En silencio y en orden regresan a la galería número dos las reclusas que han ido a comunicar. En silencio y en orden, todas, excepto Reme, que lleva en la mano una silla baja de anea que le ha traído Benjamín, se dirigen hacia sus petates enrollados contra las paredes del pasillo central, en los peldaños de las escaleras o en las celdas, donde tomarán asiento para memorizar la visita en silencio y en orden. Con la mirada perdida, intentarán atrapar los últimos diez minutos, retener el tiempo que ha pasado ya, para el recuerdo.
Reme guarda en su mirada perdida el llanto de su nieto. Coloca su silla junto al petate de Hortensia y la invita a sentarse. Reme no debe llorar. Y no llora. Volverá a ver al niño en septiembre, el día de la Merced, el veinticuatro; de hoy en ocho meses volverá a verlo. El día de la patrona de prisiones permiten a los niños entrar al patio del penal. Y Reme abrazará a su nieto por primera vez.
Diez minutos. Todas y cada una de las presas que han pasado diez minutos frente a sus familiares perderán la mirada muchas veces. Se perderán, porque tienen un lugar donde perderse. Diez minutos. Y Hortensia acepta la silla de anea, y en sus ojos resplandecen los ojos de Felipe; su sonrisa sonríe en su boca; y son las manos grandes de Felipe las que acarician las mejillas de Hortensia con las manos de Hortensia. Diez minutos. Y Hortensia no debe llorar. Se sienta. Y no llora. A su lado, Elvira se desata con furia la coleta. No debe llorar. Pero llora. Llora y se despeina porque no sabe cuándo podrá volver a agitar su cola de caballo para su hermano.
—Elvira, compórtese.
A La Veneno le irrita que las internas pierdan el control. Y Elvira comienza a perderlo. No permitirá sus lágrimas. No permitirá que revolucione a las demás. No lo permitirá. Se acercará a ella con los brazos cruzados bajo el escapulario delantero de su hábito y le ordenará con un grito que se controle:
—Contrólese.
La disciplina comienza por el control. La hermana María de los Serafines lo sabe. Y está dispuesta a castigar a la niña pelirroja que no va a morir. La mira con desprecio mientras Elvira llora y revuelve su melena con las dos manos después de arrojar su lazo a los pies de la monja, después de arrojar a sus pies su desesperación.
El volumen del vientre de Hortensia le impide levantarse deprisa. Quiere recoger el lazo. Quiere tranquilizar a Elvira porque teme que la hermana María de los Serafines la castigue.
La va a castigar, sí.
—Sabe de sobra que no quiero lágrimas aquí. Sabe de sobra que no consiento ni una sola rabieta. Lo sabe. Y, por si se le ha olvidado, yo se lo voy a recordar.
La monja la ha cogido por el brazo y la levanta de un tirón de su petate.
—Venga conmigo.
Se la lleva.
Hortensia consigue superar la torpeza, se levanta sujetándose los riñones y se acerca a la monja.
—Hermana, por caridad, no se la lleve, está malita, tiene calentura, y tose.
Reme y Sole siguen a Hortensia.
—Está del pecho, tiene una tos muy fuerte.
—La tiene agarrada en lo hondo, no sabe usted bien cómo está esa niña.
La hermana María de los Serafines se vuelve hacia ellas. Aprieta los dientes y frunce el ceño al mirar a las tres. Sin mediar palabra, tira del brazo de Elvira y la empuja hacia el pasillo.
Se la lleva.
Sí, se la lleva.
Y Elvira no para de llorar.