6Los cables más largos

El cable submarino de telecomunicaciones conocido como SAT-3 cruza la costa atlántica africana partiendo del límite occidental y une Lisboa, Portugal, con Ciudad del Cabo, Sudáfrica, con paradas en Dakar, Accra, Lagos y otras ciudades del oeste de África. Se terminó en 2001 y se convirtió en el enlace más importante para los cinco millones de usuarios de Internet de Sudáfrica, a pesar de ser espantosamente insuficiente. SAT-3 era un cable de capacidad relativamente baja con sólo cuatro hilos de fibra óptica, cuando los grandes cables submarinos de larga distancia podían tener hasta dieciséis. Y, lo que era peor, su escasa capacidad se veía disminuida aún más por las necesidades de los ocho países a los que daba servicio antes de llegar a Ciudad del Cabo. Sudáfrica, en ancho de banda, era el equivalente de una ducha instalada en un desván. El país se enfrentaba a una «crisis de la banda ancha» ampliamente comentada, que implicaba una baja capacidad de uso y unas tarifas exorbitantes.

Aquello preocupaba a Andrew Alston más que a nadie. Como director técnico de TENET, la red de investigación universitaria de Sudáfrica, Alston había sido esclavo del SAT-3 desde su puesta en funcionamiento, ya que adquiría cantidades cada vez mayores de ancho de banda para atender las necesidades crecientes de todo el sistema educativo. Hacia 2009, Alston pagaba casi seis millones de dólares al año por una conexión de 250 megabits.

Entonces llegó un cable nuevo, el SEACOM. Recorría la costa oriental de África, con paradas en Kenia, Madagascar, Mozambique y Tanzania, antes de ramificarse en dirección a Bombay, y a través del Canal de Suez, a Marsella. Alston se apuntó como cliente preferente con una conexión de diez gigabits —cuarenta veces el ancho de banda que tenía con el SAT-3, por el mismo precio—. Pero aquel «circuito» imponía unos términos geográficos muy específicos: enlazaba el punto de llegada del cable, situado en la localidad costera de Mtunzini, a noventa millas de Durban, directamente con Telehouse, en Londres, donde TENET disponía de conexiones existentes con más de otras cien redes. Aquello hacía que Alston tuviera que completar el enlace final entre Mtunzini y Durban, donde estaba su enrutador más cercano. Cablearlo todo y configurar el equipo de fibra óptica llevó cuarenta horas ininterrumpidas. Al terminar, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, algo aturdido, junto a su equipo, vio una luz que le indicaba que la conexión estaba activa: diez mil millas hasta Londres.

—Eran, quizá, las cuatro y media de la tarde, y ¡pam!, allí estaba yo, viendo los dos extremos de la conexión —recordó.

Intentó realizar varias pruebas, pero no tardó en bloquear su equipo. La capacidad excedía lo que su computadora podía generar artificialmente. Era como pretender tapar un surtidor con un dedo.

Me contó aquella historia por teléfono, desde su oficina en Durban, mientras yo me encontraba en la mía, en Brooklyn. Se oía nítidamente, la diferencia de hemisferio y los veinticuatro mil kilómetros de cable que nos separaban se traducían en un retraso mínimo, apenas perceptible. Pero yo estaba bastante consciente de la distancia como para que me impactara aún más lo puramente corpóreo de lo que me estaba contando. Todos nos enfrentamos de manera constante a la abstracción de una conexión de Internet que es «rápida» o «lenta». Pero, para Alston, la aceleración vino con la llegada de una cosa inabarcablemente larga y delgada, de un sendero singular que recorría el fondo del mar. Los cables submarinos son los tótems de nuestras conexiones físicas. Si Internet es un fenómeno global, es porque existen cables bajo los océanos; son el medio fundamental de la aldea global.

La tecnología de la fibra óptica es fantásticamente compleja, y depende de materiales y tecnología informática de última generación. Sin embargo, el principio básico de los cables es de una simplicidad asombrosa: las luces entran en una orilla del mar y salen por la otra. Los cables submarinos son contenedores directos de luz, como un túnel subterráneo lo es para los trenes. En ambos extremos del cable hay una estación de término, del tamaño de una casa grande, a menudo discretamente ubicada en algún barrio costero. Es un faro: su propósito fundamental es iluminar los cables de fibra óptica. Para hacer que la luz recorra enormes distancias, miles de voltios de electricidad se envían a través de la manga de cobre del cable para alimentar repetidores, cada uno del tamaño y la forma de un atún, aproximadamente. Reposan en el lecho marino cada cincuenta millas, más o menos. En el interior de su contenedor presurizado se encuentra una pista de carreras en miniatura para el elemento erbio, el cual, una vez cargado de energía, impulsa los fotones, como una noria.

Todo aquello me resultaba maravillosamente poético, una fusión final de los misterios insondables del mundo digital con los secretos, más insondables aún, de los océanos. Pero con un toque de humor: por más distancia que cubrieran aquellos cables, no eran más que unas mierdecillas delgadísimas. No eran la gran cosa. Los cables recorrían océanos enteros y tocaban tierra en puntos increíblemente específicos, enganchándose a unos cimientos de cemento en el interior de una alcantarilla cercana a la playa —una construcción a escala mucho más humana. Yo los imaginaba como ascensores hasta la luna, hilos diáfanos que desaparecían en el infinito. A su escala continental, recordaban aquella imagen de El Gran Gatsby de una extensión «proporcional a la capacidad de asombro [del hombre]».[61] Nuestros encuentros con esa clase de geografía suelen provenir de imágenes más familiares, como puede ser un tramo de autopista, una sección de vía férrea, o un 747 estacionado, expectante, en los hangares de un aeropuerto. Pero los cables submarinos son invisibles. Se parecen más a los ríos que a los caminos, pues contienen un flujo continuo de energía, y no elementos que lo transitan esporádicamente. Si el primer paso al visitar Internet era imaginarla, entonces los cables submarinos siempre me sorprendían en los lugares más portentosos y mágicos. Y el asombro aumentaba cuando me percataba de que sus caminos eran, a menudo, muy antiguos. Con pocas extensiones, los cables submarinos tocan tierra en lugares clásicos —o cerca de ellos— como Lisboa, Marsella, Hong Kong, Singapur, Nueva York, Alejandría, Bombay, Chipre o Mombasa. Cotidianamente podría parecer que Internet ha modificado nuestro sentido del mundo; pero los cables submarinos demostraban hasta qué punto la nueva geografía se había trazado enteramente sobre los perfiles de la antigua.

A pesar de toda aquella magia, mi viaje para ver los cables se inició en un complejo de oficinas del sur de Nueva Jersey. El edificio pertenecía por completo a «internetlandia» —reluciente, discreto, situado junto a una autopista, aparentemente desierto, salvo por el repartidor de FedEx. Pertenecía a Tata Communications, la rama dedicada a las telecomunicaciones del gran conglomerado industrial de India, que en los últimos años había hecho esfuerzos por convertirse en uno de los competidores principales entre los troncales de la Internet global. En 2004, Tata había pagado 130 millones de dólares para adquirir Tyco Global Network, compra que incluía casi cuarenta mil millas de cable de fibra óptica que se extendía por tres continentes, incluidas tres conexiones submarinas a través del Atlántico y del Pacífico.[62] El sistema era bestial. Tyco era más conocido por fabricar cables que por poseerlos, pero como parte de un acto de prodigalidad que acabó en malversación, durante la gestión del director ejecutivo Dennis Kozlowski —condenado por hurto y fraude de valores; fue encarcelado en 2005—, Tyco gastó más de dos mil millones de dólares en la construcción de una red global propia, a una escala sin precedentes.[63] La sección de la red conocida como TGN-Pacific, por ejemplo, consistía en un trayecto de ida y vuelta de catorce mil millas desde Los Angeles a Japón, y desde allí a Oregon, que atravesaba dos veces el océano Pacífico. Terminada en 2002, tenía ocho pares de fibras, el doble que las de sus competidores. Desde el punto de vista de la ingeniería, la Tyco Global Network —rebautizada como Tata Global Network— era imponente y hermosa. Pero económicamente el proyecto supuso un desastre sin paliativos, perfectamente sincronizado para que coincidiera con la crisis de la industria tecnológica de 2003. Como les gustaba decir a los ingleses que dominan la industria del cable submarino, la capacidad que venden es, con demasiada frecuencia, «más barata que unas papas fritas».

Simon Cooper era el inglés de Tata, y su trabajo consistía en conseguir que la inversión de la empresa resultara viable. El tráfico en Internet ha crecido constantemente en la última década, pero los precios han bajado al mismo ritmo. Tata pensaba controlar esa tendencia encontrando los lugares del mundo con un potencial latente. Su estrategia era convertirse en la red de telecomunicaciones que acabara conectando las regiones del mundo pertenecientes al «Sur global» —las pobres y menos conectadas—, sobre todo de África y el sur de Asia. Cooper pasaba el rato intentando decidir qué países conectar. Recientemente había iniciado un ambicioso programa de construcción para complementar la red de Tyco original con más cables todavía, con los que rodearía la Tierra como si fueran luces de un árbol de navidad.

En Nueva Jersey, esperé unos minutos en la cocina de la oficina, mientras observaba a unos ingenieros de India prepararse un té. Entonces, poco antes de las diez en punto, fui conducido a una sala de conferencias dominada por tres inmensos televisores de pantalla plana, alineados de un extremo a otro de la pared, frente a una mesa alargada. Cooper, sentado, ocupaba la pantalla del centro. Tenía poco más de cuarenta años, una calva reluciente y una sonrisa alegre. Se veía algo fatigado, allí en Singapur, de noche, solo en una sala. A mí me llegaba su imagen a través de una conexión de videoconferencia de gama alta de Tata. Habíamos hablado en otra ocasión. Aquella vez, Cooper se encontraba en una sala de espera del aeropuerto de Dubai, a medianoche. Parecía estar siempre en movimiento, física y mentalmente, como si fuera la encarnación humana de la red misma. Supongo que el hecho de que estuviera hablando ante un televisor tenía algo que ver, pero lo cierto era que no podía ahuyentar la idea de que Cooper era un hombre que vivía dentro de Internet. En un negocio lleno de ofuscación, él se mostraba de buen humor y era directo. Yo sabía por qué: Tata estaba más que dispuesta a competir con los AT&T y los Verizon de todo el mundo, lo cual significaba la mejora del reconocimiento de su nombre en Estados Unidos —e invitar a cualquier periodista que lo solicitara.

—Ya hemos construido un cinturón alrededor del mundo y ahora lo estamos expandiendo un poco por arriba y por abajo —dijo Cooper, hablando del planeta como si fuera su jardín. Tata había extendido su cable entre Estados Unidos y Japón con un nuevo enlace a Singapur, que posteriormente seguía hasta Madrás. Después, desde Bombay, otro cable de Tata pasaba por el Canal de Suez y llegaba a Marsella. Desde ahí, las rutas seguían por tierra hasta Londres y, finalmente, se conectaban al cable trasatlántico original que iba de Bristol, Inglaterra, a Nueva Jersey. Cooper hacía que sonara como lo más normal, pero lo cierto era que había construido un haz de luz alrededor del mundo.

Para «expandirse un poco por arriba y por abajo», Tata había adquirido participaciones en SEACOM, el nuevo cable que conectaba con Sudáfrica, además de otro, también nuevo, que descendía por la costa occidental africana, pensado para acabar con el yugo del SAT-3. También empezaban a introducirse en el Golfo pérsico y planificaba el tendido de un cable que conectaría Bombay con Fujairah, en la costa oriental de los Emiratos Árabes, que posteriormente seguiría su viaje por el estrecho de Ormuz hasta Qatar, Bahrein, Omán y Arabia Saudita. El cable iría de puerto en puerto, alrededor del golfo, como un barco de reparto.

—Globalizándonos obtenemos una serie de ventajas —declaró Cooper desde el interior de la pantalla, dando golpecitos a su escritorio, en la otra parte del mundo—. Estamos conectados a treinta y cinco de los mayores puntos de acceso a la red del mundo, por lo que podemos llegar al DE-CIX o al AMS-IX, o a Londres, tanto si es la última milla como si son los últimos tres mil kilómetros. Y también podemos hablar de nuestra capacidad global de reparación.

En otras palabras, Tata podía prometer que si la ruta entre Tokio y California quedaba obstruida por algo —por ejemplo, un terremoto—, ellos podían enviar, sin problemas, los bits por otro camino. Me vinieron a la mente los dos vuelos diarios de Nueva York a Singapur ofrecidos por Singapore Airlines: uno va por el este, y el otro por el oeste. Pero sólo con Internet tratamos tan despreocupadamente la escala del planeta, y sólo lo hacemos porque contamos con conexiones físicas como ésas.

Tata orientaba sus esfuerzos a enlazar lugares desconectados —y, por tanto, a evitar la caída de los precios en las rutas sobrecargadas que atravesaban el Atlántico y el Pacífico.

—Fíjate en Kenia —comentó Cooper—. Hasta agosto pasado sólo contaba con conexiones vía satélite. Y, de pronto, está tan bien enlazada como la mayoría de las demás líneas costeras de todo el mundo, con excepción de puntos neurálgicos como Hong Kong, que cuentan con diez o doce cables. Pero ha pasado de cero a tres cables en dieciocho meses, lo que lo convierte en parte de la red global. No todos los clientes quieren conectarse de Kenia a Londres, pero una vez que esa conexión es posible, y se realiza de manera fiable, y se hace bien, la gente empieza a pensar en cosas, como pueden ser los centros de atención al cliente, que están siempre buscando los lugares con los menores costos por servicios. La demanda crece.

Los cables submarinos conectan a la gente —primero en los países ricos—, pero la tierra misma, en ocasiones, resulta un obstáculo. Para determinar la ruta de un cable submarino hace falta sortear una maraña de cuestiones económicas, geopolíticas y topográficas. Por ejemplo, la curvatura del planeta hace que la distancia más corta entre Japón y Estados Unidos sea un arco septentrional que avanza paralelo a la costa de Alaska y toca tierra cerca de Seattle. No obstante, Los Angeles ha sido, tradicionalmente, un importante productor y consumidor de banda ancha, lo que ejerció una atracción hacia el sur en el tendido de los primeros cables. Con TGN-Pacific, Tyco resolvió el problema de la manera más cara: construyendo ambos.

La geografía complica todavía más la demanda de una baja «latencia», término que se usa en interredes para referirse al tiempo que tarda la información en viajar por el cable. Antes, la «latencia» preocupaba sólo al personal de teléfonos, dispuesto a evitar retrasos poco naturales en las conversaciones. Pero más recientemente se ha convertido en una obsesión de la industria financiera para satisfacer las necesidades del comercio automatizado de alta velocidad, en el que las computadoras toman decisiones basadas en el conocimiento de las noticias de los mercados con una milésima de segundo de anticipación. Como la velocidad de la luz a través de cable es constante, la diferencia se debe a la longitud del camino que recorre. La ruta de Tata entre Singapur y Japón es más directa que la de sus competidores, lo que hace que los tiempos de sus trayectos hasta India también sean los más rápidos. Pero el cable trasatlántico de Tata resulta desesperantemente lento. Al principio, Tyco lo conectó a una estación de entrada de Nueva Jersey, cercana a su sede principal. Pero, comparado con los cables trasatlánticos que llegaban a Long Island, para cuando un bit descendía la costa y regresaba a la ciudad, la ruta, de hecho, hacía que Londres y Nueva York estuvieran más de doscientas millas más lejos. En aquella época a nadie le pareció que aquello importara.

—Ahora me destrozan en las reuniones porque hay una milésima de segundo de diferencia en nuestra contra si nos comparamos con nuestros competidores —dijo Cooper, frotándose la frente.

El primer cable trasatlántico en un decenio se tenderá este año, y lo hará una pequeña empresa llamada Hibernia-Atlantic. Lo han diseñado partiendo de cero para que sea el más rápido.

La microgeografía importa en la misma medida. Existen embarcaciones especializadas que realizan prospecciones del fondo marino, trazando rutas con cuidado, esquivando montañas submarinas —en una misión parecida a la gradación de vías férreas, pero sin la opción de construir túneles—. Los trazados evitan las principales rutas marítimas comerciales para limitar el riesgo de daños causados por el arrastre de las anclas. Porque, si un cable falla, se envía un buque de reparación para que eleve los dos extremos sueltos a la superficie usando unos ganchos, y vuelva a unirlos, un proceso lento y costoso. Ocasionalmente, la situación llega a ser más extrema.

Prácticamente todos los cables que conectan Japón con el resto de Asia pasan por el estrecho de Luzón, al sur de Taiwan. Si se analiza un mapa, es fácil ver por qué: la ruta hacia el sur, rodeando las Filipinas, añadiría demasiados kilómetros y, por tanto, costo y «latencia». Pero el estrecho de Formosa entre Taiwan y China continental resulta peligroso, por ser muy poco profundo, lo cual hace que los cables submarinos corran el riesgo de ser dañados por los pescadores. La alternativa es el canal de Bashi, en el estrecho de Luzón que, con profundidades de hasta cuatro mil metros, parecía la autopista de fibra óptica perfecta.

Perfecta hasta el 26 de diciembre de 2006, pues justo después de las ocho de la tarde, hora local, un terremoto de 7.1 grados de magnitud alcanzó el sur de Taiwan, causando importantes deslizamientos de tierra submarina que seccionaron siete de los nueve cables que pasan por el estrecho, algunos en más de un sitio. Más de seiscientos gigabits de capacidad quedaron fuera de conexión, y Taiwan, Hong Kong, China y gran parte del sur de Asia estuvieron temporalmente desconectados de la Internet global. Chunghwa Telecom, la compañía taiwanesa, informó que 98 por ciento de su capacidad con Malasia, Singapur, Tailandia y Hong Kong fue desconectada. Las grandes empresas maniobraron para recanalizar su tráfico por los cables que no habían dejado de funcionar, o para enviarlo por el otro lado del mundo. Ante esto la compraventa del won coreano se vio temporalmente interrumpida, un proveedor de servicios de Internet de Estados Unidos registró un fuerte descenso del spam (correo basura) generado en Asia, y un proveedor de Hong Kong se disculpó públicamente por la lentitud de YouTube una semana después. Las cosas no recuperaron la normalidad plena hasta transcurridos dos meses. Y el nombre de «Luzón» todavía provoca escalofríos entre los ingenieros de redes.

En un plano lógico, Internet se «cura» sola. Los routers buscan automáticamente las mejores rutas entre unos y otros. Pero eso sólo funciona si existen rutas que buscar. En cuanto a los cables físicos, reorientar el tráfico significa crear nuevos caminos físicos, tender una sección de cable nuevo, amarillo, desde el cubículo de una red hasta el cubículo de otra —tal vez en las instalaciones de Equinix de Tokio, o en el punto de acceso a la red de Palo Alto, o en el interior de One Wilshire en Los Angeles, todos ellos lugares en los que las principales redes transpacíficas cuentan con puntos de encuentro—. De otra manera, los propietarios de redes se enfrentan a la fatigosísima tarea analógica de reflotar los cables desde el lecho marino con ayuda de ganchos de acero. Después de lo ocurrido en Luzón, Tata tuvo que mantener tres embarcaciones en la zona durante casi tres meses, dedicadas a levantar cables, empalmarlos, volverlos a bajar y trasladarse a otro tramo roto. Así, pues, cuando Tata planificó el tendido de un cable nuevo en la región —el primero después del terremoto—, Cooper pensó mucho en la mejor ruta.

—Fuimos lo más al sur que pudimos; tal vez no sea la ruta óptima entre Singapur y Japón, pero si vuelve a producirse otro terremoto en el mismo punto no nos veremos afectados, y si el sismo se produce cerca de nuestro tendido, las redes, en principio, resistirán —me dijo, incorporándose en su silla, en Singapur, que era igual a la que yo tenía en Nueva Jersey.

—Se toman esas decisiones de tipo táctico.

Y después esas decisiones revierten en lo económico. Vietnam cuenta con ochenta millones de habitantes y con una conectividad escasa.

—Tal vez les interesaría un nuevo cable —planteó Cooper.

Intentaba imaginar cómo sería eso, un cable nuevo llegando a una playa de arena blanca de Vietnam. De todos los momentos de la construcción de Internet, aquel me resultaba el más teatral: el momento en que un continente, literalmente, se conectaba. Le pregunté a Cooper si Tata tenía previsto llevar un cable hasta tierra en un futuro inmediato. En caso afirmativo, si me informaban con anticipación, y a ellos no les importaba, intentaría estar presente para verlo.

—De hecho, sí, pronto tocaremos tierra —me respondió desde el interior de la pantalla.

—¿Dónde? —exclamé. Y al momento empecé a preocuparme. ¿Y si era en la otra punta del mundo, en Guam, por ejemplo (un gran hub de cables), o en Vietnam? ¿Y si se trataba de algún lugar que no recibiera con los brazos abiertos a los periodistas dispuestos a investigar infraestructuras básicas, como Bahrein, o Somalia? Tal vez las cosas no resultaran tan fáciles. Pero Cooper no se inmutó.

—Depende de las condiciones meteorológicas —dijo—. Ya se lo haremos saber.

Mientras tanto, emprendí el viaje en busca del hogar espiritual de los cables submarinos. Si los enlaces más nuevos de Internet tendían a instalarse en los confines del mapa, los antiguos se concentraban en lugares más conocidos, y en uno más que en ningún otro: una pequeña ensenada llamada Porthcurno, en Cornualles, cerca del extremo más occidental de Inglaterra, a escasas millas del conocido Land’s End. A lo largo de los ciento cincuenta años de historia de las conexiones submarinas por cable, Porthcurno ha sido un importante punto de llegada, pero también un campo de pruebas —el Oxford y Cambridge del mundo del cable—. Consultando un mapa, no me costaba entender por qué. La geografía no había cambiado. Land’s End seguía siendo el extremo occidental de Inglaterra y ésta seguía siendo un hub para el mundo. Según TeleGeography, la ruta intercontinental más transitada es la que une Nueva York y Londres —principalmente desde el 60 de Hudson Street con Telehouse North—. Varios de los caminos físicos más importantes pasaban por Porthcurno.

Pero visitar una estación de llegada de cable no era tan fácil como acceder al interior de los grandes hubs urbanos. Los Docklands, Ashburn y los demás contaban con un flujo constante de visitantes. Las medidas de seguridad eran estrictas pero, en general, se consideraban lugares intrínsecamente compartidos, casi públicos. Pero las estaciones de llegada de cable se encontraban en lugares apartados, discretos y apenas recibían visitas. A pesar de eso, Global Crossing, que por entonces gestionaba el mayor cable trasatlántico, conocido como Atlantic Crossing-1, respondió a mis solicitudes; tal vez a los encargados les gustó que me fijara en algo que no fuera la espectacular quiebra de la empresa ocurrida en 2002. La persona de relaciones públicas con la que hablé sólo me pidió que mantuviera una conversación con su director de seguridad, quien, a su vez, «notificaría a sus contactos en el gobierno» sobre mis planes. Ah, sí, esos planes: visitar Internet.

Poco después me subía a un tren con destino a Penzance, en la estación londinense de Paddington. Los arcos de hierro de la cubierta eran el decorado perfecto para mi partida. Aquella estación había sido diseñada por Isambard Kingdom Brunel, el más importante de los ingenieros victorianos, quien también trazó la ruta y supervisó el tendido de los rieles del Great Western Railway, el ferrocarril que llegaría a Bristol y más allá. Kingdom Brunel también diseñó el SS Great Eastern, el mayor buque del mundo en el momento de su construcción, en 1858, creado específicamente para transportar la cantidad de carbón suficiente como para llegar hasta Trincomalee, en Ceilán (la actual Sri Lanka) y volver, una distancia de veintidós mil millas. Simon Cooper y él habrían tenido algo de que hablar, más aún dado el uso más conocido del SS Great Eastern: el tendido del primer cable de telégrafos submarino, que pese a su longitud de 2.700 millas, cabía, enrollado, en el inmenso casco del buque. A Cooper le habrían gustado especialmente las primeras tarifas de transmisión: diez dólares por palabra, con un mínimo de diez palabras por telegrama. Desde el punto de vista práctico, me dirigía hacia Porthcurno; pero era consciente de que, en realidad, iba camino de una idea más amplia, que trataba del triunfo de la tecnología sobre el espacio, y para ella no había mejor santo patrón que Kingdom Brunel.

Después de algunas horas, las vías empezaron a asomarse a los mares tormentosos en los que el Canal de la Mancha se encuentra con el océano Atlántico. Inglaterra empezaba a parecerse a la isla que es. A medida que avanzábamos, el paisaje que contemplaba por la ventana se hacía más náutico. Me dirigía a la punta final, a una porción de tierra conocida como Península de Penwith —el punto más occidental de la pinza que parece a punto de cerrarse sobre las embarcaciones que se adentran en el Canal de la Mancha—. A mis ojos estadounidenses, el paisaje era antiguo, con sus árboles de corteza arrugada, sus carreteras algo encajadas en los campos, sus granjas de piedra que parecían hundirse. Penzance era un final de ruta. Las instalaciones de la playa estaban cerradas, porque estábamos fuera de temporada, pero el «Prom», el paseo marítimo, se veía lleno de paseantes que ocupaban la amplia bahía. Alquilé un auto en la estación, y como era una tarde de otoño y no tenía compromisos hasta el día siguiente, decidí no perder el tiempo con mapas y me dejé guiar sólo por el sol, intuitivamente, en dirección a Porthcurno. Suponía que perderse era casi imposible, porque sólo había un camino para llegar hasta allí. Había llegado al fin de la tierra.

Porthcurno descansa a los pies de un valle y se compone de unas pocas casas impecables, distribuidas a lo largo de una calle estrecha que termina en una playa espectacular, una media luna breve bajo altos acantilados. La vegetación era casi tropical, con arbustos y flores, y el agua se veía de color turquesa. La compañía de telégrafos de Falmouth, Gibraltar y Malta sacó desde aquí su cable hacia Malta en 1870. Se escogió esta playa y no la de Falmouth —cuarenta millas al este— porque preocupaba que el cable pudiera resultar dañado por las anclas de su ajetreado puerto. (Cooper habría hecho lo mismo). Pocos años después se enviaban anualmente doscientas mil palabras por telegrama desde Porthcurno y empezó a planificarse el tendido de cables nuevos. Hacia 1900, Porthcurno era el hub de la red global de telégrafo que unía India, Norteamérica, Sudamérica, Sudáfrica y Australia. Hacia 1918, pasaban 180 millones de palabras anualmente por el valle. Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, Porthcurno —o PK, según la notación telegráfica—, en referencia a su nombre original, Porth Kernow, era la mayor estación de cable del mundo. La empresa, conocida entonces como Cable & Wireless, operaba catorce cables desde el valle, que sumaban un total de 150.000 millas de longitud. Para protegerlas de sabotajes de los nazis se instalaron lanzallamas en la playa, donde se destinó a grupos de mineros a excavar la colina de granito para trasladar la estación hasta un espacio subterráneo. Después de la guerra, Cable & Wireless se hizo cargo de las instalaciones ampliadas y las usó como colegio de entrenamiento. Empleados de todo el mundo confluían en el valle para asistir a cursos, para aprender a manejar los equipos y el negocio antes de ser destinados a las estaciones que Cable & Wireless tenía en el extranjero. La escuela se mantuvo en funcionamiento hasta 1993, con lo que se creó una estrecha fraternidad entre hombres que siguen recordando con afecto sus días en Cornualles. Porthcurno es su centro espiritual, y en la actualidad el búnker aloja el Museo del Telégrafo de la localidad, donde se exhibe gran parte del equipo original y donde se proyectan videos históricos.

Aquella noche yo era uno de los dos comensales en el Cable Station Inn, el pub que ocupa el antiguo centro de recreo de la escuela de entrenamiento, adquirido por sus propietarios directamente de la empresa Cable & Wireless. Mi viaje no les sorprendía lo más mínimo; su vecino —y, al parecer, buen cliente— dirigía una de las estaciones de llegada y era una especie de sabelotodo.

—Le hablará hasta ensordecerlo, se lo contará todo, pero sabe más que nadie de todo eso —me comentó el encargado del local—. ¡Google le consulta a él!

—Tal vez podría llevarlo de expedición —sugirió su esposa.

—No es tan fácil —la corrigió él.

A la mañana siguiente visité los archivos del Museo del Telégrafo. Una jubilada que se abría paso entre una pila de viejos registros escolares soltó un grito: su tío había nacido antes de que sus abuelos se casaran. Yo estaba sentado a una mesa larga de madera, en el edificio de la escuela, mientras Alan Renton, el archivista, sacaba cajas con documentos de las primeras llegadas de cables a la playa, y con mapas de prospección de la bahía. El informe del ingeniero del «cable núm. 4 de Porthcurnow-Gibraltar», tendido en 1919, era un testimonio para la competencia, donde la hubiera.[64] El barco Stephan había zarpado de Greenwich con 1.416.064 millas náuticas de cable, fabricado por Siemens Brothers, a finales de noviembre. Pocos días después, con una suave brisa del noreste, ancló en la ensenada de PK y envió a la orilla un extremo, sostenido en el agua sobre noventa cajones de madera. A las 5:20 de aquella tarde se izó el ancla, el cable se descolgaba sobre la popa, y el Stephan navegaba hacia Gibraltar, «sucediéndose todo satisfactoriamente». Dos semanas más tarde el buque se encontraba en la bahía de Gibraltar, preparándose para llevar a tierra el otro extremo del cable en un «día claro y despejado». «Completadas las pruebas finales y avisado el director general», concluía el informe. El tendido de cable era un acto rutinario (a pesar de las quejas de los ingenieros sobre los «riesgos evidentes de tender cables en aguas profundas durante el invierno en mares transitados, y el hecho de que el Stephan es difícil de maniobrar»). Era un recordatorio de que Porthcurno ya había sido el centro de comunicaciones de un imperio boyante durante dos generaciones y lo seguiría siendo durante mucho más tiempo, aunque de un modo más discreto.

Aquella misma tarde fui hasta la playa, donde el museo mantenía el viejo cobertizo de telégrafos abierto en días soleados. El sol se iba poniendo tras los acantilados y sólo había algunas parejas contemplando el mar. Más adelante, en la playa, había un cartel desgastado en el que podía leerse CABLE TELEFÓNICO, a modo de advertencia a los barcos que pasaban. Subí por una escalera empinada excavada en la roca hasta un camino que bordeaba el precipicio. Abajo pasaba un barco de pesca, apenas una mancha del tamaño de una uña. Ya en mar abierto, un gran carguero avanzaba hacia el Canal de la Mancha. El océano era una alfombra plana, de color azul metálico, que se extendía hasta el horizonte y daba una imagen de infinitud. Intenté imaginarme los cables en el lecho marino, en sus últimos metros antes de tocar tierra. En la tienda de regalos del museo había comprado una muestra de cable real, metido dentro de una urna del tamaño de un pulgar. El plástico del cable estaba seccionado para que quedara a la vista el tubo de cobre que era el conductor de energía, y las fibras que alojaba en su interior. Su diámetro era menor al de una moneda de 25 centavos de dólar, pero se extendía sin fin. La cosa, en conjunto, era a la vez accesible e inaccesible, fácil de comprender en cierta dimensión pero apenas imaginable en otra. Era como el océano mismo: la cosa más grande de este mundo, pero que a la vez se podía atravesar en avión en un día, o electrónicamente en un instante. Qué raro que recordara, mientras iba en busca de Internet —de la cual la conocida cantilena dice que hace de la Tierra un lugar más pequeño—, lo grande que es el mundo. La red no había borrado las distancias, sino que había dejado a la vista sus franjas, como en un pizarrón recién limpiado.

Cuando regresaba caminando al pueblo vi una tapa de alcantarilla con la palabra dúctil escrita en ella. Al acercarme al estacionamiento de la playa me fijé en que había otras tapas, y más allá unas pequeñas instalaciones con equipos, rodeadas por una valla de madera y medio ocultas entre unos juncos. El equipo emitía un zumbido constante. Sobresaliendo de la zanja de drenaje había unos tallos prehistóricos de Gunnera, o ruibarbo gigante, más altos que un hombre —como si crecieran alimentados por la luz que pasaba bajo sus raíces.

Aquella noche, en el B&B,(65) me conecté al Skype para hablar con mi esposa, que seguía en Nueva York, sobre los dibujos que nuestra hija había coloreado en la guardería, sobre el último desastre de nuestro perro y sobre el hombre que iba a reparar la gotera. A diferencia de las llamadas telefónicas, nuestra conversación se desarrollaba por Internet. Era gratis y se oía perfectamente, compuesta por algo así como 128.000 bits por segundo. Después, movido por la curiosidad, consulté un trazador de rutas para ver si lograba determinar por qué vía habían ido todos ellos. El camino regresaba hasta Londres antes de pasar de nuevo por allí y seguir hasta Nueva York. El B&B estaba prácticamente colgado de lo alto del camino, y bajo aquel camino pasaba el cordón umbilical que conectaba Estados Unidos y Europa. Pero pasaba por allí sin detenerse, como los aviones que pasaban volando muy alto. Cuando apagué la luz, el valle quedó sumido en un silencio tal que me zumbaban los oídos.

A la mañana siguiente, el director de la estación de Global Crossing, Jol Paling, vino a buscarme al B&B y lo seguí en mi auto hasta las estaciones de llegada. Apenas salimos del valle nos encontramos con el equivalente a la Calle Mayor del mundo de los cables subterráneos: media docena de estaciones alineadas en la carretera. La primera aparecía camuflada en forma de casa de piedra y de no ser por la pesada verja automatizada habría resultado imposible reconocerla. A continuación venía un edificio con aspecto de gimnasio, tejado curvo y unos divertidos ventanucos de ventilación azules, en forma de ojos de buey. Pertenecía al sistema conocido como FLAG y servía de bisagra para dos cables que, como los de Tata, se prolongaban hasta Nueva York hacia el oeste y hasta Japón hacia el este. Los habitantes de la zona llamaban al lugar «Skewjack», por la zona para surfistas que había cerca. A continuación, Paling me condujo hasta una vía estrecha flanqueada por altos setos. Tuvimos que hacernos a la izquierda para dejar pasar a un tractor cargado de heno. En una curva de la carretera había un edificio marrón con paredes de cemento corrugado, un búnker feo y brutal. Había un cartel de NO PASAR que indicaba que aquella estación pertenecía a BT. Más tarde me informarían que había sido diseñada según los planes habituales que se presentaban durante la Guerra fría y que presumían que sería una instalación subterránea. Pero el granito de Cornualles resultó demasiado duro y BT optó por construirlo en la superficie. Ahí plantado, parecía más que dispuesto a soportar una guerra, y su aspecto era el más amenazador de todo el grupo.

Finalmente, en lo alto de una colina eché un vistazo entre unos setos y vi pastos en todas direcciones, salpicados por una sucesión insólita de antenas parabólicas, en su mayoría comunicaciones de respaldo de las estaciones de llegada. Pasamos junto a una aldea pequeñísima y después el camino se ensanchó hasta convertirse en un patio. Un granjero con botas rojas de hule acababa de sacar un Land Rover de un garaje lleno de tractores. Su border collie levantó la cola al verme. Sobre una valla de madera había un cartel blanco, desgastado, con letras negras, en el que podía leerse WHITESANDS CABLE STATION. Seguí a Palin por el largo camino, a un lado un campo de papas, al otro, más prado. Unas vacas lecheras asomaban sus cabezas por entre los setos, como si se encontraran en sus establos. El granjero de al lado tenía un fuego encendido en un barril de acero y el olor del humo se mezclaba con el del abono natural. Nos escabullimos por entre la valla para impedir que entrara el ganado y accedimos al área de la estación de llegada, que tenía la forma de una casa, pero desproporcionada, como la de una zona residencial de Texas. Sus paredes exteriores estaban construidas con bloques de granito toscamente tallados —a instancias de la comisión de proyectos del condado— y tenía unas persianas de acero pintadas de verde. Bajo el alero había una de cristal en la que se leía ATLANTIC CROSSING, 1998. A GLOBAL CROSSING PROJECT.

En el interior, junto a la puerta, había colgados varios impermeables. El lugar desprendía un olor a perro mojado. Tia, una spaniel corpulenta, estaba tumbada en un rincón. Con su mobiliario de distintas procedencias, sus paredes pintadas de color verde lima, sus alfombras color canela y un techo bajo recordaba más a una tienda de tecnología que a un centro de mando de última generación. Había mapas de propaganda de algunos fabricantes de cable en la pared. Y un viejo cartel de Global Poster en el que se leía: «One Planet. One Network». Había un vestíbulo lleno de cosas y unas cuantas oficinas privadas con vista al idílico paisaje de Cornualles, salpicado de vacas y de tierra esmeralda. Desde un televisor instalado en la cocina llegaban los sonidos de un partido de futbol.

Paling había crecido en la zona y trabajaba para Global Crossing desde el año 2000. Cerca ya de los cuarenta, era un tipo alto, de ojos azules, pequeños y rostro sereno. Llevaba unos jeans, un elegante suéter abierto y zapatos deportivos negros. Si bien los que trabajaban en los puntos de acceso a la red tendían al aspecto informal de los locos de la informática y se sentían como en casa frente a sus pantallas de computadora, la gente que se dedicaba al mundo del cable era, más a menudo, del tipo que no duda en entrar a un bar de marineros en un puerto extranjero. De hecho, Paling había empezado trabajando para BT en Londres, después pasó un tiempo en el mar, tendiendo y reparando cables, antes de regresar a Cornualles a fundar una familia. Su padre había sido «F1» en Cable & Wireless —el cargo más alto de un funcionario— y se había formado en Porthcurno. De niño, Paling se había trasladado con su familia a diversas estaciones del extranjero, desde las Bermudas hasta Bahrein, pasando por Gambia y Nigeria.

En Global Crossing, Paling no estaba sólo al mando de la estación, sino de la ingeniería de la red submarina en su totalidad, lo que incluía el enlace a través del Atlántico, así como los cables principales que conectaban Estados Unidos con Sudamérica, descendiendo tanto por la costa atlántica como por la del Pacífico. Paling tenía los ojos enrojecidos porque se había quedado hasta muy tarde supervisando, a través de una videoconferencia, las reparaciones del equipo en el enlace entre Tijuana, México, y Esterillos, Costa Rica. Conocía bien a los compañeros que le hablaban desde el otro lado de la línea. Sus colaboradores más estrechos vivían en la otra punta del mundo —que a menudo era también donde se encontraba la otra punta del cable. Era algo habitual. Un cable tendido a lo largo del océano funciona como una sola máquina, y el equipo de una costa está inextricablemente unido al de la otra. En los viejos tiempos, cada cable contaría con un «teléfono de instrucciones», un aparato con auriculares y micrófono etiquetado con el nombre de la ciudad situada en el otro extremo, que proporcionaría una vía de comunicación directa. Hoy, esa conexión ha quedado incluida en el sistema de comunicaciones habitual de la empresa, aunque en una visita anterior que realicé a una estación de cable cercana a Halifax, Canadá, vi a su progenitor en acción. Cuando llegué por la mañana, minutos antes de que lo hiciera el director de la estación, sus colegas del otro extremo del cable —en Irlanda— fueron los que respondieron cuando toqué el timbre y los que me abrieron la puerta a distancia. Sus sistemas estaban conectados.

Tras conducirme a su oficina, Paling arrojó las llaves sobre el escritorio, junto a un submarino amarillo accionado por control remoto, del tamaño de un balón de futbol.

—Es para las reparaciones —me explicó, señalándolo con la cabeza.

En realidad no era cierto. Se trataba de un juguete de su hijo. Por un pasillo, llegamos a una sala con cables tendidos sobre nuestras cabezas, estantes metálicos con equipos formando pasillos estrechos y el rugido habitual de las computadoras y el aire acondicionado. Palin me condujo directamente a la esquina más alejada de donde nos encontrábamos. Un cable negro salía del suelo y estaba fijado con soportes de acero a una estructura pesada dispuesta a pocos centímetros de la pared. Había sido fabricado en New Hampshire. Tras un largo paso a través de una serie de máquinas complicadísimas de Rube Goldberg,(66) ocho hebras individuales de fibra óptica se entretejían con capas de goma, plástico, cobre y acero. Posteriormente el cable era enrollado en una bobina de acero del tamaño de una noria, un mastodonte que parecía sacado del taller de Richard Serra.(67) Un barco se amarraba en el muelle de la fábrica, instalada en el río Piscataqua, y la totalidad del cable, que medía miles de millas, era introducida en el agua a través de una pasarela de un cuarto de milla de longitud y llevada hasta tres tanques cilíndricos situados en las bodegas. Ya en el mar, el barco soltaba el cable por la popa siguiendo un camino planificado con gran precisión, que partía de una playa de Long Island y, atravesando el océano, llegaba a la amplia bahía de Whitesand, a una milla o más de donde nos encontrábamos. Después, pasando bajo las vacas, llegaba hasta el costado de aquella casa grande, atravesaba sus cimientos e iba a salir allí. Al final incorporaba una etiqueta que rezaba: AC-1 CABLE TO USA. Para Palin, era la placa colocada junto al escritorio, pero para mí se trataba de una de las señales más asombrosas que había visto en mi vida. Me indicaba el camino a casa, además de una ruta que, físicamente me resultaba del todo inaccesible —pero que, en cierto sentido, había seguido miles de veces.

—Éste es el cable que va a Estados Unidos —dijo Paling.

El aspecto físico de Internet ya no podía ser más literal.

Habiéndolo seguido por el mar, lo seguí un poco más, por la propia estación. Paling me mostró el PFE o «Power Feed Equipment», una caja blanca del tamaño de un refrigerador que enviaba cuatro mil voltios a través de la cubierta de cobre del cable con los que se alimentaban los repetidores submarinos que amplificaban las señales de luz. La máquina equivalente al otro lado del cable, en Long Island, estaba ajustada con el mismo voltaje, para que los flujos de electricidad se encontraran en medio del mar y usaran el fondo como toma de tierra.

—Nosotros somos corriente negativa y ellos son corriente positiva —me explicó Paling. Se trataba de una energía de una sola dirección, un tirar y empujar simultáneo.

La luz a través del cable se emitía (y era recibida) desde otro grupo de máquinas con aspecto de refrigeradores, alineadas cerca de donde nos encontrábamos. Paling encontró un trozo libre de cable amarillo de fibra óptica y lo enchufó al puerto de «monitorización» de una de las máquinas, manipulando inofensivamente la señal de entrada de una de las fibras. Después conectó el otro extremo del cable al analizador de espectro óptico —una máquina de sobremesa que parecía un reproductor de video Betamax y que incorporaba una pantalla que mostraba las ondas de luz, como una máquina de electrocardiogramas.

—A mí me gusta verlo como si fuera una gran gelatina —dijo, refiriéndose a lo que aparecía en la pantalla—. Si empujas hacia abajo esta parte —señaló una de las ondas—, entonces estas otras subirán. Se trata, en gran medida, de probar hasta conseguir que en ese pedazo de gelatina las ondas proporcionen su mejor energía.

Aquella tecnología se conocía como «multiplexión por división de longitudes de onda densas». Permitía que muchas longitudes de onda o colores de luz pasaran simultáneamente por una sola fibra. Cada hilo de fibra puede «llenarse» con docenas de ondas —cada una de las cuales transporta diez, veinte o incluso cuarenta gigabits de datos por segundo—. Una de las misiones de Paling consistía en ajustar los lásers para que cupieran más longitudes de onda, como un acorde armónico, perfeccionándolos todos para que operaran bien.

Teóricamente eso puede hacerse desde cualquier parte, pero a Paling le gustaba estar junto a la máquina, ver la luz con el analizador. En ocasiones, para dificultar más el proceso, cualquier movimiento del cable en el fondo marino puede alterar la oscilación de las ondas a través de la fibra y desajustar, potencialmente, la disposición conseguida, como si se tratara de la «nieve» en los televisores antiguos, producto de la electricidad estática. Una vez que Paling lo hubo ajustado todo, sometió el cable a una «prueba de confianza», para lo cual generó un tráfico artificial para enviarlo a través de la fibra, que hizo circular «de un lado a otro, en ambas direcciones, desde aquí hasta América treinta veces, o las que sean». Las cosas iban muy aprisa. El día en que estuve ahí, uno de los pares de fibras fue «descontinuado» por una actualización. Los nuevos equipos iban a permitir que pasaran por ellos ondas de veinte gigabits, lo que supondría un aumento de la capacidad de todo el cable.

—¿La fibra está, en realidad, muerta? —le pregunté.

—No está muerta, no —dijo Paling—. Nosotros decimos que es «tenue». Hay potencia en esos amplificadores. Emiten ASE [Amplified Spontaneus Emission]. Ruido. Si aplicaras un medidor ahí, verías luz. Pero no hay ruido de banda. Es sólo ruido de fondo —un parpadeo.

Mientras Paling me explicaba todo aquello, abrió distraídamente un escudo protector de plástico y pasó un dedo sobre una de sus fibras «iluminadas». Por toda Europa —si no es que por todo el hemisferio oriental— había millones y millones de hilos de fibra. Se unían una y otra vez, aflorando en Telehouse, en un manojo grueso, y dirigiéndose después hacia acá. La unión final podía leerse en los cables amarillos conectados al frente de aquella máquina: entraban muchos cables, pero al final sólo salían cuatro. Aquellos cuatro eran los que atravesarían el océano. Se trataba de las venas más gruesas en el extremo de un continente de capilares —en términos de lo que contenían, pero no en su tamaño físico. Faltaba muy poco para el mediodía. Los mercados europeos estaban abiertos, pero Nueva York apenas empezaba a despertar. Paling movía los labios, pero yo sólo lograba concentrarme en su dedo golpeando el cable. Si no optaba por alquilar un submarino, aquello era lo más cerca que iba a estar de una conexión trasatlántica física.

Nuestra última parada fue al otro lado del pasillo. Habíamos seguido el cable desde donde salía hasta el mayor equipo submarino. Ahora observábamos el backhaul o red de retorno, el enlace de la estación con el resto de Inglaterra. Había un estante etiquetado con la palabra SLOUGH, un anodino barrio de Londres cercano a Heathrow, donde Equinix contaba con su mayor centro de datos en Inglaterra (y en la que se sitúa la acción de la primera versión de la serie televisiva The Office). En el siguiente se leía DOCKLANDS. Fuera cual fuese el tamaño del mundo, y no por primera vez, pensaba en lo pequeña que podía llegar a parecer Internet.

Aquella misma tarde, después de despedirme de Paling, quien debía volver a su trabajo, conduje hasta Land’s End. Existe allí un parque temático con una calle medieval falsa, pero estábamos fuera de temporada y casi todo estaba cerrado, salvo un famoso estudio de fotografía situado casi al borde del acantilado, con vista al océano. Por quince libras escogías las letras con las cuales escribir el nombre de tu ciudad o pueblo, y las pegabas a una de aquellas flechas que señalan lugares lejanos con sus respectivas distancias. Entonces, el fotógrafo, abrigado con un grueso suéter de lana, te tomaba una fotografía y unas semanas después te llegaba una copia a casa, por correo ordinario. Dos de los destinos que figuraban en los carteles eran permanentes: John O’Groats, el punto más septentrional de la tierra firme británica (874 millas), y Nueva York (3147 millas). Se me ocurrió que, puesto que Nueva York ya estaba allí, podía pedir que escribieran otro lugar, y pensé: ¿por qué no? ¿Le importaría que escribiera «Internet» y dijera que estaba a dos millas de allí? A cambio de quince libras, me respondió que no le importaba en absoluto y, además, sabía perfectamente por qué se lo había pedido. Conocía bien los cables. Había visto pasar los barcos. Después de la foto oficial, se ofreció a tomarme otra con mi teléfono.

De nuevo en el auto, resguardado del frío, envié por email aquella foto a varias personas en Nueva York. No podía evitar pensar en lo que aquello significaba: la conexión con la torre de comunicaciones celulares cercana, la red de retorno a los Docklands, el regreso a Cornualles, el rápido paso a través de la estación de llegada de cable, el largo viaje hasta Long Island, el acceso al 60 de Hudson Street, y después a mi propio servidor de email del bajo Manhattan, antes de llegar a sus destinatarios. Sabía que aquellos caminos físicos existían. Pero también que Internet seguía siendo astuta, diversa, multitudinaria. No era capaz de decir por qué vía iba aquella foto. Tal vez se hubiera metido por aquel gran cable de Tata, que toca tierra en un punto más lejano de la costa. El movimiento de un simple racimo de datos era difícil de seguir, pero ello no hacía que las particularidades de su viaje fueran menos reales. Volvía a atraerme ese reto de atrapar un relámpago en una botella —de fijar Internet, aunque sólo fuera un minuto—. Seguía existiendo un resquicio entre lo físico y lo real, entre lo abstracto de la información y la brisa húmeda de aquel lugar.

Me llevó algunos meses más pero, ya de vuelta en Nueva York, finalmente conseguí una tarde libre y pude ir en auto hasta la playa, en busca del otro extremo del Atlantic Crossing-1. Decidí no llamar antes. Paling había sido un anfitrión magnífico en Cornualles, y me parecía excesivo solicitar ver otra estación de llegada —y mucho más si era similar a la que ya había visitado. La localidad de Shirley, en Long Island, era el punto de llegada del AC-1, pero el tramo de playa exacto en el que se producía el «desembarco» podía ser bastante extenso. Iba acompañado de mi esposa y mi hija, que me alegraban mientras husmeaba alrededor del estacionamiento de una playa pública, levantando arena como si fuera un rastreador. Finalmente encontré un poste de plástico desgastado, con un aviso sobre un cable de fibra óptica enterrado, pero no estaba seguro que se tratara del «mío». Cuando regresábamos a la ciudad —algo decepcionado porque el paisaje no me resultó fácil de leer—, un edificio que se encontraba a casi una milla de la playa, y que vi de soslayo, llamó mi atención. Se encontraba en el extremo de una subdivisión suburbana y se parecía a una casa, salvo por su tamaño: era demasiado grande, y contaba con unos conductos de ventilación reveladores en sus aleros. Al llegar al siguiente semáforo di media vuelta y paré delante. Estaba protegido por una sólida valla, dotado de cámaras de vigilancia, y había algunos vehículos en un estacionamiento pequeño —entre ellos una pickup blanca con una caja de herramientas y un logo de AT&T en la puerta. Fue entonces cuando me percaté del buzón: en unas letras adhesivas podía leerse «TT», y la «A», aunque difuminada, resultaba aún visible. No, ése no era mi cable, pero sí era mi tipo de lugar —lo bastante claro para particularizar el camino, para fijar la geografía fluida de Internet sobre el suelo arenoso de Long Island, y sobre el océano.

En el intervalo, esperaba noticias de Simon Cooper desde Tata sobre aquel cable nuevo que iba a tocar tierra en alguna playa de alguna parte. El email de la persona encargada de las relaciones públicas en Bombay llegó un jueves por la mañana, y me informaba que, si las condiciones meteorológicas lo permitían, la toma de tierra tendría lugar el lunes siguiente. En algún lugar cercano a Lisboa. Aunque no sabía exactamente dónde. No le respondí enseguida. Lo que sí hice fue empezar a buscar un boleto de avión.

Aquel domingo por la mañana llegué a Portugal, crucé el Tajo desde Lisboa y me dirigí a la izquierda, de nuevo hacia el Atlántico. Seguí la arenosa Costa de Caparica en dirección sur antes de meterme de nuevo tierra adentro, hasta una zona de modestas casas de veraneo. La estación de llegada de Tata se encontraba ligeramente retirada de la carretera, tras una verja de seguridad. Sin ningún cartel que la anunciara, ligeramente siniestra, tenía unas gruesas paredes de cemento y ventanas con pesados marcos de acero. Podría haberse confundido con la casa de algún traficante de armas, o tal vez con el puesto de escucha de algún servicio de inteligencia. Era mucho más grande que la estación de Paling en Cornualles —un ejemplo claro de los excesos de Tyco. Pulsé el botón del interfón y esperé a que la verja se abriera, entonces hice acopio de lo que me quedaba de concentración, muy mermada por el jet-lag, para accionar la palanca de velocidades e introducirme con suavidad en el pequeño estacionamiento, atestado para ser domingo por la mañana. Rui Carrilho, el director de la estación, era un tipo fornido de cuarenta y tantos años. Llevaba una camiseta azul, unos jeans y zapatos ingleses de cuero con cordones, como si se hubiera vestido para ir a pasear con su esposa en domingo. No se alegró de verme. Yo estaba allí por invitación de su jefe, Simon Cooper, pero aquella no era una buena semana para recibir visitas. A pesar de las brisas suaves y los cielos despejados, él se encontraba inmerso en una tormenta. Estaba, por una parte, el motivo por el que me había desplazado hasta allí: la llegada a la playa del West Africa Cable System, o WACS, que pronto descendería desde aquella colina hasta la costa africana. Pero la estación también estaba acogiendo a dos técnicos provenientes de la sede estadunidense de Tyco, que habían estado trabajado sin descanso en el encargo final del competidor directo del WACS, el cable Main One, que seguía, prácticamente, una ruta idéntica. Habían estado de guardia sin interrupción, a la espera de instrucciones del Resolute, el barco subcontratado para el tendido del cable, que cabeceaba en algún punto de la costa de Nigeria, con el cable alojado en sus talleres, mientras sus propios técnicos luchaban por solucionar los problemas. Y, por si fuera poco, los directivos de Tata llevaban un tiempo presionando a Carrilho para que completara las actualizaciones sobre el tercer cable de la estación, que pasaba bajo el golfo de Vizcaya en dirección a Inglaterra, se cruzaba con el AC-1 en las profundidades y tocaba tierra en otra de las grandes estaciones que había pertenecido a Tyco, y que se encontraba cerca de Bristol. El personal de la estación de cable llevaba una semana durmiendo en el suelo, cenando en un restaurante cercano —a veces se les sumaban los agotados ingenieros de Tyco, llegados desde Nueva Jersey. Carrilho presidía la mesa, como el oficial de aviación que en otro tiempo había sido. Pero sus ojeras, y el intenso nerviosismo con la que se aferraba a su BlackBerry y a su paquete de Camel, lo delataban: allí pasaban muchas cosas. Y yo, un turista, había llegado en plena acción.

Apenas había puesto un pie en el lugar cuando me hizo salir por la puerta y me llevó junto a una minivan.

—Voy a mostrarle dónde se encuentra el punto de entrada de la playa para que pueda llegar usted solo —me dijo, impaciente por librarse de mí lo antes posible.

Nos dirigimos hacia el mar, siguiendo un paseo arbolado bajo el que pasaba el cable que llegaba desde la playa (y desde mucho más allá). Al final de una pendiente pronunciada había cuatro casas, un final de camino polvoriento donde unos perros callejeros dormitaban al sol. Carrilho se puso un casco y un chaleco de seguridad anaranjado e instaló una luz intermitente de aviso en el techo de la camioneta. Un par de ancianos con camisas a cuadros apartaron la vista del mar para mirarnos. Allí habían despejado un rectángulo en la arena, del tamaño de una toalla de playa, para dejar al descubierto un conducto que daba acceso a un túnel de cemento. En la tapa podía leerse «Tyco Communications». El túnel había sido excavado en la década anterior, en previsión de un cable que no había llegado nunca, y desde entonces seguía ahí, vacío. Habían montado una tienda de campaña roja junto a él para instalar en ella un taller temporal.

Al día siguiente, el Peter Faber —el barco que tendía el cable, diseñado especialmente para ejecutar «operaciones cercanas a la costa»— navegaría desde Lisboa con dos millas de cable, que un buzo acercaría hasta la playa, donde se fijaría a un pesado soporte de acero en el interior del conducto. Después, el Peter Faber enfilaría un par de millas mar adentro, viraría un poco hacia el sur y lanzaría el extremo suelto por la borda. Un par de meses después, un buque mucho mayor se acercaría a recogerlo con un gancho, lo empalmaría al extremo del resto de las nueve mil millas de cable que llevaría en sus bodegas, y pondría rumbo al sur, siguiendo una ruta descrita con precisión, por entre cañones submarinos, a lo largo de bordes de acantilados invisibles. Para la gente de Sudáfrica, Namibia, Angola, la República Democrática del Congo, la República del Congo, Camerún, Togo, Ghana, Costa de Marfil, Cabo Verde y las Islas Canarias —sucesivos puntos de parada del cable—, aquel lugar concreto de la tierra conectaría pronto aquel continente con el otro. Ése era, como mínimo, el plan para los siguientes días y meses. El plan para la hora siguiente era salir a comer algo.

Casi pegado a la tapa del conducto había un restaurante de playa con sombrillas de propaganda de Coca-Cola en la terraza. El equipo de construcción subacuática se había congregado en una mesa larga del interior. Con sus trajes de faena rojos, sus rostros curtidos por el aire y la sal, sus cabellos despeinados, parecían una banda de piratas. Me senté junto a uno que llevaba una cinta gruesa en el pelo indómito y un aro dorado en una oreja. Carrilho lo hizo en el otro extremo de la mesa, entre el curtido director de obra, Luis, que lucía un bigote amarillo, y su capataz, Antonio, que se parecía un poco a Tom Cruise y que exhibía la determinación y la intensidad emocional de un preescolar. Esbozaron los planos de toma de tierra para el día siguiente en el mantel de papel, hasta que una cazuela enorme de pescado guisado llegó a la mesa, acompañada de vasos de Super Bock, la cerveza portuguesa. La conversación se había desarrollado en una mezcla de portugués y español, y se había interrumpido cuando empezó un partido de futbol que retransmitían por televisión. Pero cuando llegó el momento de brindar por el éxito de la operación, usaron el término inglés: beach landing!

El día en cuestión amaneció frío y despejado, el azul tanto del mar como del cielo competían por ser los más profundos. Carrilho llevaba el casco y el chaleco y venía acompañado de uno de los empleados jóvenes de la estación, cámara fotográfica al cuello. Entraba y salía a cada rato del restaurante, pedía café solo y no dejaba de otear el horizonte. El equipo de construcción llegó en barca desde un puerto que se encontraba unas millas más al sur. El bote inflable se movía de un lado a otro y ellos parecían un pelotón de marines. Habían llamado también a un grupo de obreros angoleños, y Luis les entregó camisetas rojas que sacaba de una caja de cartón. Dos ingenieros británicos, con ropa de lana y pantalones anchos con bolsillos, se mantenían aparte, asomados al borde de un acantilado bajo, de arena compactada. Trabajaban para Alcatel-Lucent, el consorcio de telecomunicaciones que fabricaba el cable y era propietario de los barcos que lo tenderían en el lecho marino.

Había una gran excavadora Hyundai aparcada en la orilla, con su brazo articulado levantado, a modo de saludo, y con un cartel en el que se leía CARLOS apoyado en el parabrisas. El propio Carlos estaba sentado en el interior de la cabina. Normalmente, se dedicaba a demoler edificios históricos en Lisboa; un trabajo delicado. No era la primera vez que Luis trabajaba con él.

—Puede rascarte la nariz con la pala de la excavadora y no te das ni cuenta —me comentó Carrilho, señalándome con un dedo al tiempo que lo agitaba.

El día anterior, Carlos había cavado una zanja en la playa y el castillo de arena que había amontonado era tan alto como su vehículo. En las profundidades se encontraba la embocadura de acero, el conducto que moría bajo la tapa de la alcantarilla; el cable de fibra óptica pasaría a través de él como un hilo a través de un popote.

Justo antes de las nueve, uno de los buzos se lanzó al mar desde el bote. Bajo el brazo llevaba un tramo de cuerda verde de nylon. Braceando entre las olas llegó a la playa, donde entregó la cuerda a uno de los obreros. No hubo apretones de manos ni ceremonia alguna para dar solemnidad a ese primer momento de conexión física, el vínculo inicial entre tierra y mar, al que seguiría un camino de luz de nueve mil millas —y sus partidarios esperaban que, también, un caudal de información que transformara un continente—. Carrilho dejó de pasearse por la terraza del café y se dedicó a observar. Poco después, el casco azul del barco del cable, el Peter Faber, se materializó desde el norte, su gran antena blanca, esférica, rematando su inmensa estructura como una pelota de pingpong. Más largo que un remolcador, más esbelto que un pesquero, su sistema de propulsión controlado por GPS le permitía no desviarse de su ruta incluso en condiciones adversas. Se detuvo a casi un kilómetro de la costa, perfectamente alineado frente al conducto de la playa, y durante el día y medio siguiente no se movería de allí.

El bote partió a su encuentro, soltando la cuerda verde mientras lo hacía. Dos perros correteaban por la playa saltando de un lado a otro de la gruesa soga. Una excavadora descendió hasta el agua y alguien anudó la soga a su enganche. Entonces empezó una serie de pasadas lentas en paralelo al agua, arrastrando la soga alrededor de una polea, cien metros cada vez, frente al barco. La excavadora avanzaba a marcha muy lenta, soltaba el nudo y regresaba por el mismo camino para recoger el siguiente tramo. El cable de fibra óptica, propiamente dicho, no tardó en abandonar el barco, suspendido justo por debajo de la superficie del agua por un collar de boyas anaranjadas —la versión moderna de los cajones de madera de Porthcurno usados en 1919—. A medida que cada boya alcanzaba la orilla, un obrero se metía en el agua y la desataba del cable.

Carrilho y yo observábamos la acción desde la terraza del restaurante, sentados en mesas separadas. Tenía un periódico abierto sobre la mesa y yo me uní a él en su ritmo incesante y alterno de cervezas y cafés. Una suave brisa marina traía hasta nosotros el agradable olor marino del motor de dos tiempos del bote. Había trabajado mucho para impedir que los barcos de pesca pasaran sobre el cable, patrullando de un lado a otro como un perro pastor. A la hora del almuerzo, la excavadora había completado todas sus lentas vueltas, y el cable se mantenía suspendido en su collar de boyas anaranjadas. Con las manos protegidas por unos gruesos guantes, los operarios lo guiaron hasta la embocadura del conducto, haciendo esfuerzos por dominarlo. Lo dispusieron en el agua en forma de ese, por si el mar reclamaba un poco más para sí. Le envié un email a Simon Cooper y adjunté una imagen de la operación que titulé: «Tomada hace cuarenta y cinco segundos». Instantes después recibí su respuesta: «Y vista desde mi BlackBerry mientras paseo por Tokio».

Con el cable en posición, el buzo regresó a la orilla del mar con un cuchillo en la mano. Hundiendo la cabeza entre las olas, empezó a liberar las boyas, para que el cable pudiera hundirse hasta el lecho marino. Cada vez que soltaba una, ésta se elevaba unos pies por el aire, antes de dirigirse hacia el sur, arrastrada por la brisa. Cuando ya se encontraba unos cien metros mar adentro, ya no lo veía, pero seguía presenciando su labor: boyas anaranjadas que ascendían a la superficie como balones de playa, perseguidas por el bote. Cuando el buzo llegó al barco que había tendido el cable, la tripulación holandesa le ofreció unas galletas y un poco de jugo, y él, después, cubrió a nado el kilómetro que lo separaba de la orilla. Una vez en la playa, resoplando y con los ojos muy abiertos, encendió un cigarrillo.

Me acerqué a la puerta lateral del restaurante, donde los dos ingenieros ingleses trabajaban duro en el cable. Habían llegado en auto desde las oficinas de Alcatel-Lucent de Londres, conduciendo una camioneta llena de herramientas. Matt era alto, tenía una cabeza angulosa y bastante barriga, además de una voz alegre. Vivía en Greenwich —«la casa del tiempo», según me canturreó—, y tenía muchas ganas de volver ese fin de semana para celebrar el cumpleaños de su hijo. Mark Nash tenía un aspecto más rudo, con un diente de oro y un gran tatuaje en un brazo que Popeye le habría envidiado. Se había pasado toda su vida laboral viajando en representación de Alcatel y había trabajado en lugares como las islas Bermudas («perfectas»), California («encantadora»), Singapur («una gran ciudad, si te gusta sentarte por la noche a tomar cerveza»). Vestidos con sus camisetas azules de Alcatel y sus pantalones de bolsillos, los dos se enfrentaban al cable con sierras. El cable estaba protegido por dos capas de malla de acero que debían retirar antes de que hicieran el «empalme» en el conducto. Ponían todas sus fuerzas en el pelado del cable, como si estuvieran descuartizando un tiburón. Mientras trabajaban, un pescador con camisa de franela y botas de goma llamó a la puerta de la cocina. Llevaba una bolsa rígida con asas de la que sobresalían dos dorados relucientes, el mismo pescado del guiso del día anterior. El cocinero las cogió. Matt gritó por teléfono:

—¡Tenemos veinticinco en el conducto y otros veinte en la playa! —refiriéndose a metros de cable; margen suficiente bajo tierra para completar el empalme, y margen suficiente en la playa para permitir que el cable cediera un poco en caso de tormenta.

Una vez que el cable quedó desnudo y sus intestinos rosados expuestos, Matt y Mark lo metieron en la tienda de campaña roja y, juntos, empezaron a trabajar en la fusión de las fibras. Matt dejó una taza de té a su lado, en el banco de trabajo, y empezó a usar una herramienta que parecía un sacacorchos para retirar el corazón interior del cable, que era de plástico, y que rodeaba un tubo perfecto de cobre brillante. En su interior había otra capa de cables negros: dentro de cada uno de ellos, goma coloreada; dentro de la goma, la fibra óptica propiamente dicha. Con la retirada de cada capa, el trabajo se hacía cada vez más delicado; primero actuaba como un carnicero, después como un pescador, después como un ayudante de cocina, ahora, finalmente, como un orfebre, sosteniendo cada fibra entre sus labios fruncidos. Cuando la fibra quedó a la vista, las ocho hebras resplandecieron al sol, cada una de ellas con un grosor de ciento veinticinco micrones. Se puso talco en la palma de la mano y deslizó el extremo de cada fibra por ella, como si se tratara del arco de un violín, para eliminar cualquier posible residuo.

A continuación empezó a fusionar cada una con su equivalente del lado de la costa. Eran ocho, cada una de un color distinto, dispuesta alrededor del banco de trabajo. Una por una, Matt las colocaba en el interior de una máquina que recordaba a una perforadora. Una pantalla mostraba, aumentado, el alineamiento de las fibras, y él lo ajustaba para que los dos extremos encajaran, como la mano de Dios en el fresco de Miguel Ángel. Después pulsaba un botón que, mediante la aplicación de calor, fusionaba los dos extremos, y él aprovechaba el momento para dar un sorbo al té. Después deslizaba un pequeño plástico protector sobre la hebra ya unida, y la montaba sobre un pequeño soporte, como un carrete de pesca. Con la tecnología actual, cada fibra podía transmitir más de un terabit de datos por segundo, en un viaje submarino de dos décimas de segundo.

Llevaba un rato observando desde el exterior de la tienda de campaña que alojaba aquel taller improvisado y Carrilho se colocó a mi lado; también se puso a contemplar el trabajo de precisión de Matt.

—Eso es la fibra —dijo Carrilho—. Con eso es con lo que se gana dinero.

Una vez que las ocho fibras estuvieron empalmadas, Matt las colocó en el interior de una caja especial de acero negro, con dos grandes adhesivos que advertían del peligro de láser, y con una elegante placa de Alcatel-Lucent. También llevaba escrito, en cursiva, Origin France —el distintivo del cable de Tata, de 600 millones de dólares—. Mark había estado trabajando en el conducto, ocupándose del duro trabajo de tensar el cable de malla de acero alrededor del pesado disco de acero fijado a la pared. Matt le pasó la caja negra para que la instalara en su interior.

Un auto se detuvo detrás de mí y de Carrilho, y de él bajó un hombre vestido con camisa y corbata, que volvía del trabajo y regresaba a su casa. Contempló el conducto, el equipo dispuesto en el interior de la tienda de campaña y el barco anclado en mar abierto.

—¿Un cable? ¿A Brasil? —preguntó.

—A África —respondió Carrilho.

El visitante arqueó las cejas, meneó la cabeza y se fue a cenar a su casa. Para la gente de aquel pueblo costero, aquello era una alteración temporal de su rutina, unos cuantos días de excavadoras en la playa, y algunos camiones más en el estacionamiento municipal. Cuando terminara aquella semana, el conducto estaría enterrado, y el cable hacia África olvidado bajo la arena.