como madre suplicó que no fuera cumplida la sentencia. Sentencia fatal, escribió. Ya que como comprueban estas firmas de industriales y vecinos es excesiva. Como madre, imploró. Espero en estos momentos de amargura la ayuda de V. E., de su bondad infinita, pidiendo a Dios le conceda vida larga para que nuestra España conducida por su mano sea pronto la nación Grande que sirva de modelo al mundo entero.
—Si es verdad que contesta en tres días, a lo mejor llega a tiempo, ¿cuándo es luna llena?
Tres días son muchos. Reme y Elvira se miran sin contestar a Hortensia. Saben que tres días son muchos. Elvira acaricia la cabecita del cinturón de Joaquina. Acaricia su regalo. Se levanta de su petate. Busca su maleta y se inclina sobre ella simulando que guarda algo en su interior, para que Hortensia no la vea llorar mientras recuerda la madrugada de aquel cinco de agosto. La recuerda bien. Desde la ventana, vio a Las Trece Rosas atravesar el patio. Salieron de la capilla de dos en dos, sin humillar la cabeza. A cada pareja la escoltaban tres guardias civiles. Las subieron en camiones. Todas continuaron con la cabeza alta. Algunas cantaban. Julita Conesa siempre cantaba.
De nada sirvió que doña Dolores pidiera clemencia. La madre de Julita Conesa sólo tuvo un consuelo: las cartas que su hija le escribió en la prisión de mujeres de Ventas, segunda galería derecha. El día de su muerte escribió Julita la carta que provocará más tristeza en su madre. La carta más triste. La última. Y la más corta:
Madrid, 5 de agosto de 1939
Madre, hermanos, con todo el cariño y entusiasmo os pido que no lloréis ni un día. Salgo sin llorar, cuidad a mi madre, me matan inocente pero muero como debe de morir una inocente.
Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo pero ten presente que muero por persona honrada.
Adiós, madre querida, adiós para siempre.
Tu hija que ya jamás te podrá besar ni abrazar.
JULIA CONESA
Besos a todos, que ni tú ni mis compañeras lloréis.
Que mi nombre no se borre en la historia.
No lloréis por mí. Elvira controla su llanto. Revuelve su maleta simulando que la ordena de espaldas a Hortensia, para recordar a Julita. Recordarla, para que no se borre su nombre.
No, el nombre de Julita Conesa no se borrará en la Historia.
No.