Los gritos que anunciaron el castigo de las presas de la galería número dos corrieron como lamentos en llamas entre los familiares que esperaban en la cola el primer día del castigo.
—Han castigado a las del número dos.
—Las han castigado sin comunicar hasta el mes que viene.
—¿A quién?
—A las del dos.
—¿A todas?
—A todas.
Fue la hermana María de los Serafines la que se encargó de informar de que las internas no saldrían al locutorio. Gritó que los familiares que trajeran paquetes y comida continuaran en la fila y que los demás podían marcharse.
—¿Les podemos dejar cartas?
La cola era tan larga que sólo los que se encontraban cerca de la monja pudieron escuchar sus palabras.
—¿A quién han castigado?
—A las del dos.
—¿A todas?
—A todas.
—Han castigado a todas las presas.
—Han castigado sin comunicar a todas las presas.
—A las del dos, han dicho a las del dos.
—La mía está en el uno.
—Pues a la tuya no.
—¿Y a la mía?
—¿En dónde está la tuya?
—Yo tengo dos, una en el dos y otra en capilla.
Cuando el desconcierto llegó al final de la cola, la fila ya había comenzado a deshacerse. Los familiares se arremolinaban intentando llegar hasta la puerta. En pleno bullicio, Pepa encontró al abuelo de Elvira, que intentaba acercarse a la monja.
—Cuidadito con empujar, señora, no está viendo que este señor es muy mayor.
Los empujones no cesaron, Pepa agarró del brazo a don Javier temiendo que se cayera. Los que ya estaban agolpados contra la hermana María de los Serafines pronunciaban a gritos los nombres de las presas, preguntando cada uno si la suya podía comunicar.
—Si no vuelven a hacer la cola, no entra nadie. Quiero a todo el mundo en silencio y en fila india.
Gritó la monja. Lo gritó una vez. Su grito no fue más fuerte que el de los demás. Pero todos callaron.
—He dicho que en fila india o no entra nadie, y no lo vuelvo a repetir.
No lo repitió la hermana María de los Serafines. No fue necesario. Pepa se colgó del brazo de don Javier Tolosa y caminó a su paso para colocarse en su sitio. Los demás hicieron lo mismo. Porque todos sabían que la monja era capaz de cumplir su amenaza. Ya lo había hecho una vez. Nadie olvidaría aquella tarde que se marcharon a casa sin haber entrado en el penal, sin haber entregado siquiera la comida que tanto sacrificio les había costado conseguir, castigados por la hermana María de los Serafines.
—Yo voy detrás de esa señora.
—Nosotros dos vamos juntos.
—¿Sabe usted a quién han castigado?
—A ustedes dos les di yo la vez.
—A las del dos.
—Y yo detrás de ese señor del sombrero.
Los murmullos de los que antes gritaban acompañaron la recomposición de la fila. Algunas mujeres no habían dejado de llorar desde que supieron que no entrarían al locutorio. Y algunos hombres tampoco. Benjamín estaba entre ellos, pero sus lágrimas no eran de las más amargas. Y él lo sabía. La mujer que se encontraba delante de él venía desde Huelva y se lamentaba ante otra que venía de Vitoria.
—No podré volver hasta el año que viene. Dios mío, no podré ver a mi hija hasta dentro de un año. He ahorrado durante todo este año para poder venir hoy, y me tengo que ir sin verla, entrañas mías.
Tristes formaron la cola los que llevaban paquetes y regresarían a casa sin haber visto a sus mujeres, a sus hijas, a sus madres, a sus abuelas, a sus nietas, o a sus hermanas. Siempre familiares directos, ya que otras visitas no estaban permitidas.
—Yo me iré a Cuenca sin ver a mi madre.
—¿Saben si se les pueden pasar cartas?
—Yo vengo de El Torno.
—Yo de Santa Cruz de Moya.
—¿Y paquetes?
—Yo de Noblejas.
Cada cual buscó su turno anterior, y hubo quien aprovechó el trance para intentar colarse.
—Lleva usted demasiada prisa, caballero.
—¿Yo?
—No, esta menda. ¿Se cree que no le he visto?, espabilado.
—Yo iba detrás de este señor del sombrero.
—No, usted iba detrás de aquel sombrero.
—Ah, es verdad.
—Arreando.
No tardó mucho en reordenarse la cola, que avanzó tristemente hacia la puerta del penal de Ventas.
—¿Sabe usted si esta noche ha venido La Pepa?
—Sí, han sacado a tres.
La hermana de Hortensia se acercó a las mujeres que tenía delante:
—¿Quién es La Pepa?
—La «saca», niña.
—¿Qué «saca»?
—Cuando las sacan para llevárselas.
—A quién.
—Sacan a las condenadas a muerte y se las llevan.
—¿Adónde?
—¿Adónde va a ser?
No preguntó nada más. A partir de ese momento, Pepa quiso llamarse Pepita.
La cola comenzó a moverse en silencio.
Triste caminó Pepita hacia la puerta del penal. Triste caminó el abuelo de Elvira. Triste caminó el marido de Reme, pobre Benjamín. Y tristes caminaron sus hijas.