Prólogo

Hace unos años, un día de intenso frío, Internet dejó de funcionar. No toda Internet, sino sólo el tramo enredado que reside junto al sofá de mi sala. Hay un módem de cable negro con cinco lucecitas verdes, un adaptador de teléfono azul, del tamaño de un libro pequeño, y un enrutador inalámbrico blanco, dotado de un solo ojo encendido. En los días buenos, todos parpadean alegremente uno al otro, satisfechos con las señales que les llegan del otro lado de la pared. Pero aquel día les costaba parpadear. Las páginas web bajaban a trompicones, y mi teléfono, de la variedad «voz sobre IP»(1) —de los que envían las llamadas por Internet—, hacía que todos los que llamaban sonaran como buzos bajo el agua. Si es cierto que dentro de esos aparatos hay unos hombrecillos, entonces parecía como si de pronto les hubiera dado por echarse una siesta. El propio botón de encendido parecía haberse ido a dormir.

El técnico que vino a reparar la avería llegó a la mañana siguiente, cargado de frases tranquilizadoras. Fijó un silbato electrónico —parecía una linterna de bolsillo— al extremo del cable situado en el salón y empezó a seguir su recorrido, en busca de pistas. Fui tras él, acompañándolo primero hasta la calle, después hasta el sótano y, por una escotilla, hasta el patio trasero. Allí había una caja oxidada, atrapada en una telaraña de cables negros, fijada a una pared de ladrillo. Tras desconectarlos uno a uno, fue atornillando un altavoz diminuto en cada uno de ellos, hasta que encontró el que silbaba: prueba audible de un camino continuo entre el aquí y el allá.

Acto seguido, con gesto contrariado, alzó los ojos al cielo. Una ardilla avanzaba a saltos sobre un cable, hacia un entramado grisáceo montado sobre un poste, como si se tratara de un nido de pájaro. A su alrededor se aferraban, anémicas, algunas hierbas urbanas. Los animales solían mordisquear los protectores plastificados de los cables, me explicó el técnico. Salvo que optara por cablear de nuevo todo el patio trasero, no había otra cosa que él pudiera hacer.

—Aunque tal vez mejore solo, sin que hagamos nada —dijo.

Y, en efecto, así fue. Con todo, lo que más me asombró fue el aspecto crudo de la situación. Allí estaba Internet, la red de información más poderosa jamás concebida, capaz de permitir una comunicación instantánea con cualquier lugar del mundo, instigadora de revoluciones, compañera constante, mensajera del amor, fuente de riquezas y de adoradas distracciones, bloqueada por los dientes de una ardilla de Brooklyn.

A mí me gustan los gadgets. Me hace feliz hablar de Internet como cultura y como medio. Mi suegra me llama para pedirme ayuda técnica. Pero confieso que no había tenido en cuenta la sustancia de la cosa —una «cosa» que las ardillas pueden mordisquear. Sí, tal vez estuviera conectado, pero las realidades tangibles de aquella conexión eran para mí un misterio. Las luces verdes de la caja de mi sala señalaban que «Internet» —un todo singular, indiferenciado— estaba, por decirlo de manera simple, conectada. Yo estaba conectado, sí, pero ¿conectado a qué? Había leído algunos artículos sobre grandes centros de datos del tamaño de fábricas, llenos de discos duros, siempre en lugares remotos. Había conectado y desconectado los cables de todos los módems que se me habían estropeado, allí, detrás del sofá. Pero, más allá de eso, mi mapa de Internet estaba vacío —tanto como el mar para Cristóbal Colón.

Esa desconexión, si se me permite usar el término, me perturbaba. Internet es la mayor construcción tecnológica de nuestra existencia cotidiana. Vive y colea en todas las pantallas que nos rodean, tan ruidosa y vital como cualquier ciudad humana. Dos mil millones de personas la usan, de un modo u otro, todos los días. Sin embargo, físicamente hablando, está totalmente descarnada, es una extensión amorfa. Todo éter, nada de red. En el relato de F. Scott Fitzgerald Mi ciudad perdida,[2] el protagonista sube a lo alto del Empire State y reconoce, cabizbajo, que su ciudad tenía límites. «Y al darse cuenta con espanto de que, después de todo, Nueva York era una ciudad, y no un universo, todo el esplendoroso edificio que había construido en su imaginación se desmoronó». También me había dado cuenta de que mi Internet tenía límites. Sin embargo, no eran unos límites abstractos, sino físicos. Mi Internet estaba en pedazos, literalmente. Poseía partes, lugares. Incluso se parecía más a una ciudad de lo que había pensado.

La incursión de la ardilla me resultaba molesta, pero la aparición súbita de la textura de Internet no dejaba de ser emocionante. Siempre he estado muy conectado a mi entorno más inmediato, al mundo que me rodea. Tiendo a recordar lugares como el músico recuerda melodías, o el chef, sabores. No se trata tanto de que me guste viajar (y lo hago), sino que el mundo físico es una fuente de preocupación constante, en ocasiones, abrumadora. Poseo un desarrollado «sentido del lugar», como lo describe alguna gente. Me gusta fijarme en la amplitud de las aceras en las ciudades, y en la cualidad de la luz en distintas latitudes. Mis recuerdos aparecen casi siempre vinculados a lugares específicos. En tanto que escritor, ello me ha llevado, a menudo, al tema de la arquitectura, pero nunca han sido los edificios propiamente lo que más me ha interesado, sino los lugares que esos edificios crean —la suma total de construcción, cultura y memoria: el mundo en que habitamos.

Pero Internet siempre ha sido una excepción necesaria a esa costumbre, un caso especial. Sentado ante mi escritorio, delante de una pantalla de computadora todo el día, y después, al levantarme al final de la jornada y mirar, por lo general, la otra pantalla, más pequeña, que llevo guardada en un bolsillo, aceptaba que el mundo que se ocultaba en su interior era distinto al mundo sensorial que me rodeaba —como si el cristal de esas pantallas no fuera transparente sino opaco, un límite sólido entre dimensiones—. Estar online era estar descarnado, reducido a los ojos y las yemas de los dedos. No había mucho que hacer al respecto. Estaban el mundo virtual y el mundo físico, el ciberespacio y los lugares reales, y nunca habrían de encontrarse.

Pero, como en un cuento de hadas, aquella ardilla entreabrió la puerta que daba acceso a un mundo hasta entonces invisible, tras la pantalla, un mundo de cables y de los espacios que existen entre ellos. El cable mordisqueado sugería que podía existir un modo de unir Internet con el mundo real, de volver a reunirnos en un mismo lugar. ¿Y si Internet no fuera algo invisible que estaba siempre en otro sitio, sino algo que se encontraba en alguna parte? Porque de algo sí estaba seguro: el cable del patio trasero conducía a otro cable, y éste a otro, más allá, hasta un mundo entero de cables. Internet no era, en realidad, una «nube»: sólo un taimado engaño podía convencernos de ello. Y tampoco era, sustancialmente, inalámbrica, es decir, «sin cables». Internet no podía estar en todas partes. Pero, entonces, ¿dónde estaba? Si seguía el recorrido del cable, ¿a dónde me conduciría? ¿A qué se parecería ese lugar? ¿A quién encontraría en él? ¿Por qué estaría ahí? Así, pues, decidí visitar Internet.

Cuando, en 2006, el senador por Alaska Ted Stevens describió Internet como «una serie de tubos», no costó nada ridiculizarlo.[3] Parecía alguien atrapado sin remedio, tontamente, en la manera antigua de conocer el mundo, mientras todos los demás habíamos llegado al futuro de un salto, sin esfuerzo. Peor aún, se suponía que debía saber acerca del asunto. Como presidente del Comité de Comercio, Ciencia y Transportes del Senado, Stevens se ocupaba de la industria de las telecomunicaciones. Pero ahí estaba él, tras el atril del Edificio Hart, en Capitol Hill, explicando que «Internet no es algo en lo que, simplemente, echas algo. No es un gran camión, es una serie de tubos, y si no entiendes que esos tubos pueden llenarse, y que si están llenos cuando tú metes tu mensaje en ellos, y se pone a la cola, tu mensaje se retrasará… a causa de las cantidades enormes de material que cualquiera meta en ellos… ¡Cantidades enormes de material!». El New York Times puso el grito en el cielo ante la ignorancia del senador.[4] Los cómicos de los programas televisivos de madrugada mostraban imágenes yuxtapuestas de camiones de carga y de tubos de acero. Algunos disc-jockeys mezclaron su discurso. Yo mismo comenté sus palabras en tono burlón a mi esposa.

Sin embargo, acabo de dedicar casi dos años enteros a buscar la infraestructura física de Internet, a seguir ese cable que salía de mi patio trasero. He confirmado, con mis propios ojos, que Internet es muchas cosas, en muchos lugares. Pero, de hecho, casi en todas partes es, indiscutiblemente, una serie de tubos y cables. Existen cables bajo el mar que conectan Londres con Nueva York. Cables que conectan Google con Facebook. Hay edificios llenos de cables, y centenares de miles de kilómetros de carreteras y vías de tren a cuyos lados se extienden, enterrados, cables. Todo lo que hacemos online viaja a través de un tubo. Dentro de esos cables (en su mayoría) hay fibra de vidrio. Y dentro de esa fibra de vidrio hay luz. Codificados en esa luz, cada vez más, estamos nosotros.

Supongo que todo esto suena como algo improbable y misterioso. Cuando Internet despegó, a mediados de la década de 1990, tendíamos a ver esto como lugar concreto, como una comunidad determinada. Pero desde entonces, esas viejas metáforas geográficas han caído en desuso. Ya no visitamos el «ciberespacio» (salvo para hacer la guerra). Todas las señales de las «autopistas de la información» han sido desmanteladas. Ahora concebimos Internet como una red sedosa en la que todos los lugares son igualmente accesibles desde todos los demás lugares. Nuestras conexiones online son instantáneas y completas —menos cuando no lo son—. Tal vez no podamos acceder a una página web porque esté fuera de servicio, o porque nuestra conexión doméstica no funcione bien, pero es poco frecuente no poder ir de una parte a otra, tan poco frecuente que, de hecho, Internet no parece constar de partes.

La imagen preferida para referirse a Internet es una especie de sistema solar electrónico, nebuloso, una «nube» cósmica. Tengo un estante lleno de libros sobre Internet, y casi todos comparten una misma imagen de portada: una maraña de líneas de luz tenue, tan misteriosa como la Vía Láctea —o el cerebro humano—. En efecto, pensar en Internet como en algo físico está tan pasado de moda que tendemos a verlo más como una extensión de nuestra propia mente que como una máquina. «El futuro cyborg ya está aquí», proclamaba, en 2007, Clive Thompson, escritor especializado en temática tecnológica. «Casi sin darnos cuenta, hemos derivado importantes funciones cerebrales periféricas al silicio que nos rodea».[5]

Sé a qué se refiere, pero sigo dándole vueltas a todo ese «silicio que nos rodea». Sin duda Thompson se refiere a nuestras computadoras, smartphones, lectores de libros electrónicos y demás dispositivos que tenemos siempre a mano. Pero también debe de hacer referencia a la red que existe detrás de ellos. ¿Y dónde está? No me importaría tanto derivar mi vida a unas máquinas si supiera, al menos, dónde se encuentran, quién las controla y quién las ha puesto ahí. Desde el cambio climático hasta las hambrunas, pasando por los residuos y la pobreza, las grandes plagas globales de nuestro tiempo siempre empeoran a causa del desconocimiento. Aun así, tratamos Internet como si fuera una fantasía.

Kevin Kelly, el filósofo de Silicon Valley, expuesto a ese abismo entre el aquí físico y el allá virtual desaparecido, sintió la curiosidad de saber si podría existir un modo de volver a pensarlos juntos.[6] A través de su blog, pidió a la gente que le enviara dibujos hechos a mano de «los mapas que tiene la gente en la cabeza cuando accede a Internet». El objetivo de ese «proyecto cartográfico de Internet», como lo describió, era crear una «cartografía popular» que pudiera «resultar útil a algún semiólogo o antropólogo». Y sí, claro está, uno se materializó en el éter dos días después. Una psicóloga y profesora de medios de comunicación de la Universidad de Buenos Aires, llamada Mara Vanina Osés,[7] se dedicó a analizar más de cincuenta de los dibujos que Kelly había recogido para crear una taxonomía de las distintas maneras en que la gente imaginaba Internet: un ovillo enredado, un aro, o una estrella, una nube o una forma radial, como un sol; con ellos en el centro, abajo, a la derecha o a la izquierda. En su mayoría, esos mapas mentales se dividen en dos campos: expresiones caóticas de una infinitud de telarañas, como pinturas de Jackson Pollock; o imágenes de Internet como una aldea, dibujadas como los pueblos de los libros infantiles. Se trata de representaciones perceptivas, y revelan una gran autoconciencia sobre nuestra manera de vivir en la red. Aun así, lo que me asombra es que en ningún caso aparecen las máquinas de Internet. «Todo ese silicio» no aparece por ningún lado. Parece que hemos renunciado a miles de años de cartografía mental, a un ordenamiento colectivo de la tierra que se remonta a Homero, a favor de un mundo liso y sin lugar. La realidad física de la red es menos que real: es irrelevante. Lo que la cartografía popular de Kelly retrataba con mayor viveza era que Internet es un paisaje de la mente.

Este libro es una crónica de mi empeño por convertir ese lugar imaginario en un sitio real. Es un relato del mundo físico. Puede parecer que Internet está en todas partes —y, en muchos aspectos, así es—, pero también se encuentra, claramente, más en unos lugares que en otros. La totalidad única es una ilusión. Internet cuenta con intersecciones y superautopistas, con grandes monumentos y pacíficas capillas. Nuestra experiencia cotidiana de Internet oscurece esa geografía, aplastándola y acelerándola hasta volverla irreconocible. Para contrarrestar ese efecto, y para ver Internet como un lugar físico y coherente en sí mismo, he tenido que modificar mi imagen convencional del mundo. En ocasiones, la atención del libro oscila entre una sola máquina y un continente entero; otras veces, en cambio, considero de manera simultánea la diminuta escala «nano» de los interruptores ópticos y la escala global de los cables transoceánicos. A menudo me atrapan los horarios más minúsculos, reconociendo que un viaje online de milésimas de segundo contiene multitudes. Pero, aun así, es un viaje.

Éste es un libro sobre lugares reales que aparecen en los mapas: sus sonidos y sus olores, sus pasados con historia, sus detalles físicos y la gente que vive en ellos. Para volver a coser dos mitades de un mundo rasgado —poner en el mismo lugar lo físico y lo virtual—, he dejado de buscar en «páginas web» y en sites, y he buscado en lugares y en direcciones reales, y en las máquinas que emiten un zumbido constante, y que las albergan. Me he alejado de mi teclado, y al hacerlo me he alejado también de ese mundo en espejo que es Google, Wikipedia y los blogs, y me he subido en trenes y en aviones. He conducido por tramos desiertos de carreteras y he llegado a los confines de algún continente. En mi visita a Internet he intentado eliminar mi experiencia individual —como eso que se manifiesta en la pantalla— para revelar su masa subyacente. Así, pues, mi búsqueda de «Internet» ha sido una búsqueda de la realidad, o, de hecho, de una clase concreta de realidad: las verdades desnudas de la geografía.

En apariencia, Internet tiene una cantidad infinita de aristas, pero un número asombrosamente pequeño de centros. En su superficie, este libro cuenta mi viaje a esos centros, a los lugares más importantes de Internet. He visitado esos gigantescos almacenes de datos, pero también muchas otras clases de lugares: las laberínticas ágoras digitales en las que se encuentran las redes, los cables submarinos que conectan continentes y los edificios anodinos en los que las fibras ópticas llenan tubos de cobre tendidos para el telégrafo. A menos que seas un miembro de la pequeña tribu de ingenieros de red, que con frecuencia me han servido de guías, ésa no es la Internet que conoces. Pero es evidente que sí es la Internet que usas. Si has recibido un email o has descargado una página web hoy —si estás recibiendo un email o descargando una página web (o un libro) en este preciso instante—, puedo asegurarte que estás tocando esos lugares, que son muy reales. Puedo admitir que Internet sea un paisaje raro, pero aun así es un paisaje de redes. A pesar de que no deja de hablarse de la suprema incorporeidad de nuestra nueva era digital, cuando descorremos la cortina las redes de Internet están tan ancladas a lugares reales como lo están las vías de cualquier tren, o como los sistemas de telefonía lo han estado siempre.

En sus términos más rudimentarios, Internet está hecho de pulsos de luz. Esos pulsos pueden parecer milagrosos, pero no son mágicos. Los producen potentes láseres metidos en cajas de acero, que ocupan (en su mayoría) edificios que no se distinguen del resto. Los láseres existen. Los edificios existen. Internet existe —posee una realidad física, una infraestructura esencial, un «fondo duro», como Henry David Thoreau decía al referirse a Walden Pond.[8] Al emprender este viaje y escribir este libro he intentado apartar el aluvión tecnológico de la vida contemporánea para ver —bajo una nueva luz— la esencia física de nuestro mundo digital.