3Conectar solamente

Durante un par de años, al inicio del milenio —durante ese periodo tranquilo, después de que estallara la burbuja de Internet y antes de que volviera a inflarse—, residí en Menlo Park, California, una zona residencial pulcra y ordenadísima, situada en el corazón de Silicon Valley. Menlo Park es un lugar lleno de muchas cosas, entre ellas, de historia de Internet. Cuando Leonard Kleinrock registró su comunicación «de computadora central a computadora central» —lo que a él le gusta denominar «el primer aliento en la vida de Internet»—, la computadora al otro lado de la línea se encontraba en el Stanford Research Institute, a casi una milla de nuestro apartamento. Pocas calles más allá estaba el garaje en el que, al principio, Larry Page y Sergey Brin instalaron Google, antes de trasladarse a unas oficinas de verdad, encima de una tienda de alfombras persas de la cercana localidad de Palo Alto. La mañana de agosto de 2004 en que Google salió a la bolsa de valores, la gente que se congregaba en el café más cercano a nuestra casa estaba emocionada —y no, seguramente, porque se estuviera haciendo rica al instante (o tal vez sí), sino porque, de pronto, todo parecía posible, una vez más. En efecto, fue ese mismo verano cuando Mark Zuckerberg trasladó su recién creada empresa, conocida entonces como The Facebook, desde su dormitorio de la Universidad de Harvard hasta una casa subarrendada en Palo Alto. Por aquel entonces la noticia no tuvo repercusión —la única persona que yo conocía que estuviera en Facebook era mi cuñada, quien todavía iba a la universidad—, pero era claro que tenía sentido. Como dijo E. B. White acerca de Nueva York, allí tenían que ir quienes quisieran tener suerte.[36] Así como Wall Street, Broadway o Sunset Boulevard contienen sus respectivos sueños, lo mismo ocurre con Silicon Valley. Y casi siempre ese sueño pasa por construir un fragmento nuevo de Internet, de ser posible que valga mil millones de dólares. (Por cierto, Facebook se ha trasladado recientemente a un campus de cincuenta y siete acres de extensión, y vuelve a estar en Menlo Park).

Un experto en geografía económica describiría todo eso como una «concentración de negocios». La combinación única que se da en Silicon Valley de talento, especialización y dinero ha creado un ambiente de innovación asombroso —así como lo que John Doerr, un inversor en innovación, describió en una ocasión como «la mayor acumulación legal de riqueza de la historia de la humanidad»—.[37] En efecto, este lugar, tal vez más que cualquier otro en todo el mundo, rezuma una creencia colectiva en el potencial ilimitado de la tecnología, y a su vez en el potencial de esa tecnología para convertirse en dinero ilimitado. Se trata de una aspiración palpable en el aire.

Aun así, parece existir una ironía fundamental en todo ello. Entre las grandes contribuciones de las computadoras a la humanidad, una de ellas ha sido, sin duda, su capacidad para conectar a personas que se encuentran en lugares distintos. Tal vez más que cualquier otra tecnología a lo largo de la historia Internet ha restado importancia a las distancias, ha hecho el mundo más pequeño, como suele decirse. En palabras de la socióloga del MIT Sherry Turkle, «antes ‘lugar’ comprendía un espacio físico y a la gente que se encontraba en él».[38] Pero la ubicuidad de Internet ha restado validez a la definición. «¿Qué es un lugar si quienes están físicamente presentes concentran su atención en lo ausente?», se pregunta. «Internet es algo más que vino viejo en odres nuevos; actualmente, siempre podemos estar en otra parte». Experimentamos las consecuencias de ello todos los días —esa desconexión que es consecuencia de las conexiones, como si se tratara de una suma que da cero—. Sin embargo, ésa no es la única verdad sobre la red, menos aún en Silicon Valley. Posibilitando nuestra capacidad de estar en todas partes existe una maraña más permanente de conexiones, tanto sociales como técnicas. Sólo podemos hablar de estar conectados como de un estado mental porque damos por sentadas las conexiones físicas que nos permiten estarlo.

Pero la evolución de esas conexiones es muy específica y ha ocurrido en lugares muy concretos, sobre todo en Palo Alto. La alquimia que sucede ahí no tiene lugar —o tal vez no pueda tener lugar— a través de un cable. Con esa intensidad, la conexión es un proceso descaradamente físico. Cuando yo vivía ahí, los fieles que llenaban los cafés me recordaban siempre a unos sacerdotes de Roma que deslizaran los dedos sobre smartphones, y no sobre cuentas de rosario, pero que, como sus predecesores, se mantenían cerca —por razones tanto prácticas como espirituales— del centro del poder. Todos están ahí para conectarse. Los inversores que arriesgan en innovación, los ingenieros de Stanford, los abogados y los que tienen un posgrado en administración de empresas, y los adictos a las nuevas iniciativas, que huelen el futuro como perros de caza. Y lo mismo puede decirse si hablamos de los cables reales.

Palo Alto se encuentra a sólo treinta y cinco millas de San Francisco, pero el día en que me desplacé hasta allí la temperatura era 25 grados mayor, hacía un calor seco impregnado de olor a eucalipto. Iba a almorzar con dos de aquellos irreductibles de Silicon Valley en un café de University Avenue, la avenida principal de Palo Alto. Después, visitaríamos el Palo Alto Internet Exchange, uno de los puntos de acceso a la red más importantes, tanto en el pasado como en la actualidad.

Jay Adelson y Eric Troyer estaban sentados en una de las mesas instaladas en la acera, y miraban pasar a la gente. Tomaban cerveza y su aspecto era jovial aquel jueves por la tarde. Son viejos amigos, habían compartido habitación en la universidad, después fueron compañeros de trabajo y se encuentran entre las personas que más saben sobre cómo —y, más importante aún, dónde— se conectan las redes de Internet unas a otras. Troyer se define a sí mismo como «ingeniero de recuperación de redes», calificativo que hace honor a —y a la vez desmitifica— su prestigio como loco de la informática. Con su pelo corto, entrecano, y sus gafas de sol, su aspecto era el de un surfista relajado, una versión informática de Anderson Cooper. «ET», como se lo conoce en la comunidad de las redes, trabaja para Equinix, empresa que gestiona instalaciones de «colocación» en todo el mundo.

Adelson fue quien lo contrató. De hecho, Adelson fue el fundador de Equinix, y en 1998 la llevó de concepto difuso a empresa multimillonaria con acciones en la bolsa de valores, antes de dejarla en 2005. Él es el arquetipo de Silicon Valley: un emprendedor con un don no sólo para ver el futuro, sino para convencer a otros de que lo sigan. Todavía mantenía su fama de niño prodigio, aunque le faltaban pocas semanas para cumplir los cuarenta años, y acababa de dejar su trabajo como director ejecutivo en Digg, un servicio de web que permite a los lectores expresar su aprobación o desaprobación ante un artículo online o post de un blog, o ante la fotografía de un gato que habla. Según se decía, Adelson no había salido de Digg en términos cordiales, pero se lo veía relajado. Llevaba unos jeans, y una camisa por fuera, sin corbata, y su flequillo, marca de la casa, caía sobre su rostro anguloso, como si fuera un adolescente. Había aprovechado aquel año sabático tras su paso por Digg para aprender guitarra, trasladarse a su nuevo hogar, valorado en tres millones de dólares, y pasar más tiempo con sus tres hijos, mientras sopesaba sus opciones de futuro —planteándose un tercer acto en lo que ya había sido una carrera de gran éxito en Silicon Valley—. Pero a mí el que me interesaba era el primer acto, durante el que contribuyó a solucionar el problema de MAE-East y, al hacerlo, plantó la bandera de Equinix por encima de lo que actualmente constituyen los embudos más importantes de Internet.

—¿Quieres oír toda la historia? —me preguntó Adelson, preparándose para contarla, mientras atacaba su ensalada César de pollo—. Fue un periodo interesante, un verdadero punto de transición para Internet.

Todo sucedió muy rápido, en el punto culminante del boom de las empresas «punto com». A finales de 1996, Adelson trabajaba en Netcom, uno de los primeros proveedores comerciales de Internet. A diferencia de las empresas con sede en Virginia, que enfocaban su negocio en las grandes compañías, Netcom se nutría de «locos de la informática en retirada», graduados recientemente salidos de los departamentos de telecomunicaciones, desesperados por «ampliar su adicción» a Internet. Netcom había empezado conectando a sus clientes a través del troncal académico, a pesar de que hacerlo constituía una clara violación de su «política de uso aceptable». Aquella puerta lateral de acceso a Internet había bastado para satisfacer las necesidades de un puñado de programadores discretos, pero cuando las cosas se animaron, se reveló insuficiente. Así, pues, con gran costo, Netcom devolvió una línea de datos de su sede de Bay Area a Tysons Corner, para unirse a la maraña de redes de MAE-East. Adelson quedó asombrado al descubrir lo que ocurría allí.

—Aquello era como un club privado. Si no eras una empresa de telecomunicaciones y no controlabas la fibra instalada bajo tierra, te encontrabas en profunda desventaja. Nos decían: «Hemos excedido nuestra capacidad». Pero nunca sabíamos si se trataba de un conflicto de intereses, o si lo que querían era hacer el negocio por su cuenta.

Para que Internet pudiera crecer debía librarse de interconexiones limitadas, interferencias de proveedores y de los conmutadores saturados que la National Science Foundation había codificado, sin saberlo, con la creación de puntos de acceso a la red. Las redes debían poder conectarse con las menores fricciones posibles.

—Nosotros posteábamos: «Internet debería ser libre. Es injusto que esos puntos de intercambio sean propiedad de las empresas de telecomunicaciones» —recordaba Adelson sobre aquel encendido debate que se desarrollaba por email y en los foros de la comunidad de Internet. Porque, en realidad, ¿hasta qué punto era abierta Internet si, de hecho, una sola empresa tenía la llave de la puerta?

Adelson, quien tenía entonces veintiséis años, ya se había distinguido por ser distinto en el mundo de las redes —por ser un inter-networker, podríamos decir—. Las redes atraían sobre todo a personas que preferían pasar el tiempo con máquinas, no con otras personas.

—En aquella época, para dominar la tecnología de Internet tenías que ser un poco bicho raro —me explicó Adelson. Y él lo era. Un poco. Jugaba obsesivamente con videojuegos desde que era niño, consultaba foros de hackers y pasaba muchas de sus horas escolares en el laboratorio. Pero también había estudiado cine en la Universidad de Boston, y había adquirido las maneras del negociador ágil y parlanchín de un productor de Hollywood. Además de conectar computadoras, se le daba bien poner en contacto a la gente.

El mundo laboral de Internet sigue siendo sorprendentemente pequeño en la actualidad, pero en aquel momento era diminuto, y Adelson atrajo la atención de un ingeniero llamado Brian Reid, de la Digital Equipment Corporation, una de las empresas informáticas más antiguas y venerables de Silicon Valley (que ahora forma parte del gigante de Hewlett-Packard —otra empresa nacida y establecida en Palo Alto). Digital contaba con un nodo en ARPANET casi desde el principio, pero hasta 1991 no empezó a alojar una conexión privada a Internet fundamental —un cable tendido por la oficina que conectaba dos de las mayores redes regionales de la era previa a MAE-East, Alternet y BARRnet. Originalmente se instaló con el espíritu de servicio a la comunidad —«por el bien de Internet», como les gusta decir a los ingenieros. Pero, a medida que Internet crecía, Digital empezó a percatarse de otra ventaja: aquella conexión les proporcionaba un asiento de primera fila frente a una intersección clave de Internet. Eran como expertos de tráfico que trabajaran en unas oficinas con vista a Times Square. Y las cosas, ahí abajo, se complicaban por momentos.

Digital era particularmente sensible a los fallos de MAE-East, porque diseñaba el «GIGAswitch/DFFI», el enrutador central que no se daba abasto con la demanda. Para seguir creciendo tendría que haber una nueva manera de que las redes se conectaran unas con otras, que eliminara el problema de la congestión. Reid tuvo la sencilla idea de que las redes se conectaran directamente, enchufando, literalmente, un enrutador a otro, en lugar de que todos se conectaran a un solo aparato compartido, como en el caso de MAE-East y los demás puntos de acceso a la red. La mayoría de redes ya habían trasladado un montón de aparatos a los edificios, que, a causa de ello, estaban atestados. Necesitaban un entorno mejor —un inmueble que resultara más adecuado que un búnker de cemento creado en un estacionamiento—, que pudiera alojar todas las interconexiones directas. Reid también imaginaba que el modelo de ingresos cambiaría: las conexiones serían «sin tarifar», es decir, que Digital no cobraría por el volumen de tráfico. Lo que haría sería cobrar un alquiler, tanto por los pies cuadrados del cubículo en que los clientes guardaban su equipo, como por la menos palpable (y más fina) porción de aire que cada cable atravesaba para conectarse al cubículo de otra empresa. En MAE-East ello habría supuesto un suicidio comercial, algo así como si un restaurante regalara comida; pero Digital pensó que podía hacer negocio cobrando por la mesa. Y merecía la pena correr el riesgo, sobre todo si de ese modo se contribuía al crecimiento de Internet y se vendían más aparatos de Digital.

Digital invirtió varios millones de dólares de su financiación interna y algo de espacio de oficina sobrante: el sótano del número 529 de Bryant Street, construido en la década de 1920 como oficina de conmutación telefónica. En términos técnicos, sería un «proveedor neutral», lo que significaba que no competiría con sus clientes, como sí ocurría en los puntos de acceso a la red. Y se construiría en el interior de un «centro de datos de clase A», un espacio diseñado especialmente para equipos informáticos y de redes. Reid lo bautizó como «Palo Alto Internet Exchange», o PAIX. Lo único que hacía falta era alguien que se encargara de las instalaciones, alguien que supiera de conexión mediante redes. Alguien con visión de futuro.

A Adelson, la oferta de trabajo de Digital le pareció divertida.

—Recuerdo haber pensado: «¿¡Digital!?» —rememora—. Todos mis amigos se iban a empresas punto com, e iban a ganar millones como socios al cincuenta por ciento de sus iniciativas… ¡Y a mí me contrata una empresa que tiene treinta años! Pero yo era un loco de la informática, y en Digital tenían fama de serlo también.

No obstante, no fue así como salieron las cosas exactamente.

El exterior del número 529 de Bryant Street estaba impecablemente mantenido, y sus muros no desentonaban con las fachadas de piedra arenisca del famoso patio de Stanford. Unos bajorrelieves profusamente labrados flanqueaban la entrada, como si aquello fuera la sede de algún banco londinense desaparecido. Junto a la puerta, en letras de latón, se leía PAIX. Accedimos al pequeño vestíbulo, invisible desde la calle por la presencia de unos cristales entintados.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Adelson cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra—. ¡Qué moderno, pero qué moderno!

Frente a él había una gran letra E en rojo y negro —el logotipo de Equinix. Adelson no visitaba el edificio desde aquel mal día de 1998 en que el acuerdo que iba a convertirlo en la primera ubicación de la incipiente Equinix no llegó a concretarse, y el edificio se vendió por menos de 75 millones de dólares. Con todo, apenas unas semanas antes de nuestro encuentro —más de diez años después—, Equinix, sin Adelson, había logrado al fin adquirir PAIX, como parte del botín por su compra de un competidor clave, Switch & Data, por 689 millones de dólares en dinero y acciones. Para Adelson, ver el logotipo de PAIX atornillado a la pared era la constatación de que un error anterior había sido subsanado y la demostración de que su forma de imaginar Internet era correcta.

Nos dieron la bienvenida dos técnicos que habían trabajado en el edificio desde aquellos primeros días. Dentro del tiempo de Internet, desde entonces hasta ahora habían pasado varias épocas. Pero entre los abrazos y palmaditas en la espalda, aquel lapso de tiempo se sentía tranquilizadoramente humano. Los bebés recién nacidos apenas empezaban a hacerse adultos.

—Iba a preguntarte qué has estado haciendo estos últimos diez años, pero lo sé, claro.

Félix Reyes, uno de los técnicos, le respondió a Adelson:

—¡Me alegro de verte! Aquí han cambiado muchas cosas, mucha política empresarial, mucho crecimiento. Pero aquí seguimos.

La frase parecía quedarse corta: el edificio había pasado por cuatro manos, Internet se había transformado y lo había cambiado todo.

—En términos de Internet, ha pasado mucho tiempo —comentó Adelson.

Reyes llevaba una camiseta recién estrenada, negra, con el logo de Equinix en rojo, y a Adelson no le pasó por alto.

—¡Y a mí no me dan nada! —se quejó—. Siempre tuve que conformarme con las camisas de los técnicos.

—Ya te conseguiremos una —dijo Reyes—. Tenemos muestras de las camisetas de todos estos años.

—Este lugar ha cambiado de mano muchas veces y ha adoptado formas nuevas una y otra vez, pero en realidad ofrece el mismo servicio desde que nació —comentó Troyer.

Bajamos por una escalera ubicada tras el mostrador de seguridad, en dirección al sótano donde se instaló el primer equipo, en 1997. Hacia el final de ese mismo año, Palo Alto Internet Exchange había crecido hasta convertirse en el edificio de su clase más importante del planeta. Ahora ya no ostenta ese título, pero sigue ocupando un puesto destacado en la breve lista de los lugares más importantes de Internet: un punto clave en el que las redes se conectan unas con otras. El edificio de Milwaukee era el equivalente informático de un pequeño aeropuerto internacional, en el que sólo una o dos compañías aéreas volaban hasta un par de grandes hubs regionales; pero el Palo Alto Internet Exchange es como el aeropuerto internacional de San Francisco, o incluso más grande —«un importante hub de conectividad global», en palabras de Rich Miller, un destacado observador de la industria—.[39] El edificio que nos rodeaba era, por todas partes, la manifestación de todas aquellas conexiones. Proporcionaba el espacio físico para satisfacer un deseo económico y técnico básico; resultaba más barato y más fácil mantener dos redes directamente que confiar en que lo hiciera una tercera red. PAIX es la bodega terminal: un punto convenientemente céntrico desde el cual lanzar un cable de un enrutador a otro. Y, en concreto, se trata de un lugar muy popular para que los cables submarinos que conectan Asia con Norteamérica instalen sus POP de redes, o «puntos de presencia». Éste es el lugar que convierte la palabra «conectar» en un término físico.

Desde una modesta sala subterránea, al pie de la escalera, veía que las hileras de cajas, muy juntas, se perdían en la penumbra, como estantes de una biblioteca. Cada una era del tamaño de un cubículo, y se alquilaba a una sola red, que instala su equipo y empieza a establecer conexiones con otras redes —persiguiendo, literalmente, alargar un cable. Al principio, las empresas que poseían las líneas de fibra óptica de larga distancia acudían al edificio para estar cerca de los proveedores locales y regionales de servicios de Internet, que los llevaban a los hogares y las empresas, las redes «eyeball», como se las conoce. Ésos eran los propietarios de la red física. Pronto los «proveedores de contenidos» —en la actualidad, Facebook o YouTube, pero en ese entonces Yahoo!, o una empresa de tarjetas electrónicas de felicitación, o una página de pornografía— querían estar también cerca para mejorar las conexiones con sus eyeballs.

—Recuerdo que cuando aparecieron por aquí Filo y Yang, de Yahoo!, pensé: «¿Quiénes son esos payasos?» —me comentó Adelson sobre los multimillonarios cofundadores de Yahoo!. Pero, a medida que Internet evolucionaba, todo el mundo acabó apareciendo, prácticamente desde todas partes, sumando un total de más de cien redes. Hoy están presentes grandes actores de contenidos, como Microsoft, Facebook y Google; eyeballs como Cox, AT&T, Verizon y Time Warner; y también las grandes y pequeñas empresas de telecomunicaciones, con gran presencia las de la costa del Pacífico —desde Singapore Telecomunications hasta Swisscom, pasando por Telecom New Zealand, Qatar Telecom y Bell Canada, que llegan a través de los cables transpacíficos o las grandes troncales que atraviesan Estados Unidos. Como una activa capital mundial, PAIX ha prosperado gracias a su propia diversidad.

Al adentrarnos en el pasillo tenuemente iluminado flanqueado de cubículos, frente a nosotros vimos una inmensa caja de cartón del tamaño de una ducha. Contenía el nuevo enrutador aún por estrenar, el modelo más potente fabricado por Cisco, uno de los líderes de la industria, por el que se había pagado una cantidad de seis dígitos. Sólo los sitios web más importantes, las grandes empresas o los principales proveedores de telecomunicaciones tendrían un volumen de tráfico que justificara una bestia como aquella. Encontrarla allí, a punto de ser instalada, era como ver un 747 nuevecito estacionado sobre el asfalto de un aeropuerto. Pero lo que lo hacía especial no era sólo el volumen de datos que podía enviar, sino el número de direcciones en que podía moverlos. En ese sentido, y por cambiar de analogía, el gran enrutador era más como una rotonda de tráfico en la que confluyeran 160 autopistas —pues ése era el número de «puertos» individuales que era capaz de acoger, cada una con un procesador que se ocupaba de la comunicación con otro enrutador, como una calle de dos direcciones—. Era inmensamente más potente que el viejo Catalyst y que las cajas GIGAswitch usadas en Tysons Corner. Pero quizá lo más notable era que representaba las necesidades de una sola red, en lugar de encontrarse en el centro de muchas. No era la única máquina del corazón del edificio, sino uno de los centenares que se conectaban unos a otros.

Esos tipos de conexiones son siempre físicas y sociales, están hechas de cables y de relaciones. Dependen de la red humana de los ingenieros de redes. Al principio de su carrera, Troyer pasó una parte considerable de su tiempo sentado en el suelo de uno de aquellos cubículos, peleándose con un enrutador inhabilitado. Pero, más recientemente, su empleo ha tenido que ser más el de un director social, animando a las redes a conectarse unas a otras —Equinix cobraba una tarifa mensual cuando esto sucedía. Lo que me sorprendía era lo personal que resultaba el proceso. Troyer conocía a los ingenieros de redes; era su amigo en Facebook y se aseguraba de invitarles cervezas. Internet se construye sobre conexiones entre redes que se sellan con apretones de manos y se consuman con la conexión de un cable de fibra óptica amarilla. Técnicamente, las conexiones que tienen lugar aquí podrían ocurrir a cualquier distancia —de hecho, así es como sucede entre ciudades—. Pero genera una gran eficiencia hacerlo directamente, conectar mi caja a tu caja, según un patrón repetido exponencialmente.

Recorrer PAIX es asistir a una lección sobre el «efecto red», el fenómeno por el cual algo se vuelve muchísimo más útil cuanto más lo usa la gente, lo que lleva a más gente a usarlo. En Palo Alto, cuantos más y más grandes actores de Internet se trasladaban al edificio, más y más grandes actores querían estar ahí, en una cadena aparentemente infinita que contravenía las leyes de la física —y las del concejo de Palo Alto—. Todo ese equipo necesita generadores eléctricos de emergencia, en caso de apagón; y los generadores consumen cantidades ingentes de diesel, más del que los vecinos preferirían tener en las inmediaciones.

—Llevamos estas instalaciones al máximo de lo que podían soportar —recordaba Adelson.

Mientras paseábamos por el pasillo en penumbra, entre cubículos, las ramificaciones físicas de todas aquellas conexiones se encontraban por encima de nuestras cabezas: anchos ríos de cables agrupados en fajos del tamaño de ruedas, conducidos sobre plataformas suspendidas del techo, que después descendían en «cascadas», como las llaman los técnicos, hasta cada cubículo. El edificio zumbaba con su energía.

—En este preciso instante estás siendo irradiado —dijo Troyer, bromeando sólo a medias—. Jay ya ha tenido tres hijos, por lo que en su caso no importa.

Había más de diez mil conexiones de interredes, o «conexiones cruzadas» sólo en ese edificio. Era como el lío de cables polvorientos ocultos tras el sofá de mi casa, pero aumentado a la escala de un edificio, y no resultaba fácil de organizar.

En la primera época de PAIX, la «gestión de cables» constituía un desafío técnico fundamental. Internet estaba enredada. Tras experimentar con diversas maneras de manejar las cosas, en determinado momento Adelson y su personal intentaron precablear distintas zonas del edificio para crear rutas fijas que pudieran unirse según las necesidades, como en una de esas anticuadas centralitas de teléfono.

—Pero lo que descubrimos —o lo que descubrió el pobre Félix— es que cada vez que lo hacíamos introducíamos un punto de error —rememoró Adelson, mientras Reyes meneaba la cabeza al recordarlo—. Así que volvieron a la política de cablear a medida que lo iban necesitando. Varios años después, un cableador de singular talento llamado John Pedro obtuvo la patente 6.515.224 de E. U. por su técnica: un «sistema de bandeja de cables en cascada» con una «estructura de sujeción prefabricada».[40]

A medida que pasábamos entre los cubículos llenos de cajas que resplandecían a la luz de luces verdes parpadeantes, tuve que recordarme a mí mismo que debía intentar asociar lo que veía con sus efectos en el mundo real, en la vida de la gente; enfrentarme, de la manera más básica, al modo en que las cosas se mueven a través de Internet. Para ello hacía falta un salto imaginativo. Digamos, por ejemplo, que ese cable amarillo de allí pertenece a eBay: ¿Qué tetera de jade coleccionable estaba pasando a través de ella? ¿O qué tenía que decirle un vinatero de Nueva Zelanda a un jeque de Qatar? Yo tenía el teléfono conectado, y recibía algún email. ¿Pasaban por allí? A mi sobrina acababa de caérsele un diente: ¿la foto publicada en Facebook había pasado por el cubículo de Facebook instalado allí?

Pero la Internet que me rodeaba no era un río en el que pudiera lanzar una red para extraer una muestra, para contar los peces. Encontrar la escala de información tal como la experimentamos todos los días —encontrar, digamos, un email concreto— sería más como contar las moléculas del agua. Cada uno de aquellos cables de fibra óptica representaba hasta diez gigabits de tráfico por segundo, suficientes para transmitir diez mil fotografías familiares por segundo. El enrutador grande contaba con setenta y dos de aquellos cables conectados en todo momento; y el edificio estaba lleno de centenares de enrutadores como ése. Pasearse por aquellos pasillos en penumbra era como abrirse paso por un sotobosque de cuatrillones, una cantidad inconcebible de información.

Sin embargo, para Adelson hubo un tiempo en que todo fue personal. Veía una historia en cada esquina.

—¿Recuerdan cuando desconectamos Australia? —preguntó al grupo improvisado, deteniéndose frente a uno de los cubículos, algo más vacío que los demás.

Habían instalado un enrutador de la Australia Internet Exchange —«Ozzienet, o algo así»— en el edificio, pero no pagaban las facturas. Adelson todavía recuerda la llamada telefónica que recibió en su casa la noche en que, finalmente, procedió a desconectarlos.

—Mi esposa me dijo algo así como: «Te llama no sé quién, y no está muy contento y dice que Internet no funciona en Australia». Y yo le dije: «¿Ah, sí? Pásamelo».

En otro cubículo había estado en otro tiempo el hogar de Danni’s Hard Drive, uno de los sitios porno más importantes de los primeros tiempos —hogar en línea de Danni Ashe, a la que el libro de récords Guinness nombró en una ocasión la «mujer más descargada» (categoría que ya no incluyen)—.[41] Una noche, a finales de la década de 1990, Danni, en persona, fue descubierta, supuestamente, ahí mismo, en el sótano, desnuda con el disco duro que acompañaba su nombre, para tomarse con él su «foto de la semana». Los que llevaban más tiempo en la empresa asintieron al recodarlo, pero más tarde oí esa misma leyenda en otros grandes edificios de Internet, y cuando finalmente contacté con Ashe y su ingeniera de redes del momento, Anne Petrie, ambas situaron el hecho no en Palo Alto, sino en MAE-West, la prima de MAE-East en Silicon Valley.

«Soy la mujer antes conocida como Danni Ashe», me escribió. «Por desgracia, no recuerdo todos los detalles de ese día, pero supongo que los dos ingenieros que trabajaron conmigo se acordarán mejor». Y, en efecto, Petrie sí lo recordaba. Había pasado dieciséis horas instalando un par de servidores SGI Origin nuevos, la última tecnología del momento, y Ashe y su esposo se habían acercado hasta allí para verlos.

—Siempre que Danni salía por la tele todo se colapsaba porque los servidores se inundaban de peticiones —me contó Petrie.

Con aquella fotografía conmemoraron la ocasión.

Nos adentramos más en el edificio y, a medida que lo hacíamos, retrocedíamos en el tiempo. Adelson se detuvo frente a un cubículo algo mayor que los demás y pidió permiso.

—¿Podemos entrar aquí? No tocaré nada. ¡Tengo que entrar como sea!

El espacio se parecía más a una oficina pequeña que a un cubículo, y ocupaba una esquina del edificio, por lo que dos de sus paredes eran macizas, y no de rejilla de acero. Estaba lleno de equipos de aspecto antiguo, salpicados de pequeños interruptores de acero, y unos viejos auriculares de teléfono negros, con micrófono incorporado.

—Aquí es donde he contado las mentiras más importantes de mi vida —proclamó Adelson, con seriedad impostada. Desde el principio, PAIX fue «neutral entre proveedores» —al principio también era proveedor gratuito. Fue esa semana después de un cambio de ubicación, antes de que llegara el técnico. No estaba conectado. Uno de los mayores retos de Adelson era convencer a propietarios de redes de fibra óptica de la competencia que «se aparecieran» por el edificio y establecieran un «punto de presencia» —un lugar desde el cual conectarse. Pero, en aquella época, los proveedores no lo hacían. Mantenían sus equipos en sus propias instalaciones y era uno el que acudía a ellos, pagando un riñón y parte del otro por obtener el «loop local» requerido para hacerlo. (Ésa era la situación a partir de la cual nació MAE-East: su empresa matriz, MFS, estaba en el negocio de los loops locales, y MAE-East era, en esencia, un loop muy local). Si un proveedor acudía a PAIX, sabía que los demás también lo harían. De modo que Adelson mintió.

—Fui a Worldcom y les dije: «Pacific Bell ha dicho que vendrá en unas tres semanas». Y ellos me respondieron: «¿En serio?». Después Adelson se fue a Pacific Bell y les dijo lo mismo: «¿A que no saben quién va a instalar su troncal de fibra óptica en el sótano…?». Y les entró el pánico. Su monopolio de loop local estaba en peligro. Así que dijeron: «¡Pues nosotros también nos instalamos!». Decíamos que teníamos pedidos, pero lo cierto es que lo inventamos todo.

Adelson señaló hacia el techo, donde un manojo grueso de cables negros desaparecía por un agujero oscuro. La suya había sido una de esas decisiones empresariales —como la de instalar una máquina expendedora de hotdogs en un estadio de futbol— que uno solo debía convencerse de probar una vez; de ahí en adelante, siempre sería recordada como la mejor idea que había tenido en su vida. A partir de entonces, el edificio se llenó tan rápido que lo difícil era poder seguir el ritmo de crecimiento. Todos los espacios disponibles se usaban para instalar equipos.

—¡Había equipo incluso en los baños! —me contó Adelson, mientras subíamos por unas escaleras para ver lo que en otro tiempo había sido una oficina, y que ahora se había convertido, en su totalidad, en un espacio para equipos de interredes—. Muchas veces llegábamos a un punto en que decíamos —sólo en los dos primeros años—: «Ya no es físicamente posible hacer nada más en este edificio», y un mes después era: «¡Sí, hemos encontrado una manera!».

Llamaban al lugar «The Winchester Mystery House of Internet Buildings», en referencia a la mansión encantada de Silicon Valley, propiedad de la heredera de la fortuna de los rifles Winchester, que durante treinta y ocho años se dedicó obsesivamente a añadir habitaciones a la casa en un intento de evitar a los fantasmas que, según creía, su fortuna había creado. PAIX también era un ejercicio de construcción creativa. Limitado, como estaba, a su edificio del centro de Palo Alto, no había sitio para una expansión horizontal. A las autoridades locales no les gustaban nada los constantes incrementos de combustible que hacían falta para garantizar el suministro a los generadores de emergencia. Sísmicamente, la estructura era de una resistencia mínima —y además había sido concebida como un espacio de oficinas, no como almacén de pesados equipos informáticos—. Adelson meneó la cabeza al recordarlo.

—No podríamos haber escogido un edificio peor.

Pero el verdadero problema de Palo Alto Internet Exchange llegó desde un lugar distinto. Casi en el mismo momento en que el edificio se convertía en el centro de conmutación dominante de Internet, en enero de 1998, Digital, su empresa matriz, fue adquirida por la Compaq Corporation por nueve mil seiscientos millones de dólares, en la que fue, en su momento, la operación de más valor de la industria informática. Aquella fue una mala noticia para Bryant Street. Mientras Compaq y Digital luchaban por integrarse, existía la creciente preocupación de que el negocio relativamente pequeño de PAIX decayera tras aquella compra, precisamente en el momento en que Internet más lo necesitaba. PAIX había establecido rápidamente el modelo sobre cómo conectar, bajo un mismo techo, la red de redes que componía Internet. Pero el éxito de PAIX era también su talón de Aquiles: su esfuerzo no se bastaba solo. PAIX había demostrado que los intercambios entre proveedores neutrales funcionaban. Pero también había demostrado que necesitaban espacio para respirar y un edificio viejo en un centro urbano denso (y caro) no era lo ideal.

Adelson vio una oportunidad. Aquella era la época en que a todo el mundo se le ocurría alguna idea para montar una empresa punto com, normalmente algo que usara el poder virtualizador de Internet para transformar una industria: desde entrega de alimentos a domicilio hasta subastas, desde carteleras de películas hasta anuncios clasificados. Pero si la mayoría veía Internet como el medio para dejar atrás el mundo real e instalar escaparates virtuales o salas de subastas, Adelson vio una necesidad no satisfecha de todo lo contrario: todo lo virtual necesitaba de un mundo físico al cual referirse.

Habría Palo Alto Internet Exchanges por todas partes. Adelson sería como el Conrad Hilton de Internet, abriría una cadena de «hoteles de telecomunicaciones» en donde los ingenieros de redes podrían contar con una experiencia fiable. A diferencia de los edificios propiedad de los grandes proveedores de telecomunicaciones —como Verizon o MCI—, serían lugares neutrales en donde redes competidoras de todo tipo podrían conectarse. Alejándose del planteamiento de MAE-East o, en menor medida, de PAIX, se dotarían de sistemas de apoyo y seguridad adecuados, y se diseñarían para que a las redes les resultara lo más fácil posible conectarse unas con otras. Y, como un ejemplar gratuito del Wall Street Journal disponible en un hotel de negocios, los intercambios se ofrecerían como pensados para atraer especialmente a sus clientes únicos: ingenieros de redes (y exingenieros de redes), como el propio Adelson. La dificultad estribaba en averiguar en qué puntos del planeta Tierra habría que ubicar aquellos lugares. ¿Cuántos de ellos necesitaba realmente Internet?

Adelson se basó en una corazonada crucial sobre cómo creía que evolucionaría Internet: las redes tendrían que interconectarse a múltiples escalas. No sólo deberían ocupar un mismo edificio, sino el mismo edificio en distintos lugares de todo el mundo. Las redes de Internet serían globales, pero la infraestructura sería siempre local. En ese sentido, la analogía del hotel Hilton sigue sirviendo: Equinix no intentaba establecer un solo punto central, sino una breve lista de capitales en los mercados más importantes —reproduciendo la tendencia de las grandes corporaciones de contar con oficinas en un número limitado de ciudades globales, desde Nueva York a Londres, desde Singapur a Frankfurt. Un «Internet Business Exchange» de Equinix sería el mismo lugar en todas partes. Para mí —viajero por causa de Internet— aquello planteaba una cierta paradoja: ¿había que entender las instalaciones de Equinix como algo diferenciado y único, o como parte de un reino global continuo, como un túnel entre continentes? ¿Era un centro de datos de Equinix un lugar, o no tenía lugar? ¿O era ambas cosas?

Cuando Adelson dejó Digital, él y un colega, Al Avery, reunieron en poco tiempo doce millones y medio de dólares para la innovación, invertidos principalmente por algunos de los grandes nombres con intereses declarados en el crecimiento de Internet, entre ellos Microsoft y Cisco, la empresa de enrutadores. Así surgió Equinix, las letras «ix» indicaban un «intercambio de Internet», y «Equi» declaraba su intención de ser neutral y de no competir con sus clientes. Según las disposiciones hechas antes de que Adelson dejara Digital, Equinix debía comprar PAIX a Digital como su primera localización. Pero aquello no llegó a ocurrir. En una cadena de acontecimientos que Adelson siempre ha considerado un acto de traición, el acuerdo privado se convirtió en una oferta pública, y PAIX se le escurrió entre los dedos.

Pero aquella pérdida no sólo modificó la incipiente estrategia empresarial de Equinix, sino que alteró de forma indeleble la geografía de Internet. Presuponiendo que Equinix tenía cubierta la costa oeste, al menos para empezar, Adelson centró su atención en Virginia, donde MAE-East seguía siendo el centro atestado de tráfico. Había ventajas básicas en ese traslado, desde el punto de vista de lo «macro». El gran tamaño geográfico de Norteamérica hacia que resultara ineficaz enviar datos de un lado a otro del país, sobre todo si debía hacerse varias veces. Los cincuenta viajes de milésimas de segundo se iban sumando y ralentizaban apreciablemente las cosas. Al problema se sumaba el hecho de que la mayoría de tráfico de Internet intraeuropeo entraba en Estados Unidos para moverse entre redes; los centros regionales eran todavía cosas del futuro. Los 6.500 kilómetros que separan París de Washington eran ya suficientes como para tener que añadir, además, los 4.000 más que implicaba atravesar el continente. La costa este necesitaba un hub, uno que fuera más eficiente que el de MAE-East.

Analizándolo mejor, Adelson comprendió que el modo más evidente de competir sería instalar un edificio nuevo de Equinix exactamente en Tysons Corner. Pero aquella opción no existía. El lugar había estado ya «en el infierno de las telecomunicaciones desde hacía demasiado tiempo», recordaba Adelson. Las calles circundantes se habían levantado ya tantas veces para enterrar cables que los agentes de planificación del condado de Halifax estaban hartos. Pero el condado de Loudon, más alejado, seguía siendo, sobre todo, terrenos de granjas que se extendían alrededor del aeropuerto de Dulles. Y los funcionarios del condado querían participar de la acción. Adelson recuerda el gran cartel colgado en el vestíbulo de la oficina del condado, en el que se mostraban unos cables de teléfono iluminados por una luz rojiza, y bajo ellos el lema esperanzado: «Donde está la fibra». Fibra óptica era lo que necesitaba Equinix —mucha, y de diversos proveedores, como en PAIX. La fibra óptica era el sol del invernadero. Los responsables del condado de Loudon se mostraron más que dispuestos a ayudar a la empresa a obtenerla, llegando incluso a ofrecer a Equinix los derechos de paso necesarios para «perforar» —literalmente, cavar un agujero— hasta la puerta del edificio. Y esa vez Adelson sabía que no tendría que mentir a los proveedores para obtenerla. PAIX se había convertido rápidamente en una mina de oro para ellos, y Equinix ofrecía la misma fórmula, pero a una mayor escala. La coincidencia de fechas no pudo ser más oportuna. La fiebre de la banda ancha había empezado, y se invertían miles de millones de dólares para construir redes de fibra óptica múltiples, nuevas y de alcance nacional.

Para que le ayudaran a escoger la ubicación, Adelson contrató a una empresa de construcción que acababa de tender una de aquellas instalaciones de cable, e hizo que sus empleados acudieran al trabajo con sus mapas. Juntos, se concentraron en una pequeña franja de tierra encajada entre Waxpool Road y las vías de tren en desuso de Washington & Old Dominion, a unas tres millas de las pistas del aeropuerto de Dulles, en la localidad de Ashburn. La incipiente Equinix adquirió los terrenos. Debía hacerlo así para ser propietaria de la tierra. El edificio que Adelson tenía en mente no podría trasladarse al otro lado de la calle así como así, al menos no en unos años. Una vez en su sitio, crearía un ecosistema delicado e inamovible, como un arrecife de coral formado por la constante agregación de redes.

Pero, por ese entonces, el lugar estaba vacío, o al menos así lo sentía Adelson tras las estrecheces de Palo Alto. PAIX tenía la limitación (y aún la tiene) de ubicarse en el centro de la ciudad. Pero Ashburn representaba una declaración del destino manifiesto de Internet. La red de redes no seguiría estando a expensas de una infraestructura telefónica heredada y encajada en el centro de las ciudades. No; ahora Internet podría expandirse por el campo virgen de Estados Unidos, donde el espacio para crecer parecía ilimitado.

En la actualidad, Ashburn, Virginia, es una pequeña población que la gente de Internet imagina como una ciudad gigantesca. Se habla de Ashburn como si fuera Londres o Tokio y, a menudo, se incluye en la misma frase. El discreto complejo de Equinix se encuentra detrás del Embassy Suites Hotel, y no es mayor ni menos anodino que los pequeños almacenes y los modestos edificios industriales que pueblan la manzana. El caluroso día de junio en que lo visité por primera vez, un empleado de mantenimiento, con la boca cubierta por una mascarilla quirúrgica, barría la acera desierta. Había aviones que volaban sobre nosotros. En el horizonte se alzaban torres de alta tensión. El barrio circundante era tan nuevo que cuando intenté dar la vuelta a la manzana en auto descubrí que las calles recién asfaltadas, impolutas, pronto dejaban paso a la grava. Según mi GPS, transitaba por campo abierto. El mapa no seguía el ritmo de la construcción. A ambos lados de la calle, accesos de tamaño industrial se adentraban cincuenta pies en campos verdes y se detenían en seco, como si aguardaran instrucciones.

En una visita que realicé un año más tarde, las cosas habían cambiado: el Embassy Suites seguía allí, lo mismo que la iglesia de la Christian Fellowship, instalada en un edificio grande, cúbico, que parecía un Home Depot. Pero los prados vacíos de uno de los extremos del pequeño y denso campus de Equinix se habían llenado de lo que parecían ser dos portaaviones varados. Se trataba de inmensos centros de datos construidos por un competidor, DuPont Fabros, en una ubicación explícitamente parasitaria —algo así como un Burger King abierto delante de un McDonald’s—. Ello ofrecía ya una pista sobre la importancia concreta de Ashburn. Era el opuesto lógico más extremo de la proposición habitual que se asumía en el ámbito de Internet, y la evolución de la corazonada inicial de Adelson: si la mayoría de días contamos con que Internet nos lleve a cualquier parte, Ashburn se había convertido, ciertamente, en un lugar totalmente único sobre la Tierra, un lugar hacia el que merecía la pena peregrinar.

Al llegar, me costó encontrar la puerta. Equinix había crecido y ocupaba seis edificios de una sola planta cuando lo visité; a principios de 2012 ya se habían añadido cuatro más, que, junto con los otros, sumaban más de setecientos mil pies cuadrados —el tamaño aproximado de un edificio de oficinas de veinte plantas—, todos ellos distribuidos alrededor de un estacionamiento alargado. No vi ninguna entrada propiamente dicha, y ningún cartel, sólo puertas de acero que parecían salidas de incendios. Pero el estacionamiento estaba lleno, y seguí a un tipo hasta el vestíbulo de seguridad de lo que resultó ser el edificio equivocado. Cuando finalmente encontré a Dave Morgan, director de operaciones del complejo, no le pareció necesario disculparse. Al contrario, aquella imprecisión era su meta: a los clientes les tranquiliza el anonimato del lugar «salvo, tal vez, en la primera visita». Y acto seguido me dio un práctico consejo para la próxima vez que me encontrara perdido en mi camino hacia Internet: busca la puerta que tenga un cenicero al lado.

El vestíbulo estaba muy iluminado con focos de halógeno. Había muebles de tipo ejecutivo en la sala de espera, un par de guardias de seguridad uniformados, protegidos por cristales blindados, y un gran televisor conectado a CNN. Troyer me esperaba en el interior. Había viajado desde California en avión para ofrecerme una visita guiada. Conocía el edificio de cuando trabajaba como técnico de redes para Cablevision, la empresa de cable de la zona de Nueva York (y propietaria de los míos, aquellos que la ardilla había mordido). Cablevision siempre se había adelantado a la hora de ofrecer alta velocidad de conexión a sus clientes, lo que implicaba que debía mover un gran volumen de tráfico por Internet. La labor de Troyer consistía en que esos movimientos resultaran tan eficientes —y baratos— como fuera posible. Extendió la troncal de Cablevision hasta allí, desde Nueva York, para conectarse directamente a todas las demás redes, y de ese modo reducir la cantidad que su empresa pagaba a las redes intermediarias, o de «tránsito», para que lo hicieran por ellos. A Cablevision le salía más barato alquilar su propia «tubería» hasta Virginia que depender exclusivamente de las opciones locales de Nueva York, ciudad particularmente cara. La geografía de Internet es, ciertamente, particular. (No es que se tratara de cavar ninguna zanja; la empresa, simplemente, alquilaba capacidad en un canal de fibra óptica ya existente). Troyer me explicó:

—El punto de vista de la mayoría de grandes proveedores de servicios de red es: «¿dónde puedo enviar mis datos de red físicamente —geográficamente— para obtener la mayor cantidad de vectores?» o, redundando en la analogía de la tubería: «¿dónde puedo arrastrar mis datos hasta un lugar en el que exista el mayor número de tuberías disponibles que me permitan enviarlos por la vía más corta posible?».

Se trataba exactamente de la misma cuestión a la que se enfrentaron los de Tortilla Factory (que quedaba un poco más abajo, en la misma calle) cuando decidieron trasladarse a MAE-East. Y era la misma cuestión que enfrentó Adelson cuando estaba en NETcom. Para todos los que nos sentamos delante de la pantalla de la computadora, Internet funciona porque cada red está conectada, de un modo u otro, a todas las demás. Así, pues, ¿dónde tienen lugar, físicamente, esas conexiones? La respuesta es que tienen lugar en Ashburn, más que cualquier otra parte.

En Equinix, el trabajo de Troyer consistía en conectar —de un modo social— con gente (como ya hacía antes) que maneja grandes redes de Internet y que siempre busca más lugares donde llevarlas, sin depender de intermediarios. Era una labor que encajaba bien con él, extravertido entre introvertidos. Se habría sentido como en casa vendiendo tiempo televisivo, o fondos de inversiones colectivos, o cualquier otra cosa igualmente abstracta y cara. Pero, ocasionalmente, cambiaba el chip y pasaba de vendedor ocurrente a loco de las redes, y pronunciaba un monólogo sobre protocolos técnicos y especificaciones operativas, esforzándose al máximo por hallar los términos precisos. Incluso la persona más sociable dedicada al mundo de las redes conoce al loco de la informática que habita en su interior. Y, sin duda, no está solo en las oficinas de Equinix de Silicon Valley, a las que llega desde su casa de San Francisco. Durante un tiempo, después de que Adelson dejara la empresa, llegaba a su empleo en Digg desde Nueva York, y compartía alojamiento temporal con Troyer en el Mission District. El mundo de Internet es un pañuelo.

Y también un mundo seguro —o eso parecía aquella mañana. Para acceder a Ashburn había que pasar por un complejo proceso de identificación. Morgan había registrado previamente una tarjeta de visitante en su sistema, que los guardias parapetados tras el cristal blindado verificaron, pidiéndome para ello mi permiso de conducir. A continuación, Morgan introdujo un código en un teclado situado junto a una puerta metálica y acercó la mano a un escáner biométrico, que parecía el secador de pelo de un baño de aeropuerto. El escáner confirmó que, en efecto, su mano era suya, y la cerradura electrónica se abrió emitiendo un chasquido. Los tres entramos en el vestíbulo, del tamaño de un ascensor —al que cariñosamente llamaban la «trampa humana»— y, una vez dentro, la puerta se cerró. Ése era uno de los dispositivos preferidos de Adelson, que se remontaba a aquella primera visión de futuro de Equinix.

—Si pretendo cerrar un trato con alguna empresa japonesa de telecomunicaciones, debo impresionarlos. Necesito poder llevarlos en una visita guiada con veinte personas por este edificio.

Así fue como me lo explicó. Y más valía que fuera «ciberfantástico», por recurrir al término favorito de Adelson. La trampa humana no servía sólo para controlar las entradas y las salidas del edificio, sino también (parecía) para facilitar un instante de fricción. Durante unos segundos que se hicieron largos, los tres alzamos la vista para observar la cámara de vigilancia instalada en un ángulo elevado, y dedicamos una sonrisa forzada a los guardias invisibles. Me fijé con admiración en las paredes, decoradas con paneles de cristal azul marino, realizados por un artista en Australia. Todos los centros Equinix de la primera época los tienen. Entonces, tras aquella dilatada pausa dramática, las puertas de la escotilla se abrieron emitiendo un muy audible clic y un sonido como de descompresión; ya liberados, accedimos al salón interior.

Se trataba, también, de un lugar ciberfantástico. Sus altos techos estaban pintados de negro, como en un teatro, y se perdían en la penumbra. Unos focos proyectaban charcos de luz en el suelo.

—Es un poco como Las Vegas —comentó Troyer—. No es ni de noche ni de día.

En su interior había una cocina, máquinas expendedoras de golosinas, un panel con videojuegos estilo arcade y un mostrador alargado, algo así como la zona comercial de un aeropuerto, con enchufes a la red eléctrica y a Internet que los ingenieros podían usar para instalar su tienda por un día. Casi todos los taburetes estaban ocupados. Muchos clientes enviaban antes sus equipos para que las «manos expertas» del personal de Equinix los tuvieran a punto. Pero también estaban los tipos conocidos cariñosamente como server huggers, que bien por elección o por necesidad pasan sus días allí.

—Son habituales, como el personaje de Norm en la serie Cheers, que tienen ya su taburete asignado —me contó Troyer, señalando con la cabeza a un tipo alto, vestido con jeans y camiseta negra, inclinado frente a su laptop—. Pero este no es un destino de vacaciones.

Junto a la zona de la cocina había una sala de conferencias con paneles de cristal, amueblada con sillas Aeron y con botones rojos para activar micrófonos instalados en la mesa. Un grupo de media docena de hombres y mujeres, vestidos con ropa formal, había esparcido por ella carpetas y laptops, y trabajaba con ahínco auditando los servicios del edificio para un cliente, probablemente un banco. Junto a la sala de conferencias se alzaba una pared curva, pintada en rojo bombero. La llamaban «el silo», nombre que le habían dado no tanto por los edificios de almacenaje de cereal, sino más bien porque les recordaba a todo lo relacionado con un ICBM [Inter-Continental Ballistic Missile: misil balístico intercontinental]. Aquel era el rasgo arquitectónico distintivo de Equinix, su sello de la casa.

A Adelson le encantaba esa idea: que un ingeniero responsable de alguna red global se sintiera como en casa en las instalaciones de Equinix de cualquier parte. Existe un centenar de ubicaciones de la empresa repartidas por todo el mundo, y todas ellas se ciñen escrupulosamente a unos mínimos de marca, para que resulten más fácilmente utilizables por todos esos nómadas que van en interminable búsqueda global de sus bits. Evidentemente, Equinix alquila espacios para albergar máquinas, no personas; pero la percepción de Adelson, de un humanismo asombroso, es que la gente importa todavía más. Los edificios de Equinix están diseñados para las máquinas, pero los clientes son personas, y un tipo de gente muy particular. En consonancia, un centro de datos de Equinix está pensado para que ése sea su aspecto, pero más exagerado aún: algo que parece sacado de Matrix.

—Si trajeras a un cliente ultramoderno al centro de datos y viera lo limpio y lo bonito que se ve todo (y lo moderno, y lo ciberfantástico, y lo impresionante que es), con eso cerraríamos un trato —comenta Adelson.

Troyer, Morgan y yo franqueamos una puerta abierta en una pared de malla de acero, y fue como si hubiéramos accedido al interior de una máquina, ahí todo era actividad y movimiento. Los centros de datos se mantienen fríos para compensar la increíble temperatura que alcanzan la enorme cantidad de equipos. Y son ruidosos, pues el sonido de los ventiladores que se usan para distribuir el aire frío se funde en un único rugido ensordecedor, tan intenso como el del tráfico de una autopista. Nos dirigimos a un pasillo largo flanqueado por cubículos de rejilla de acero en penumbra, cada uno de ellos con un escáner dactilar junto a la puerta —similar al de PAIX, pero más espectacular—. Los focos azules creaban un patrón repetitivo de esferas resplandecientes. En Equinix todo el mundo confiesa que cumplen una función visual espectacular, pero se apresuran a añadir que ese juego de luces también tiene un propósito funcional. Los cubículos de rejilla permiten que el aire circule con más libertad que en habitaciones pequeñas y cerradas, y la iluminación tenue asegura un nivel de privacidad que impide a los competidores ver, en detalle, de qué equipos dispones.

Los edificios de Equinix en Ashburn (y todos los de la compañía también, pero sobre todo los de aquí) no están llenos de hileras de servidores, repletos de enormes computadoras centrales que almacenan páginas web y videos. Están ocupados, fundamentalmente, por equipos de redes: máquinas que se dedican exclusivamente a negociar con otras máquinas. Empresas como Facebook, eBay o algún banco importante dispondrán de sus propios grandes centros de datos —alquilando, tal vez, espacios contiguos, en el interior de esos portaaviones de DuPont Fabros, o en un edificio de su propiedad situado a centenares de millas de allí, donde la energía eléctrica sea barata y donde exista la cantidad suficiente de fibra óptica bajo tierra como para mantener conectada a la empresa. Entonces, esa empresa se «enganchará» aquí tendiendo una conexión de fibra óptica hasta este almacén de distribución, y esparcirá sus datos desde un solo cubículo. (Eso es exactamente lo que hace Facebook en diversas instalaciones de Equinix de todo el mundo, incluida la de Palo Alto). El almacenaje pesado tiene lugar en medio del campo, en el almacén, mientras que los negocios —los intercambios reales de bits— se desarrollan aquí, en el equivalente de Internet de lo que sería una ciudad, en lo más profundo de nuestra versión de la periferia, donde centenares de redes tienen sus oficinas (o cubículos) pegadas unas a las otras.

Yo podía ver la encarnación física de todas esas conexiones sobre nuestras cabezas, donde ríos de cables oscurecían el techo. Cuando dos clientes quieren conectarse el uno con el otro, solicitan una «conexión cruzada» y un técnico de Equinix se sube a una escalera de mano e instala un cable de fibra óptica amarillo de un cubículo a otro. Una vez que esa conexión se activa, las dos redes habrán eliminado un hop, o «salto» entre ellas, haciendo que el tránsito de datos entre las dos resulte más barato y eficaz. Para los técnicos de Equinix, tender cables es algo así como una forma de arte en la que éstos, según su clase, se sitúan en una capa u otra, como una especie de milhojas de centro de datos. Lo que quedaba más cerca de nuestras cabezas eran unos tubos de plástico amarillos, del tamaño y la forma de un conducto de aguas pluviales, que en su mayoría fabrica una empresa llamada ADC. Se presentan con un sistema de sujeción de tubería rígida y conectores, y se vende en distintos anchos, en función de cuántos cables haya que hacer pasar por ellos. El «sistema 4 × 6», por ejemplo, puede alojar hasta 120 cables patch amarillos de 3 milímetros, mientras que en el «sistema 4 × 12» caben 2.400. Equinix compra esos conductos en cantidades tan grandes que la empresa, en ocasiones, exige colores de su elección —plástico transparente, o rojo, alejados del amarillo que viene normalmente—. Los cables más antiguos se encuentran en la zona inferior de la pila.

—Es casi como una muestra de hielo —comenta Troyer—. A medida que vas excavando, ves sedimentos de ciertos periodos.

Dadas las tarifas mensuales que se cobran por esas «conexiones cruzadas», ahí está la fuente de ingresos más segura del negocio de Equinix. Los contadores los ven como ganancias que se renuevan mensualmente; los ingenieros de redes ven vectores; los técnicos del centro de control ven las contracciones de espalda que sufrirán de tanto subirse a las escaleras para tender los cables. Pero, de la forma más tangible posible, esos cables son el prefijo inter del término Internet: el espacio que hay en medio.

Un nivel más cerca del techo, por encima de la fibra óptica amarilla, se encuentra el «hueso de ballena», un tipo de organizador de cables más abierto que, de hecho, recuerda al costillar de algún gran mamífero marino. Aloja los cables de cobre para la transmisión de datos, que son físicamente más gruesos, más resistentes y más baratos que los amarillos de fibra óptica, pero que transportan mucho menos datos. Sobre él se encuentra un riel de acero inoxidable para la corriente alterna. A continuación, otro, de metal negro, para la corriente directa; después, cables eléctricos verdes, gruesos, de toma de tierra, cada capa es visible sobre las demás, como las ramas de un bosque. Finalmente, muy arriba, cerca ya del techo negro, se encuentra el «conducto interno»; una tubería de plástico estriado a través de la cual pasan las gruesas cintas de fibra óptica gestionadas por los propios proveedores de telecomunicaciones. Ahí era donde Verizon, Level 3 o Sprint tendrían sus cables. A diferencia de los cables patch amarillos que contienen, cada uno, un hilo de fibra, el conducto interno podía contener hasta 864 fibras, muy juntas para ahorrar espacio. Ésa es la espina dorsal de Ashburn, el material que Adelson luchó desde el primer momento por llevar hasta el edificio —y que, de acuerdo a su importancia, ocupa el lugar más seguro, protegido de posibles daños, muy cerca del techo.

—Es importante para nosotros —dijo Troyer—. La fibra óptica que entra es la que nos proporciona valor de mercado.

Seguimos la trayectoria del conducto interno hasta el centro del edificio, una zona conocida como el «Carrier Row», o «fila de proveedores». Concentrar a los peces gordos en el centro es práctico: limita las probabilidades de tener que ir corriendo de una punta del edificio a la otra. Pero también se trata de algo simbólico: los que están ahí son como los chicos más populares de las fiestas, que se sitúan en el centro, y siempre tienen a la gente a su alrededor, alargando el cuello para mirarlos.

Llegamos a un cubículo que tenía las luces encendidas. Troyer es una persona profesionalmente discreta sobre las empresas que tienen equipo allí, pero no le costaba nada hablar sobre la anatomía de una instalación típica. En la esquina más cercana de aquel espacio, del tamaño de un lugar de estacionamiento, podían leerse las letras DMARC, la abreviatura de «Demarcation Point», un viejo término usado en el mundo de las telecomunicaciones para describir el lugar en el que el equipo telefónico propiedad de la empresa termina y en el que empieza el del cliente. Allí las cosas funcionaban igual. Los pesados soportes y estantes de plástico y metal, del tamaño de un interruptor diferencial de una casa grande, eran el conmutador físico con el que Equinix distribuía cables de comunicación a los clientes. Era el equivalente, a un volumen industrial, de una caja de teléfono: un aparato pasivo, o «tonto», un objeto sólido cuya misión consistía en mantener los cables bien ordenados para que resultara más fácil conectarlos. Desde el DMARC, los cables pasaban por bandejas elevadas hasta los principales grupos de estantes.

Los estantes de los centros de datos tienen siempre una anchura de 19 pulgadas —una dimensión tan estandarizada que se ha convertido en una unidad de medida en sí misma y de sí misma: una unidad de rack, o RU (Rack Unit, en inglés), mide 19 pulgadas de anchura por 1.75 pulgadas de altura. Allí, el corazón de la operación eran dos enrutadores Juniper T640, unas máquinas del tamaño de secadoras de ropa diseñadas para enviar cantidades masivas de paquetes de datos hacia sus destinos. Probablemente estaban instaladas de manera que si uno fallaba, el otro hiciera su aparición de inmediato y compensara el retraso. Troyer contó los puertos de 10 gigabits de uno de ellos, cada uno con una luz verde parpadeante y un cable amarillo que salía de él. Eran diecisiete. Funcionando a la vez, podían mover un máximo de 170 gigabits de datos por segundo —un volumen de tráfico que una empresa regional de cable, como Cablevision, podría usar para satisfacer las necesidades totales de sus tres millones de suscriptores. Hacía falta una fuerza computacional muy considerable para tomar las innumerables decisiones lógicas que llevaban al envío de tantos datos por la puerta correcta, tras haberlos comprobado a partir de una lista interna de posibilidades. Esa fuerza, a su vez, generaba un calor notable, y para contrarrestarlo e impedir que la máquina se achicharrara hacía falta un potentísimo sistema de ventilación. Las máquinas resoplaban del esfuerzo. Todos entrecerrábamos los ojos para protegernos del aire caliente que nos llegaba desde la pared de rejilla del cubículo.

Junto a los grandes enrutadores había un soporte sobre el que descansaba un par de servidores de una sola RU. Eran demasiado pequeños como para «servir» realmente páginas web o videos. Lo más probable era que se dedicaran solamente a controlar un software de monitoreo de tráfico de la red —algo así como técnicos robóticos vestidos con batas de laboratorio, tomando notas en sus cuadernos. Debajo de aquellos servidores había equipo «fuera de banda», es decir, conectado al resto del mundo a través de una ruta totalmente separada de los enrutadores principales —tal vez, incluso, de algún viejo módem telefónico, o, en algún caso, a través de una conexión de datos móvil, como un celular, o de ambos. Se trataba de un mecanismo de seguridad en caso de avería. Si algo iba mal con Internet (o, más probablemente, sólo con esa pieza), aquellos guardianes de la red podían telefonear a los grandes Junipers para repararlo, o al menos para intentarlo. No es bueno depender sólo de nuestras propias líneas estropeadas. Pero ellos contaban siempre con otra opción: la prominente regleta eléctrica, de la que brotaban no sólo grandes cables eléctricos, sino un cable Ethernet que la conectaba una vez más a la red. Así como nosotros, en casa, podemos enchufar y volver a enchufar nuestra conexión, aquello servía para lo mismo, pero actuaba a distancia. Un ingeniero podía conectar y desconectar desde otro lugar, una técnica que nunca está de más para solucionar problemas, incluso en el caso de aquellos aparatos de medio millón de dólares. Aun así, no siempre funciona. A veces los técnicos debían aparecerse para tirar del cable.

Equinix Ashburn recibe a más de 1.200 visitantes por semana, pero, paseándome por sus instalaciones, yo no lo habría dicho nunca. El tamaño del sitio, los horarios ininterrumpidos y las preferencias noctívagas de los ingenieros de redes hacían que el centro pareciera vacío. Mientras recorríamos los largos pasillos, alguna vez nos encontrábamos con algún tipo sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, la laptop conectada a alguna de aquellas gigantescas máquinas —o tal vez instalado en una silla de oficina medio rota, con el respaldo suelto. Allí había un ruido infernal, el aire era frío y seco, la penumbra constante desorientaba. Y, de entrada, si alguien se sienta en el suelo, probablemente será porque algo ha fallado —alguna ruta bloqueada, alguna tarjeta de red «frita», o alguna otra desgracia que se ha abatido sobre su red. Lucha mentalmente con un equipo complejo, y físicamente se siente incómodo. Cuando pasamos junto a un hombre de aspecto cansado, sentado sobre un círculo de luz, como si se tratara de un troll, Troyer meneó la cabeza, compasivo:

—Otro tonto sentado en el suelo.

Y desde el pasillo le gritó:

—¡Me duele a mí sólo de verte!

Dejamos atrás la habitación estrecha que aloja las baterías encargadas de proporcionar energía instantáneamente si las líneas eléctricas de las instalaciones fallan. Estaban dispuestas unas encima de otras y llegaban hasta el techo, a ambos lados, como los cajones de un depósito de cadáveres. Y vimos también las salas de los generadores que, en cuestión de segundos, relevan a las baterías. En su interior había seis dinamos amarillas de gran envergadura, cada una del tamaño de un minibús escolar, y cada una capaz de generar dos megavatios de potencia (creando los diez megavatios necesarios para que el edificio trabaje a pleno rendimiento, más otros dos extra por si acaso). Después pasamos junto a los refrigeradores de 600 toneladas que se usan para mantener fresco el lugar: un gigantesco insecto de acero lleno de tubos retorcidos del diámetro de pizzas familiares. A pesar de las máquinas de altísima tecnología y de las incontables cantidades de bits, la prioridad de Equinix es mantener constante la corriente eléctrica y baja la temperatura: son las máquinas de la empresa las que permiten el funcionamiento de las otras.

Gran parte de lo que había visto hasta este momento podría haberlo encontrado en cualquier otro centro de datos de cualquier otra parte. El equipo había llegado en cajas de madera o de cartón, con el logotipo de Cisco impreso en ellas, o en inmensos tráileres que llevaban las palabras «carga pesada» escritas en lugares visibles. Finalmente, llegamos a una sala que no podría haber estado en ningún otro lugar y que era la que a mí me entusiasmaba más visitar. En su interior, la extensión del planeta —y la particularidad de ese lugar— se hacía más explícita. En la placa de plástico fijada a la puerta podía leerse «CÁMARA DE FIBRA ÓPTICA 1». Morgan la abrió con una llave (allí no había escáner dactilar) y encendió las luces. El pequeño espacio era silencioso y hacía calor. Las paredes eran blancas y los pisos de linóleo estaban surcados por algunos arañazos de yeso de Virginia. En el centro del espacio destacaba una estructura de acero de embocadura ancha, como si hubieran dispuesto tres escaleras de mano juntas, pegadas. Unos tubos de plástico, de gran capacidad, salían del suelo y se elevaban hasta media altura, seis a cada lado del soporte que estaba abierto por arriba. Eran lo bastante anchos como para meter un brazo por ellos. Algunos de aquellos tubos estaban vacíos. De otros brotaba un cable negro, grueso, de tal vez una quinta parte del grosor del tubo. Cada uno llevaba el distintivo del proveedor que lo tenía en propiedad, o que lo había tenido en propiedad antes de venderlo, o quebrar: Verizon, MFN, Centurylink. Los cables estaban fijados al marco en bucles bien dispuestos, que después ascendían hasta el techo, donde cada uno alcanzaba el nivel más alto del soporte-escalera —el conducto interno del proveedor. Ahí era donde Internet tocaba la tierra.

Existen distintas clases de conexiones. Están las conexiones entre personas, los millones de tipos de amor. Están las conexiones entre computadoras, expresadas en algoritmos y protocolos. Pero aquella era la conexión de Internet a la tierra, la costura entre el cerebro global y la corteza geológica. Lo que me emocionaba de aquella sala era la manera diáfana en que mostraba aquella idea. Nosotros estamos siempre en algún punto del planeta, pero rara vez sentimos esa ubicación de manera profunda. Por eso escalamos montañas o cruzamos puentes: por la seguridad temporal que nos proporciona encontrarnos en un lugar específico del mapa. Pero resultaba que ese lugar estaba oculto. Apenas podía capturarse en imagen, a menos que a uno le gustaran las fotografías de armarios. Sin embargo, entre los paisajes de Internet, aquella era la confluencia de dos ríos muy caudalosos, la entrada a un gran puerto natural. Pero allí no había faros ni señalizaciones de ninguna clase. Todo era subterráneo, silencioso, oscuro, aunque estuviera hecho de luz.

Troyer se había mostrado comprensivo con mi extraña búsqueda. No dejó de advertir mi emoción al entrar en aquel cuarto pequeño, que parecía anclar todo el edificio —y, con él, gran parte de Internet— al planeta.

—La idea de este edificio es que los datos puedan entrar y puedan salir —comentó—. Es el punto de encuentro en el que Internet se une físicamente para conectarse, para que pueda convertirse en algo sin costuras, transparente, para el usuario final. Ahí, en ese punto donde estás tú, resulta que se encuentra la mayor concentración de proveedores en un solo complejo en Estados Unidos.

Entre los lugares donde se conectan las redes de Internet, ése era uno de los mayores, el nexo de los nexos. Caliente, silencioso. Podía olerlo: olía a sucio.

Sonreí de oreja a oreja al pensarlo, al pensar en lo singular que resultaba aquella porción de Internet. Pero entonces Troyer me apabulló. Como rezaba el cartel de la puerta, aquella era la Cámara de Fibra Óptica 1. Al otro lado del edificio se encontraba la Cámara de Fibra Óptica 2. Y después estaban todos los demás edificios como ése, que ocupaban el mismo polígono, cada uno con sus múltiples cámaras de fibra óptica. Éste era el sitio. Pero también lo era ése. Y aquel otro. Y el de más allá. Internet estaba aquí, allí, en todas partes.

Desanduvimos nuestros pasos hasta el silo rojo, pasamos de nuevo por la trampa humana y salimos al vestíbulo. Introduje mi tarjeta de visitante por la ranura y se la entregué al guardia de seguridad que seguía detrás de los cristales blindados. Nos apoyamos en aquella única puerta que no parecía ser nada, abandonamos el edificio frío y oscuro y salimos a la calle. El día, en Virginia, era cálido y radiante.

Troyer alzó la vista al cielo y exclamó:

—¡Ah, orbe gigante y fiero!