4Toda Internet

Aquella tarde en Washington, en casa de mi hermana, le conté a mi sobrina de ocho años lo que había visto en Equinix. Ella pertenece a su generación y envía y recibe mensajes instantáneos, consulta YouTube, participa en videochats, usa el iPad. Ha nacido en la era digital. Y, como la mayoría de niños y niñas de ocho años, no es fácil impresionarla.

—¡He visto Internet! —le dije—. O, al menos, una parte importante.

Estoy acostumbrado a que los adultos arruguen la frente ante afirmaciones como ésa, a que se muestren escépticos al oír que la realidad física de Internet resulte tan tangible. Pero a ella no le resultó extraño en modo alguno. Si a alguien le parece que Internet es mágica, entonces le costará captar su realidad física. Pero si ese alguien, como ella, no ha conocido un mundo sin ella, ¿por qué no habría de estar Internet ahí fuera, en alguna parte? ¿Por qué no habría de ser algo que pudiera tocarse? A mí me parecía que el asombro infantil era una buena manera de mirar ese mundo; transformaba estructuras cotidianas en monumentos. Y, en realidad, en justicia —incluso para los parámetros de las mentes adultas, racionales—, Equinix Ashburn era internet en una medida mucho mayor que cualquier otro lugar en la Tierra. Internet es algo expandido, casi infinito; pero también resulta extraordinariamente íntimo. ¿Hasta qué punto podía ser yo reduccionista —tanto en mi manera de imaginar Internet como en mi experiencia de su realidad física? ¿Cuáles eran los límites de la precisión?

A lo largo de todo el libro, he escrito con mayúscula inicial el término «Internet», como nombre propio. Ello va cada vez más en contra de la convención general. Si en su primera época de existencia Internet se reconocía universalmente como algo único y, por tanto, merecedor de la mayúscula, con el tiempo esa novedad se ha ido perdiendo. Tal como explicaba el sitio web Wired News.com cuando renunció a la mayúscula y se pasó a la minúscula, desde 2004: «En el caso de Internet, web y red, nos hacía falta un cambio en el estilo de nuestra casa para poner en perspectiva lo que es Internet: otro medio [más] para enviar y recibir información».[42]

Pero no lo veo así. O, al menos, no exclusivamente. Porque tan pronto como empecé a implicarme con la presencia física de Internet —con sus lugares—, cobró cuerpo como algo singular, aunque atípico y amorfo. Al utilizar el nombre propio, también sostengo la idea de que Internet está, demostrablemente, ahí, una vez que sabemos dónde debemos buscar. Y no me refiero sólo a que está tras puertas cerradas de edificios anodinos, sino a que está en todas partes —en los cables que rodean las manzanas y las torres del paisaje urbano. No es que no sea consciente de las limitaciones de esta idea, ni que no esté dispuesto a reconocer que las redes escapan a nuestra vista. Para concebir Internet de ese modo hace falta cierta dosis de imaginación (cruzando, en ocasiones, la línea que la separa de la alucinación). La escritora Christine Smallwood acierta cuando señala que «la de Internet es una historia de metáforas sobre Internet, que giran alrededor del siguiente dilema: ¿cómo podemos hablar entre nosotros sobre un dios invisible?».[43] Sopesa los méritos relativos de describir Internet como un Tootsie Roll, una bañera de agua caliente, una autopista o un avión, antes de acabar reconociendo lo horrible que es Internet —lo real, lo que hemos estado visitando. «Ojalá», concluye, «Internet se pareciera a Matt Damon, o a las franjas de luz escritas por una mano invisible en un cielo nocturno».[44] Así, ella también se encuentra de nuevo con nuestro viejo amigo: la masa amorfa, el universo infinito, vasto, inabarcable, en expansión. Todas las metáforas del poeta se acurrucan juntas bajo la misma noche estrellada.

Pero me he fijado que los cómicos tienden a ir en la dirección contraria, hacia una «Internet» entendida como una máquina individual. En el episodio de la serie de dibujos animados South Park titulado «Over Logging», los pequeños y desagradables personajillos se enfrentan a un caso especialmente extremo de dilema familiar: Internet se estropea en todas partes.[45] En un primer momento, intentan averiguar si eso está sucediendo en realidad, pero «¡no hay Internet dónde buscar si no hay Internet!», clama, sin inmutarse, uno de ellos. Poco después, Internet «en persona» aparece en pantalla, en forma de máquina del tamaño de una casa, sospechosamente semejante a una versión gigantesca de un enrutador Linksys doméstico, ése que es azul con un panel frontal blanco y unas pequeñas antenas de conejo en la parte trasera, iluminado con flashes en su búnker subterráneo. Agentes del gobierno con gafas de sol hacen todo lo posible por repararlo —llegando a tocar, en un momento dado, el célebre motivo musical de cinco notas creado por John Williams para la película Encuentros cercanos del tercer tipo, como si se tratara de una bendición—. Finalmente, uno de los chicos encuentra una solución: se sube a la rampa de acero, tipo portaaviones, que lleva a lo alto de la máquina gigante, se acerca a la parte trasera, la desconecta de un enchufe enorme y vuelve a enchufarla. ¡Salvados! «¡La luz amarilla parpadeante vuelve a ser verde, y se está quieta!», exclama, aliviado, otro personaje. La paz prevalece.

En la comedia de situación británica The IT Crowd llevaron la broma al extremo opuesto, en cuanto al tamaño: allí Internet no era una sola máquina gigantesca, sino diminuta.[46] En una broma de oficina, dos de los personajes del departamento de tecnología de la información convencen a una colega muy ingenua de que «Internet» está en el interior de una caja de acero negra apenas más grande que un zapato, con un solo LED rojo. Normalmente ocupa lo alto del Big Ben, «porque ahí es donde hay mejor cobertura», pero con el permiso de los «sabios de Internet», han podido tomarlo prestado sólo por un día, y de ese modo van a poder usarlo para una presentación. «¿Eso es Internet? ¿Toda Internet? ¿Y pesa mucho?». Sus colegas se burlan de ella. «¡Qué pregunta más tonta! Internet no pesa nada».

Mientras veía esos clips en YouTube, me invadió una sensación de vergüenza. Parecía haber iniciado una búsqueda descabellada, ir en pos de un mundo que muy pocos creían que existiera. Pero… ¡si la gente lo supiera! Internet no es una cajita de acero, por supuesto que no —al menos no en su totalidad. Pero ello no significa que no haya algunas cajas de acero de suma importancia (que de vez en cuando deban ser desenchufadas y enchufadas de nuevo). A veces, el centro de Internet —o, como mínimo, uno de sus centros— es más concreto aún que un solo edificio. Así, pues, ¿dónde estaban las cajas más grandes y más importantes? ¿Y quiénes eran esos «sabios de Internet», suponiendo que existieran?

La respuesta a ambas preguntas se encontraba en el mundo íntimo de los «intercambios de Internet». La terminología puede llevar a engaño, pero en su mayor parte, el lugar en el que las redes de Internet se encuentran se conoce como un internet exchange, que suele abreviarse con las letras IX. PAIX lo lleva en su nombre. Equinix también, aunque de manera más sutil. Sin embargo, las cosas se complicaban porque aquellas letras podían referirse al edificio de ladrillo y cemento donde las redes se conectan unas a otras, o a las instituciones que facilitan esas conexiones, cuyos equipos se hallan repartidos, a menudo entre diversos edificios de una misma ciudad. La distinción importante es que un intercambio de Internet no tiene por qué ser un bien inmueble; podría ser una organización. Pero aun así existe algo físico, que muchas veces alberga una sola máquina.

La lógica del IX es clara, y no difiere mucho del principio fundador de MAE-East: conseguir que los paquetes lleguen a su destino, cuanto más directa y económicamente, mejor, aumentando el número de posibles vías. Si Ashburn cubre este propósito a escala global, existe también la necesidad de contar con hubs regionales más pequeños. Con el crecimiento de Internet, esa necesidad ha crecido espectacularmente. Muchos ingenieros usan la analogía del aeropuerto: además del puñado de megahubs globales, hay centenares de hubs regionales con el fin de captar y redistribuir tanto tráfico aéreo de una zona como resulte práctico. Pero, como sucede con las líneas aéreas, los nodos más pequeños de ese sistema de núcleo y radios se ven siempre presionados por la tendencia hacia la consolidación global. A medida que las redes de Internet (o las compañías aéreas) se fusionan, los hubs grandes se hacen todavía más grandes, lo que, en ocasiones, conlleva una pérdida de la eficiencia.

En Minnesota, los ingenieros de redes locales han bautizado esa cuestión como «el problema de Chicago». Puede suceder que dos pequeños proveedores de servicios de Internet, competidores en la Minnesota rural, envíen y reciban todos sus datos hacia y desde Chicago, comprando capacidad en las rutas de una de las grandes troncales de alcance nacional, como Level 3 o Verizon. Pero —como ocurre con los aeropuertos hub—, la ruta de menor resistencia no siempre tiene mucho sentido. En el ejemplo más simple, un email enviado de la primera red a la segunda, que se encuentra en la otra punta de la ciudad, viajaría a Chicago en un trayecto de ida y vuelta. Para visitar el sitio web de la Universidad de Minnesota, desde Minneapolis, habría que emprender una ruta digital a través de líneas estatales. Pero si existiera un centro de intercambio de Internet local, podrían conectarse dos (o más) redes directamente, a menudo por sólo el costo del equipo. Lo que ocurre es que tal vez no valiera la pena el esfuerzo, dado el bajo costo de viajar hasta Chicago y del escaso volumen de tráfico entre esas dos redes en particular. A veces, cuando se va en avión, es más fácil hacer escala en Atlanta. Pero si el tráfico local aumentara (y siempre lo hace), llegaría un momento en que la conveniencia de interconectar todas las redes, dejando, literalmente, a Chicago fuera del circuito, resultaría incuestionable.

En lugares que se conectan a Internet a través de hilos más finos, ese umbral se atraviesa más fácilmente, y mantener el tráfico a un nivel local resulta básico. Por ejemplo, hasta hace poco, Ruanda, un país africano sin salida al mar, dependía por completo de conexiones satelitales a Internet, que resultaban caras y lentas. Si los ISP locales no iban con cuidado, un email enviado de una parte a otra de la capital, Kigali, podía acabar recorriendo 45.000 millas por el espacio en viajes de ida y vuelta. En 2004, para resolver ese problema, inició operaciones el Ruanda IX, acelerando el acceso a las porciones locales de Internet y ahorrando la cara banda ancha internacional para un tráfico que era, de hecho, nacional. Era, sin duda, la misma idea que inspiró la creación del que hoy es el mayor IX a nivel global.

A mediados de la década de 1990, las redes de Internet no sufrían el «problema de Chicago»; sufrían el «problema de Tysons Corner». Todo el tráfico pasaba por MAE-West. Las docenas de Internet exchanges distribuidos hoy por todo el mundo sirven, precisamente, para eso mismo: van desde mastodontes como el JPNAP, en Tokio, que presenta unas cifras de volumen de tráfico asombrosas, pero que fundamentalmente da servicio a las comunicaciones internas de Japón, hasta el claramente menor Yellowstone Regional Internet Exchange, YRIX, que une siete redes de Montana y Wyoming (curándolas del «problema de Denver»). Está el MIX de Milán, el SIX de Seattle, el TORIX de Toronto, el MadIX de Madison, Wisconsin y —como solución al problema de Chicago que tenían en Minnesota—, el MICE o Midwest Internet Cooperative Exchange. La inmensa mayoría de los intercambios tienen lugar discretamente, a menudo tratados como proyectos cooperativos complementarios, ejecutados «por el bien de Internet» y, a pesar de sus esfuerzos por estar presentes, sólo son conocidos y apreciados por el puñado de ingenieros de redes que trazan las rutas que los conectan.

Pero los centros de intercambio de Internet de mayor tamaño son totalmente distintos. Quienes participan en ellos no son grupos de ingenieros de redes con voluntad de servicio público, sino los mayores actores de Internet a escala global. Se trata de operadores grandes, profesionalizados, que cuentan con departamentos de marketing y equipos de ingenieros. Los fabricantes de enrutadores los miman, como las marcas de calzado deportivo miman a los mejores atletas. Y compiten intensamente unos con otros, luchando por obtener el título de «mayor del mundo» —para lo cual con frecuencia recurren a nuevos sistemas de medición. Los dos criterios más usados son la cantidad de tráfico que pasa a través del centro de intercambio (tanto el pico, en un instante dado, como la media) y el número de redes que se conectan a través de ellos. En Estados Unidos, los centros de intercambio tienden a ser menores, sobre todo porque Equinix ha tenido un gran éxito permitiendo que las redes se conecten directamente. Por el contrario, los grandes IX se basan en una máquina centralizada —switching fabric, o «tejido de conmutación». Los tres de mayor tamaño son europeos: el Commercial Internet Exchange, o DE-CIX, con sede en Frankfurt; el Amsterdam Internet Exchange, o AMS-IX; y el London Internet Exchange, o LINX. Los tres disponen de un gráfico en su web en tiempo real, además de una lista actualizada de redes participantes. Los tres se encuentran en una escala de magnitud superior a los que ocupan el siguiente nivel —con la excepción del Moscow Internet Exchange, que lleva un tiempo distanciándose del resto. Cotejar sus estadísticas de tráfico diariamente es como presenciar una carrera de caballos en la que alguno destaca durante varias semanas antes de que otro le dé alcance, entre los vítores de una multitud invisible. Yo, durante meses, me dediqué a seguirlos atentamente, en busca de tendencias y cambios. Y pregunté a ingenieros de redes y a observadores de la industria sobre cuál de los puntos de interconexión era, cualitativamente, el más importante.

—Bueno, Frankfurt es enorme —me respondió Alan Maudlin, analista de TeleGeography, en relación con al DE-CIX—. La gente dispone de tanta banda ancha en contacto también con tanta banda ancha que es increíble.

Pero Amsterdam figuraba en segundo lugar, con muy poca diferencia, y había sido mayor durante más tiempo. Y Londres, a pesar de dar cifras más bajas, publicitaba sus conexiones «privadas», que movían gran parte de su tráfico por fuera del propio centro de intercambio y a través de conexiones directas, como en Ashburn.

Con todo, más allá de cuál de ellos era el mayor, la idea misma de aquellos grandes puntos de interconexión me extasiaba. Cuando partí por primera vez en busca de Internet, esperaba encontrar grupos dispersos formados por piezas pequeñas. Se suponía que todo estaba distribuido, que era amorfo, prácticamente invisible. No esperaba encontrarme con nada tan imponente y específico como era una sola caja palpitante en el «centro» de Internet. Aquello me sonaba más a ciencia ficción. O a sátira. Pero eso exactamente eran los grandes centros de intercambio de Internet —sólo que inadvertidos, indetectables al radar, y, de cierta manera, dispuestos de un modo raro, esquivando, aparentemente, algunas capitales mundiales, al tiempo que colonizaban otras—. Su geografía era peculiar: ¿por qué Frankfurt era grande, pero París no?, ¿por qué Tokio, pero no Beijing? ¿Acaso los alemanes pasaban más tiempo conectados a la red que los franceses? ¿O era que las ciudades se sometían a unos patrones geográficos más fijos? Maudlin me comentó que España no era un hub, ni lo sería nunca.

—Es una península —dijo.

La geografía era destino, incluso en Internet. Especialmente en Internet.

Además de observarlas como analista y de medir su tamaño y su importancia comercial sentía curiosidad por su realidad física. Si la geografía importaba tanto como parecía, ello implicaba que aquellos lugares operaban a una escala menor, más específica —un edificio, o una caja—. Reconocerlo, en alguna medida, era llevar Internet plenamente hasta el mundo físico. Y una vez allí, yo deseaba verlo, tocarlo, valorar su presencia corpórea. ¿Cómo eran aquellos grandes centros de intercambio de Internet? ¿Una cajita negra, de acero, con una sola luz parpadeante? ¿Una construcción gigantesca, con forma de insecto, iluminada por potentes luces y rodeada de alambradas? Por como me había hablado Maudlin sobre el DE-CIX de Frankfurt, parecía que su «núcleo» sería algo digno de verse —el equivalente turístico en Internet del Gran Cañón de Colorado o las Cataratas del Niágara, o alguna otra cosa grandiosa, sin duda algo por lo que valía la pena cruzar el océano—. Aquella era la caja más activa de Internet. Ciertamente era digna de ser inspeccionada, no sólo imaginada. ¿Qué me diría?

Pero también estaba la cuestión de la seguridad. Aquellos grandes centros de interconexión me ponían nervioso. ¿No era un riesgo que las cosas estuvieran tan concentradas? O, para ser más precisos: ¿no estaría yo creando un peligro al ir en su búsqueda con la intención de explicar qué eran? Sin duda, la existencia de puntos de concentración como aquellos contradecía la creencia popular sobre la omnipresencia de Internet. Cuanto más pensaba en ello, más paranoico me volvía.

Entonces, no mucho después de mi visita a Ashburn, cuando regresaba a Nueva York en avión, tuve lo que podría denominarse un roce con la ley. Mientras nos acercábamos a nuestra puerta de desembarque, el piloto nos habló por los altavoces para exigirnos, sin darnos más explicaciones, que permaneciéramos en nuestros asientos. Dos detectives del departamento de policía de Nueva York, que parecían sacados del elenco de La ley y el orden, ambos con trajes anchos, avanzaron por el pasillo central, seguidos por un agente uniformado. Todo el mundo los miraba, volvía la cabeza y observaba por encima de los respaldos. ¿A quién habían venido a buscar? ¿Vendrían por mí?

En aquel momento llegué a pensar que, de hecho, era posible. Un día antes había estado recorriendo una pieza especialmente sensible de la infraestructura de Internet, un edificio en el centro de Miami conocido como el «NAP de las Américas». Es como Ashburn de Latinoamérica, pero también se le reconoce su papel como punto clave de interconexión de comunicaciones militares, punto que a mí, durante mi visita guiada, se me había insinuado. Había visitado el edificio con permiso y tras exponer con total transparencia la naturaleza de mi proyecto, pero aquello no aplacaba mi paranoia. Mi mapa mental de Internet se había llenado. ¿Era posible que ya supiera demasiado, incluso sin yo saberlo?

Con cada fila de asientos que dejaban atrás en dirección al fondo del avión aumentaba la probabilidad de que vinieran por mí. Iba acompañado de mi esposa y mi hija, y enseguida imaginé el drama, la imagen habitual vista en centenares de programas de televisión: las esposas, los gritos («¡Te quiero!», «¡Llama a nuestro abogado!»), los brazos extendidos. El corte comercial.

Pero no era a mí a quien buscaban. Era a un tipo sentado dos filas más atrás, con una gorra de beisbol, una sudadera gris y una mochila pequeña. No dijo nada mientras lo sacaban del avión. Pero no parecía demasiado sorprendido. Se diría que había vivido épocas mejores en su vida.

Poco después, me encontraba entrevistando a dos constructores veteranos de la infraestructura física de Internet, en las oficinas de la empresa de capital privado que financiaba su proyecto más reciente. Se trataba de un lugar lujoso con vista a Manhattan, mullidas alfombras y cuadros impresionistas en las paredes cubiertas de madera, y hasta ese momento no habían tenido inconveniente en responder a mis preguntas sobre las piezas importantes de Internet y sobre cómo la suya, la nueva, encajaría. Sin embargo, supongo que en determinado momento forcé demasiado la máquina.

El socio más importante, con su saco cruzado y su pañuelo de seda en el bolsillo, interrumpió a su colega, más locuaz, y me miró fijamente desde el otro extremo de la mesa de reuniones.

—Permítame que le formule una pregunta —me dijo—. ¿No estamos creando con este libro un mapa de carreteras para terroristas? Si identificamos los «monumentos», como usted mismo los llama, si son conocidos, dañados y destruidos, no será un edificio lo que caerá, sino todo el país. ¿Es sensato divulgarlo al mundo entero?

Se trataba de una acusación desconcertante. ¿Mi búsqueda de la infraestructura física de Internet podría resultar peligrosa? ¿Era posible que existiera una razón para mantener oculta Internet?

Tartamudeé un poco. ¡Mi intención no era perjudicar a Internet! ¡A mí me encanta Internet! Intenté hablarle de mi imperativo periodístico, de que sólo haciendo que la gente fuera más consciente de aquellos lugares se darían los medios para protegerlos debidamente. Estaba convencido de ello, pero no me pareció que se tratara de un argumento que fuera a favor de sus intereses. Le devolví la pregunta. Yo sabía que ellos deseaban captar la atención de los demás; sería bueno para su negocio. Así, pues, ¿qué era más importante: aquello, o mostrarse discretos, tal vez más que sus competidores? Él se encogió de hombros antes de lanzarme la estocada final:

—¿Quiere usted ser el tipo que dice: «Aquí está lo que hay que atacar para acabar con el país»? —y después, siguió hablando durante otra hora.

Lo cierto es que aquella pregunta hizo mella en mí. En el transcurso de mis visitas a Internet, cuando llegaba a algún lugar nuevo, a menudo sentía una especie de temor que me decía que mi viaje era demasiado excéntrico para resultar apetitoso, que cualquier persona con la que me encontrara pensaría que albergaba otros motivos, que sería objeto de sospecha. Me había apartado del camino, y husmeaba zonas que muy pocos recorrían, si es que las recorría alguien. No llegué a obsesionarme hasta el punto de creer que alguien me seguía, pero no me sentía del todo a gusto. Después de todo, ¿qué era lo que estaba haciendo? («Ya sabes, compartir con el mundo entero detalles sobre tu infraestructura local básica»).

Sin embargo, no tendría por qué haberme preocupado. Cada vez que llegaba a uno de aquellos discretos edificios, fundamentales para el funcionamiento de Internet, sucedía lo mismo. El telón del secretismo no bajaba, sino que se retiraba. En lugar de ir tropezando de un sitio a otro, en busca de la red, con frecuencia parecía como si se hubieran encendido las luces, y cuanto más sabía alguien sobre la infraestructura física de Internet, menos parecía preocuparle su seguridad. Las ubicaciones «secretas» que me interesaban no eran, en el fondo, tan secretas. La persona al mando no tenía inconveniente en mostrarme sus instalaciones y casi siempre dedicaba más tiempo del pactado para asegurarse de que hubiera entendido bien aquello que veía.

Con el tiempo, me di cuenta de que su confianza no era sólo un acto de cortesía, sino que respondía a una filosofía, a una actitud derivada, en parte, de la fortaleza legendaria de Internet. Las redes bien diseñadas tienen incorporados elementos sobrantes. En caso de fallo en un lugar concreto, el tráfico se desviaría hacia ellos rápidamente, por lo que un ingeniero que haga su trabajo como es debido no debería preocuparse. Más a menudo, la mayor amenaza para Internet es una excavadora operando fuera de sitio, o, en un caso ampliamente divulgado, una abuela en una zona rural de Georgia, que cortó con una pala un cable enterrado de fibra óptica y dejó a Armenia sin conexión durante doce horas.

Con todo, por encima de aquellos motivos prácticos de preocupación (o de su ausencia), se alzaba una lógica más filosófica: Internet es profundamente pública; tiene que serlo. Si se mantuviera oculta, ¿cómo sabrían todas las redes dónde deben conectarse? El Equinix de Ashburn, por ejemplo, es uno de los hubs de redes más importantes del mundo —como ellos mismos son los primeros en decirte—. (Y, si buscas en Google Maps «Equinix Ashburn», una cordial bandera roja aterriza justo en medio de las instalaciones). Con la excepción de ciertos países con regímenes políticos totalitarios, las redes no tienen por qué solicitar permiso a ninguna autoridad central para conectarse a otras redes; sólo les hace falta convencer a esas autoridades de que vale la pena hacerlo. O, más fácil todavía, simplemente pagar a esas autoridades. Internet tiene el carácter de bazar, con cientos de actores independientes que circulan los unos entre los otros, resolviendo sus cuestiones por sí mismos. Y esa dinámica funciona físicamente, en edificios como el PAIX de Ashburn y en otros. Funciona geográficamente, cuando las redes se trasladan para complementar las fuerzas regionales de las otras. Y funciona socialmente, cuando los ingenieros de redes comparten el pan y salen a tomar cervezas.

Cuando estamos sentados frente a las pantallas de nuestras computadoras, el camino por el que todo llega hasta nosotros nos queda oculto por completo. Tal vez nos percatemos de que una página se descarga más rápidamente que otra, o de que las películas de un sitio que bajamos en streaming siempre se ven mejor que las de otro, resultado, probablemente, de un número menor de saltos entre la fuente y nosotros. En ocasiones, ello resulta evidente; recuerdo una vez en que planeaba un viaje a Japón y las páginas de viajes locales se descargaban lentas como la melaza. En otros casos, hay que pensar un poco más para comprender lo que ocurre: durante mis videochats con una amiga nunca dejaba de sorprenderme la calidad de la imagen, hasta que recordé que ella tenía contratado el mismo proveedor de Internet doméstico que yo. El stream no debía abandonar en ningún momento la red. Pero, casi siempre, cuando introducimos una dirección en nuestro buscador, o cuando un email nos llega al buzón, o un mensaje instantáneo parpadea en nuestra pantalla, no contamos con la más mínima pista sobre el camino que ha seguido para llegar hasta allí, desde dónde ha viajado ni cuánto tiempo ha tardado en hacerlo. Desde fuera, Internet parece carecer de textura, de granulado; con raras excepciones, no hay un «clima» de temporada: las condiciones no cambian día a día.

Sin embargo, vista desde dentro, Internet está hecha a mano, enlace a enlace. Y está siempre expandiéndose. El crecimiento constante del tráfico requiere del crecimiento constante de Internet en cuanto al grosor de sus tuberías como al alcance geográfico de las redes individuales. Para los ingenieros, ello significa que una red sin tránsito al nacer es una red destinada a la muerte. Como comentó Eric Troyer sobre Ashburn:

—La finalidad de acceder a sitios como el nuestro es crear tantos vectores a partir de la Internet lógica como sea posible. Cuantos más vectores, más fiable será tu red y, por lo general, resultará más barata, porque tendrás más maneras de canalizar tu tráfico.

De esta manera, Internet es pública porque está hecha a mano. Los nuevos enlaces no tienen lugar sólo porque siguen cierto algoritmo automatizado; deben ser creados, negociados entre dos ingenieros de redes y después activados a través de una ruta física determinada. Y es difícil hacer que eso ocurra en secreto.

El establecimiento de esas conexiones entre redes se conoce como peering. Expresado en los términos más simples, el peering es el acuerdo para interconectar dos redes —aunque eso es como decir que la política es meramente la actividad de gobernar. Peering implica que las dos redes implicadas son peers, es decir, iguales: tienen el mismo tamaño y estatus y, por tanto, intercambian datos en unos términos más o menos iguales, sin que haya dinero de por medio. Pero determinar quién puede ser tu igual es, en cualquier contexto, un asunto delicado. Y, en Internet, las cosas se complican todavía más cuando peering puede significar también «peering pagado» —cuando algo con un valor más definido que los datos se añade para equilibrar la balanza en una dirección o en otra. En sus sutilezas y matices, el peering presenta una naturaleza talmúdica, con su cuerpo de leyes y precedentes que son ostensiblemente públicos, pero que requieren años de estudio para resultar adecuadamente comprendidos. Las consecuencias son inmensas. El peering permite que la información fluya libremente a través de Internet —lo cual significa liberalidad a bajo costo. Sin peering, los videos online se atorarían en las tuberías de Internet —tal vez YouTube dejaría de ser gratuito. Y los proveedores de servicios se fiarían menos de otros en nombre del bajo costo. Internet sería un lugar más quebradizo y más caro. Dado lo que hay en juego, en ninguna otra parte el proceso de la creación de interredes resulta más intenso y más cargado de dramatismo ocasional como entre la comunidad de ingenieros de redes que suele conocerse, en sentido amplio, como «comunidad de peering».

Fui a observarlos de cerca en uno de los encuentros trianuales del North American Network Operators’ Group, o NANOG, que se celebraba en el Hotel Hilton de Austin, Texas. Cuando llegué, el vestíbulo estaba lleno de hombres vestidos con jeans y chaquetas térmicas chateando unos con otros por encima de sus laptops adornadas con calcomanías. Ellos son los magos que se ocultan tras las cortinas de Internet —aunque también podría recurrirse a la analogía de los fontaneros. Sin duda, lo que hacen parece magia. Colectivamente, manejan un sistema nervioso global de extraordinarias posibilidades, aunque durante la mayor parte del tiempo se dediquen a realizar operaciones de lo más mundanas. Pero, triviales o no, no hay duda de que dependemos temiblemente del cuerpo de conocimientos sumamente especializados que sólo ellos poseen. Cuando algo falla en plena noche en las tuberías de Internet más grandes, sólo los «nanogueros» saben cómo repararlo. (Y en la conferencia se cuenta ese viejo chiste según el cual si cayera una bomba en el local donde la celebran, ¿quién quedaría vivo para controlar Internet?). Ellos no son, por principio, burócratas o vendedores, creadores de políticas ni inventores. Ellos son operadores, se dedican a mantener la fluidez del tráfico en nombre de los jefes de sus empresas. Y unos en representación de los otros. La característica definitoria de Internet es que no existe ninguna red que sea una isla. Ni el mejor de los ingenieros vale nada sin el colega que le acerca a la siguiente red. En consonancia con ello, los participantes del NANOG no acuden a la conferencia por las presentaciones formales. Acuden por las oportunidades de establecer interredes. Durante la conferencia a la que asistí se intercambiaron muchas tarjetas de presentación, pero también rutas de Internet. Un encuentro del NANOG es la manifestación humana de los enlaces lógicos de Internet. Se celebra para cimentar los vínculos sociales que subyacen en los vínculos técnicos de Internet —un proceso químico al que contribuyen un generoso ancho de banda y la cerveza.

El típico «nanoguero» será de profesión «ingeniero», sustantivo al que seguirán diversos calificativos: «de datos», «de tráfico», «de redes», «de Internet» u, ocasionalmente, «de ventas». Él —nueve de cada diez asistentes a la conferencia de Austin eran hombres— puede dirigir la interred de uno de los mayores y más conocidos proveedores de contenidos de Internet, como Google, Yahoo!, Netflix, Microsoft o Facebook; de uno de los principales propietarios de las redes físicas de Internet, como Comcast, Verizon, AT&T, Level 3 o Tata; o de una de las empresas que atienden de diversos modos los trabajos internos de Internet, desde fabricantes de equipos como Cisco o Brocade hasta fabricantes de celulares como Research in Motion, pasando por delegados voluntarios de ARIN, la polémica entidad de gobierno, similar a Naciones Unidas. Jay Adelson fue miembro fijo del NANOG hasta que abandonó Equinix y Eric Troyer casi nunca se perdía un encuentro. Steve Feldman —el tipo que construyó MAE-East— era el presidente del comité de dirección de NANOG.

Si, para la mayoría de nosotros, el viaje de un bit cualquiera por Internet resulta opaco e instantáneo, para un «nanoguero» es tan familiar como un paseo hasta la tienda de la esquina. Al menos en su propio vecindario de Internet conocerá todos los enlaces con los que se encuentre. En todos los casos será capaz de trazar los vínculos lógicos y, con toda probabilidad, de visualizar los físicos. Es posible que los haya instalado él mismo, configurando los enrutadores (tal vez, incluso, los haya extraído con sus propias manos de las cajas en las que venían), ordenando los circuitos de larga distancia adecuados (si no es que mostrando dónde deberían ser enterrados en el suelo) y afinando continuamente los flujos de tráfico. Martin Levy, el «tecnólogo de Internet» de Hurricane Electric, que dirige una red internacional de buen tamaño y troncal, tiene un álbum de fotos de enrutadores en su laptop, que pega junto a las de su hijo. Ésas son las personas con mejores mapas mentales de Internet, las que han interiorizado su estructura más que cualquier otra persona. Y también son las que saben que su correcto funcionamiento —que todos los movimientos que ejecutamos online— dependen de una ruta clara y abierta por toda la Internet, de punta a punta.

La gente dedicada al peering se dividía en dos grupos: los que buscaban nuevas redes que conectar a la suya y los propietarios de instalaciones y de operadores de puntos de acceso a la red, que compiten para alojar esas conexiones físicas en sus edificios. Los más potentes de ambos grupos tendían a ser más extravertidos, iban de un lado a otro durante las pausas de café, estrechaban manos y repartían tarjetas. Iban mejor vestidos y fanfarroneaban sobre su resistencia al alcohol. Tomemos, a modo de ejemplo, el peering link o enlace entre iguales entre Google y Comcast, la mayor empresa de cable de Estados Unidos. Los videos de YouTube, los emails de gmail y las búsquedas de Google de los catorce millones de clientes de Comcast usarían, en la medida de lo posible, el enlace directo entre las redes de las dos empresas, evitando a cualquier tercero dedicado a proveer «tráfico». Físicamente, ese enlace Google-Comcast se repetiría un puñado de veces en lugares como Ashburn y PAIX (en esos dos, sin ninguna duda). Pero, socialmente, eso es visible en la relación entre las coordinadoras del peering, Ren Provo, de Comcast, y Sylvie LaPerrière, de Google —dos de las pocas mujeres participantes en la conferencia. Provo, cuyo cargo oficial es el de «analista principal de relaciones de interconexión», se paseaba entre los asistentes con su camiseta de la empresa, preguntando a la gente por su familia y contando chistes en voz alta. Su esposo, Joe, también es ingeniero de redes y muy activo en las cuestiones burocráticas del NANOG, lo que convierte a los Provo en la poderosa pareja no oficial de la conferencia. Muchos «nanogueros» se refieren con afecto al fin de semana de su boda. LaPerrière es una canadiense francófona en cuya tarjeta de presentación puede leerse «programme manager». Al parecer, la adora todo el mundo, sentimiento tamizado por el temor soterrado que causa su poder. Si alguien dirige una red, le interesa contar con buenos enlaces con Google —aunque sólo sea para que sus clientes no se quejen de que los videos de YouTube se les descargan a trompicones. LaPerrière facilita las cosas. La mayor parte de su trabajo consiste en decir que sí a todos los interesados, puesto que esos buenos enlaces también interesan a Google. Su política de peering es «abierta». Según la jerga machista de NANOG, eso convierte a LaPerrière en una peering slut, es decir, en una zorra del peering (lo mismo le dirían si fuera hombre). No sorprende que LaPerrière y Provo sean buenas amigas, y a menudo las vi juntas en los pasillos del hotel. Su relación allana el camino a través de un campo minado de variables técnicamente complejas y económicamente enrevesadas.

—Se nota si un amigo te dice la verdad o no —me explicó LaPerrière, antes de apresurarse a añadir que la amistad tiene sus límites—. A la larga, una sólo tiene éxito si representa realmente a su empresa, y deja muy claro que se trata de la política de la empresa, y no la de Sylvie —dijo—. La amistad, en mi opinión, no cuenta, sólo sirve para hacer más agradables los contactos.

Y el peering puede ponerse feo. De vez en cuando, alguna red importante puede «desemparejarse»; literalmente desenchufar el cable de alguna conexión y negarse a vincular el tráfico, por lo general después de fracasar en el intento de convencer a otra red de que debería pagarle. Un famoso episodio de «desemparejamiento» tuvo lugar en 2008, cuando Sprint suspendió durante tres días su peering con Cogent. Como consecuencia de ello, 3.3 por ciento de direcciones de toda la Internet fueron sometidas a «partición», lo que significa que fueron aisladas del resto de Internet, según un análisis llevado a cabo por Renesys, empresa que rastrea los flujos de tráfico de Internet, así como las políticas y los factores económicos de las conexiones. Cualquier red que sólo tenía como centro de conexión Sprint o Cogent (es decir, que dependiera exclusivamente de esa red para acceder al resto de Internet) no pudo conectarse a ninguna red que sólo tuviera como centro de conexión a la otra. Entre los «cautivos» más conocidos de Sprint estaban el Departamento de Justicia de Estados Unidos, la Commonwealth de Massachusetts y Northrop Grumman; entre los de Cogent, la NASA, ING Canada y el sistema judicial de Nueva York. Los emails entre los dos bandos no podían enviarse. Sus sitios web no parecían estar disponibles y no se establecía la conexión. La web se había roto en pedazos.

Para Renesys, cuyo negocio es medir la cantidad de direcciones de Internet gestionadas por cada red, interpretando su calidad como quien lee el porvenir en unas hojas de té, un acto de «desemparejamiento» como ése supuso un acontecimiento asombroso, como cuando se encienden las luces en una discoteca. Las relaciones quedan al descubierto. La topografía de Internet es intrínsecamente pública, pues de otro modo no funcionaría —¿cómo sabrían los bits adónde tienen que ir? Pero los términos financieros que sostienen cada conexión individual no son revelados —de la misma manera en que la dirección física de una oficina es pública, pero los detalles del alquiler son privados. La lección que Renesys proponía a partir de ese análisis era que cualquier entidad seria debería ser «inteligentemente multicentro de conexión». Traducción: no pongas todos tus huevos en la misma red. El credo de los ingenieros de redes es «no colapses Internet». Pero como me explicó Jim Cowie, de Renesys, la cooperación llega sólo hasta cierto punto.

—Cuando alcanza un nivel de seriedad, la gente se vuelve muy discreta. Hay en juego mucho dinero y exposición legal.

Tradicionalmente, el peering ha estado dominado por un club exclusivo compuesto por las principales redes troncales de Internet, conocidas a menudo como proveedores de capa 1. En el sentido más estricto de la definición, las redes de capa 1 no pagan a otra red por las conexiones: otros les pagan a ellos. Una red de capa 1 cuenta con clientes y con peers, pero no tiene «proveedores». De lo cual resulta un círculo muy interconectado de gigantes, a los que los demás, extraoficialmente, llaman muchas veces «la cábala». Renesys reconstruye las relaciones entre ellos «leyendo las sombras en la pared», como dice el propio Cowie, creadas por las rutas que cada red proyecta en la tabla de enrutamiento de Internet —las señales que dicen: «Por aquí se va a ese sitio web»—. Pero como los acuerdos exactos entre redes son privados, por más que las rutas sean públicas, la lista concreta de los proveedores de capa 1 puede ser difícil de documentar. En 2010, Renesys identificó trece empresas en la cima y, de ellas, cuatro en lo más alto: Level 3, Global Crossing, Sprint y NTT. Pero en 2011, Level 3 adquirió Global Crossing, en un acuerdo valorado en tres mil millones de dólares, por lo que a partir de entonces pasaron a ser tres.

Con todo, el peering ha evolucionado en los últimos años. A medida que Internet crece, esa práctica se ha ido incrementando más. A las redes más pequeñas ha empezado a convenirles «emparejarse» entre ellas, en parte porque muchas se han hecho bastante grandes. Y aunque antes el peering era más habitual entre redes regionales (como las de aquellos tipos de Minnesota), hoy en día es más frecuente verlo a escala global. Esos nuevos actores del peering son distintos, en el sentido de que no son «proveedores», es decir, su negocio no es transportar el tráfico de otras personas. Lo que a ellos les preocupa, y mucho, es su propio tráfico. Es la versión de Internet de una universidad, o una empresa que gestiona un servicio de autobuses entre dos campus, en lugar de contar con el servicio de transporte público —o esas empresas inmensas que hacen lo mismo con un avión privado entre dos ciudades—. Cuando existe tráfico suficiente entre dos puntos, empieza a ser costeable moverlo uno mismo.

Entre éstos están algunos de los nombres más conocidos de Internet, como Facebook y Google. En años recientes, ambos han invertido inmensos recursos en la construcción de sus propias redes globales, no tendiendo —por lo general— nuevos cables de fibra óptica (aunque Google participó en la construcción de un nuevo cableado bajo el océano Pacífico), sino alquilando nuevas cantidades significativas de ancho de banda en cables ya existentes, o comprando directamente fibra óptica ya tendida. En ese sentido, una red como la de Google o la de Facebook será independiente, en el nivel lógico, a escala global; ambos cuentan con sus propias rutas privadas, que viajan en el interior de las tuberías físicas ya existentes. La ventaja fundamental de ello es que pueden almacenar sus datos donde quieran —sobre todo en Oregon y en Carolina del Norte, en el caso de Facebook— y usar sus propias redes para moverlos de un lado a otro libremente en esos senderos privados, paralelos a la Internet pública.

Sus redes se dirigen directamente a los puntos de acceso a la red (no a nuestros hogares), en una arquitectura que hace que esos puntos adquieran más importancia aún. Si vas a tomarte la molestia de construir tu propia red, vas a necesitar lugares a los que valga la pena trasladarse: buenos nodos regionales de distribución. Una red conectará directamente con un lugar como Ashburn, donde su propietario colgará una placa anunciando su disponibilidad para interconectarse con otras redes. En algunos casos, se trata, literalmente, de una placa: un cartelito impreso adherido al exterior de un cubículo, pensado para atraer la atención de los ingenieros de redes visitantes. Sin embargo, lo más frecuente es que se trate de una placa virtual: la aparición en la lista de una página web llamada Peering DB, o simplemente una página informativa propia, como la que tiene Facebook.

Uno puede acceder a Facebook.com/peering sin ninguna contraseña, ni utilizando la base de datos de algún particular. Se trata de una página totalmente abierta, tan expuesta como las fotos de las vacaciones de nuestros primos. Un breve párrafo inicial la describe así (cabe suponer que para algún coordinador de peering afincado en Marte): «Facebook es una utilidad social que ayuda a la gente a comunicarse más eficazmente con sus amigos, familiares y compañeros de trabajo». A continuación expone el modus operandi de la empresa: «Contamos con una política de peering abierta, que valora positivamente la oportunidad de contactar con cualquier portavoz de Boarder Gateway Protocol (BGP) responsable, en nuestro empeño por mejorar la experiencia de nuestros millones de usuarios de todo el mundo». Ser un «portavoz de BGP responsable» significa que sabes configurar un enrutador de Internet grande y eres capaz de repararlo si te equivocas. Su «política de peering abierta» convierte a Facebook en la clásica «zorra de Internet», dispuesta a conectarse con todos los interesados. Después figura una tabla en la que aparece dónde puedes conectarte, y en la que aparecen dieciséis ciudades de todo el mundo, seguidas de cada punto de acceso a la red de dichas ciudades, de las direcciones IP (el equivalente al código postal de Internet) y de la capacidad del «puerto» de cada lugar.

La primera vez que vi la lista de Facebook —durante una de las pausas del NANOG— no pude disimular mi asombro. Llevaba meses hablando con ingenieros de redes y propietarios de instalaciones, preguntándoles sobre los lugares más importantes de Internet, haciéndome una idea sobre dónde exactamente hay que acudir para encontrarlo. Y de pronto allí, a la vista de todo el mundo, estaba eso exactamente —al menos según Facebook (la segunda web más visitada del mundo, después de Google).

Facebook no se dedica al negocio de hacer llegar páginas de Facebook a los hogares, las empresas o los celulares de las personas; eso lo delega en otras redes. Aquella página aseguraba que si uno llevaba una de aquellas redes, y uno era «responsable», Facebook conectaría con uno, bien directamente (enrutador con enrutador, como en el PAIX, o en Ashburn), o a través de un interruptor central (en el punto de acceso a la red). La actitud de Facebook es que cuantas más conexiones, mejor, lo que convierte a esa información pública en algo parecido a lo que hace American Airlines, por ejemplo, cuando divulga, sin ningún inconveniente, los destinos a los que vuela. De modo que si eres un ISP pequeño situado, pongamos por caso, en Harrisburg, Pensilvania, y te has fijado en que un porcentaje relevante de tu tráfico proviene de Facebook, y tú, de todos modos, has construido tu red para que vuelva a Ashburn, podrías considerar seriamente la posibilidad de pedirle a Facebook si puedes conectarte con ellos directamente. El coordinador de peering de Facebook quizá te responderá que sí. Y tus clientes se percatarán de que su cuenta de Facebook se les carga más rápido que prácticamente cualquier otra cosa.

Con todo, lo que resulta más revelador de la lista de peering de Facebook es su concisión. Las capitales globales no ofrecen sorpresas: Nueva York, Los Angeles, Amsterdam (en el AMS-IX), Frankfurt (en el DE-CIX), Londres (en el LINX), Hong Kong y Singapur. Las grandes ciudades estadunidenses —Chicago, Dallas, Miami y San José— también son las que cabe esperar en una empresa norteamericana. En cambio, las pequeñas ponen de relieve la geografía específica de Internet. ¿En qué otro contexto aparece Ashburn, Virginia, en la misma lista que Londres y Hong Kong? ¿O Palo Alto? Vienna, Virginia (también figura en la lista) aparece junto a Tysons Corner, que, al parecer, sigue teniendo bastante importancia como para atraer a un número significativo de gente. Está claro que la geografía de esas construcciones puede comprenderse a escala global: Internet sigue a sus usuarios, es decir, a todos nosotros, hasta donde vivimos. Pero también está claro que si ampliamos el mapa, esas fuerzas más generales desaparecen y se ven reemplazadas por las decisiones ad hoc de un pequeño número de ingenieros de redes, que buscan, en cada caso, los lugares más eficaces —técnica y económicamente— desde los cuales conectarse. ¿Palo Alto o San José? ¿Ashburn o Vienna, Virginia? Lo que sucede con el peering es que su influencia tiene doble filo: las redes quieren estar en sitios en los que hay muchas redes. De este modo, la decisión de Facebook sobre sus ubicaciones es tanto una respuesta ante el crecimiento de un punto dado como una semilla de su crecimiento futuro. O tal vez sea que sólo le gustan las luces azules de Equinix. O la cerveza de Amsterdam. O ambas cosas.

Las conversaciones sobre peering alcanzaron su punto álgido durante el último día del encuentro de NANOG en Austin, en el transcurso de una sesión bautizada con un título algo críptico: Peering Track. Deliberadamente se había programado tarde, para que los ingenieros de redes pudieran ser trasladados hasta allí como alumnos de escuela, un viernes por la tarde. En el interior de la sala de reuniones, las sillas se habían dispuesto en círculo, teóricamente para facilitar el debate, aunque más bien parecía que se pretendiera recrear un escenario de luchas de gladiadores.

Era como uno de esos encuentros que se organizan para que sus participantes acuerden citas amorosas en pocos minutos, pero sobre el peering: allí había puntos de acceso a la red que publicitaban su tamaño y su fuerza, y coordinadores de peering que se anunciaban los unos a los otros. Lo llamaban «peerings personales». Algunos comentarios acertados ante los congregados podían llevar a una charla informal, que culminara en la creación de una nueva ruta. Tal vez uno dirige un centro de datos en Texas, pero resulta que uno de tus clientes es un gran sitio web danés. Emparejarte con un ISP danés podría dejarte mucho espacio disponible para canalizar más tráfico, el suficiente como para que valiera la pena conocer ese ISP de Ashburn. Eso es exactamente lo que Nina Bargisen, ingeniera de redes de TDC —la compañía telefónica danesa— tenía en mente cuando pronunció su sencilla petición:

—Tengo ojos, ojos, ojos —dijo—. Si alguien tiene contenidos, por favor, envíenme un email.

Dave McGaugh, ingeniero de redes de Amazon, hizo todo lo que pudo por rebajar las expectativas de sus colegas, que creían que su volumen de tráfico era superior:

—Es grande, sí, pero no hasta el punto que la gente imagina.

Will Lawton, el representante de Facebook, se mostró comprensiblemente agresivo en su oferta, no en vano Facebook tiene muchas noticias que compartir. La razón típica de Facebook entre lo que entra y lo que sale es de 2 a 1, dijo, asegurando a cualquier posible escéptico que estaban dispuestos a aceptar una gran cantidad de su tráfico (subida de fotos, por ejemplo) por cada bit que reenviara él (las fotos vistas). Durante todo el encuentro, el mensaje lanzado por los coordinadores de peering era: «Emparéjate conmigo».

En cambio, el mensaje de los puntos de acceso a la red era: «Emparéjate en mí», es decir, establece ese vínculo físico en mi ciudad, convierte mi sitio en tu sitio. La competencia era intensa, sobre todo entre los de mayor tamaño. Los asistentes realizaban sus presentaciones, los puntos de acceso a la red de Londres, Amsterdam y Frankfurt subrayaban su crecimiento reciente, pronunciaban algunas palabras sobre la robustez de sus infraestructuras y terminaban con un discurso sobre la importancia de su lugar tanto en el ámbito físico como en el lógico. Después siguieron los puntos de acceso a la red más pequeños, que contaban sólo con la ventaja comparativa de su geografía anclada en el mundo real —su capacidad para resolver el «problema de Chicago» concreto de cada red—. Como dijo, para venderse, Kris Foster, representante del TORIX de Toronto:

—Si sus rutas de fibra óptica entre Nueva York y Chicago pasan por Toronto, tal vez se les ocurra detenerse.

No era una mala sugerencia. Tal vez de ese modo tu red fuera más eficiente y tal vez no, pero al menos era una manera de tener «varios centros de conexión» y de esquivar la fragmentación.

Con todo, la fuerza gravitatoria de los mayores puntos de acceso a la red era lo bastante intensa como para vencer aquella diversidad geográfica. El efecto de red era insuperable: cada vez más redes se concentraban, desproporcionadamente, en menos lugares. El resultado era una asombrosa diferencia entre los puntos de acceso a la red de tamaño medio y los mastodontes.

—Hay lugares, como el AMS-IX y el LINX, que son auténticos paraísos de enrutamiento para los ingenieros —me explicó Cowie, de Renesys—. Están ocupados por centenares de organizaciones que te suplican: «Por favor, fíjate en mis rutas, estúdiame». Y eso es irresistible para un «nanoguero».

Los grandes puntos de acceso a la red crecen más todavía, y parece probable que siga siendo así, en una proporción mutua. Aquello hacía que mi misión resultase algo más sencilla: el mapa de Internet quedaba, por el momento, fijado de ese modo. Mi itinerario estaba claro. Si quería ver aquellas cajas individuales en el centro de Internet, debía dirigirme a Frankfurt, Amsterdam y Londres. Lo que no sabía aún era lo diferentes que eran entre sí. Ni si admitían visitas.

Aquella noche, Equinix organizó una fiesta en un club musical de Austin que contaba con una terraza enorme. Había una letra E inmensa proyectada en el suelo, y una mujer, a la entrada, repartía llaveros con forma de guitarra, en un guiño al famoso ambiente musical de la ciudad. No es que fuera extravagante, pero era la fiesta más importante de las que se celebraban aquella noche de clausura y había bebidas gratis porque querían asegurarse de que ninguno de los «nanogueros» se la perdiera. Para Equinix, patrocinar aquella fiesta no suponía el menor problema. Al contrario. Los aproximadamente cien operadores de redes que se paseaban de un lado a otro tomando cerveza representaban, cada uno, una red, y en su mayoría eran clientes de Equinix —en ocasiones, por partida múltiple. Y, lo que era mejor, si dos ingenieros de redes se conocían durante la fiesta y después decidían «emparejarse», la decisión se consumaría con una «conexión cruzada» —un cable tendido de un cubículo a otro—, lo que supondría un ingreso más para Equinix. Aquellos llaveros eran lo mínimo que podían ofrecer.

Yo tenía mi propia agenda. No tenía ninguna red (salvo la que acumulaba polvo detrás de mi sofá) sino más bien una imagen de todas las redes, un mapa imaginario gigantesco que había ido completando. Durante la sesión de peering, la presentación de AMS-IX la había pronunciado una joven ingeniera alemana, pelirroja. Su jefe, un holandés jovial y algo rellenito llamado Job Witteman, la había observado en silencio, con un ademán que recordaba un poco a El Padrino apoyado en el respaldo de su asiento. Era con él con quien a mí me interesaba hablar. El NANOG atrae a personas inteligentes y con opiniones contundentes, no siempre expresadas con gracia. Las sesiones de preguntas y respuestas suelen ser, por lo general, polémicas. Los concursos de gritos no son del todo infrecuentes. (El tono deliberadamente combativo de la sesión de peering estaba pensado para neutralizarlos, en parte). Pero Witteman daba la impresión de elevarse por encima de todo aquel dramatismo, de ser un viejo estadista que lo contemplara todo desde arriba. No parecía ingeniero.

—¡Yo no he tocado un enrutador en mi vida! —me gritó, para hacerse oír por encima de la música, cuando lo abordé, durante la fiesta—. Como máximo, sé accionar un interruptor para encender y apagar algo. Sé para qué sirve un enrutador, y cómo funciona. Pero no me pida que lo toque. Para eso ya están otras personas.

Aquel hombre dirigía uno de los puntos de acceso a la red más grandes del mundo, pero siempre había evitado aprender los entresijos de las interredes. Y la estrategia le funcionaba: tenía una cosa menos sobre la que discutir —y el AMS-IX era conocido por su rigor técnico—. Witteman, a petición mía, me resumió su trayectoria. Como otros puntos de acceso a la red, el suyo también se creó a mediados de la década de 1990, como derivación de las primeras redes informáticas académicas de su país. Pero, a diferencia de muchas, no tardó en profesionalizarse. En lugar de permitir que fueran voluntarios quienes se ocuparan de la asistencia técnica, el AMS-IX se enfrentó a la tarea, desde el principio, con la misma precisión y planificación con que los holandeses tratan todo lo demás.

—A la hora de montar un negocio en aquella época, nuestra intención era profesionalizarnos —comentó Witteman—. No queríamos seguir preguntándonos: «¿Y hoy, quién está a cargo de esto?».

Desde el principio siguió también un enfoque muy holandés para crearse un mercado. Cuando el AMS-IX se sacudió la inercia de los departamentos universitarios de informática, su espíritu se hizo intensamente comercial y, a la vez, comunitario.

—Es algo que los holandeses llevamos en los genes. Se nos dan bien las organizaciones comerciales, los intercambios; como los tulipanes y todo lo demás. No nos hace falta comprar y vender, pero nos gusta crear mercados —dijo Witteman.

Un mercado muy abierto. En el AMS-IX, como en las calles de Amsterdam, podías hacer lo que quisieras, siempre que no molestaras a nadie.

—Nosotros, como empresa, siempre hemos dicho: «Ésta es su plataforma, ustedes pagan, el tamaño de su puerto determina el volumen de tráfico que puede pasar por el punto de acceso a la red, pero nosotros no lo revisamos, no nos preocupa, no nos importa».

Me pareció que aquella era una expresión pura de lo pública que es Internet: aquel grupo interconectado de redes autónomas haciendo lo que querían en un marco cuidadosamente gestionado. También me llevó a recordar las ideas con las que se fundó Internet, vagamente californianas, basadas en el «vive y deja vivir», en el «sé conservador con lo que envías y liberal con lo que aceptas». Hasta cierto punto, aquello no sólo era cierto en el caso del AMS-IX, sino en todos los puntos de acceso a la red.

Aquella apertura no estaba exenta de riesgos. No hay duda de que los azotes de Internet —con la pornografía infantil a la cabeza— atraviesan el AMS-IX y otros puntos. Pero Witteman se mostraba inflexible e insistía en que no era cosa suya impedirlo, de la misma manera que una oficina de correos no es responsable de los envíos que gestiona. En una ocasión, cuando la policía holandesa le pidió que conectara un equipo de escucha, Witteman explicó detalladamente que aquello no era posible, pero que, si lo deseaban, podían hacerse miembros del punto de acceso a la red y emparejarse individualmente con los ISP responsables de aquel particular interés policial.

—Ahora pagan por su puerto y todos contentos —me dijo Witteman, arqueando las cejas, antes de dar un trago a su copa.

Mientras conversábamos, un hombre alto, de barba bien recortada y pelo de punta, se unió a nosotros, sin dejar de teclear con intensidad en su smartphone, mientras esperaba que se hiciera una pausa para intervenir en nuestra conversación. Cuando la pausa se produjo, volvió la pequeña pantalla hacia Witteman y meneó la cabeza con sorpresa impostada:

—Ochocientos —dijo.

Witteman respondió abriendo mucho los ojos, como si sintiera emociones enfrentadas. El hombre alto era Fank Orlowski, homólogo de Witteman en el DE-CIX de Frankfurt. Aquella cifra hacía referencia a ochocientos gigabits por segundo, el pico de máximo volumen de tráfico aquella tarde en su punto neutro, otro nuevo récord. Más que Amsterdam. Diez veces más que Toronto.

Sin duda, la competencia entre aquellos grandes centros tenía, como mínimo, algo de personal. Orlowski y Witteman estaban juntos en el mismo circuito —a veces conspiradores, las más de las veces competidores amigables. Los dos habían cruzado el Atlántico para viajar hasta Texas, y pocas semanas antes sus caminos se habían cruzado en un evento similar celebrado en Europa. Witteman estaba claramente celoso del crecimiento del DE-CIX, pero igualmente orgulloso y asombrado de que su bebé —me refiero a Internet y los puntos de acceso que ocupan su centro— hubiera crecido tanto. Mientras los oía hablar, me encantaba constatar que, en su boca, la infraestructura de Internet sonara como algo tan íntimo, que las búsquedas y los mensajes de todo un hemisferio pudieran comprenderse en el entrechocar de unas botellas de cerveza en un bar de Texas. Los vínculos sociales que unían las redes físicas eran visibles y no sólo entre Witteman y Orlowski, sino entre todos los asistentes a la fiesta. No diré que me sorprendiera que Internet estuviera dirigida por unos brujos. Alguien tenía que dirigirla. Lo que me sorprendía era que fuesen tan pocos.

Pero ¿y los lugares?; ¿y los componentes físicos?; ¿y el suelo duro? ¿Internet era algo tan concentrado como me había parecido durante las sesiones de peering, o mirando a mi alrededor en el bar aquella noche? En el NANOG los ingenieros se concentraban sólo en un puñado de ciudades, entre las que existía una jerarquía clara. ¿Aquella era la geografía de Internet? Frankfurt y Amsterdam estaban tan lejos la una de la otra como Nueva York y Boston (lo que no es mucho). Witteman y Orlowski dirigían operaciones igualmente profesionales. Y los dos habían aceptado el esfuerzo que les suponía reunirse allí, a miles de kilómetros de sus casas, para animar a los ingenieros a emparejarse en sus puntos de acceso a la red. ¿Qué haría que un ingeniero de redes escogiera uno y no otro? ¿Yo sería capaz de captar las diferencias entre los dos lugares?

Aquellos grandes puntos de acceso a la red parecían el destilado de la esencia de Internet: puntos únicos de conexión que espoleaban las nuevas conexiones, como huracanes que ganaran fuerza al pasar sobre el mar. Deseaba confirmar que, aunque Internet hubiera restado importancia a los lugares, sus propios lugares seguían importando —y, con ellos, tal vez, todo el mundo corpóreo que me rodeaba. Había acudido al NANOG para conocer a la gente que dirigía las redes de manera individual, y que, colectivamente, manejaba Internet. Pero lo que quería realmente era ver los lugares en los que se reúnen para acercarme más a la comprensión del mundo físico de mi vida virtual. Las piezas de Internet de Witteman y Orlowski estaban ancladas intrínsecamente en sus propios lugares —tan diferenciados como sus identidades nacionales. ¿Hacia dónde conducían todos aquellos cables? ¿Qué había allí en realidad que yo pudiera ver?

Hablé con Witteman y Orlowski sobre mi viaje, antes de formular la pregunta obvia: ¿podía ir a verlo con mis propios ojos?

—Nosotros no tenemos secretos —dijo Witteman, abriéndose la chaqueta por las solapas y mirando dentro, en un gesto de dibujo animado, para reforzar sus palabras—. Venga a Amsterdam cuando quiera.

Orlowski bajó la vista para mirarnos a los dos y asintió. También podía desplazarme hasta Frankfurt. Brindamos con nuestras cervezas pagadas por Equinix.

A finales del invierno llegué a Alemania; el cielo gris encajaba a la perfección con el perfil acerado de los rascacielos que se alzaban junto al río Meno. Pasé el domingo por la tarde explorando el centro tranquilo de Frankfurt, con mi jet-lag a cuestas. En la catedral vi la capilla lateral en la que los reyes del sacro imperio romano germánico se reunían para escoger emperador. Desde allí, la noticia se enviaba por todo el territorio. Cerca se encontraba otro monumento destacado, más contemporáneo: la gran escultura de una moneda de un euro, amarilla y azul, bien conocida por ser la imagen de fondo en muchas transmisiones televisivas sobre el Banco Central Europeo. Tanto la capilla como el euro subrayaban el espíritu característico de aquella ciudad: Frankfurt siempre ha sido ciudad de mercado y núcleo de comunicaciones, una ciudad seria e importante por sí misma.

Aquella noche cené en un restaurante centenario con un amigo arquitecto y natural de la ciudad. Mientras saboreábamos nuestro guiso de buey con su salsa verde tradicional, regado con una pilsner, le pedí que me ayudara a entender la ciudad y cómo encajaba aquella gran pieza de Internet con el todo. Pero él se resistía. Frankfurt no es un lugar dado a los aforismos románticos. Escasean los himnos ciudadanos y poemas sobre el lugar. No suele aparecer en películas. Entre sus hijos más famosos se encuentran los miembros de la familia Rothschild, la célebre dinastía judeo-alemana de banqueros (cuyo éxito, precisamente, les llegó al distribuirse estratégicamente por el mundo y al usar palomas mensajeras para comunicarse con rapidez) y Goethe (que, de todos modos, odiaba su ciudad natal). Entre las principales contribuciones de Frankfurt a la cultura del siglo XX están la «cocina Frankfurt», un diseño de cocina de carácter extraordinariamente utilitario, incluso para las exigencias de la Bauhaus(47) (se encuentra expuesta en el Museo de Arte Moderno). Si por algo es conocida la ciudad, es por ser escenario de ferias comerciales (papel que ha desempeñado desde el siglo XII), como la Buchmesse (Feria del libro) o la Automobil-Ausstellung (Feria del automóvil), así como por su gran aeropuerto, que es uno de los grandes hubs de Europa. Así que no me sorprendió demasiado que mi amigo, finalmente, realizara una simple y rotunda observación: Frankfurt era una ciudad de paso, un lugar donde la gente hacía negocios y se iba. A pesar de sus cinco millones de habitantes, Frankfurt no era realmente un lugar para vivir. Y aquello había resultado ser cierto también para los bits.

A la mañana siguiente, me dirigí a las oficinas del DE-CIX, ubicadas en un novísimo edificio de cristal y acero negro con vista al Meno, que se alzaba en una zona moderna donde proliferaban las tiendas de diseño y las empresas de telecomunicaciones, más cerca de los astilleros que de los muelles. Los ingenieros de redes del DE-CIX trabajaban en una sala diáfana que ocupaba la zona trasera, y sus escritorios estaban plantados sobre tableros con ruedas, distribuidos de acuerdo a un plan, como camiones en una pista de aeropuerto. Pero ésa era sólo la sede administrativa de DE-CIX. El «interruptor central» del punto de acceso a la red —su corazón palpitante, la caja negra a través de la que fluye un tráfico de 800 gigabits por segundo— se encontraba a un par de millas más allá y su edificio de apoyo estaba a la misma distancia, en la dirección contraria. Después de almorzar, nos trasladaríamos a ambos lugares para presentarles nuestros respetos.

Primero me senté en compañía de Arnold Nipper, fundador del DE-CIX, director técnico y algo así como el padre de la Internet alemana. Su aspecto encajaba con su papel, vestido como el clásico profesor de ciencias informáticas, es decir, con camiseta y jeans. Sobre la mesa, frente a él, había dejado su smartphone y las llaves de su BMW. Con veinticinco años de experiencia explicando a los demás qué eran las interredes, hablaba despacio y con precisión, y su acento, en inglés, recordaba un poco al de Sean Connery.

En 1989, Nipper estableció la primera conexión de Internet para la Universidad de Karlsruhe, una central tecnológica, y posteriormente fue uno de los principales promotores de la red académica nacional alemana. Cuando la Internet comercial vio la luz, a principios de la década de 1990, Nipper pasó a ser director técnico de uno de los primeros ISP de Alemania, el Xlink, donde enfrentó un dolor de cabeza conocido: el MAE-East.

—Todos los paquetes debían enviarse a través de enlaces internacionales muy caros hasta la red troncal de NSFNET —dijo Nipper, entre sorbo y sorbo a su café solo.

En 1995, Xlink se asoció con otros dos ISP tempranos, el EUnet, de Dortmund (sede de otro importante departamento de telecomunicaciones), y el MAZ, de Hamburgo, con la intención de evitar retornos en el viaje transatlántico uniendo sus redes en suelo alemán.

El Deutscher Commercial Internet Exchange (DE-CIX) se fundó con una interconexión de diez megabits —una cienmilésima parte de su capacidad actual—y con un hub instalado en la segunda planta de un viejo edificio de correos cercano al centro de Frankfurt. Aquella primera encarnación del DE-CIX no era precisamente impresionante, pero lo cambió todo. Por primera vez, Alemania tenía su propia Internet, su propia red de redes.

—Con la invención del DE-CIX sólo teníamos que atravesar enlaces nacionales —me explicó Nipper.

Pero ¿por qué Frankfurt? Nipper admite que la decisión de instalar allí el hub —una decisión que hoy ejerce un enorme peso gravitatorio sobre la geografía total de Internet— fue, en cierto modo, poco meditada. Se tomó porque la ciudad se encontraba aproximadamente en el centro de aquellos tres participantes, algo de lo que a menudo se beneficia. Y también ayudó el que Frankfurt fuera el centro tradicional de las telecomunicaciones alemanas, además de la capital financiera de Europa, por supuesto. Sin embargo, sería erróneo concluir que en ese caso Internet fue siguiendo las finanzas —o a Deutsche Telecom. Aquel primer hub no se planificó anticipando un crecimiento futuro, o al menos no pensando en el despegue estratosférico que estaba a punto de producirse. La expansión de Internet fue ad hoc, como siempre.

En la década y media transcurrida desde su fundación, es mucho lo que ha cambiado, no sólo en el DE-CIX, sino en toda Europa —lo cual ha potenciado su crecimiento—. A medida que las antiguas repúblicas soviéticas recortan distancias con Occidente, el DE-CIX ha establecido ISP en ellas, ofreciendo conexiones a redes de todo el mundo por menos dinero que Londres o Ashburn y con una diversidad más rica de proveedores globales, sobre todo de Oriente Medio y Asia. No es que las antiguas repúblicas tengan mucho peso en Frankfurt; es que el DE-CIX es el punto en el que con más facilidad pueden tener noticias del resto del mundo. La infraestructura de larga distancia se encuentra ahí; las mayores rutas de fibra óptica de Europa convergen en el Meno, reforzando la misma centralidad geográfica que hace del aeropuerto de Frankfurt uno de los hubs más importantes de Europa, un núcleo de comunicaciones. Pero, sobre todo, las redes siguen la verdad económica según la cual es más barato y más fiable «engancharte» a ti mismo a un gran punto de acceso a la red que confiar en que alguien te lo traiga todo a casa. Y esa verdad persiste.

Por ejemplo, Qatar Telecom, con sede en aquel diminuto país del Golfo Pérsico, ha establecido cabezas de playa en una lista de lugares del mundo que ahora nos resulta conocida: Ashburn, Palo Alto, Singapur, Londres, Frankfurt y Amsterdam. Su red transporta tanto servicios de voz como de datos privados para empresas, pero en lo relativo al tráfico público de Internet, lo más fácil habría sido comprar «tránsitos» en las inmediaciones de Qatar, de alguno de los grandes proveedores internacionales —tal vez de Tata, el conglomerado hindú, que cuenta con enlaces sólidos con el Golfo Pérsico—. Pero ello habría supuesto dejar a otros el negocio de llevar Internet hasta allí. En cambio, Qatar Telecom ha instalado su propio equipo de red en esos puntos de acceso a la red, y ha alquilado sus propios circuitos de fibra óptica privada para realizar el camino de vuelta al Golfo Pérsico. No es de extrañar que los puntos de acceso a la red compitan los unos con los otros. Todos ejercen su influencia para lograr más peering, pero en realidad lo que esperan es que ese «más» signifique, en realidad, «aquí».

En Frankfurt todavía quedaba pendiente la cuestión de ver qué aspecto tenía ese «aquí». Después del almuerzo, Nipper me llevó hacia el este, siguiendo el curso del río, en su pequeña camioneta, y nos metimos por una calle estrecha de un barrio densamente poblado de almacenes viejos. El «núcleo» principal del DE-CIX se encuentra en un edificio gestionado por una empresa llamada Interxion, competidora europea de Equinix. Se inauguró en 1998 y el DE-CIX fue uno de sus primeros inquilinos (sigue siendo el único punto de acceso a la red). En contraste con la dispersión suburbana de Virginia, su estacionamiento era estrecho y pulcro, con el suelo adoquinado, adornado con arbustos bien podados y estaba rodeado por un conjunto de edificios bajos, blancos, dotados de cámaras de vigilancia. Nos detuvimos junto a una camioneta gris que tenía las puertas traseras abiertas, lo que nos permitió ver varias herramientas. A los lados llevaba pintado un nombre comercial: «Fibernetworks». Cerca, un trabajador con un casco rojo hundía un martillo hidráulico en el suelo y un par de técnicos de mantenimiento intentaban abrir una puerta automática.

—Ya ve que el negocio goza de buena salud —me comentó Nipper, señalando las obras.

Le pregunté si era un cliente importante.

—Los clientes importantes somos nosotros —me corrigió fríamente.

Ellos son el señuelo, y por ello los tratan bien; con frecuencia, muchos puntos de acceso a la red no pagan el alquiler de su propio equipo.

Estábamos esperando a que un guardia nos escoltara y Nipper dijo que todo aquel protocolo de seguridad le parecía excesivo.

—Sólo es un hub de telecomunicaciones —se quejó—. Los datos que pasan por aquí sólo están en tránsito. Esto no es como uno de esos centros de recuperación de datos en caso de desastre que tienen los bancos, donde los datos quedan almacenados. Ahí sí tienen que contar con medidas de seguridad. Incluso en el caso de que esto fallara por completo, causaría un impacto en Internet, pero es posible que no llegara a perderse ningún email y que lo que ocurriera fuera sólo que nuestro buscador se quedara colgado un segundo o dos antes de que todo fuera redirigido hacia otras rutas.

El núcleo del DE-CIX, por su parte, está diseñado para «reenviarse» a su ubicación de seguridad en diez milésimas de segundo. Como viene se va.

Cuando finalmente la guardia de seguridad llegó tuvimos que darnos prisa para seguirle el ritmo, pues cruzó el estacionamiento a toda velocidad. Nipper accedió al sobrio vestíbulo del centro de datos abriendo la puerta con una llave magnética y me invitó a pasar. Acto seguido, accedimos a una segunda antecámara, de paredes blancas y luces fluorescentes. Allí nos encontramos con un poco de embrollo. Un obrero estaba atrapado en el interior del cilindro de vidrio de aquella trampa humana, como un calamar en un tubo de ensayo. El escáner de huellas no reconocía sus manos sucias y lo había dejado encerrado, lo que provocaba las burlas de sus compañeros, situados a ambos lados. Comparado con Equinix, el aspecto era menos «ciberfantástico» y más «prisión teutónica». Cuando nos tocó el turno, la guardia masculló algo con la boca pegada a su radio y los dos lados de la trampa humana se abrieron con un chasquido. Se activó una alarma estridente y nos hizo pasar.

Una vez dentro, descubrí que allí no había cubículos, sino cuartos completos, de acero color beige, que se elevaban hacia los altos techos, recorridos por las clásicas líneas de cables amarillos de fibra óptica. Cada espacio estaba etiquetado con un código numérico dividido por un punto decimal, sin rastros de nombres por ninguna parte. En Europa es habitual que la corriente eléctrica y los conductos de refrigeración vayan por debajo del suelo, mientras que en Estados Unidos suelen ir por la parte alta. Cuando llegamos al espacio asignado a DE-CIX, la guardia entregó a Nipper una llave sujeta a una pulsera verde de goma, como si estuviéramos visitando las bóvedas de seguridad de alguna entidad bancaria. El espacio recordaba, por espacio y por carácter, al baño de un aeropuerto: todo muy ordenado y en tonos beige. Como en Ashburn, el rugido de las máquinas resultaba ensordecedor, y Nipper elevó el tono de voz para hacerse oír.

—Uno de nuestros principios es procurar que todo sea lo más sencillo posible, aunque no lo más simple —dijo, citando a Einstein.

La «tipología» del DE-CIX, en términos de ingeniería, es de diseño propio. Las conexiones de cada una de las casi cuatrocientas redes que intercambian tráfico aquí se unen por agregación —por «apelotonamiento»— en un puñado de cables de fibra óptica. Después, un «dispositivo de protección de fibra» actúa como una válvula bidireccional, dirigiendo el flujo de datos entre los dos centros conmutadores, el activo y el que está en standby, uno aquí y el otro en la otra punta de la ciudad. La misión del centro es dirigir el tráfico entrante por la puerta correcta hacia su destino. La mayoría de la luz viaja a través del camino activo hacia el centro en funcionamiento, pero el cinco por ciento de la señal es refractada hacia el centro de respaldo que siempre está operativo.

—Todas estas cajas se han estado comunicando. Si un enlace falla, informa a todas las demás cajas que se cambien a otro a la vez, y lo hacen en diez milésimas de segundo —me explicó Nipper.

Él comprueba el sistema cuatro veces al año, cambiando de un centro a otro durante las horas tranquilas de un miércoles por la mañana. A pesar de sus clientes internacionales, el tráfico que pasa por el DE-CIX recrea una forma de ola, elevándose a lo largo de todo el día y alcanzando un máximo al final de la tarde, hora alemana, cuando todo el mundo llega a casa y se pone a ver videos y a comprar. Mientras Nipper me contaba todo aquello, la guardia nos observaba atentamente desde el fondo del pasillo, como un sospechoso en una tienda.

Nipper dejó para el final el corazón propiamente dicho —las joyas de la corona—; metió la llave de la pulsera verde en la cerradura del armario y lo abrió con gran ceremonia. Me quedé sin aliento al ver lo que contenía: una máquina negra montada sobre un soporte de tamaño estándar; los cables de fibra óptica salían de ella como los espaguetis de un rodillo perforado. Había una gran cantidad de LED parpadeantes; una etiqueta blanca en la que se leía CORE1.DE-CIX.NET y una placa que decía MLX-32

Como preguntaba la ingenua de Jen en The IT Crowd: «¿Y esto es Internet? ¿Toda Internet?». Por lo que se refiere a máquinas, confieso que se parecía mucho a todas las demás máquinas de Internet. Yo ya había intentado prepararme a mí mismo para aquello, para la posibilidad de enfrentarme a algo banal, a una caja negra aparentemente anodina. Aquello era como visitar Gettysburg: campos y más campos. El objeto que tenía frente a mí era real y tangible, aunque inequívocamente abstracto; material, y, sin embargo, incognoscible. Sabía, por mi visita a Austin, que aquella máquina era de las más importantes de Internet —el centro de uno de los mayores puntos de acceso a la red—, pero llevaba su importancia con gran discreción. Su significado debía provenir de mi interior.

Aquello me recordó una escena extraordinaria de la rara autobiografía en tercera persona de Henry Adams, The Education of Henry Adams, en la que describe su visita a la gran Exposición Universal de 1900 en París.[48] Allí vio una nueva tecnología milagrosa: una «dinamo», o generador eléctrico. Fue una confrontación asombrosa con la tecnología. Aparentemente, «la dinamo en sí misma no era sino un canal ingenioso para transmitir hacia alguna parte el calor latente en unas pocas toneladas de carbón oculto en alguna estación energética que se mantenía fuera del alcance de la visión», escribe. Sin embargo, la dinamo lo significaba todo para Adams: se convertía en «un símbolo de infinitud». De pie, a su lado, sentía su «fuerza moral, tanto como los primeros cristianos sentían la cruz». Y prosigue: «El planeta mismo parecía menos impresionante en su anticuada, explícita revolución diaria o anual, que aquella inmensa rueda que giraba, al alcance de mi mano, a una velocidad vertiginosa, sin apenas murmurar, emitiendo un audible zumbido de aviso para que uno se mantuviera un poco más apartado, por respeto a la fuerza». Pero no era el misterio ni el poder de la máquina lo que más aterraba a Adams. Era que claramente significaba una «ruptura en la continuidad», por expresarlo con sus propias palabras. La dinamo declaraba que su vida había transcurrido en dos épocas, la antigua y la moderna. Convertía el mundo en algo nuevo.

Me sentía igual respecto de aquella máquina que ocupaba el centro de Internet. Soy de los que creen en el poder transformador de Internet. Pero siempre me he sentido algo perdido al ir en busca de los símbolos físicos de esa transformación. Internet carece de monumentos. La pantalla es un recipiente vacío, una ausencia, no una presencia. Desde la perspectiva del usuario, el objeto a través del que le llega Internet es totalmente flexible —un iPhone, una BlackBerry, una laptop o un televisor. Pero el DE-CIX era mi dinamo, un símbolo de infinitud, latiendo con ocho mil millones de bits de datos por segundo (¡ocho mil millones!). Era una máquina más escandalosa, aunque más pequeña que la de Adams, y no estaba expuesta en ningún gran salón, sino oculta tras media docena de puertas de seguridad. Pero, como aquélla, también representaba el signo de un nuevo milenio, algo que hacía tangibles los cambios de la sociedad. Yo había recorrido un largo trecho desde la ardilla de mi patio trasero —y no sólo por los kilómetros que había viajado, sino por el movimiento desde el borde de la red hasta su centro, y en mi comprensión del mundo virtual.

La guardia, impaciente, dio unos golpecitos con un pie en el suelo. Nipper y yo rodeamos la máquina y nos colocamos tras ella, donde unos potentes ventiladores dispersaban el calor generado por su empeño en dirigir todos aquellos bits, aquellos fragmentos de todos nosotros. El aire caliente hacía que empezaran a escocerme los ojos y sentí que lagrimeaban. Entonces, Nipper cerró la caja y salimos por donde habíamos entrado.

Cuando regresábamos a la oficina de DE-CIX, Nipper me preguntó en el auto si estaba satisfecho. ¿Había sido una buena visita guiada? Yo estaba buscando lo real entre lo meramente virtual —algo más real que los píxeles y los bits— y lo había encontrado. Sin embargo, me corroía la idea de que aquella máquina en particular no era tan distinta de tantas otras, lo que sólo parecía reiterar lo inconsecuente de su realidad única. Creía en la importancia de aquella caja entre las demás, pero me sentía como en un limbo lejano. Sin duda, había otras cajas en el mundo. Pero también había un mundo en el interior de aquella caja. Mi misión con Internet no había terminado aún. La esencia de lo que andaba buscando era la intersección única de un lugar y una tecnología: una caja singular en una ciudad única en donde estuviera el cruce de caminos físico de nuestro mundo virtual. Un hecho puramente geográfico. Nipper y yo avanzábamos bajo las altas grúas de la zona portuaria.

De nuevo en la oficina, Orlowski rebuscó algo en un armario de material y consiguió mi premio: una camiseta negra con unas letras amarillas estampadas delante en las que se leía I ♥ PEERING. Después, de otra caja de cartón sacó un impermeable negro con un logo pequeño de DE-CIX grabado en el frente.

—Póntelo en Amsterdam —me dijo, guiñándome un ojo—. Y envíale recuerdos a Job de mi parte.

Sus pugnas incluían incluso la ropa.

Aquella noche, en la habitación de mi hotel, redacté unas notas y copié los archivos de voz de mi grabadora digital en mi laptop. El escritorio estaba colocado frente a la ventana. Había empezado a llover, era hora punta y el ruido del tráfico llegaba hasta mí. Un tranvía chirrió al pasar. Después, para mayor protección y para aplacar mis paranoias, copié todo en un servicio de seguridad online que, según había averiguado, se encontraba ubicado en un gran almacén de datos de Virginia, deliberadamente cerca de Ashburn. Vi en mi pantalla que la barra de estado crecía, a medida que los pesados archivos de voz se dirigían hacia allá. Sabía bien en qué dirección viajaban aquellos bits. Estaba sombreando el mapa.

Tras la severidad gris de Frankfurt, Amsterdam fue todo un alivio. Me bajé del tranvía y me vi rodeado de gente aquella tarde de primavera en Rembrandtplein, una de aquellas plazas que salpican el centro de la ciudad. Pasaban bonitas parejas en sus pesadas bicicletas negras, los faldones de los abrigos batiendo como alas. Olvida los clichés sobre hachís y prostitutas: el liberalismo de Amsterdam parecía mucho más profundo, más considerado. Mientras paseaba por las calles laterales que flanquean los canales, miraba a través de las ventanas sin cortinas y veía salas de estar iluminadas por candelabros modernos y llenas de libros. Me recordaba a mi ciudad, a Brooklyn, o Breuckelen, como la llamaban los holandeses, con nuestras casas yuxtapuestas muy juntas, de manera parecida, y con sus fachadas de remate escalonado.

En su libro The Island at the Center of the World, Russell Shorto defiende que ese espíritu holandés está impreso en lo más hondo del ADN de Nueva York y de Estados Unidos.[49] En sus palabras existe «una sensibilidad cultural que incluía una aceptación sincera de las diferencias y la creencia de que los logros individuales importan más que el derecho de cuna». Parecía raro aplicar aquellos términos a Internet, pensar en ella como en algo que no fuera más allá de los Estados, fluido, incluso posnacional. Los rectángulos de vidrio de nuestras pantallas y las ventanas de los buscadores que aparecen en ellas han tenido un efecto uniformador sobre el mundo más importante que la presencia de McDonald’s. Estando online las fronteras políticas son, en gran parte, invisibles, suavizadas por el triunvirato corporativo de Google, Apple y Microsoft. Pero Amsterdam iba a empezar a plantear las cosas de otro modo, y al final resultó que la Internet holandesa era muy holandesa.

Muy al principio, el punto de acceso a la red de Amsterdam fue anunciado por el gobierno como un «tercer puerto» para los Países Bajos, un lugar para los bits, del mismo modo que Rotterdam lo es para los barcos y Schiphol para los aviones. Los holandeses veían Internet sólo como el último eslabón de una cadena tecnológica de quinientos años, que también podía explotarse para beneficio nacional. «En los Países Bajos, los fuertes, los canales, los puentes, las carreteras y los puertos siempre han sido primero importantes militarmente, y después muy útiles para el comercio», exponía un articulista en 1997.[50] «La logística de los bits, en los Países Bajos, deberá contar con un lugar propio, para anticiparse así y captar una porción sustancial de los miles de millones de dólares que hay en juego en el mundo futuro del comercio por Internet». La historia ya había avalado aquel modelo: «El acceso al mar abierto fue, en la época de la Compañía de las Indias Orientales, un factor decisivo de éxito… Proporcionar el acceso a las arterias digitales de la red global será decisivo hoy». Si Frankfurt tenía la suerte de ocupar el centro geográfico de Europa, Amsterdam tendría el valor de convertirse en uno de los centros lógicos de Internet. Si en todo aquello había una lección que aprender, era la necesidad de que los gobiernos invirtieran en infraestructura y después se quitaran de en medio. A lo largo de su historia, Internet ha necesitado ayuda para ponerse en marcha y después se ha beneficiado enormemente cuando la dejan sola.

El primer ingrediente, en Amsterdam y en todas partes, era (y sigue siendo) la fibra óptica. En 1998, los Países Bajos aprobaron una ley por la que se exigía a todos los propietarios de tierras el derecho de paso para el tendido de cables de fibra óptica de empresas privadas, un derecho hasta entonces reservado a la KPN, la compañía telefónica nacional. La nueva ley iba un paso más allá y estipulaba que cualquier empresa que deseara cavar una zanja debía anunciar sus intenciones y permitir a otros tender su propia fibra óptica y compartir los costos de la construcción. La intención era, en parte, impedir que las calles estuvieran siempre en obras. Pero lo más importante de aquella política era acabar con viejos monopolios.

Los resultados tuvieron éxito casi de un modo cómico. Fui a ver a Kees Neggers, director de SURFnet, la red de telecomunicaciones académica de Holanda, en su oficina, situada en un edificio alto con vista a la estación ferroviaria de Utrecht. De un estante sacó un informe encuadernado y lo abrió en una página de fotografías tomadas en la época en que se abrían todas aquellas zanjas. En una, docenas de conductos multicolores destacaban sobre la fina tierra de un terreno ganado al mar, y se extendían como una ballena abierta en canal sobre una playa. En otra se mostraba gran cantidad de canalizaciones que brotaban de la entrada de uno de los edificios antiguos de Amsterdam. Apoyados en el suelo empedrado de la ciudad, esperando a ser enterrados, ocupaban por completo uno de los carriles destinados al tráfico. Los colores —anaranjado, rojo, verde, azul, gris— indicaban los distintos propietarios; cada uno de ellos contenía centenares de hilos de fibra óptica. Era de una abundancia absurda, y sigue siéndolo.

—Compartían los costos de cavar a lo largo de los diques, en dirección al punto de acceso a la red de Amsterdam, y aquello, instantáneamente, proporcionaba una oportunidad para que todos se conectaran ahí, y para hacerlo de manera económica unos con otros —me comentó Neggers—. Entonces crecieron como hongos.

No fui consciente del alcance de aquel crecimiento hasta que me tropecé con un mapa online, «remezclado» de Google, elaborado por alguien que decía llamarse, simplemente, «Jan», y que indicaba con alfileres de colores, como si se tratara de cafeterías, la ubicación de casi un centenar de centros de datos de los Países Bajos. Un alfiler verde indicaba la situación del AMS-IX, uno rojo mostraba los edificios de proveedores privados, y un azul indicaba un centro de datos en desuso. Si me alejaba y situaba el mapa a escala de todo el país, los alfileres tapizaban la pantalla en todas direcciones, inclinados todos en el mismo sentido, como molinos de viento. Me pareció un ejemplo asombroso de la transparencia holandesa: allí, unida en un solo lugar, en la red abierta a todos, figuraba la misma información que WikiLeaks había considerado lo bastante sensible como para molestarse en divulgar. Sin embargo, a nadie parecía importarle. El mapa ya llevaba dos años allí, y al parecer nadie le había hecho nada.

Además, también arrojaba luz sobre una cuestión que yo llevaba meses esquivando. Mostraba la geografía de Internet a pequeña escala, con los centros de datos agrupados en barrios de Internet bien definidos, como los polígonos industriales que rodeaban el aeropuerto de Schiphol, el «Zuidoost», situado al sureste del centro de la ciudad, y la zona universitaria conocida como el Parque Científico de Amsterdam. Un mapa similar de los alrededores de Ashburn o Silicon Valley mostraría un número igualmente elevado de ubicaciones individuales. Pero comparándolo con aquellas grandes extensiones suburbanas de escala estadunidense, el de los Países Bajos se veía notablemente compacto. Y planteaba la posibilidad de una nueva manera de ver Internet, de captar su sentido del lugar: un recorrido a pie por centros de datos.

Empezaba a darme cuenta de que había pasado semanas detrás de puertas cerradas electrónicamente, manteniendo largas conversaciones con la gente que hacía funcionar Internet. Pero todos aquellos contactos habían sido planificados, meditados, grabados. Había recibido permiso de los peces gordos. Me habían entregado distintivos de visitante, había tenido que firmar en registros. Pero a menudo me sentía como si llevara orejeras. Me había centrado tanto en los árboles que casi me había olvidado del bosque. Estaba siempre atravesando estacionamientos a toda velocidad, lanzándome de cabeza hacia el «centro». En casi todos los casos, las pautas de la jornada dificultaban quedarse más de lo estipulado. Tenía poco tiempo para la contemplación ociosa.

En Amsterdam, debía reunirme con Witteman y visitar el conmutador central que ocupaba el corazón del punto de acceso a la red de Amsterdam —la versión holandesa de lo que había visto en Frankfurt. Pero el mapa de centros de datos parecía la excusa perfecta para encontrar una manera más abierta de ver Internet, que fuera más una estancia más prolongada que otra visita guiada. El reto estaba en que Internet era un lugar difícil de mostrar sólo así, sin más. Los centros de datos y los puntos de acceso a la red no cuentan con centros de atención al visitante, como los que sí existen, por ejemplo, en algunos diques holandeses o en la Torre Eiffel. Pero, en Amsterdam, Internet estaba tan concentrada —había tanta—, que incluso si no podía llamar a las puertas y sólo por ello esperar a que me invitaran a pasar, al menos sí podría pasearme por media docena de edificios de Internet en una sola tarde, cantidad que me permitiría responder de otra manera a la pregunta de qué aspecto tenía Internet. La arquitectura expresa ideas, incluso cuando no intervienen los arquitectos. ¿Qué era lo que decía la infraestructura física de Amsterdam?

Existe un ensayo maravilloso del artista Robert Smithson titulado «A Tour of the Monuments of Passaic».[51] En su inquieta mente, los paisajes industriales, baldíos, de Passaic, Nueva Jersey, resultan tan evocadores como los de Roma, y todos ellos son dignos de atención estética. Pero la insistencia de Smithson de hacerse pasar por un hombre común acaba por conferir al relato un tono profundamente surrealista. Las zonas pantanosas de Nueva Jersey se convierten en motivo de asombro: «Por la ventanilla del autobús vi pasar volando un motel de la cadena Howard Johnson —una sinfonía en anaranjado y azul», escribe Smithson. Las grandes máquinas industriales, silenciosas ese sábado, son «criaturas prehistóricas atrapadas en el barro o, mejor, maquinaria extinguida —dinosaurios mecánicos despojados de su piel». Su idea es que hay un matiz valioso en darse cuenta de lo que normalmente pasamos por alto; puede existir algo artístico en el paisaje encontrado y que su belleza poco convencional puede hablarnos de algo importante sobre nosotros mismos. Yo tenía la corazonada de que aquel enfoque me funcionaría con Internet, y con la ayuda del mapa de centros de datos holandés intentaría confirmarlo.

Me haría acompañar de un caminante como yo, un observador profesional de Internet, aunque de una naturaleza más conservadora. Martin Brown trabajaba para Renesys, los analistas de datos de enrutamiento, empresa que se había trasladado recientemente a Bolduque, la pequeña ciudad holandesa conocida por muchos como Den Bosch, o el Bosque (¡y con razón!), donde su esposa había encontrado trabajo en una compañía farmacéutica. Brown, quien había sido programador y ahora se dedicaba de tiempo completo a ser observador de datos de enrutamiento, es un experto en el funcionamiento interno de Internet. En concreto, yo admiraba su estudio sobre el episodio de «desemparejamiento» de Cogent y Sprint. Aun así, Brown decía que mientras había estado en el interior de un puñado de centros de datos y puntos de acceso, nunca se había parado a observarlos —en cualquier caso, no como lo hacía ahora—. Quedamos en encontrarnos para dar un paseo urbano en bicicleta, un recorrido de unas ocho millas que empezaría junto a una estación del metro situada a pocos minutos del centro de la ciudad y que concluiría bastante más lejos, cerca de las afueras.

Nuestro primer centro de datos resultaba visible desde el andén elevado del tren: un búnker amenazador, de cemento, del tamaño de un pequeño edificio de oficinas, con los marcos de las ventanas de un azul desgastado, situado frente a un canal que terminaba en el río Amstel. El día era húmedo y gris —finalizaba el invierno—, y había barcos-casa amarrados a los bordes de las aguas mansas. Mi mapa me indicaba que el edificio pertenecía a Verizon, pero en el cartel de la puerta aparecían las letras MFS —vestigio de unas siglas que correspondían a Metropolitan Fiber Systems, empresa para la que trabajaba Steve Feldman y que controlaba MAE-East, y que Verizon había adquirido hacía unos años. Al parecer, no había ninguna prisa en mantener las apariencias; más bien parecía que sus nuevos propietarios preferían que el edificio desapareciera. Cuando Brown se acercó a la puerta principal y miró por los cristales oscurecidos del vestíbulo, estuve cerca de gritarle, como si fuera un niño a punto de entrar en una casa encantada. Admito que estaba algo inquieto. Las barreras de seguridad, los cristales esmerilados y las cámaras de vigilancia indicaban que allí no se daba la bienvenida al interés ajeno, y mucho menos a un visitante cualquiera, y prefería evitar las explicaciones sobre qué era lo que estábamos haciendo exactamente (y más aún lo que había estado haciendo desde el inicio de mi proyecto), por más que aquel lugar figurara en el mapa. El edificio decía: «fuera».

Regresamos por el canal por el que habíamos venido en dirección al centro de datos que contenía uno de los núcleos del AMS-IX. Era propiedad de euNetworks y, como el Equinix de Ashburn, se dedica básicamente al negocio de alquilar espacio; en el edificio había un cartel junto a la puerta y la simpática recepcionista resultaba visible a través de los paneles de cristal. Pero cuando Brown y yo lo rodeamos para entrar el lugar se nos presentó en toda su crudeza. Estaba formado por un muro interminable, que ocupaba toda la manzana, construido con ladrillo gris en la base y acero corrugado en la parte superior. Añadía misterio el perfil oxidado de un viejo camión Citroën estacionado en la calle, por lo demás vacía, que parecía sacado de la utilería de Mad Max. Lo rodeamos, sacándole fotos con avidez. (Smithson: «Tomé algunas fotografías corrientes, entrópicas, de aquel monumento reluciente»). La escena había adquirido un tinte evocador: la calle solitaria, el ladrillo y el acero, demasiado uniformes, del centro de datos; la hilera de cámaras de vigilancia, y, por encima de todo, la conciencia de lo que ocurría en el interior de aquellos muros. Aquel no era un edificio más, sino que se encontraba entre los más importantes del mundo relacionados con Internet. Y la cosa se ponía divertida.

Seguimos avanzando por un carril de bicicletas, esquivando a alumnos que volvían de su entrenamiento de futbol, y pasamos por dos rotondas muy extensas. Tras comprobar que uno de los puntos señalados no era, en realidad, un centro de datos (demasiado cristal en la fachada para que lo fuera), rodeamos otra manzana para investigar un cobertizo de acero sin ninguna identificación que tenía un aspecto asombrosamente sólido. Allí tampoco había ningún cartel, pero el mapa me indicaba que pertenecía a Global Crossing, el gran propietario internacional de redes troncales que recientemente había sido adquirido por Level 3. Aquella misma semana yo había estado en el interior de unas instalaciones de Global, en Frankfurt, y no me pasaba por alto cierto parecido de familia. Ambos edificios habían sido construidos en el mismo periodo, siguiendo unas mismas directrices de ingeniería que se extendían por el continente. Se trataba de una pieza de Internet de primer orden, un nodo clave de lo que a Global le gustaba llamar «WHIP», es decir: «world’s heartiest IP network», o «la red IP más céntrica del mundo». El acero corrugado y las cámaras de seguridad eran una primera pista, pero más aún lo era la calidad de la construcción del edificio. Tal vez una ferretería tuviera las mismas dimensiones y estuviera construida con los mismos materiales, e incluso era posible que incorporara una o dos cámaras de vigilancia. Pero se notaba demasiado que se hacían esfuerzos por no parecerse a nada —el equivalente arquitectónico del auto genérico de un detective de policía—. Los edificios de Internet destacan, precisamente, por su discreción, pero cuando aprendes a reconocerlos, esa discreción se vuelve llamativa.

A medida que sumábamos recorrido, íbamos aprendiendo a interpretarlos: los recintos de los generadores de acero, las tapas de los conductos subterráneos, con los nombres de las redes grabados en ellas; las cámaras de seguridad de gran resolución. Aquella manera de avanzar resultaba físicamente satisfactoria: no nos dedicábamos a husmear equipados con nuestros teléfonos inteligentes, rastreando señales inalámbricas, sino que interpretábamos pistas más tangibles.

Pasamos por debajo de una autopista elevada y nos adentramos en un barrio de calles estrechas dispuestas a lo largo de otro canal, donde había un grupo de media docena de centros de datos intercalada entre concesionarios de vehículos. Aquellos centros eran de mayor tamaño. Un edificio de acero corrugado con una hilera estrecha de ventanas que recorría toda la segunda planta pertenecía (según el mapa) a Equinix. Comparado con los cascarones de cemento, tan rígidos, de Ashburn, aquel parecía diseñado por Le Corbusier, con su tira de ventanas y su fachada de paneles. Pero, bajo cualquier punto de vista, se trataba, en realidad, de un edificio de lo más anodino, un lugar frente al que habríamos pasado de largo de no haber estado caminando, precisamente, hacia él. Nos detuvimos a admirarlo y Brown sacó una cantimplora y bebió agua, como si nos encontráramos en medio trayecto de montaña. Un pato —cabeza verde, cuello amarillo, pies anaranjados— pasó volando a nuestro lado. Teníamos frío y estábamos alerta. (Smithson: «Empezaba a quedarme sin película en la cámara y tenía hambre»). Por mi parte, ya estaba bastante cansado —no sólo por el paseo, sino por la semana de jet-lag que arrastraba, respirando el aire rancio de Internet— y la realidad me golpeó con fuerza: estaba viajando por el mundo, dedicado a mirar edificios de acero corrugado. Ya había aprendido qué aspecto tenía Internet, hablando en general: el de un almacén. Aunque eso sí, muy bonito.

Al día siguiente visité a Witteman en las oficinas de AMS-IX. En la pared, tras su escritorio, había un cartel copiado de la película 300, basada en el sangriento cómic épico sobre la batalla de las Termópilas. El cartel original decía: «Esta noche cenaremos en el infierno», y mostraba a un espartano furibundo, con el pecho desnudo, enseñando los dientes. En la versión de Witteman permanecía el soldado, pero con Photoshop se había modificado el texto chorreante de sangre para que dijera: «¡Somos los más grandes!». Yo intuía quiénes, en su fantasía, representaban a los persas. Mientras que el punto de acceso a la red de Frankfurt proyectaba un carácter pulcro, el AMS-IX parecía buscar una informalidad estudiada, filosofía que se extendía a sus oficinas, instaladas en dos edificios históricos unidos, cerca del centro de la ciudad antigua. Los empleados, jóvenes de diversos países, siempre comían juntos un almuerzo que les preparaba una encargada, el cual se servía en una mesa de tipo familiar con vista hacia un jardín trasero. En el AMS-IX había un matiz hogareño que no había encontrado todavía en Internet. En lugar de ser un reino de las teorías de la conspiración y las infraestructuras ocultas, aquel punto de acceso a la red representaba un espíritu de transparencia y responsabilidad individual. Y lo cierto era que aquella sensación se hacía extensiva a su infraestructura física.

Antes de almorzar, Witteman y yo fuimos a buscar a Hank Steenman, el gurú tecnológico de AMS-IX, a su oficina, la cual quedaba en el otro extremo del pasillo. Los tres nos subimos en la «cafetera» del AMS-IX, una camioneta vieja, llena de vasos de café usados, y nos dirigimos hacia el núcleo, situado en uno de los centros de datos que Brown y yo habíamos visto durante nuestro paseo del día anterior. Había un lugar para bicicletas en el exterior, y el vestíbulo, inundado de luz, resultaba acogedor, y en sus paredes se alineaban mapas de redes. Recorrimos un pasillo ancho donde se sucedían las puertas pintadas de amarillo brillante, y dejamos atrás un espacio usado por KPN, lleno de estantes pintados de su color verde patentado. El AMS-IX contaba con su propio cubículo en la parte trasera. Los cables amarillos de fibra óptica estaban perfectamente enroscados y atados. La máquina a la que se conectaban me resultaba familiar. Muy familiar. Era una Brocade MLX-32, la misma que usaban en Frankfurt. ¡Ah! Los localismos no afectaban la maquinaria.

—¡Así que aquí está Internet! —exclamó Witteman, burlón—. En cajas como ésta. Cables amarillos. Muchas lucecitas parpadeantes.

Aquella noche, cuando regresé a Rembrandtplein, un músico callejero cantaba como Bob Dylan y los turistas y noctámbulos se congregaban a su alrededor. Había parejas sentadas en bancos, fumando. Pasó un grupo de chicos que iban a celebrar una despedida de soltero y se armó un gran revuelo. Amsterdam era muchas cosas. Pero yo sólo pensaba en qué ocurriría si se cortara una sección de las calles y los edificios: los muros abiertos resplandecerían con las chispas de todos aquellos cables de fibra óptica cercenados, bañados por otra luz, distinta de la que solía asociarse con la ciudad: la materia prima de Internet y, más aún, de la era de la información.