Y a Felipe, el amor de Hortensia, que salió de casa con veintiún años y regresó con cuarenta y siete.

A Elvira, la dueña de la maleta que llegó de Trijueque con dos uniformes de su padre, dos pares de leguis y una gorra de plato.

A Enrique, hijo de una mujer fusilada después del parto.

Y a Mercedes, que buscó a Pura, y me presentó a José Luis Silva.

A José Luis Silva, que estuvo 16 años en Burgos.

A Isabel Sanz Toledano, que compartió celda con Las Trece Rosas.

A Manolita del Arco, que estuvo condenada a muerte durante 5 meses, y pasó 18 años en la cárcel.

A Soledad Real, condenada a 30 años por un tribunal contra el comunismo y la masonería.

A José Amalia Villa, que presenció la desesperación de una mujer de Granada que no reconocía a sus hijas, y el dolor insoportable de otra, su llanto desgarrador, porque no tenía hijos y le llegó la menopausia en la cárcel.

Y a una mujer que no quiere que mencione su nombre ni el de su pueblo, y que me pidió que cerrara la ventana antes de comenzar a hablar en voz baja.

Y a Rafaela, que nunca había contado su historia y habló conmigo en Cádiz.

A Gerardo Antón, Pinto, que me contó su lucha en la Agrupación Guerrillera de Extremadura y Centro con todo lujo de detalles y una generosidad extrema.

A Reme y Florián, Celia y El Grande, que se conocieron el uno al otro en la guerrilla; y al amor, en Praga. Y a El Rubio, y a Quico, y al Comandante Ríos, y a Sole, y a Carmen, y a Esperanza, y a María, y a Rafael, y a Antonio, y a Carmen, porque me enriquecieron con sus experiencias.

A José Luis Muñoz Bejarano, que me prestó el nombre de su abuelo Mateo.

Y a Fernando Antón. A toda La Gabilla Verde. Y a Santa Cruz de Moya.

Y a Joxe Izquierdo, que me llevó al campo de concentración de Castuera y a la Casa de la Sierra, en Don Benito. Y a la Asociación Jóvenes del Jerte, por los encuentros de El Torno, y de Jerte.

Y a Rosa, que me regaló la novela de Juana Doña. Y a Rosario Ruiz, que me buscó el libro de Giuliana di Febo y documentación sobre Las Trece Rosas.

Y a Fernanda Romeu Alfaro, por su ensayo El silencio roto, y porque hizo posible que yo tuviera en mi casa las cartas originales de Julita Conesa, y porque gracias a ella conocí a José Amalia Villa, Soledad Real, Manolita del Arco e Isabel Sanz Toledano.

A Antonio, sobrino de Julita Conesa, por su generosidad, por la caja que hizo llegar a mis manos con las cartas de su tía.

A Tomasa Cuevas, a Soledad Real, a Juana Doña, por sus testimonios escritos.

A José Hernández, que vio la bandera nacional en unos labios y un peinado de Arriba España.

A Juan Luis y Raquel, y a Toñi, porque les pertenece el recuerdo de la bolsita roja de terciopelo.

Y a Nieves Moreno, que descubrió el rostro de Hortensia en un libro de Julián Chaves.

A José María Lama, que me presentó a Libertad, la hija de José González Barrero, último alcalde republicano de Zafra.

A Benjamín, de Alicante, que me contó su historia en el paseo de las palmeras.

Y a una mujer de Gijón que me rogó que contara la verdad.

Y a Manuel Santiago y María José Martín, por el testimonio de la abuela María de los Ángeles.

Y a Matilde Eiroa, a Secundino Serrano, a Francisco Moreno Gómez, a Daniel Arasa, a Julián Chaves, a José María Lama, a Nigel Townson, a Paul Preston, a Gerald Brenan, a Carlos Llorens Castillo, a Josep Maria Sanmartí, a Javier Marcos Arévalo, a Hugh Thomas, a Mary Nash, a Jacobo García Blanco-Cicerón, a Mirta Núñez Díaz-Balart, a Antonio Rojas Friend, a Fernando Díaz-Plaja, a Francisco Espinosa y a Manuel Tagüeña, porque entré a saco en sus publicaciones y me llevé valiosa información y numerosos documentos.

A los funcionarios de la Biblioteca Nacional, de la Hemeroteca, y de la Biblioteca de la Comunidad de Madrid de la calle Doctor Esquerdo, que me ayudaron en mi búsqueda.

Y a María Ageo, que rastreó un sueño.