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El muñeco de Elvira vuelve a ser guante en su mano derecha. Hortensia lo contempla, sin dejar de acariciarse el vientre y procurando que Elvira no advierta su mirada. Un guante. Un solo guante, un guante diminuto tejido por las manos amorosas de una madre puede convertirse en desconsuelo si no se anda con precaución, si la cautela deja de ser compañera de viaje por un descuido, por un instante, el tiempo suficiente para que un rostro se vuelva, para que unos ojos vean lo que hubiera sido mejor que no vieran.

Hortensia se encontraba junto a Elvira en el locutorio, una habitación con un pasillo central flanqueado por vallas tupidas y metálicas. Por el interior del pasillo caminaba una funcionaria vigilando a las internas y a sus familiares. A Elvira la visitaba su abuelo y a Hortensia su hermana, Pepa. Ninguno de los cuatro acertaba a oír nada. Hortensia gesticulaba para que su hermana entendiera que su embarazo no le causaba molestias. Articulaba las palabras precisas, una a una, las justas, despacio, para que Pepa llevara a su marido muchos besos de su parte. Y se abrazaba a sí misma para enviarle un abrazo.

La algarabía de los visitantes no permitía que Hortensia escuchara lo que su hermana se afanaba en decirle. A gritos, Pepa intentaba ponerla al corriente de que aún no habían fijado la fecha de su juicio.

—Que todavía no se sabe cuándo saldrá tu juicio.

—¿Qué?

—El juicio, que no se sabe nada.

Hortensia se agarró a la alambrada que cercaba el pasillo que la separaba de Pepa. Pepa se agarró a la alambrada de enfrente para acercarse más a ella; fue entonces cuando ambas vieron a la guardiana que recorría el pasillo girar la cabeza, y detener su mirada en el guante de Elvira.