No había nevado. Las mujeres formaban corros en el patio para sumar sus tibiezas, para reunir entre ellas un poco de calor. Poco. Atisbaban el cielo, con el deseo de que la nieve cayera. Si nieva, templa, insistía Reme, la mayor del grupo, mientras Tomasa, una extremeña de piel cetrina y ojos rasgados, la miraba incrédula.
—Que templa, te lo digo yo.
—Qué sabrás.
—Lo sé, porque mi hijo vive en León, y me lo cuenta. Además, el año pasado cuando nevó, templó.
—Ya se verá.
Tres días llevaban mirando al cielo.
—¿Y qué hace tu hijo en León?
—Está a la mina.
—¿Y ha visto el mar?
—Si en León no hay mar.
—Ah.
—Pero un día vio a la Pasionaria.
—¡Anda ya!
Reme entretenía sus dedos peinando a Hortensia, haciendo y deshaciendo su trenza una y otra vez.
—Yo tenía asín de largo el pelo. Y asín de negro.
—¿De verdad que tu hijo vio a la Pasionaria?
—De lejos, pero la vio.
Tres días estuvieron mirando al cielo. Y tres días estuvo Elvira sin poder verlo. Los tres días que permaneció recluida en la celda de castigo por haber intentado explicarle a su abuelo que soportó el dolor en los interrogatorios, hincada de rodillas sobre los garbanzos, sin despegar los labios, sin contestar una sola pregunta, sin desvelar la identidad de su hermano Paulino.
Y ahora, arrellanada en un rincón del patio, después de haberse negado a compartir el corro donde Tomasa, Reme y Hortensia intentan mitigar el frío, Elvira se acaricia las mejillas con los guantes que le había tejido su madre.
Y comenzó a toser.
—Elvirita se ha puesto mala.
—Tiene calentura desde que salió del «cubo».
—Habrá que avisar a la guardia civila.
—Para el caso que te va a hacer.
Reme dejó de anudar la trenza de Hortensia.
—Yo voy a ir.
—Pues ve, ya volverás.
—Cuidado que eres refunfuñona, Tomasa, únicamente sabes refunfuñar que refunfuñar. Refunfuñar únicamente, carajo.
Tomasa puso en jarras los brazos bajo su toca de lana y se le encaró:
—¿Y qué otro carajo se puede hacer aquí?
Las discusiones de Tomasa y Reme nunca duraban mucho. Antes de que ambas se acaloraran, mediaba Hortensia entre ellas y las calmaba sin mucha dificultad. Pero en esta ocasión, Hortensia no las escucha siquiera. Porque toda su atención se concentra en Elvira. La contempla, procurando que Elvira no advierta su mirada.
Hortensia ha dejado de acariciarse el vientre. Se sujeta los riñones mientras camina hacia el rincón donde Elvira desliza por sus mejillas los guantes que le hizo su madre poco antes de morir.
Y Elvira tirita.