32

La actividad de la galería número dos derecha comenzó como siempre temprano. A las siete de la mañana se levantaron las presas. Era el día de Navidad, y era día de visita. Asistieron a misa obligadas, como todos los días de precepto, pero sólo algunas comulgaron. Las demás permanecieron de pie en señal de protesta durante toda la liturgia y escucharon con la cabeza alta las imprecaciones que el cura les dirigió en la homilía:

—Sois escoria, y por eso estáis aquí. Y si no conocéis esa palabra, yo os voy a decir lo que significa escoria. Mierda, significa mierda.

Tomasa, indignada, pidió al salir una asamblea extraordinaria y propuso en ella una huelga de hambre hasta que el cura les pidiera perdón por sus insultos.

—¿Más hambre?

Era Reme, que miró a Hortensia con desesperación en los ojos, como pidiéndole ayuda, como pidiéndole pan.

—Más hambre no, por Dios.

Algunas mujeres apoyaron la idea de la huelga, y Hortensia tomó la palabra:

—Hay que sobrevivir, camaradas. Sólo tenemos esa obligación. Sobrevivir.

—Sobrevivir, sobrevivir, ¿para qué carajo queremos sobrevivir?

—Para contar la historia, Tomasa.

—¿Y la dignidad? ¿Alguien va a contar cómo perdimos la dignidad?

—No hemos perdido la dignidad.

—No, sólo hemos perdido la guerra, ¿verdad? Eso es lo que creéis todas, que hemos perdido la guerra.

—No habremos perdido hasta que estemos muertas, pero no se lo vamos a poner tan fácil. Locuras, las precisas, ni una más. Resistir es vencer.

Cuando las voces se sumaban unas a otras, a favor y en contra de la oportunidad de la huelga de hambre, y la palabra dignidad resonaba más que ninguna sobre la palabra locura, Elvira llegó corriendo al cuarto de las duchas:

—¡Viene La Veneno! ¡Que viene La Veneno!

Las mujeres que tenían toallas se envolvieron el pelo con ellas o se las colgaron al hombro, y las que no las tenían simularon que se secaban las manos con la falda. La reunión había acabado. La Veneno, acompañada de Mercedes, se acercaba a la cancela con un Niño Jesús en los brazos. Mercedes giró la llave y empujó la puerta, dejó pasar a su superiora y entró tras ella en la galería. Volvió a girar la llave, se la colgó a la cintura y se colocó una horquilla que sobresalía en exceso de su moño de plátano.

—¡A formar!

No era hora de recuento. Pero nadie preguntó por qué las obligaban a formar.

Mercedes dio tres palmadas y las presas se pusieron en fila. La hermana María de los Serafines mostró el Niño Jesús coronado de latón dorado, pasó la mano bajo las rodillas regordetas y cruzadas, y ofreció el pie del infante a la primera reclusa:

—El culto religioso forma parte de su reeducación. No han querido comulgar y hoy ha nacido Cristo. Van a darle todas un beso, y la que no se lo dé se queda sin comunicar esta tarde.

Una a una, las presas fueron besando el pie ofrecido. Una a una, inclinaron la cabeza para besar al Niño. La Veneno lo sostenía a la altura de su estómago para obligarlas a una inclinación pronunciada. Después de cada beso, Mercedes secaba el pie de cartón piedra con un pañito de lino almidonado.

—Ahora usted, Tomasa.

Es el turno de Tomasa, que no puede contener su ira.

Cuando se le acercó La Veneno, la extremeña le mantuvo la mirada, con la boca apretada de rabia. Después de unos minutos, la monja obligó a Tomasa. Atrajo la cabeza de la reclusa hacia el Niño Jesús. Tomasa agachó la cabeza, acercó los labios al pequeño pie, y en lugar de besarlo, abrió la boca y separó los dientes.

Un crujido resonó en el silencio de la galería.

Un crujido.

Y una boca que se alza sonriendo, con un dedo entre los dientes.

Y un grito:

—¡Bestia comunista!

El grito es de la hermana María de los Serafines.

Mercedes acerca su pañito almidonado al pie del Niño Jesús y cubre su amputación como quien cura una herida. La monja vuelve a gritar:

—¡Bestia comunista!

Y propina un golpe seco con el puño cerrado en la boca de Tomasa.

Un vuelo de hábitos, de anchas mangas blancas dirigidas a un rostro que no ha perdido la sonrisa.

La fuerza del puñetazo hace escupir a la sacrílega, y el dedo del Niño Dios vuela con las tocas por los aires.

Ha terminado el besa pie. La hermana María de los Serafines ordena la búsqueda del dedo cercenado. Y las reclusas rompen la formación sofocando una carcajada. A Elvira se le escapan dos lágrimas al intentar controlar su sofoco, y Hortensia se lleva las manos al vientre y exclama:

—¡Ay, madre mía! ¡Ay, madre mía de mi vida y de mi corazón!

Para no reír, las reclusas buscan el dedo perdido sin mirarse unas a otras. Para no reír, no miran a Tomasa.

—¡Aquí está!

Es Reme, que ha encontrado el dedito de Dios y se lo entrega a la monja.

El labio de Tomasa ha comenzado a sangrar, la hermana María de los Serafines la empuja hacia Mercedes ordenándole que quite a la sacrílega de su vista:

—¡Quite a esta sacrílega de mi vista!

Y acerca el pequeño dedo al pequeño pie para comprobar si podrá curar la herida. Sí, podrá pegarlo. Lo mira con arrobo. Una lágrima le asoma por el rabillo del ojo. Podrá pegarlo, aunque se notará la juntura como una pequeña cicatriz.

Las presas de la segunda galería derecha podrán reír cuando se estén arreglando para acudir al locutorio. Cuando la agitación bulliciosa por la alegría del encuentro con sus familiares les haga olvidar la tristeza que les produjo la imagen de Tomasa, intentando mantener el equilibrio, saliendo a empujones hacia su castigo. Podrán reír cuando olviden la pena que sintieron al verla caminar abrochándose el vestido de la madre de Elvira. Sólo entonces, cuando las reclusas estén preparándose para la visita, podrán reír. Y será Reme la que provoque sus risas. Se pellizcará, como todas, los pómulos, para que el color lleve a su rostro un aspecto un poco más saludable, un poco menos demacrado y famélico, y dirá mientras lo hace:

—Y ahora, se cargarán de razón cuando digan que las comunistas nos comemos a los niños. Carajo que es bruta la muy puñetera.

Reme será la primera en reír. Elvira la seguirá después de preguntar a Hortensia:

—¿Te fijaste en la cara de La Veneno?

—¡Cómo se puso!, capaz de darle algo.

La tensión acumulada saltará en carcajadas mientras se arreglan las que tienen visita, ayudadas por las que no la tienen.

—Toma, Reme, ponte esta bufanda roja que te alegre un poco la cara.

Reme se limpia con saliva las manos, porque hace tiempo que han cortado el agua. Se asea pensando en Benjamín. No debería haberle pedido jabón en la visita anterior. El jabón escasea. No tenía que habérselo pedido, y menos aún la sillita de anea. Pobre Benjamín, no tenía que haberle pedido nada. Él siempre le lleva lo que puede llevarle. Y sonríe pensando en su nieto, al que verá esta tarde por primera vez. El hijo de su hijo, nacido en León hace apenas seis meses.

Hortensia está más excitada que de costumbre, y no sabe por qué. Se estaba haciendo dos trenzas, como le gusta a Felipe, cuando una mujer que trajeron hace unos días de Salamanca se acercó a ella. Había sido acusada de colaboración con bandoleros, eso era todo lo que sabían de aquella mujer pequeña y enérgica que entró en la galería número dos derecha sin que el miedo asomara a sus ojos. Algunas creyeron que se trataba de una guerrillera, pero en realidad pertenecía a la dirección del Partido Comunista en Salamanca.

—Me llamo Sole.

Después de decirle que se llama Sole, añade que es comadrona, y que su hija le ha enviado un mensaje:

—Dice que no me despegue de ti, y que salgamos juntas a comunicar, que es muy importante que estemos juntas.

—¿Por qué?

—Eso no me lo ha dicho.

Y Elvira canta, más alegre que nunca, mientras se anuda un lazo en su cola de caballo, como le gusta a Paulino. Tiene un poco de fiebre que no se le quita, y hoy se alegra por ello, porque su abuelo la verá con rubor en las mejillas.

Elvira no sabe que en unos minutos verá a su hermano Paulino. Tampoco Paulino lo sabe.

Paulino camina ya hacia la prisión de Ventas acompañando a Felipe.