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Cuando Pepita recibió una carta remitida por Jaime Alcántara, temió que un desconocido le enviara malas noticias. Venía de Toulouse. Pero al comenzar a leerla, reconoció de inmediato la letra de Paulino, y dedujo que el nombre era también una forma de esconderse.

—¿De quién es, que se te ha puesto esa cara, niña?

Doña Celia preguntaba desde el final del pasillo, con una taza de desayuno en la mano.

—Es de Francia.

La alegría de Pepita despejó la curiosidad de su patrona. Doña Celia se apoyó en el quicio de la puerta, se acercó el borde de la taza a los labios y sopló repetidas veces sin dejar de mirar a la joven. Pepita continuó leyendo. Sonrió. Jaime descubría a Paulino al mencionar en la carta la estación de Delicias y la iglesia de San judas Tadeo. Se descubría, sólo para ella, después de inventar que era maquinista de tren, que le pesaban los cinco años que llevaba viajando en Francia, que el último viaje había sido muy largo y se sentía cansado, pero se encontraba bien. Jaime inventaba su vida, para que Paulino pudiera escribirle una carta a Pepita. Y ella imaginó que aquella historia era una sucesión de mentiras que escondían una sola verdad: la amaba. Y volvió a sonreír. Lo que no podía imaginar Pepita era que el cartero, inmediatamente después de entregarle su carta, acudiría a Gobernación para informar de que acababa de llevar correspondencia del extranjero a la pensión Atocha. Tampoco Jaime podía saberlo. Él escribió la carta para tranquilizar a Pepita. Inventó la historia del maquinista para protegerla, para que su suerte no comenzara a ser negra si la carta caía en otras manos que no fueran las suyas. El mismo día de su llegada a Toulouse la escribió, para que Pepita supiera que ya había terminado su viaje. Y que había llegado bien.

La rubia socialista de la que no se fiaba Mateo cuando se llamaba Felipe les había recibido en San Juan de Luz. La misma rubia. Jaime y Mateo se sorprendieron al verla, no esperaban encontrarla allí. Los dos sonrieron y le estrecharon la mano. Ella no sonrió ni una sola vez, les presentó a un miembro del Partido Comunista que estaba con ella y les preguntó si habían tenido una buena travesía. Después dijo que debía marcharse.

—Aquí acaba nuestro cometido, vuestro camarada os llevará a Bayona.

Cobró el importe de los servicios prestados y se despidió diciendo que no volverían a verse.

En Bayona, el Comité de Euskadi les facilitó avales para la policía francesa que les permitieron llegar sin problemas hasta Toulouse. Una vez allí, se instalaron los dos en la misma habitación de un pequeño hotel y el camarada que les había acompañado durante el trayecto insistió en que debían dormir unas horas, entretanto él buscaría un médico que curara la herida de Mateo, por la noche los conduciría ante el Comité Central.

—¿Cómo siguen las cosas por allí?

—¿Desde cuándo faltas?

—Desde lo de Casado. Me vine con Dolores desde Monóvar.

—Entonces sabrás que fue un desastre, los casadistas entregaron los ficheros y los nuestros cayeron unos detrás de otros. A muchos ni tuvieron que buscarlos, porque la Junta de Casado los había metido ya en la cárcel.

—¿Y la guerrilla?

—Ahí andamos.

—Por aquí se dice que la lucha guerrillera la han organizado los socialistas.

La aversión que sentía Mateo por los socialistas le hizo gritar:

—Eso es mentira, la verdadera guerrilla, bien organizada, ha sido del PC; y la mayoría de lo que yo he conocido han sido comunistas.

—Ya, si os lo digo para que no os coja de sorpresa que quieran apuntarse el tanto.

—Pues que se apunten el tanto que se puedan apuntar y se dejen de hostias.

—Voy a buscar al médico. Vosotros, descansad un rato.

A pesar de la fatiga, Jaime no pudo dormir. Lo intentó, pero no pudo. Y resolvió aprovechar el tiempo de descanso para escribir la carta que Pepita está terminando de leer. Se la envió esa misma tarde. Era viernes. Dejó durmiendo a Mateo y bajó a la calle a buscar un sello y un buzón para enviar la carta a Pepita sin sospechar que, al hacerlo, la enviaba a ella a Gobernación. Sin sospechar que poco después de que Pepita la haya leído embelesada, dos hombres llegarán a la puerta de la pensión Atocha mientras ella aprieta la carta contra su pecho. Dos miembros de la Policía Especial del Ministerio de Gobernación harán sonar el timbre, y la patrona lo oirá desde el final del pasillo, cuando se lleve una taza de desayuno a los labios mientras observa con ternura el embeleso de Pepita. Cuando la joven de ojos azulísimos haya terminado la lectura, y apriete la carta contra su pecho, el timbre de la pensión Atocha sonará de forma insistente al tiempo que alguien golpea la puerta.

—¡Ya va! ¡Ya va!

Doña Celia se alarmará al escuchar el estruendo:

—Abre, niña, que me van a tirar la puerta abajo.

Pepita abrirá la puerta.

Dos hombres.

Dirán Buenos días y mostrarán sus placas. Uno preguntará por ella:

—¿Josefa Rodríguez García?

—Yo misma.

Otro anunciará:

—Policía Especial.

Y querrá saber si ha recibido una carta de Francia.

Pepita aún aprieta el sobre contra su pecho, y lo esconde a su espalda.

—Enséñenos esa carta.

No es miedo lo que siente Pepita. No es desesperación. En un instante, asume que su suerte está echada, la suerte negra que le anunció el que se llamaba Paulino. Mira a doña Celia, deja caer los brazos, y muestra la carta.

—Acompáñenos.

—¡Esperen!

Es doña Celia la que grita Esperen. Ha tirado la taza del desayuno al suelo. Y corre hacia los hombres que se llevan a Pepita tomándola cada uno por un brazo.

—Dejen que vaya a ponerse un abrigo.

Los ojos azulísimos dirigen de nuevo su mirada hacia doña Celia. Los hombres que se la llevan no detienen su marcha.

—Esperen, ¿no ven que va a cuerpo? No puede salir así a la calle, con el frío que hace.

Doña Celia sí siente miedo. Siente desesperación. Y se aferra a la idea de proteger a Pepita. Protegerla, aunque sólo sea del frío. Corre a la habitación de la joven. Busca su abrigo en el armario. Baja las escaleras deprisa. Alcanza a Pepita en la calle. Le abriga la espalda y le acaricia la cabeza.

—Gracias.

Gracias, le dice Pepita, girando el rostro hacia ella.

—Gracias, señora Celia.

Vuelve a mirar hacia adelante, aprieta la carta contra su pecho y siente en los hombros el peso del abrigo de su padre. Camina con paso firme. Camina sabiendo que Paulino está a salvo llamándose Jaime. Y que seguirá estando en Francia, a salvo, aunque ella no resista ni una sola patada.

Doña Celia la ve alejarse entre los hombres que se la llevan. Piensa que esa muchacha es muy frágil, y que ella debe hacer algo. Piensa. Y decide. Irá a pedir ayuda al doctor Ortega. Recurrirá a él. Don Fernando sabrá qué hacer. Y doña Celia se dirige hacia la casa del médico. Comienza a correr. Corre. Corre, y recuerda a su hija Almudena. Sin poder evitarlo, corre pensando en su hija, acordándose de la última vez que la vio. Iba caminando con paso firme, entre dos hombres.