—¿Seis mil seiscientas?
—Seis mil seiscientas.
—Están locos.
—Si fuéramos socialistas no nos cobrarían ni una perra chica.
—¿Eso te han dicho?
—Eso mismo, lo primero que me ha preguntado esa rubia es si somos socialistas.
Mientras Felipe y Amalia esperaban a Paulino en la cocina, la militante socialista a la que se refería Felipe aguardaba en la sala de estar. Era rubia, sí. De nariz aguileña y barbilla prominente, vasca, de San Sebastián. La salmantina que milita en Solidaridad Obrera la había llevado a su casa para preparar la fuga de Paulino y Felipe. Pero Paulino no había regresado aún de acompañar a su abuelo, y Felipe obligó a la rubia a sentarse en la sala hasta que regresara. Y la rubia se sentó, después de mantener una breve conversación con Felipe, en la que intentó convencerle de que huir a través de Portugal era imposible. Los que cruzaban la frontera portuguesa eran devueltos de inmediato por los guardinhas de Salazar. Lo más sensato era pasarlos por Irún, así lo estaban haciendo con otros compañeros, y así se lo propuso sin darle otra opción.
—Tú decides, pero nosotros no sacamos a nadie por Portugal.
—Yo no decido solo, hay que esperar a que llegue mi camarada.
—No puedo esperar, habíamos quedado a las ocho y son las ocho.
—No sé a qué viene tanta prisa.
—Oye, los vuestros están cayendo cual pichones, supongo que eso sí lo sabes.
—¿Y qué si lo sé?
—Que sois peligrosos, compañero.
—Esperarás. La espera entra en el precio.
La firmeza de Felipe hizo sonreír a la rubia, que contestó con la misma firmeza:
—Hasta las ocho y cuarto. Espero hasta y cuarto, ni un minuto más.
—Bueno está. Siéntate, ahora vuelvo.
Felipe abandonó la sala, cerró de un portazo al salir, y ya en la cocina, le preguntó a Amalia si la rubia era de fiar.
—Han sacado a muchos, ¿por qué?
—¡Pues no que va y me dice que los nuestros están cayendo cual pichones!
—No me extraña que lo diga. En Madrid estamos cayendo cual pichones, o como chinches, como más te guste.
—Lo que no me gusta es que me lo digan. Y menos, ellos.
—Es de fiar.
—Será de fiar pero es socialista, y antipática como ella sola. No se puede ser más siesa, chiquilla, lleva la malasombra puesta al derecho en la cara.
—Es de fiar.
Entonces fue cuando Felipe le contó a Amalia que les cobrarían seis mil seiscientas pesetas por sacarlos de España. Entonces fue cuando ella dijo que estaban locos y él le explicó que tenían que pagar porque no eran socialistas.
—¿Tenéis ese dinero?
—Sacamos quince mil en la última acción, en la fábrica de harina.
—Pues entonces, ¿a qué esperas para decirle que sí?
—A El Chaqueta Negra, él es quien decide.
—¿Y tú?
—Yo, lo que él diga está bien dicho.
En ese mismo instante, entró Paulino en la cocina tocándose los labios. Felipe se acercó a él:
—Seis mil seiscientas pesetas.
—¿Qué?
—Los socialistas nos cobran seis mil seiscientas pesetas por pasarnos a Francia.
Paulino abandonó en sus labios los besos de Pepita y se metió las manos en los bolsillos para escuchar a Felipe.
—Seis mil seiscientas, porque no somos socialistas, los muy cabrones.
—¿A cada uno?
—Por los dos.
Y le cuenta que la rubia asegura que puede conseguir filiaciones auténticas.
—De Belchite, como el pueblo entero está destrozado y los papeles del ayuntamiento y de la parroquia se quemaron, a los de Belchite les dan documentos de verdad, que tienen que hacer listas nuevas porque todo ha desaparecido. Nosotros ahora seremos de Belchite, camarada.
—¿Y pueden conseguir salvoconductos?
—Para seis meses.
—¡Para seis meses!
Se extrañó Paulino, porque el máximo periodo de tiempo que cubrían los salvoconductos solía ser de tan sólo un mes.
—¿Cuándo pueden sacarnos?
—Esta misma noche nos pueden empaquetar para San Sebastián en tren; y mañana, en barco para San Juan de Luz.
—Un momento, habíamos dicho por Portugal.
—Imposible, agarran a cualquiera que lo intente.
Después de que Felipe pusiera al corriente de los planes de fuga a Paulino, ambos se dirigieron a la sala donde aguardaba la militante socialista rubia y le comunicaron que aceptaban sus condiciones.
—A las diez vendrán a buscaros, darán tres golpes en la puerta. Habréis de estar preparados a las diez en punto. Y esta vez no se esperará a nadie. Un compañero os traerá los documentos y os llevará a la estación. Cuando lleguéis a San Sebastián, cogéis el tranvía número siete, el de Pasajes. Os bajáis en la última parada y esperáis allí, en la tapia que hay enfrente. Llevaréis una maleta pequeña cada uno, y el sombrero en la mano. Se acercará alguien a vosotros, se quitará el sombrero y os dirá Madrid. Vosotros le contestáis Madrid. ¿Entendido?
—Perfectamente.
—No podéis llevar armas, ¿tenéis armas?
—Sí.
—Las dejáis aquí, pues. Si os cogen con ellas en el tren estáis perdidos.
Acordaron que el pago de las seis mil seiscientas pesetas lo harían en San Juan de Luz. Y la rubia se despidió diciendo que volverían a verse.
Felipe desconfiaba aún. Le expuso sus temores a Paulino:
—No me fío de esa flamencota. Ni de uno de los pelos de esa rubiales me fío yo. Yo me llevo el naranjero como me llamo Felipe, y mi astra me la llevo también.
—Llevamos casi dos años escondidos, Cordobés.
La respuesta de Paulino sorprendió a Felipe.
—Y eso qué tiene que ver.
Llevaban casi dos años en Cerro Umbría, sí. Llevaban demasiado tiempo huidos. Pero El Chaqueta Negra nunca se había lamentado por ello. El tono de su voz le delató, Paulino no pensaba en las armas al contestar a Felipe:
—Voy a escribir una carta.
Paulino pensaba en la carta que le había entregado a Pepita en la estación de Delicias. Y volvió a tocarse los labios. Deseaba escribirle otra carta. Pensaba en la carta que iba a escribirle. Sacó papel y lápiz. Escribirá. El tiempo que llevo escondido en el cerro no me duele. Me duele el tiempo que podría ser nuestro. Me duele esta noche. Y me dolerá mañana. Me dolerá cada minuto, hasta que vuelva a verte, chiqueta. Tengo que irme. Y escribirá que desea casarse con ella el mismo día que vuelva. Volveré, escribirá.
Volverá, Paulino.
Pero no podrá casarse con Pepita el día de su vuelta.