La primera nevada de aquel invierno comenzó a caer cuando Pepita llegaba a casa de don Fernando. Llamó a la puerta con timidez, un leve timbrazo suave y corto, uno solo. Él esperaba a Pepita, dispuesto para salir, con la capa española sobre los hombros y el sombrero en la mano. Le extrañó la ausencia de energía en aquella llamada. Le extrañó, porque eran las diez de la mañana, la hora en que llegaba Pepita. Y Pepita nunca llamaba así. Antes de abrir, don Fernando miró a través del cristal de una ventana para decidir si se llevaba o no el paraguas. Después se acercó a la puerta y se asomó a la mirilla. Sí, era Pepita. Escondió la nota de su esposa en un bolsillo. Y abrió.
Nevaba.
—Buenos días.
—Buenos días, señorito.
—¿Has visto?, está nevando.
Pepita no le devolvió la sonrisa. No cerró la puerta. No se quitó el abrigo ni se dirigió como siempre a la cocina. Se quedó parada en el vestíbulo mirándole fijamente. Él se colocó el sombrero frente al espejo del perchero, sorprendido ante la falta de entusiasmo de la joven. Porque nevaba, y ella no había corrido a la ventana para verlo.
—¿Está la señora?
—Está en misa.
Entonces ella cerró la puerta y se colocó detrás de don Fernando. Él advirtió sus ojeras a través del espejo, los labios pálidos, los ojos enrojecidos. Se giró hacia ella y le preguntó si había llorado.
—¿Has llorado?
—Tengo que decirle una cosa.
Don Fernando se inclinó hacia sus ojos.
—¿Te encuentras bien?
Observó su lividez. Le tomó la muñeca y le buscó el pulso.
—Estás al borde de una lipotimia.
—Tengo que decirle una cosa muy importante.
Con temor a volver a desmayarse antes de haber dicho lo que debe decir, Pepita toma aire y repite:
—Tengo que decirle una cosa.
Don Fernando la conduce hacia la silla más próxima y la ayuda a sentarse.
—Voy a traerte un vaso de agua con azúcar.
Cuando regresa de la cocina, dando vueltas rápidas al agua con una cucharilla, don Fernando encuentra a Pepita con los codos sobre las rodillas, la cabeza baja y el rostro hundido entre las manos.
—Toma, bébete esto.
—Una cosa de parte de Paulino González.
Ahora es don Fernando quien palidece. Con el vaso extendido hacia Pepita, insiste:
—Bébete esto.
Y se sienta junto a ella.
—Bebe despacio.
Pepita bebe. Despacio.
—Bébetelo todo.
El último trago es el más dulce.
—Usted es médico.
Él guarda silencio.
Las últimas palabras serán las más difíciles de pronunciar, las palabras que quedan por decir, pero serán las que calmen la angustia de Pepita. Dirán, de corrido, que Paulino González necesita un médico, porque Felipe tiene una bala dentro y hay que sacarla, para que no se muera. Dirán, de corrido, que don Fernando es el médico que Felipe necesita, que Felipe es el marido de su hermana Hortensia y que Hortensia está presa y está preñada y se moriría si Felipe llegara a morirse y que un enlace le dará en la plaza las señas para que lleve al señorito a sacarle la bala a Felipe. Y que no se entere la señora.
—No sé por qué no tiene que enterarse la señora, pero que no se entere la señora. Eso me ha dicho El Chaqueta Negra. Eso es lo que me ha dicho. Y que usted no va a denunciarme, eso también me lo ha dicho, señorito, que usted no va a denunciarme.