Bajo la piedra casi plana del camino del cerro, Pepita no ha encontrado ningún mensaje. Agazapada tras el matorral, observa el poste de la luz. Sí, es el que tiene el tajo en el medio. Será que es demasiado temprano. Se sienta en la piedra, y espera. Mira a su alrededor y se cubre la boca con los bordes de la toquilla que abriga su cabeza aferrándose a ellos con las dos manos. Un búho. Ese ruido tiene que ser de un búho. No han pasado ni cinco minutos desde que llegó, cuando escucha los tres golpes de las piedras chocando entre sí; coge dos cantos rodados y responde a la contraseña haciéndolos sonar por tres veces. Un hombre se acerca. No es Felipe. Es más joven que Felipe. Lleva pantalón y chaqueta de pana, una boina con visera y un fusil ametrallador al hombro. Al verlo, Pepita se tapa aún más el rostro con la toquilla dejando apenas los ojos al descubierto, como si pudiera esconderse.
—No te asustes, chiqueta.
La voz de aquel hombre la empuja a saltar. Se apoya con las manos en la piedra casi plana. Se levanta. Deja caer la toquilla y corre a rodear el matorral.
—Ven aquí, no te asustes.
El hombre la sigue despacio. Ha recogido la toquilla del suelo y la lleva en la mano. Pepita comienza a caminar de espaldas bordeando el matorral.
Despacio, él camina hacia ella y ella hacia atrás, mirándose de frente.
—¿Eres Pepa?
—Pepita.
—No tengas miedo, vengo de parte de Felipe.
Sin dejar de caminar, Pepita alarga la mano hacia su toquilla. Pero no consigue alcanzarla.
—¿Y cómo sé yo que no eres un guardia civil disfrazado? Dicen que hay muchos.
—Eso dicen. Y cuando suena el río…
—Suena el agua.
—¿Tengo yo pinta de ser agua? Yo soy Paulino. Soy amigo de Felipe, vengo de su parte.
—¿Y por qué no ha venido él, si se puede saber?
—Se puede.
Es Paulino. Y hace mucho tiempo que Paulino no habla con una mujer tan hermosa. A decir verdad, hace mucho tiempo que Paulino no habla con una mujer, con ninguna.
—Dame mi toca.
—Cógela.
Enfrentados el uno al otro, los dos jóvenes continúan caminando despacio alrededor del matorral.
—Vas a caer. Pareces un cangrejo.
—Tengo que irme.
—Espera, traigo un recado de Felipe.
—Yo no conozco a ningún Felipe.
Paulino suelta una carcajada y la mira a los ojos, maravillosamente azules. Pepita le arranca la toquilla de la mano.
—¿A qué viene tanta guasa?
—No receles tanto, que no soy guardia civil. Ya es tarde para decir que no conoces a Felipe, chiqueta, acabas de preguntarme por él.
—Yo no te he preguntado por nadie.
—Me has preguntado por qué no ha venido Felipe.
—Tengo que irme.
—Yo también podría creer que no eres quien dices, nunca he visto una cordobesa tan rubia. ¿Cómo has salido tú tan rubia y tu hermana tan morena?
—Habrá sido una equivocación de lo alto.
—Bendita equivocación, aunque también Hortensia es muy guapa, pero no te pareces nada a tu hermana, ¿cómo sé yo que eres Pepa?
—Pepita.
—Pepita, de acuerdo, pues yo te creo porque tú me lo dices.
—Eso es cosa tuya, yo tengo que irme.
Los recelos de Pepita no le impiden mirar a Paulino a los ojos. Atraída por aquella mirada que la busca sin que ella pueda resistirse, se coloca la toquilla y vuelve a repetir que tiene que irse.
—Tengo que irme.
—Mira, si yo fuera guardia civil, no podría saber que debajo de esa piedra te dejó un día Felipe una carta para Hortensia. Y otro día, un cuaderno azul. Y para ya, chiqueta.
—¿Cómo le dice Felipe a Hortensia?
—Tensi, la llama siempre Tensi. Y la quiere mucho.
—¿Y por qué no ha venido él?
Paulino se acerca a Pepita y ella vuelve a preguntar:
—¿Por qué no ha venido Felipe?
Él le retira el mechón que le resbala en la frente.
Ella le aparta la mano.
Aún no es el alba.