En diciembre fueron de visita. Eva decidió que exponerse un día era permisible, aunque Zhenya fue con todo el entusiasmo de un rehén. Por lo menos Arkady logró que se pusiera una chaqueta nueva, lo que constituía una gran victoria.
Había caído una ligera nevada que cubría la aldea con su propia chaqueta blanca y reluciente. Las zarzas se transformaron en flores níveas. Las cabañas en ruinas se orlaban de blanco, y las sillas abandonadas sostenían almohadones de nieve. Salió la población entera: Clara la Vikinga, Olga con sus anteojos nebulosos, Nina con su muleta y, por supuesto, Roman y María, a repartir una bienvenida de pan y sal y samogon. Yanko había acudido desde Chernóbil. Hasta la vaca levantó la cabeza en el corral para ver de qué se trataba el ruido.
María apiñó a todos en la cabaña para ofrecerles borsch caliente y más samogon. Los hombres comieron de pie. Las ventanas se empañaron y las mejillas se pusieron rojas. Zhenya estudiaba la cocina, con su estante para dormir, y Arkady pensó que el niño jamás había visto una cabaña campesina, salvo en los cuentos. Zhenya se volvió hacia él y dijo:
—Baba Yaga.
La habitación se hallaba tal como la recordaba Arkady: los mismos tapices de bosques y telas bordadas en rojo y blanco, el ícono de la familia en lo alto en su rincón y, en la pared, fotografías de los momentos que pasaron juntos Roman y María cuando eran jóvenes, de su hija con el marido y la pequeña niña, de la misma nieta en una playa cubana.
Eva fue el centro de atención, porque María y sus amigas querían saber cómo era Moscú. Aunque ella le restó importancia, Arkady sabía que para Eva la mudanza a Moscú no era una situación feliz todo el tiempo. Se había ido de la Zona y encontrado trabajo en una clínica, pero muchos días sentía que estaba ocupando el lugar de Irina o que era apenas una cáscara de mujer que se fingía entera. Pero otros días eran buenos, y algunos, muy buenos.
Bajo la influencia del samogon, Yanko confesó que, desde la muerte de Alex Gerasimov, la llegada de fondos de Rusia para investigación ecológica se había reducido casi a la nada. Tal vez los Amigos Británicos de la Ecología quisieran contribuir. Así lo esperaba él.
María se reía de todo lo que decía Eva. Con sus bufandas de colores fuertes, parecía un regalo con doble envoltura, y sus dientes de acero relucían. Un regocijo casi infantil parecía haber contagiado a todos los viejos aldeanos, un entusiasmo que iba más allá de su cortesía.
Roman llevó con timidez a Arkady a un costado para decirle:
—Nadie de nuestras familias nos ha visitado en casi un año. Ni siquiera han venido al cementerio, imagínese.
—Lamento saberlo.
—Yo los entiendo. Son gente ocupada, y están lejos. Espero que a usted no le moleste si aprovecho su visita, pues no sé cuándo volveré a tener tres hombres acá. Hacen falta por lo menos tres. Por eso invité a Vanko. No se preocupe; tengo ropa vieja para que se ponga.
—No hay problema.
—¡Qué bien! —Roman llenó sus vasos otra vez. Arkady volvió atrás.
—¿Tres hombres para qué?
María ya no podía contenerse.
—¡Para matar al cerdo!
La nieve volvía a caer, en puñados suaves.
Roman salió del granero con botas y un delantal de goma. Vanko había atado una de las patas del cerdo contra el pecho, para que no pudiera mantenerse en equilibrio, pero Sumo era fuerte y ágil y comprendió en un momento que las mismas personas que habían sido sus benefactores durante un año iban a asesinado. Arrastrando a Vanko, el cerdo chillaba de indignación y terror, precipitándose hacia un lado y luego hacia el otro mientras Roman colgaba una polea doble y una cuerda de lo alto de la puerta del granero.
—Antes Roman mataba cerdos para toda la aldea —dijo María—. Ahora el cerdo es nuestro, pero lo compartimos con los amigos.
Era una propuesta simple: Sumo moriría para que ellos vivieran. Sin embargo la escena también tenía algo de feria campestre. El animal arrastró a Vanko por el jardín blanco, y las mujeres vitoreaban como si no esperaran nada menos que aquel alboroto. Cuando el animal fue hacia el portón, Nina, con los ojos brillantes, lo hizo retroceder con la muleta.
—Lo lamento —susurró Eva—. No sabía que iba a ocurrir esto.
—Es diciembre, hora de llenar la despensa. Entiendo la situación de Roman.
—¿Ayudarás con el cerdo?
Arkady hizo un lazo corredizo con una cuerda.
—Dejaré que Vanko lo canse un poco más.
De repente, Zhenya se quitó la chaqueta e hizo frente al cerdo. Rodaron por la tierra. Sumo era rápido, pesado y luchaba por su vida, agitando las pestañas claras, pidiendo ayuda a gritos. Incluso cuando se libró de Zhenya, el niño siguió aferrando la cuerda. Un niño al que Arkady sólo había visto levantar un juego de ajedrez resistía con una mano en la cuerda mientras agitaba la otra.
—¡Arkady! ¡Arkady!
Corrió a ayudado. Vanko, Zhenya y él fueron arrastrados por la nieve hasta que Arkady colocó el nudo corredizo alrededor de la otra pata delantera del animal.
—A las tres —dijo—. Uno… dos…
Zhenya y él aprovecharon el impulso de la víctima para darla vuelta sobre el lomo y deslizarla hasta Roman, que le apretó las patas delanteras y le cortó la garganta con un solo tajo en forma de media luna.
El delantal de goma convertía a Roman en una figura diferente, impresionante. Ató las patas posteriores del cerdo, que se sacudían, las enganchó en la polea, levantó al animal en el aire cabeza abajo y acercó con el pie un cubo de cinc para que cayera la sangre que chorreaba.
Manchado de rojo fuerte, Zhenya cayó tambaleante en la nieve, riendo. Vanko se puso en pie y se lanzó al samogon, mientras el cerdo colgaba, pateando y gritando. Roman miraba con calma autoritaria. Hundió un dedo en un ojo del animal y se lo arrancó. Arkady miró a Eva, que lo miraba a él.
—Para que se desangre más rápido —explicó Roman a Zhenya.
En cuanto el cerdo quedó inmóvil, Roman lo trasladó a una carretilla y lo llevó al centro del patio, donde las mujeres cobraron vida, cubriéndolo de heno y prendiéndole fuego. Las llamas remolineaban en la nieve, naranja flameando contra blanco. Cuando se quemó el heno, Roman se sentó a horcajadas sobre el animal y le raspó el pelo chamuscado. María soltó a las gallinas, que corrieron por el terreno picoteando la sangre y corriendo tras el ojo. Después de quemar y raspar el cuero varias veces, Roman lavo la sangre; y era notable, pensó Arkady, lo limpia que fue la operación. Roman cortó las orejas achicharradas y las ofreció como bocados deliciosos a Vanko y Arkady. Arkady no aceptó. Zhenya tomó una.
Pasaron el resto de la tarde faenando el cerdo. Primero con un hacha pequeña para cortarle la cabeza, porque demoraba más en hervir, luego con cuchillos para separar los miembros. Roman abrió el lomo para revelar una reluciente capa de tocino, y María y sus amigas corrieron con cubos de plástico, anticipando la preparación de jamones, salchichas y grasa ahumada para el resto del año.
No bien terminaron la faena, sombras azules cubrieron la aldea, y Arkady y Zhenya se lavaron y cambiaron de ropa para el viaje de vuelta al aeropuerto. Cuando llegó el momento de besarse y despedirse, ya había caído la noche invernal. Después, al auto, Arkady y Eva adelante, Zhenya atrás, todos saludando con la mano a las caras iluminadas por los faros. Un salto marcha atrás antes de encontrar las huellas que llevaban, como rieles, al camino principal. Una última despedida bulliciosa, y luego quedaron libres.
Iban como flotando. En una noche nublada en la Zona, no había estrellas, faroles ni otros vehículos, sólo sus luces delanteras tanteando en el vacío. Arkady miró a Eva. Ella le tomó una mano y le dijo:
—Gracias.
De qué, apenas se atrevió a responder él. Echó una mirada rápida por el espejo retrovisor. Zhenya iba sentado más derecho, como si tuviera hombros.
Encontrar y seguir el camino exigió toda su concentración.
Cristales deslumbrantes se precipitaban hacia el parabrisas. Cuentas de luz remolineaban alrededor del auto, tiraban de las puertas y golpeaban contra las ventanillas.
Nadie durmió, y nadie dijo una palabra.