Zurin estaba molesto porque Arkady no se había sentado en el salón VIP. El fiscal lo había arreglado todo, pero Arkady se negó a pasar horas esperando el avión a Moscú sin más entretenimiento que la cara de su jefe consumiendo whisky de malta. Zurin consideraba que se merecía un poco de comodidad en un ambiente lujoso, después de haberse tomado el trabajo de ir a Kiev a buscar a su díscolo investigador. Sin embargo, Arkady había salido del salón para acomodarse en un pub irlandés en el lugar preciso en que el tránsito llegaba hasta el vestíbulo principal.
Hacía un mes que no veía un niño. Apenas si había visto alguna ropa que no fuera camuflada. No iba a ninguna parte sin notar los espantapájaros en forma de diamante de Chernóbil. Aquí la gente caminaba sin mirar para adelante, los ojos fijos en el linóleo mientras arrastraban maletas de proporciones monstruosas. Hombres de negocios, tan agotados y arrugados como sus trajes, tecleando en laptops. Parejas que iban al sur, a Chipre o Marruecos, vestidas de colores insólitos que reflejaban su humor vacacional. Hombres de pie, inmóviles ante la pizarra de vuelos, y aunque el sol de la mañana entraba a través del vidrio del vestíbulo, Arkady podía deducir por el modo de mirar que para aquellos hombres era medianoche. Maravilloso.
Después de los departamentos vacíos de Pripyat, las familias parecían un milagro. Un bebé lloraba y golpeaba la barra de su cochecito. Otro, de pañales, decidía caminar por primera vez. Unos mellizos de cabeza redonda y ojos azules perplejos andaban de la mano. Una madre menuda llevaba en brazos a un niño indio o paquistaní en un acolchado, como a un príncipe. Un verdadero circo.
—¿Lo está pasando bien? —preguntó Zurin—. Usted inventa evasivas hasta que tengo que venir personalmente a buscarlo, y después actúa como si todavía estuviera de vacaciones.
—¿A esto le llama vacaciones?
—Trabajo no era. Hace siete días que le ordené que volviera.
—Estaba bajo cuidados médicos —Arkady ostentaba los magullones para demostrarlo.
No obstante, Zurin tenía motivos de queja. Cierto, el fiscal había hecho lo imposible para evitar el éxito de la investigación del asesinato de Lev Timofeyev, pero la cuestión seguía siendo Arkady, no había logrado descubrir quién le había cortado la garganta a Timofeyev.
—Podría haber vuelto con el coronel Ozhogin.
—Hablamos brevemente. Quise hacerle más preguntas sobre la seguridad de NoviRus, pero él tenía prisa.
—Ozhogin resultó una decepción. Aunque no es peor que usted. Tome, esto llegó ayer a la oficina.
Zurin le arrojó algo que le dio en el pecho y cayó en su regazo.
—¿Qué es?
—Una postal —respondió. Del lado brillante había una foto de nómadas vestidos de azul, montando camellos en las arenas del desierto. Del otro lado se leía el nombre de Arkady, la dirección de su oficina y el mensaje: «Dos cuestan menos que uno»—. Una postal de Marruecos.
—Ya lo veo. ¿De qué se trata? ¿De quién es?
—No tengo idea. No está firmada.
—No tiene idea… ¿Un mensaje en código de Hoffman? Arkady estudió la postal.
—Está en ruso, y escrita por un ruso.
—No importa —Zurin se inclinó hacia delante—. ¿No lo saca de quicio saber que no llegó a ninguna parte con su investigación? ¿Qué dice eso de usted como investigador?
—Muchísimo.
—Estoy de acuerdo. ¿Por qué no disfruta de otra botella de cerveza irlandesa mientras yo visito la tienda libre de impuestos Y veo si logro encontrar algún cigarro decente? Pero quédese acá.
Arkady asintió. Estaba bastante entretenido contemplando el desfile. Un niño caminaba en cámara lenta detrás de su GameBoy. Una bella mujer pasó en una silla de ruedas, la falda cubierta de rosas. Un grupo de escolares japonesas se reunía para sacarse una foto alrededor de dos oficiales de la milicia y un perro. Las niñas se reían y se tapaban la boca con las manos.
La misma noche que Arkady había ido en la camioneta de Alex a la cabaña de Eva, ambos habían regresado a Pripyat en el automóvil de ella. Al día siguiente se descubrieron los cuatro cuerpos, lo que superó a la pequeña milicia del capitán Marchenko. Además de comprometerla, ya que tres de los muertos eran hombres del capitán. De Kiev se despacharon detectives y equipos forenses, pero realizaron un examen apresurado de la escena del crimen, debido a la radiactividad del lugar. Uno de los cuerpos estaba radiactivo, y otro era un ruso ejecutado con un tiro en la cabeza de manera completamente profesional. ¿Hasta qué punto era una coincidencia —se preguntaron en Kiev— que en la noche del ataque estuviese en la Zona un equipo de seguridad ruso al mando del coronel Ozhogin? Era el tipo de pregunta que exigía un diálogo franco entre país y país, y una investigación minuciosa, sin trabas, no sólo de los crímenes sino de la milicia y la administración de la Zona; en suma, una mirada honesta a toda la sórdida situación. O deshacerse del problema lo antes posible.
Arkady tomó otra cerveza y compró un diario. Pensó que sería prudente ponerse al día. Zurin parecía contento en la tienda libre de impuestos, eligiendo entre coñacs franceses, corbatas de seda y pañuelos estampados. Las escolares japonesas pasaron otra vez en tropel. Del otro lado venía una niña de unos ocho años, de ojos grandes y pelo negro y lacio, que le llegaba a los hombros. Llevaba una varita con una cinta, que agitaba mientras patinaba. Arkady ya la había visto bailar de una manera muy semejante en la plaza de la Independencia de Kiev. La hija de la dentista.
Tomó el diario y la siguió. La sala de espera era una escena de campamentos familiares, de sueños profundos, de ansiedad sin afeitar y un lento pero constante pulular por los negocios de recuerdos, cajeros automáticos y quioscos de periódicos y revistas. La niña entró como un rayo en un negocio de música atestado de gente, y pudo seguirla gracias a la varita, que llevaba en alto, hasta que apareció en un rincón junto a una mujer vestida con un elegante traje italiano. La doctora Levinson. A Víctor le había preocupado la seguridad física de la médica, pero no podría vérsela más feliz, una mujer atractiva que no lograba contener del todo el entusiasmo por viajar. La niña recibió un beso y volvió a perderse de vista.
La varita y la cinta reaparecieron en un quiosco, un cajón de sastre de diarios y revistas, perfumes y esmalte para uñas, profilácticos y aspirinas. Había un gran exhibidor de lápices labiales. La niña se abrió paso entre el gentío y tomó la mano de un hombre que elegía entre varias marcas de dentífrico. Vestía como un golfista estadounidense, con cazadora y gorra. Tenía el cabello castaño, y no rubio claro, y un anillo de bodas había reemplazado su anillo de diamantes en forma de herradura, pero Arkady reconoció los hombros caídos y la mandíbula fuerte de Anton Obodovsky. Ese dentífrico prometía potencia blanqueadora; el otro, una sonrisa más fulgurante. ¿Cómo decidir? Anton bromeó con la niña, que sonreía radiante. La risa del hombre se apagó cuando vio que Arkady avanzaba por el pasillo. Los ojos de Anton se entornaron. Despachó a la niña, con un beso, y dejó el tubo de dentífrico en el estante.
Arkady siguió por el pasillo como si estudiara los artículos de tocador.
—¿Vas a alguna parte?
—Lejos —respondió Anton en voz baja.
También Arkady habló con tono discreto, siguiéndole e] juego.
—Déjame ver tu pasaporte y tu pasaje.
—Acá no tiene ninguna autoridad.
—Déjame verlos.
Anton los sacó de la cazadora. Tragó con fuerza e intentó mantener por un rato la sonrisa, mientras Arkady leía:
—Destino final: Vancouver, Canadá, para el señor y la doctora Levinson y la hija de ambos. Pasaporte ucraniano y visa de inmigración canadiense. ¿Cómo los conseguiste?
—Como inmigrante inversor. Deposito dinero en sus bancos.
—Compraste el permiso de entrar.
—Es legal.
—Si tienes un pasado limpio. Te cambiaste el nombre y el cabello, y estoy seguro de que cambiaste también tus antecedentes. ¿Algo más?
—Existía un Levinson. Él las abandonó.
—¿Y tú acudiste en su rescate?
—SÍ. Hace dos años. Ya era paciente de ella. Pero Rebecca no quiere tener nada que ver con la mafia. Estamos casados, y sólo consigo verlas, a ella y la niña, más o menos una vez por mes, porque no quisiera que nadie se enterara, y mucho menos mis ex colegas.
—¿Y la higienista?
—¿Ella? Yo tenía que disimular cuando andaba cerca del consultorio. De todos modos, estoy seguro de que lo está pasando bien en Marruecos. Buena mujer.
—Eso dijo Víctor.
—Lo vi. Estuve con él en Kiev. Ahora tiene mejor aspecto.
—La llamada que hiciste desde la cárcel de Butyrka a Pasha Ivanov, ¿por qué fue?
—Era una advertencia, o habría sido una advertencia si alguna vez me hubiera devuelto la llamada.
—¿Para advertir a Pasha de qué?
—Cosas.
—Tendrás que esforzarte un poco más.
—Vamos, hombre.
—Déjame ayudarte, Karel Katamay. Está muerto, dicho sea de paso.
—Lo vi en las noticias —Anton retrocedió contra el mostrador de lápices de labios, como un luchador que ha decidido aguantar el castigo—. Está bien, conocí a Karel en Pripyat, cuando era niño. Sabía lo que había vivido. Recuerdo la evacuación y que la gente trataba a todos los de Pripyat como si tuvieran la peste. Tuve la suerte de ser boxeador; de mí no se burlaban mucho. Para Karel, yo era un duro. Recibía muchas cartas de él cuando era niño; después, nada durante años, hasta que de repente llamó, me dijo que estaba en Moscú y que necesitaba pedirme una camioneta prestada. Una camioneta de fumigador. Nunca antes me había pedido un favor.
—¿Te dijo por qué?
—Para hacerle una broma a un amigo, dijo.
—¿Y tú le conseguiste la camioneta?
—¿Qué, me cree loco? ¿Iba a poner en peligro el futuro de mi familia para robar una camioneta para un niño al que no había visto en años? Cuando le contesté que no, ahí me dijo que había ido a Moscú a ajustar cuentas con Pasha Ivanov. Trataba de impresionarme; me dijo que íbamos a quedar a mano. Le contesté que no existía manera de quedar a mano con Pasha Ivanov, nunca. Lo hecho, hecho está. Después me guardé en Butyrka hasta que la cosa estallara. Llamé a Ivanov pero nunca me devolvió la llamada. Lo intenté.
—¿Y ahora te vas a escapar?
—No me estoy escapando. Llega un momento en que uno se harta, y sólo quiere vivir en algún lugar normal, con leyes.
—Con tus antecedentes criminales, ¿cómo crees que puedas lograrlo?
—Así. Salgo por la puerta. Subo a un avión. Empiezo de nuevo.
—¿Y las cabezas que rompiste, y las personas a las que arruinaste? ¿Crees que puedes dejar atrás todo eso?
Anton cerró los puños. El mostrador de lápices labiales empezó a temblar. Arkady echó una mirada a la sala de espera y vio a la doctora Levinson y a la niña de pie junto a las maletas, los ojos fijos en los pasajes que él tenía en la mano. Casi le parecía ver cómo se abría el suelo bajo sus pies.
—No —contestó Anton—. Rebecca dice que los llevaré a todos conmigo. A los que hice daño, todos ellos irán conmigo. No los olvidaré nunca.
—¿Ella va a redimirte?
—Tal vez.
—¡Renko! —Zurin, con gran agitación, lo llamó con señas desde el otro lado del vestíbulo—. ¡Maldito seas, Renko!
Por primera vez Arkady vio los ojos de Anton abiertos de verdad, como si hubiera un interior jamás visto antes. Anton abrió las manos y las dejó caer. Arkady sintió que todo el vestíbulo latía.
—¡Renko, quédese ahí! —ordenó Zurin.
—Puerta B 10 —leyó Arkady en el permiso de embarque de Obodovsky. Le devolvió los pasajes y los papeles—. Si fuera tú, iría ahora mismo a la puerta —el otro empezó a decir algo, pero Arkady le dio un empujón—. No mires atrás.
Anton se reunió con la madre y la hija; junto a ellas, en verdad parecía más humano. Arkady vio cómo juntaban sus pertenencias y se unían a un movimiento general rumbo a las puertas. Obodovsky se puso los anteojos para sol a pesar de la luz lúgubre. La niña saludó con la mano.
—Renko, ¿no puede quedarse quieto en un lugar? —Zurin llegó haciendo resonar los pies contra el suelo—. ¿Quién era ese hombre?
—Alguien a quien me pareció conocer.
—¿Y lo conocía?
—No, para nada.
Volvieron al pub. Zurin encendió un cigarro y leyó el periódico. Arkady lo intentó pero no podía quedarse quieto en el asiento, con tantas personas, tantas posibilidades, tanta vida pasando por ahí.