17

La manera de ver Pripyat, como el Taj Mahal, era a la luz de la luna. Las avenidas anchas y los majestuosos castaños. El plano optimista de vegetación, torres de oficinas y bloques de viviendas.

La forma en que la explanada central rendía homenaje a la corona soviética que remataba la municipalidad. No importaban las cuencas vacías de las ventanas o las malezas que crecían entre los baldosones.

Arkady dejó la motocicleta en la explanada. Fue al teatro donde se había encontrado con Karel Katamay, avanzando otra vez a tientas entre los bastidores apilados en el vestíbulo, iluminando con la linterna el escenario, alrededor del piano, las gradas de asientos. Karel Katamay y el sofá no estaban; sólo quedaban unas gotas secas de sangre en el polvo.

Le resultaría imposible registrar una ciudad construida para cincuenta mil personas. No obstante, un hombre agonizante y su sofá no podían había ido muy lejos, ni aunque los hermanos Woropay lo llevaran en una camilla real. Las hemorragias nasales de Katamay eran pequeñas goteras. Sangraba por dentro, de los pulmones, el tracto intestinal, el cerebelo. Ante esa situación, Pasha Ivanov había elegido la alternativa más rápida de un salto de diez pisos.

De vuelta en la explanada, Arkady apagó el parloteo del dosímetro. Ahora ya tenía un mapa mental de la ciudad: los edificios más radiactivos y los callejones que sólo debían tomarse en una huida.

—¡Karel! —llamó—. Tenemos que hablar.

Mientras podamos, pensó.

Algo se deslizó por el pasto y desapareció como humo en el haz de la linterna. Movió la luz por el frente de las oficinas. Donde los vidrios todavía se hallaban intactos, el haz le respondía con un guiño. Iluminó más arriba, pero decidió que los hermanos Woropay no habrían intentado llevar a Katamay más allá de la planta baja. De cualquier modo, ¿por qué Karel querría estar en una habitación oscura cubierta de yeso, oliendo a meadas agrias de ocupantes ilegales, cuando afuera, en la brisa fragante, podía tocar la luna?

Volvió al centro de la explanada, siguió camino y vio el parque de diversiones. Tenía tres juegos: una rueda gigante, autos chocadores y tacitas locas. En las tacitas, los niños se sentaban en un círculo de pétalos de flores que giraban hasta que sus ocupantes se mareaban o sentían náuseas. La mitad de los autos estaban volcados de costado; el resto seguía enmarañado en el tránsito. La rueda gigante, bastante grande, tenía cuarenta cabinas. Todo estaba ribeteado y picado de corrosión; la rueda daba la sensación de haberse balanceado, detenido y oxidado en su lugar.

Karel Katamay descansaba en su sofá frente a las tacitas locas. Arkady apagó la linterna; no la necesitaba. Karel vestía la misma camiseta de hockey y se apoyaba en almohadones, como antes. Su cara mostraba una palidez luminosa y sus ojos lucían más rojos, pero el pelo parecía cepillado y recién trenzado. En el suelo, frente al sofá, había flores de plástico, una botella de plástico de Evian, de un litro, y una taza de porcelana, sin duda robada de un departamento. Además, un tanque de oxígeno y un tubo para respirar. Así que los hermanos Woropay lo habían puesto lo más cómodo posible. Parecía un príncipe de los infiernos.

Sin embargo, Karel estaba muerto. Los ojos, rojos como heridas, miraban fijo más allá de Arkady. La camiseta de hockey parecía voluminosa, dos veces del tamaño del cuerpo. Sus manos yacían con las palmas hacia arriba a cada lado de la almohada de satén blanco en la que se había bordado le ne regrette ríen. Un pie calzaba una chinela china; el otro estaba desnudo. Había peores maneras de morir que apaciblemente, en una noche de verano, pensó Arkady.

Encontró la otra chinela a dos metros de distancia, del otro lado de la cerca de las tacitas locas. Le manchaban la piel unos magullones violetas, consecuencia del deterioro de los tejidos y la falta de coagulación. La sangre le ensuciaba el mentón y le coloreaba las mejillas. ¿Cuándo había muerto? Todavía estaba tibio, pero había mencionado infecciones, y una fiebre podía seguir quemando un cuerpo durante una hora o más. Con toda probabilidad había sobrevivido sólo a agua y morfina durante semanas. En realidad, Arkady pensó que quizás hubiera estado vivo hacía apenas un minuto.

¿Por qué un hombre que expira pacíficamente se quitaría una chinela y la arrojaría tan lejos? La boca de Katamay se relajó un poco y dejó asomar la lengua. La almohada de satén que tenía entre las manos estaba impecable. Arkady violó su regla y la dio vuelta. El otro lado se hallaba empapado en sangre que apenas comenzaba a oscurecerse. Sangre de dos lugares, al parecer, boca y nariz, y qué breve lucha debía de haber sido.

Arkady tomó conciencia de que Dymtrus Woropay se hallaba de pie del otro lado de las tacitas locas. Sostenía una caja de cartón de aspecto pesado, cargada de botellas y flores y ese tipo de guirnaldas doradas que se usan para decorar en las fiestas. Arkady vio también lo que debía de parecerle la escena a Dymtrus: el investigador parado junto a Karel Katamay con una almohada ensangrentada.

—¿Qué mierda hace?

—Lo encontré así.

—¿Qué mierda hizo?

Dymtrus soltó la caja, y las botellas estallaron. Saltó sobre la cerca hacia el otro lado y cargó como un toro entre las tacitas locas. Arkady puso la almohada entre las manos de Katamay y se apartó.

Dymtrus rompió la cadena del portón. Se arrodilló junto al sofá, tocó la cara del muerto, levantó la almohada.

—¡No! ¡No! —se puso de pie y bramó—: ¡Taras! —su voz se oyó en toda la explanada—. ¡Taras!

Arkady corrió.

Corrió a la motocicleta, pero otra figura se acercaba veloz desde el costado, abriéndose paso entre la maleza con los brazos y precipitándose a zancadas de baldosón en baldosón: Taras Woropay en patines. Arkady subió a la moto y la puso en marcha. Se dijo que si alcanzaba la carretera estaría a salvo. Dymtrus arrojó algo brillante. Un carrito de compras. Arkady fue más rápido; volvió a la explanada y se dirigió al camino, pero entonces el neumático de atrás estalló y lo hizo caer al suelo. Rodó y miró atrás. Taras, hincado en una rodilla, le apuntaba con un arma. Un buen tirador.

Arkady se puso en pie. Cuando era niño y su padre lo llevaba a cazar, el general gritaba: «¡Corre, conejo!», porque dispararle a un conejo parado no era muy divertido. «Agita la mano —le decía a Arkady—. Maldita sea, agita la mano». Él la agitaba, el conejo salía corriendo y el viejo lo acribillaba.

Taras se cambió los patines por botas mientras Dymtrus seguía a Arkady, que se sumergió en la escuela, junto al pizarrón que decía «¡Adiós!». Tropezó en la oscuridad con las máscaras antigás desparramadas por el piso del vestíbulo. Cayeron de la caja como peces de goma. Avanzaba guiándose tanto de memoria como Con la vista, en dirección a la cocina, en la parte posterior del edificio. Azulejos blancos revestían las paredes de la cocina. Había un tazón para masa del tamaño de una carretilla, apoyado en patas. Las puertas de los hornos estaban abiertas o arrancadas. La puerta de atrás, sin embargo, había sido tapiada con tablones en el transcurso de la última semana. Arkady miró por una ventana unas sillas dispuestas en el parque para que fumara el personal. Consideró la posibilidad de romper la ventana con una puerta de horno suelta, hasta que vio a Dymtrus esperando detrás de un abedul. Volvió al vestíbulo y miró por la ventana del frente. Taras subía hacia la puerta.

Subió las escaleras de dos en dos, apartando botellas a puntapiés. Taras estaba adentro, en el fondo del hueco de la escalera. Arkady derribó una estantería de libros. Cayeron cuadernos, revoloteando. Taras no tenía necesidad de gritarle al hermano para decirle dónde se hallaba Arkady: cualquiera podía oírlo.

Segundo piso. La sala de música. Un piano apoyado como un borracho contra un teclado suelto. El ruido de un tambor pateado sin querer. Una banda unipersonal. Pies más pesados en la escalera. Dymtrus. La habitación contigua era una marea de libros, escritorios, pupitres para niños. El marco de la puerta encima de la cabeza de Arkady se partió antes de que oyera el disparo. Arrojó un pupitre por el vestíbulo, y supo que había alcanzado a alguien cuando oyó la maldición. La última habitación era un dormitorio donde dormían muñecas en camas blancas. Arkady se envolvió en un colchón y se zambulló a través del vidrio de la ventana.

Aterrizó de espalda entre subibajas, rodó hasta los árboles y reptó hasta debajo de un espino; sintió uno o dos pinchazos, y también la sangre, producto de los vidrios, que le corría por el cuello y la ropa camuflada, pero no había tiempo para hacer un inventario. A la luz de la luna vio a los hermanos examinando los árboles desde la ventana rota. Pensó que podría escapar. Al menos dispondría del tiempo que ellos demorarían en llegar hasta el vestíbulo, bajar la escalera y salir por la puerta del frente, mientras él iba hacia el otro lado. Pero ellos eran atletas. Dymtrus subió al alféizar y saltó. Cayó en el colchón y rodó. Taras hizo lo mismo, y pronto se acercaron tanto que Arkady los oía respirar. Tanto que se podía oler una mezcla de vodka y coñac.

Se hicieron unas señas y se separaron. Arkady no podía ver adónde, aunque sospechaba que se alejarían sólo una corta distancia y regresarían hacia donde se hallaba él. Si lograba llegar al bosque distante, podría dirigirse al oeste, a los montes Cárpatos, o al este, hacia Moscú. El cielo era el límite.

El bosque era ruidoso. Se oía el chillido eléctrico de grillos y cigarras. El murmullo de los movimientos invisibles de los pájaros en busca de larvas, lombrices, cochinillas… Cualquiera podía hundirse en el ruido. Muerto, lo haría.

Una piedra, un ladrillo, algo golpeó la pared de la escuela. De inmediato, Taras, con un brazo colgando, herido, corrió hacia adelante y alrededor del costado de la escuela. Despacio, Arkady se arriesgó. Emergió y avanzó hacia el lugar del que había salido Taras. Se le pegaron unas espinas: más camuflaje.

Lo habían engañado. Dymtrus lo esperaba detrás de un árbol bastante grande, pero Arkady tropezó y el disparo que debería de haberle arrancado el hombro resultó demasiado alto. Cuando Dymtrus se adelantó a ver, Arkady estaba de nuevo en pie, bajando la colina en zigzag entre los árboles.

No tenía ningún plan. No se dirigía a ningún camino ni puesto de control en particular; sólo corría. Puesto que la Zona se hallaba deshabitada, salvo el personal apostado en Chernóbil y los viejos de las aldeas negras, tenía una larga carrera por delante. Oyó los gritos de Taras cada vez más cerca. Los hermanos lo perseguían, por los dos lados. La luz de la luna apenas iluminaba. De pronto aparecían ramas que le pegaban en la cara. Las raíces se desparramaban con insidia. Los carteles de radiación parecían multiplicarse.

Veía a los Woropay cada vez más cerca cuando se atrevía a mirar. ¿Cómo podían ser tan rápidos? El suelo se precipitaba; los hermanos lo obligaban a hundirse en helechos cada vez más tupidos. Los pies de Arkady se volvían pesados, se atascaban en el barro; adelante vio una estela de agua plateada.

Era un pequeño pantano rodeado de árboles sin ramas, podridos. Juncos. Chapoteo de ranas. En el centro, el bulto de un dique de castor y, encima, un cartel en forma de diamante.

Arkady retrocedió a terreno más firme. No encontró piedras. Tomó una rama que se convirtió en polvo. Desarmado, enfrentó la carga de Taras, lo arrojó por encima de su cadera y se enfrentó a Dymtrus, que luchaba como un jugador de hockey sobre hielo: agarra con una mano y golpea con la otra. Arkady le aferró la mano, se la retorció, se la trabó detrás de la espalda y lo arrojó contra un árbol. Cuando volvió Taras, lo pateó en la cabeza. Golpeó a Dymtrus bajo el cinturón, pero el matón le aferró las rodillas al caer, y Arkady no logró juntar fuerzas suficientes para volver a pegarle a Taras en la cabeza. Dymtrus se le montó encima, y Taras le pegó con el arma. Dymtrus le agarró los brazos para que Taras pudiera apuntar a un blanco más estable. En el siguiente momento consciente, Arkady sintió que lo daban vuelta en el suelo. Dispararle era demasiado fácil; podrían haberlo hecho la primera vez que lo alcanzaron.

—Traje la almohada —dijo Dymtrus:

La sacó de su abrigo y se sentó sobre el pecho de Arkady mientras Taras se arrodillaba y le sujetaba los brazos. Dymtrus respiraba agitado entre la saliva que le caía de la boca. La sangre de la almohada todavía estaba húmeda.

Los ojos de Arkady buscaron la luna, la copa de un árbol, cualquier otra cosa.

—Te irás como se fue Karel —sentenció Dymtrus—. Después te arrojaremos en el agua y nadie te encontrará durante mil malditos años.

—Cincuenta mil —Alex Gerasimov salió del bosque—. Más bien cincuenta mil años.

En las manos de Alex había un arma. Le disparó a Dymtrus por la espalda, y el grandote cayó tan muerto como un ciervo masacrado, mientras el hermano se incorporaba sobre las rodillas, tomado por sorpresa. Taras se quitó el cabello de los ojos, y había comenzado a dar forma a una pregunta cuando Alex le disparó también. Una quemadura de cigarrillo que le atravesaba el corazón. Taras se la miró, y siguió cayendo hasta que se desparramó en el suelo.

Alex levantó la almohada.

—Je ne regrette ríen. De absolutamente nada —dijo, y arrojó la almohada al agua, casi junto al cartel con forma de diamante.

Regresaron cargando los cuerpos.

Alex dijo que el pantano y la ladera de la colina eran demasiado radiactivos; la milicia abandonaría a los Woropay o los arrastraría por los talones. ¿Arkady no había visto a la milicia en acción? ¿Qué clase de investigación esperaba? Por fortuna, había dos testigos.

—Trataban de matarte y te salvé la vida. ¿No fue eso lo que pasó?

Llevaban a los Woropay sobre el hombro, al estilo bombero. Alex iba adelante con Dymtrus, mientras Arkady, con un ojo cerrado por la hinchazón y el sentido del equilibro alterado por los golpes con la pistola, iba tambaleándose baja el peso de Taras. Subir la ladera era un trabaja lento, resbalando a cada paso sobre las agujas de pino.

—Tuviste suerte de que yo haya oído el disparo. Creí que era un cazador furtivo en medio de la ciudad. Ya sabes cómo soy con los cazadores furtivos.

—Lo sé.

—Después oí otro disparo detrás de la escuela, y seguí los gritos. Los Woropay hacen mucho ruido.

—Sí.

—¿No estás lastimado?

—Estoy bien.

Alex se detuvo para mirar atrás.

—Llevaremos a estos dos hasta la escuela, y después iré a buscar el camión.

Arkady tropezó con una raíz y cayó sobre una rodilla, como un camarero con la bandeja demasiado cargada. No podía cambiar de hombro porque veía con un solo ojo. Se levantó y preguntó:

—¿Viste a Katamay?

—Sí. ¿Sabes qué es lo extraordinario de la luna llena? Sientes como un animal, como ve un animal —comentó. A pesar del peso de Dymtrus, con armas calzadas en la parte de adelante y de atrás del pantalón, Alex iba rápido, pero aminoró el paso para adecuarse al de Arkady—. Nosotros no nos merecemos una luna llena. Hacemos todo más pequeño. Todo lo grande lo reducimos. Árboles altos, felinos grandes, peces adultos, ríos torrentosos. Eso tiene de maravilloso la Zona. Que nos dejen afuera durante cincuenta mil años, y este lugar podrá crecer hasta llegar a ser algo.

—¿Viste a Karel? —repitió Arkady.

—No tenía buen aspecto.

Arkady subía paso a paso, y Alex comenzó a hablar como lo haría un adulto durante una caminata larga y fría con un niño lloroso y lento, distrayéndolo con historias y cosas que al niño le agradaría oír.

—Pasha Ivanov y Lev Timofeyev eran los favoritos de mi padre, siempre entrando y saliendo de nuestro departamento. Sus mejores investigadores, mejores instructores y, cuando estaba demasiado borracho, su mejor protección. Y, lo juro, cuando empecé a trabajar en NoviRus era solo por el dinero extra. No tenía ningún gran plan de represalia.

¿Represalia? ¿Eso acababa de decir Alex? A Arkady todavía le zumbaba la cabeza, y necesitó toda su concentración para seguir moviéndose mientras Alex aparta a una rama del camino.

—Me llamó mi amigo Yegor, desde Moscú. Sí, trabajé tiempo parcial para Seguridad NoviRus como intérprete en la Sección de Accidentes, lo que en general significaba veinticuatro horas de lectura en una habitación pequeña, sin ventanas. Tal vez la oficina del coronel Ozhogin quedara en el piso quince, pero nosotros trabajábamos en las entrañas de edificio. Y como estás en el subsuelo, parece que siempre es de noche. Muy de la era espacial, con vidrios oscuros en lugar de paredes… Comencé a pasear por los vestíbulos y descubrí que los técnicos que vigilaban todas esas pantallas de seguridad se aburrían todavía más que yo. Son niños; yo era el único mayor de treinta años. Imagina lo que es estar sentado en la oscuridad mirando fijo una serie de pantallas durante horas y horas. ¿Para ver qué? ¿Marcianos? ¿Chechenios? ¿Ladrones de bancos con la cabeza metida en una media? Un día fui a buscar una silla, y en la pantalla se veía el portón de un palacio que se abría para dejar entrar un par de Mercedes. Los automóviles pasaban a otra pantalla, y ahí estaba Pasha Ivanov, después de tantos años. El Señor NoviRus en persona, bajando de un automóvil con una mujer bellísima del brazo. El palacio era de él. No lo veía desde Chernóbil. En las pantallas lo seguí hasta la gran escalinata y el interior del vestíbulo. «Ahí hay un hombre que lo tiene todo», me dije.

»Y me pregunté: ¿qué se le da a un hombre que lo tiene todo? En el instituto estábamos trabajando con cloruro de cesio. ¿Recuerdas que Ivanov era muy sociable? En Navidad ofreció una fiesta en su palacio, para unas mil personas, con el propósito de juntar regalos para alguna obra de beneficencia. Muy democrático: empleados, amigos, millonarios, niños, que se paseaban por todas las habitaciones porque a Ivanov le gustaba ostentar, como hacen los nuevos rusos. Llevé unos granos de cloruro e cesio y un dosímetro en una caja de plomo envuelta para regalo, y unos guantes, forrados en plomo y pinzas en la parte de atrás del pantalón. Encontré el baño de Ivanov y dejé un grano, para que lo pisara y lo llevara en la suela por toda la casa, y deposité el regalo en el asiento del inodoro con una tarjeta en que lo invitaba a Chernóbil a expiar sus pecados. Esperé meses, Y lo único que hizo Ivanov fue enviar a Hoffman, su amigo el gordo estadounidense, a ocultarse entre los Hassidim. ¿Puedes creerlo? Ivanov delegó en Hoffman una oración por los muertos, y éste ni siquiera cumplió.

Tampoco Arkady estaba cumpliendo bien. Taras era un peso muerto que aprovechaba toda oportunidad —el roce de una rama, un paso inseguro— para deslizarse de su hombro. Arkady iba a los tropezones, pero seguía la voz de Alex. Alex se detenía cada tanto para asegurarse de que lo oyera. Fue contando la historia como quien deja un rastro de migas sabrosas a lo largo de un sendero del bosque.

—Ivanov se mudó a una mansión en la ciudad, con un cuartel para vigilancia. Pero ni todos los guardaespaldas del mundo pueden ayudarte si tu perro vuelve de su paseo por el parque con uno o dos granos en el pelo que desparrama por toda la casa. También inicié una campaña contra Timofeyev, aunque era un personaje secundario. No era ningún Pasha Ivanov. Por supuesto, después de la muerte de Ivanov, Timofeyev estuvo dispuesto a venir acá, pero antes los dos tuvieron que actuar como si no pasara nada, como si no hubiera nada que informar a la milicia, ni siquiera a Seguridad NoviRus donde, dicho sea de paso, me iba muy bien. Me portaba como el hermano mayor de todos los técnicos. Los ayudaba a estudiar sus cursos por correspondencia en carreras de negocios para poder convertirse, también ellos, en nuevos rusos. Al encargado de códigos le recomendé un médico para que le consultara sobre su disfunción sexual, y guardé el secreto. La verdad, el plan tomó forma por sí solo. ¿Ves? Allá está la escuela, en la cima de la colina.

Para Arkady la escuela se hallaba tan distante como una nube en el cielo. Quedó impresionado de haber podido llegar tan lejos. Taras, muerto o no, seguía intentando diferentes formas de resbalarse de su hombro. Alex se le acercó para ayudarlo a pasar por encima de un tronco, y Arkady se preguntó si podría arrimarse lo suficiente como para quitarle una de las armas que llevaba en la cintura, pero ya el otro se había puesto en marcha otra vez, cargando a Dymtrus, dando el ejemplo, animando a Arkady y manteniéndolo entretenido.

—¿Quieres que te cuente lo de la camioneta de fumigación? Fue divertido. Los domingos por la mañana el técnico que vigilaba la casa de Ivanov estaba siempre con resaca. Lo reemplacé y las mismas imágenes que el recepcionista observaba en el vestíbulo, y en cuanto la camioneta entró en el callejón de servicio llamé por la línea de seguridad y le pedí que me leyera una lista de los invitados del mes anterior. No la tenía en la computadora. El recepcionista tiene que darse vuelta, buscar la carpeta en un cajón, encontrar el día y descifrar su propia letra, sin poder ver las pantallas. Yo sabía todo eso porque lo había observado en el monitor del vestíbulo durante semanas. El fumigador tenía los códigos de la puerta de atrás, el ascensor de servicio y el piso de Ivanov, y le prometí doce minutos de distracción. En medio de eso, el técnico viene a reemplazarme. Le digo que no con la cabeza. El tipo aguarda mientras yo sigo hablando con el recepcionista, porque estoy esperando que salga el fumigador. Entiendo por qué hay gente que dedica su vida al delito: la adrenalina es increíble. Le doy dos aspirinas al técnico y se va a buscar un vaso de agua. En el mismo momento aparece el fumigador en el callejón, ahora con mayor rapidez porque ya no arrastra una maleta llena de sal; carga la camioneta y se va. Yo le agradezco al recepcionista, cuelgo y miro la pantalla. Éste deja la carpeta, mira a la cámara, revisa sus pantallas, rebobina las cintas de la calle y el callejón. Ve la camioneta y llama al portero, que desaparece hacia la parte trasera. Me siento como si estuviera en el vestíbulo. Esperamos, el recepcionista y yo. Vuelve el portero, moviendo la cabeza, y salta al ascensor. En los monitores lo veo yendo de piso en piso golpeando puertas, mientras el recepcionista actúa con gran calma, sin quitar del todo la vista de la cámara, hasta que vuelve el portero. No hay problema, nada de que preocuparse, todo bajo control. Ya casi llegamos, Renko.

Para cumplir con su parte de la conversación, Arkady gruñía. Cargar con un cuerpo a través de un bosque tupido era como pasar un cable por los dientes de un peine.

—Karel —dijo.

—Karel era el fumigador, e hizo un buen trabajo. Por desgracia, se descuidó y deben de habérsele pegado uno o dos granos de cesio. Un millón de veces intenté explicarles la radiactividad a Karel y los Woropay, y creo que nunca me entendieron.

—¿La camioneta?

—Yo era su amigo. También de los Woropay. Los escuchaba, a ellos y sus ambiciones locas. Eran simples muchachos de la Zona; jamás iban a ser nuevos rusos. Cada uno, a su modo, nos estábamos desquitando.

—¿De qué?

—De todo.

Arkady se sentía demasiado agotado para dilucidarlo.

—De todo no. Dime una cosa.

—Eva.

—¿Qué hay con ella?

—Ya lo sabes —Alex se pasó el dedo por el cuello.

El espino de atrás de la escuela se había convertido en una barrera enmarañada que se tendía hacia Taras. Alex sostuvo las ramas para que Arkady pudiera subir los últimos peldaños hasta el subibaja y las sillas de la parte posterior de la escuela. Cuando vio un reflejo fantasmal de sí mismo en una ventana, apartó la vista antes de transformarse por completo en Yakov.

—No lo sueltes —dijo Alex.

—¿Por qué? Ibas a ir a buscar tu camioneta.

—No. Los llevaremos de vuelta junto a Karel.

—¿Con Karel?

¿Al otro lado de la explanada?, pensó Arkady.

—Ya casi hemos llegado —contestó Alex—. La cuesta terminó. A partir de acá es fácil.

Así que era eso, pensó Arkady. Por eso él estaba vivo, y no muerto en el pantano: para que Alex pudiera hacer un solo viaje en lugar de tres. Como un asistente concienzudo, lo ayudaba llevando dos cuerpos: el de Taras y el propio. De esa manera no quedarían huellas de neumáticos en la tierra ni sangre en la camioneta. Apareció un arma en la mano de Alex. En general la distancia desde la escuela hasta el parque de diversiones era un trecho corto. Aun a ese paso, Arkady se preguntó cuánto podría alargarlo.

—Primero tú —le dijo Alex, y lo empujó para que volviera a ponerse en marcha, esta vez adelante.

Mientras avanzaba con dificultad, Arkady recordó algo que había dicho alguien sobre una caminata a la horca concentrándose en otra cosa. No era cierto. Pensó en una música preferida, en la risa de Irina, en su madre sentada en su cama para leerle Anna Karenina una vez más, un ramo de pensamientos en una tumba. Se acordó de que Eva lo había llamado una y otra vez, cuando lo único que hubiese tenido que hacer era atenderla.

—¿Por qué? —preguntó Arkady—. ¿Qué hicieron Pasha Ivanov y Timofeyev que justifique la muerte de cinco personas, hasta ahora? ¿Qué pudieron haber hecho Pasha Ivanov y Timofeyev para volverte tan demente?

Alex hizo un gesto de aprobación.

—Por fin una pregunta interesante. La noche del accidente en Chernóbil, ¿qué hicieron? Bueno, cualquiera pensaría que no podían hacer nada; no eran más que dos profesores jóvenes en un instituto de Moscú. Pero eran los favoritos de mi padre, que se quedaban tomando toda la noche con el viejo, cuando él quería, cosa que sucedía a menudo. Y eso era lo que estaban haciendo cuando llegó la llamada del Comité Central del Partido. Querían que fuera a Chernóbil a evaluar la situación, porque era el famoso académico Felix Gerasimov, con más experiencia en desastres nucleares que cualquier otro, el experto número uno del mundo. Pero estaba demasiado borracho para hablar, así que le pasó el teléfono a Pasha.

—¿Dónde estabas tú?

—En la Universidad de Moscú, profundamente dormido en mi habitación.

Los recuerdos sí lograron aminorar el paso de Alex.

—¿Y cómo sabes todo esto?

—Mi padre no dejó una nota explicando su suicidio, pero me envió una carta pocas horas antes de morir. Me contó que el Comité Central quería su consejo sobre si evacuar o no a la gente, y qué decirles. Pasha actuaba como si se limitara a transmitir las respuestas de mi padre.

Arkady vio a Karel en el sofá frente al juego de las tacitas locas. La hermana, Oksana, se hallaba agachada sobre él; vestía la misma ropa de gimnasia. La reconoció por el brillo azul de la cabeza calva. Era como el duendecillo islandés que aparecía de la nada. Alex, que iba un paso atrás, todavía no la había visto.

—Pasha preguntó si el núcleo del reactor había quedado expuesto. Los del Comité dijeron que no, porque eso les habían dicho de la sala de control. Pasha preguntó si el reactor estaba cerrado. Sí, según Chernóbil. Bueno, contestó, entonces parecía más humo que fuego. No hagan sonar las alarmas, distribuyan tabletas de yodo a los niños y aconsejen a la gente del lugar que permanezcan puertas adentro por un día mientras se apaga el fuego y se investiga. ¿Y Kiev?, preguntaron los del Comité. Aún más importante es no destapar la olla allá, dijo Pasha. Confisquen los dosímetros. «Sean despiadados por el bien común». Pasha y Lev eran ambiciosos. Sólo dijeron al Comité y a mi padre lo que ellos querían creer. Así funcionaba la ciencia soviética, ¿recuerdas? De modo que la evacuación de Pripyat se demoró un día y la advertencia a Kiev tardó seis, para que un millón de niños, incluida nuestra Eva, pudieran desfilar un Día de los Trabajadores impasible y radiactivo. Pasha y mi padre no pueden llevarse todos los laureles, ya que hubo muchos cobardes y mentirosos… pero sí una parte.

—Tu padre trabajaba con información imprecisa. ¿Hubo alguna investigación?

—Una farsa. Después de todo, él era Felix Gerasimov. Por la mañana me levanté de la cama para ir a clase, y allí estaba, sobrio, pálido como un fantasma, con una pastilla de yodo para mí. Él sabía. A partir de entonces, cada 10 de mayo se emborrachaba. Dieciséis aniversarios. Al final escribió una carta, la selló, la llevó él mismo al correo, volvió a casa, tomó su pistola y ¡PUM!

Oksana volvió la cabeza. Arkady se preguntó qué imagen darían él y Alex al aproximarse a la luz de la luna; tal vez un solo ser extraordinariamente feo con dos cabezas, un tronco y una cola. Arkady le hizo una seña para que se fuera.

—¿Sorprendido? —preguntó Alex.

—La verdad, no, Como motivo de asesinato, el dinero está sobrevaluado. La vergüenza es más fuerte.

—Ésa es la mejor parte. Pasha y Timofeyev no podían ir a buscar protección a ninguna parte, porque entonces habrían tenido que revelar toda la historia. Sentían demasiada vergüenza para salvar su propia vida, ¿te imaginas?

—Sucede todo el tiempo.

Oksana rodeó el sofá, y sólo porque la había visto, Arkady la oyó apenas salir corriendo. Tal vez cincuenta pasos más. Karel seguía en el sofá, con las tacitas locas ladeadas tras él. Arkady resistió la tentación de soltar a Taras y correr, porque dudaba que en su estado pudiera escapar un solo centímetro.

Continuó Alex:

—Les escribí. Lo único que les pedí, a Ivanov y Timofeyev, fue que vinieran a la Zona y declararan en persona su parte de responsabilidad, cara a cara.

—Timofeyev vino. Mira lo que le pasó.

—No les dije que no habría consecuencias. Lo justo es justo.

—Como solías decirle a Karel.

—Así es.

Arrastrando los pies, llegaron a la feria de diversiones. Karel todavía se estiraba lánguido de un extremo al otro del sofá. Tenía los ojos cerrados y le habían limpiado la sangre del mentón y la mejilla; su cabello trenzado con cuentas lucía peinado con más prolijidad, y ambos pies calzaban chinelas chinas. Cosas que haría una hermana mayor. Arkady pensó que Alex podría notario, pero estaba demasiado complacido consigo mismo. En la rueda gigante, arriba, chirrió una cabina. Qué sufrimiento ser una rueda gigante que no gira nunca. Arkady nunca había visto una luna tan grande. Una sombra de la rueda caía sobre la explanada.

Arkady depositó a Taras en el suelo.

Alex simplemente dejó que Dymtrus se le resbalara del hombro. Cuando el corpulento miliciano cayó a tierra, la cabeza se le partió como un coco.

—¿Quién mató a Hulak? —preguntó Arkady.

—No sé, ni me importa. Tenía un arreglo con los Woropay sobre dónde y qué robar. Supongo que lo mataron ellos —respondió Alex, y dio vuelta a Dymtrus, herido en la espalda, con la cara hacia arriba; a Taras, herido en el pecho, lo puso boca abajo; luego agitó la pistola para ordenar a Arkady que se quedara quieto mientras armaba la figura geométrica que quería: un triángulo de muertos: Karel, Dymtrus y Taras… y Arkady en el medio—. Creo que será un cuadro bastante convincente de los peligros de tomar samogon cuando se está armado. No te preocupes; las armas y el samogon los pongo yo.

—Así que no me salvaste de los Woropay.

—No, lo lamento. Nunca pasaste de acá, pero opusiste mucha resistencia, si eso te hace sentir mejor.

—Lo único que falta es la almohada con la que asfixiaste a Karel.

—¿Je ne regrette ríen? ¿Sabes?, apenas si le cubrí la cara. Dio unas cuantas patadas, y ya. Yo diría, considerando su estado, que le hice un favor.

Alex retrocedió dos pasos hacia la sombra de la rueda gigante y levantó el arma. No demasiado lejos, ni demasiado cerca.

Sonó el celular de Arkady.

—Déjalo sonar —ordenó Alex—. Una cosa por vez.

El teléfono sonó y sonó. Cuando salió el mensaje del contestador automático, el que llamaba cortó y de inmediato volvió a marcar. Debía de ser Zhenya, pensó Arkady. Ninguna persona normal tendría semejante persistencia enloquecedora. El teléfono siguió sonando hasta que Alex se lo sacó del bolsillo y lo aplastó con un pie.

Solucionado el problema, la ciudad entera en silencio, cada ventana un ojo ansioso, Alex dio un paso atrás y volvió a alzar el arma. Apareció Oksana a la vista de Arkady, al fondo de las tacitas locas.

—¿Te molestaría salir de la sombra? —dijo el investigador.

—¿Quieres verme cuando te mate? —replicó Alex.

—Correcto.

Alex se adelantó, baja la luz plateada.

Arkady esperó, sin darle ningún motivo para volver la cabeza. La cara de Alex mostró un instante de perplejidad, como si se preguntara por qué ese hombre resultaba una víctima tan fácil.

Entonces se estremeció. Era un muerto de pie, era un muerto cayendo, era un muerto desplomado en el suelo, y el disparo de Oksana no había sonado mucho más fuerte que el chasquido de una ramita. Al salir de las tacitas locas liberó el brazo de un portafusil que había utilizado para estabilizar el rifle, similar a los rifles de un solo tiro que Arkady había visto en el departamento de Katamay en Slavutych.

—Lo lamento. Había dejado el rifle en mi moto. Casi no llego a tiempo —dijo la muchacha.

—Pero lo hiciste.

—Este monstruo mató a mi hermanito —pateó a Alex.

—Está muerto —Arkady trató de apartarla.

—Era el demonio. Oí todo lo que dijo —exclamó, y lo escupió con ganas antes de que Arkady la calmara y limpiara el rostro de Alex. No había ninguna marca visible en él. Tenía los ojos cristalinos, la boca en una sonrisita suficiente, los iris y el tono muscular comenzaban a distenderse. Tuvo que meterle un dedo en la oreja para encontrar el orificio de la bala y una gota de sangre—. ¿Me arrestarán? —preguntó Oksana.

—¿Alguien más sabe que tú le consigues animales a tu abuelo para que los diseque?

—No, le daría mucha vergüenza. ¿Tú lo sabías?

—Supuse que los conseguía Karel, hasta que vi lo enfermo que estaba. Entonces me di cuenta de que eras tú quien lo hacía.

—¿Pueden rastrear la bala?

—No. Una vez que alcanza el hueso, una bala de plomo queda como goma de mascar. Cuéntame de Hulak —Arkady apenas podía mantenerse en pie, pero tenía la sensación de que Oksana volvería a escurrirse y que, si quería hablar con ella, debía ser en ese instante, o nunca.

—Le dijo a mi abuelo que iba a sacarte dinero y llevarte al estanque de refrigeración.

—¿Tú esperaste en un bote?

—A veces voy a pescar allí.

—Y le disparaste a Hulak.

—Tenía un arma.

—Le disparaste a Hulak.

—Estaba obligando a mi abuelo a hacer cosas.

—¿Y tú proteges a tu familia?

Oksana arrugó la frente; su calvicie exageraba sus expresiones. No, esa pregunta no le gustaba. Se sentó en el sofá y apoyó la cabeza de Karel en su falda.

Arkady preguntó:

—¿Sabes cómo se enfermó tu hermano?

—Con un salero. Me dijo que estaba echando cesio a un salero y se le escapó un grano. Tal vez dos. Se había puesto guantes y no debería de haber pasado nada, pero después comió un sándwich y… —se le contrajo la cara—. ¿Te molesta si me quedo un rato sentada acá?

—Por favor, sigue nomás.

—Karel y yo solíamos sentarnos así todo el tiempo.

Tendió la mano hacia el hombro de su hermano para alisar los pliegues de la camiseta de hockey, juntarle las manos y arreglarle las trenzas. Oksana empezó a ensimismarse cada vez más, y poco a poco Arkady comprendió que no iba a haber más respuestas.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Puedo quedarme?

—La ciudad es tuya.

Arkady condujo la camioneta de Alex por el camino del río hasta los muelles y la flota abandonada, cruzó el puente y el silbido de la represa. Su motocicleta iba en la parte de atrás del camión. No había otra forma de llegar allá a tiempo. A tiempo para qué, no lo sabía. Lo que sentía era una enorme urgencia. A lo largo de los edificios de viviendas, totalmente vacíos, siempre totalmente vacíos, y la huella doble de una senda para automóviles a través de un campo de espadañas y helechos que se balanceaban a su paso, hasta un taller medio oculto entre los árboles.

Apagó el motor. Daba la impresión de que la camioneta blanca llenaba todo el espacio. La cabaña se hallaba silenciosa y tenía un aspecto doloroso y oscuro, capaz de apagar velas. El viento levantaba apenas las copas de los árboles y casi no se oía el rumor del río, pero la casa sobresalía.

¿Qué he hecho?, se preguntó Arkady.

La puerta metálica se cerró de golpe.

Eva, en bata, los ojos enormes y borrosos, sostenía el arma con firmeza con ambas manos. Atravesó tambaleante el terreno, descalza, con la vista fija en él.

—Te dije que si volvías te mataría —dijo.

—Soy yo —respondió Arkady, y empezó a abrir la puerta y bajar de la camioneta.

—No bajes, Alex.

Eva seguía avanzando.

—Tranquila —dijo Arkady.

Abrió la puerta y bajó, para que ella pudiera vedo con más claridad. Lo habían herido, había sido malvado, sentía vergüenza, pero no iba a marcharse. Además, estaba exhausto. Aquello era lo más lejos que podía llegar. Eva se acercó más, hasta una distancia desde la cual no podía errar el tiro, y entonces vio que no era Alex. Arkady sabía que no tenía buen aspecto. De hecho, su aspecto habría ahuyentado a más de uno. Eva empezó a temblar. Temblaba como una mujer en agua helada, hasta que Arkady la llevó adentro.