16

El torso de metal, lavado y pulido, de un V8 Kamaz, en un soporte de madera y sus correas de seguridad, llenaba todo el interior de la camioneta, pero Bela ubicó a Bobby y Yakov en unos asientos auxiliares en los costados, no visibles desde la calle, y metió su equipaje y la laptop debajo del motor.

—No están ocultos pero no se los ve —explicó Befa—. Esto va a salir como por un tubo. Lo he hecho cien veces. En cuanto nos pongamos en marcha encenderé el aire acondicionado. Les garantizo que lo pasarán bien.

Yakov mantenía una mano en el arma que llevaba dentro de la chaqueta y sonreía como un abuelo. Bobby encorvaba los hombros como si estuviera tratando de resolver una ecuación difícil.

Arkady echó una mirada a los CD de Bela.

—¿Tu colección de Tom Jones?

—Es un viaje largo.

Bobby se reanimó y dijo:

—Renko, me recuerdas a un perro que tuve una vez. Con un solo ojo, tres piernas y sin cola. Respondía al nombre de Lucky. Igual a ti. Nunca sabes cuándo parar.

—Tal vez no —Arkady no estaba muy seguro de que fuera un cumplido.

—¿Ozhogin viene de veras?

—Creo que sí.

Yakov asintió.

Maravilloso, pensó Arkady, los paranoicos están de acuerdo.

—Una cosa, Renko. Dime que te quedas porque sabes quién mató a Pasha. Dime que andas cerca —dijo Bobby.

Arkady alargó los dedos: dobló el índice hasta que quedó a un centímetro del pulgar y cerró la puerta de la camioneta.

—¿Dónde está? —quiso saber Zurin—. Lo esperaba acá, en este despacho, hace una hora.

—Lo lamento. Ya no había pasajes para ese vuelo —contestó Arkady.

—¿A Moscú?

—Sí.

—¿Dónde está ahora? Oigo gritos.

—En el avión —Arkady se hallaba en el dormitorio de CampbelI en su habitación. El profesor estaba acurrucado en el piso de la ducha, y en el televisor se veía un partido de fútbol entre Liverpool y Arsenal.

—¿Qué número de vuelo? —preguntó el fiscal—. ¿Cuándo aterriza en Moscú?

—¿Puede ir a buscarme el coronel Ozhogin?

—No.

—¿Cómo sabe? No se lo ha preguntado.

—Estoy seguro de que está muy ocupado. ¿Cuándo aterriza?

—Nos están diciendo que apaguemos los teléfonos celulares.

—¿Cómo pudo…?

Arkady apagó el teléfono. Ése era el problema de las correas largas, pensó; no se podía saber si el perro estaba en el otro extremo o no.

Esperaba haber hecho algo bien y sacado a salvo de Chernóbil a Bobby y Yakov. No era como rescatar bebés de un incendio, pero Arkady estaba dispuesto a celebrar los pequeños logros. La expresión de Yakov al final bien podría haber sido la sombra de una sonrisa.

Despejó parte del escritorio de Campbell para escribir una lista de lo que sabía sobre Timofeyev: la relación dependiente con Pasha Ivanov, las carreras parejas de ambos, la mala salud y el envenenamiento de los dos, la carta que Timofeyev había mencionado en la fiesta de beneficencia de Pasha, el hallazgo del cuerpo de Timofeyev en la Zona por parte de alguien que, según había informado el oficial de la milicia Karel Katamay, era un trapero del lugar. El paralelismo entre Ivanov y él resultaba obvio, salvo la muerte; eso era diferente. La única persona tan enferma como ellos, de la misma forma insólita, era Karel Katamay. La clave era Katamay, apenas un espectro en el bosque, u oculto en Pripyat cerca del teatro, al menos durante el día, mientras los hermanos Woropay trabajaban.

La tarea de Arkady consistía en pasar inadvertido hasta entonces; tenía que hacerlo, para eludir a Ozhogin. El coronel lo tomaría como la fuente más probable de información, y Arkady sospechaba que le gustaba recolectar informes. Había tomado la precaución de esconder su motocicleta detrás de una pila de leña en la parte trasera del dormitorio. A menos, por supuesto, que la llegada de Ozhogin fuera producto de su imaginación y la urgencia de las órdenes de Zurin no revelara más que entusiasmo por tener cerca a su investigador.

Mientras tanto, hidrataba al marchito Campbell con un vaso de agua y una ducha tibia; cualquier invitado decente habría hecho lo mismo.

Llamó Víctor.

—Tenías razón con respecto a la agencia de viajes. Anton y Galina compraron pasajes para Marruecos.

—¿Para cuándo? —Arkady se sentía culpable; se había olvidado de Anton por completo. Se paseó por la habitación, esquivando botellas vacías desparramadas por el piso. En el televisor, Liverpool seguía jugando contra Arsenal.

—Dos días. Intercepté a la agente de viajes cuando bajaba y la invité a tomar un café.

—¿Intentaste seducirla?

Con su flamante atuendo, el nuevo Víctor resultaba menos aterrador, sin duda, que el antiguo, pensó Arkady.

—Sí, intenté seducir a la agente. ¿Sabías que viajar suele ser más barato para dos personas que para una?

—Te estás poniendo muy sofisticado.

—Pero hay más. Estábamos tomando el café, la agente de viajes y yo, cuando salieron del edificio Anton y Galina. ¿Entiendes? Después de la agente. Así que seguramente fueron al consultorio de la dentista. Me pareció raro. ¿Dónde estaba la dentista?

—¿La doctora Levinson? —Liverpool no estaba muy inspirado. Arkady se decidió por Inglaterra contra Holanda. De la década de los noventa. Un clásico.

—Correcto. En el cartel de su oficina había un número de teléfono. Llamé y una voz informó que salía de vacaciones por un mes, a partir de mañana. Era una voz dulce, pero no educada, y apuesto a que pertenecía a nuestra encantadora Galina. Me preocupa la dentista.

—¿Por qué?

—¿Sabes adónde fue Anton cuando se marchó de acá? A un banco. Te pregunto: ¿desde cuándo Anton Obodovsky usa un banco legítimo? Lava dinero o compra diamantes. No hace fila como una persona normal en un banco común. Acá está pasando algo.

—¿Qué?

—No sé. Lo que sea, tengo la sensación de que, cuando él y Calina salgan para Marruecos, no van a dejar ningún cabo suelto. Si es así, Calina va a decepcionarme mucho.

—¿Dónde está Anton ahora? —preguntó Arkady.

Era el final del partido. Arkady se daba cuenta porque los fanáticos británicos destrozaban las barandas de la tribuna y se las arrojaban a la policía.

—La última vez que lo vi, él y Calina iban a toda velocidad por el lado del río en un Porsche convertible. Unos verdaderos tortolitos.

Haciendo sonar la bocina, un ómnibus se detuvo en el estadio y regurgitó policías holandeses protegidos con cascos y escudos.

Víctor continuó:

—Dicho sea de paso, tal vez tengas razón con respecto a Alex Gerasimov. O se cayó o saltó de un edificio de cuatro pisos una semana después de que el padre se voló la cabeza. Pero el hijo está vivo. ¿Está loco o es muy fuerte?

—Las dos cosas.

—¿Dónde está Bobby? —preguntó Víctor—. Tiene el teléfono apagado. ¿Qué está pasando allá? ¿Oigo fútbol?

Sólo Víctor interpretaría en forma correcta el ruido de un disturbio en un partido de fútbol. Pensó Arkady.

—Algo así. Consigue el número de teléfono de la casa de la dentista, sólo para oír su voz. Y si llama Zurin…

—¿Sí?

—Hace semanas que no hablas conmigo.

—Ojalá.

Arkady apagó el teléfono celular y rebobinó el casete hasta el punto donde llegaban los ómnibus de la policía. Sonó el teléfono. El identificador de llamadas mostraba un número local.

—¿Arkady? —era Eva.

Una pausa, mientras los fanáticos británicos arrojaban almohadones, botellas, monedas…

—Eva, creo que no comprendí bien tu relación con Alex.

—Arkady…

Un grupo de matones, semidesnudos y ostentando tatuajes con la bandera del Reino Unido, arrastraban hacia abajo a los hinchas locales y los pisoteaban con sus botas.

—Alex me contó que te fuiste a Moscú —dijo Eva.

—¿Y?

Una vez derribada, se podía patear a una víctima en varios puntos vitales. Algunos hooligans, británicos o rusos, eran unos virtuosos con las botas de punta de acero. Mientras tanto, la policía esquivaba la lluvia de objetos duros.

—Creí que te habías ido.

—Te equivocaste.

Irrumpía una multitud en la cancha, rompía el cordón policial e intentaba voltear un ómnibus.

—Oigo gritos. ¿Dónde estás, Arkady?

—No puedo decírtelo.

—¿No confías en mí?

Arkady dejó pasar la pregunta. El conductor del ómnibus había trabado las puertas, pero al hacerlo quedó atrapado adentro. Las ventanillas estallaban en pedazos de cristal.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Eva.

Los alborotadores, con los hombros contra el ómnibus, lo sacudían de un lado al otro. Las luces estaban encendidas. El conductor, que corría para atrás y para adelante, parecía una polilla en una lámpara oscilante.

—Si quieres ayudar —repuso Arkady—, puedes decirme qué hace Alex en Moscú cuando se va de acá. Eres amiga de él.

—¿De eso quieres hablar?

—¿Puedes ayudarme o no? ¿Qué hace un radioecólogo en Moscú para ganar dinero?

La policía formaba una cuña en el intento de salvar el ómnibus. Sin embargo, varios hooligans se habían apoderado de cascos y cachiporras y oponían una firme resistencia. Un policía, tomado como rehén, giraba de manera cómica entre golpes.

—¿Puedes ayudarme o no? —repitió Arkady.

¡Eeeeeeh! Volcaron el ómnibus entre gritos de alegría. Las figuras lo rodeaban en enjambre, pateando el parabrisas y sacando a la fuerza al conductor.

—No me lo pidas, por favor —respondió ella.

—¿Puedes ayudarme o no?

Un camión de agua para despejar el campo de juego llegó demasiado tarde. Mientras el chorro hacía retroceder a la multitud, la estampida cobraba la fuerza de la desesperación. Una segunda ola de cuerpos se abalanzaba sobre la cámara y la engullía.

—¿No? Qué lástima —Arkady cortó.

Las imágenes siguientes se habían grabado después: policías que recogían prendas en el estadio y las tribunas vacías, fotografiaban la escena, maniobraban una grúa para levantar el ómnibus volcado… Cerca había una ambulancia, por si se encontraba alguien debajo. La conversación con Eva dejaba entrever un dolor especial, mutuo, pensó Arkady. La había lastimado, por supuesto. También, al concluir la llamada y demostrar quién controlaba la situación, había renunciado a la posibilidad de escuchar. De esa manera podía disfrutar la profunda satisfacción de retorcerles el cuchillo en la llaga a dos personas a la vez. Era el tipo de dolor que se podía sentir para siempre. El ómnibus se tambaleó sobre las ruedas. No había ningún cuerpo debajo. La última toma era el resultado: O-O. Como si no hubiera pasado nada de nada.

Las grandes mentes dividían en categorías. Arkady puso el casete de Vanko y lo adelantó, luego lo rebobinó. El asunto, se dijo, era por qué la cámara había encontrado a Bobby entre todos los Hassidim. Al verlo varias veces se tornaba un poco más evidente, y no era una cuestión de edición. Si Vanko hubiera editado, habría cortado la toma torpe de su carrera a la tumba. Y el virtual primer plano de Bobby en la oración estaba demasiado a la vista. Hacia el final del casete, en la toma de la partida de los ómnibus, casi se veía cómo la cámara buscaba a Bobby. Fue cuadro por cuadro hasta que vio un reflejo en la puerta de vidrio, en que Vanko entregaba tarjetas profesionales. Si no estaba filmando Vanko, ¿quién? ¿Cuándo había cambiado de mano la cámara? ¿Antes del Kaddish? ¿O en un momento previo, antes de la visita a la tumba?

Oyó que frenaba un automóvil en el estacionamiento del dormitorio y varias personas se precipitaban hacia el vestíbulo de la planta baja. Una conversación rápida que incluía los tonos desconcertados de la encargada. Minutos después, unos pies pesados subieron corriendo las escaleras y se detuvieron delante de la puerta de aliado, en la habitación que había ocupado Arkady. Tintineó una llave y entraron. Sonaba como si alguien sacudiera el colchón y los cajones; luego volvieron a reunirse en el vestíbulo. El vigor de la incursión hizo sospechar a Arkady que eran los hombres de Ozhogin, más que la milicia.

Deslizó la cadena en la cerradura un instante antes de que alguien golpeara del otro lado.

—¿Renko? Renko, si está ahí, abra —era Ozhogin, lo que dio a Arkady la perversa satisfacción de saber que tenía razón. Al mismo tiempo, la puerta parecía endeble. Retrocedió. Oyó que la encargada avanzaba por el vestíbulo y mencionaba al inglés, tal vez agregando un gesto alusivo a la bebida. La mujer arañó la puerta y llamó a Campbell. Un puño golpeó con menos cortesía.

—Renko —dijo Ozhogin—, debería de haber llenado la solicitud. Le habríamos encontrado algún trabajo. Y ahora, mire a lo que hemos llegado.

La encargada intentó con una llave errada y se disculpó. Una llave era una formalidad; Arkady sabía con cuánta facilidad se hacía saltar una cerradura. De cualquier modo, ella tenía la llave; sólo era cuestión de que encontrara los anteojos.

—Aquí está —dijo.

Arkady sintió que había alguien detrás de él. Campbell había salido del baño. Se apareció en camiseta y calzoncillos, mojado como un pato. El profesor sacó el casete de Vanko de la videograbadora, lo reemplazó con uno marcado «Liverpool-Chelsea» y subió el volumen. En el camino de vuelta al baño tomó una botella que no estaba vacía del todo. Cuando la puerta se abrió de pronto hasta donde permitía la cadena, se detuvo para gritar por la abertura:

—¡Cierren esas putas bocazas!

Arkady no sabía si Ozhogin hablaba bien inglés o no, pero captó el mensaje. Se produjo un largo silencio, mientras el coronel decidía si romper la puerta y estrangular al inglés borracho. El instante pasó. Arkady oyó que Ozhogin y sus hombres se retiraban por el pasillo, conferenciaban y luego avanzaban con rapidez escaleras abajo, salían y subían al automóvil. Unos portazos y se marcharon.

Vieron pasar las horas a través de la persiana. Arkady sabía que debía dormir; también sabía que en cuanto cerrara los ojos volvería a la cabaña de Eva.

Llamó al refugio para niños y pidió hablar con Zhenya. Acudió Olga Andreevna.

—¿Por fin ha vuelto a Moscú? —preguntó.

—No.

—Usted es imposible. Pero por lo menos esta vez lo ha llamado usted, lo que ya es un adelanto. Ahora el grupo de Zhenya está en la clase de música, aunque la verdad es que él no canta. Espere.

Arkady se quedó sentado con el teléfono al oído durante diez minutos.

La directora volvió:

—Acá está.

Zhenya, por supuesto, no dijo nada.

—¿Te gusta la música? ¿Algún grupo en especial? ¿Has estado jugando al ajedrez? ¿Comes bien? —le preguntó Arkady. Recordaba películas de pioneros del vuelo, los que habían fracasado, con alas de fabricación humana, que corrían y aleteaban y jamás despegaban del suelo. Eso pasaba en la Tierra. Zhenya tenía una fuerza de gravedad igual a la del planeta Júpiter—. Acá, mi caso se resolverá pronto. Volveré y, si quieres, podemos ir a ver un partido de fútbol. O al parque Gorki —continuó. Si Arkady no hubiera conocido a Zhenya, no habría tenido ningún motivo para creer que el niño de veras existía. Sólo por probar, agregó—: Baba Yaga tiene un lobo.

Del otro lado, la respiración se aceleró de modo perceptible.

—El lobo vive en un bosque rojo con su esposa, una humana que quiere escaparse. No sabe si quiere comérsela o conservarla, pero sí sabe que devorará a cualquiera que intente ayudarla. De hecho, el bosque está cubierto de los huesos de los que lo intentaron y fracasaron. Quería que me aconsejaras si debo intentarlo o no. ¿Qué opinas? Tómate el tiempo que quieras. Piensa en todas las posibilidades, como en una partida de ajedrez. Cuando lo sepas, llámame. Mientras tanto, pórtate bien.

Cortó.

Liverpool vestía uniformes rojos; Chelsea, blancos. Llamó Zurin y Arkady no atendió. Percibía algo delante de él, que pendía y brillaba como una bola de espejos, pero cada vez que intentaba captarlo, desaparecía. O se iba brincando, como el duende islandés de un solo pie que únicamente se podía ver con el rabillo del ojo.

Vanko había comentado que Alex ganaba mucho dinero. En el vientre de la bestia, había dicho Alex. ¿A qué bestia se refería?, se preguntó Arkady.

Abrió el expediente. En la solicitud de empleo de NoviRus figuraba una página de Internet, dirección de correo electrónico y números de teléfono y fax.

Llamó al número telefónico y atendió una voz musical de mujer:

—Bienvenido a NoviRus. ¿Con qué sector quiere comunicarse? —Interpretación y traducción.

—¿Legal, internacional o seguridad?

—Seguridad —respondió. Jamás se lo habría imaginado.

—Aguarde, por favor.

Arkady esperó hasta que una voz brusca de hombre dijo:

—Seguridad.

—Quiero comunicarme con Alex Gerasimov.

Una pausa para marcar el nombre.

—Es la Sección de Accidentes.

—Correcto.

—Espere.

Un delantero del Liverpool hizo un gol, gracias a un mal pase que dejó en el limbo al arquero del Chelsea. Arkady había jugado fútbol en otros tiempos, como arquero. La vida del arquero oscilaba entre la ansiedad y el sufrimiento. De vez en cuando, sin embargo, surgía una atajada espectacular, inesperada, inmerecida.

—Accidentes —se oyó la voz de otro hombre, no tan militar.

—¿Alex Gerasimov?

—No. Regresa a sus tareas en dos semanas.

—¿Se ocupa de interpretación y traducción?

—Así es.

—¿Para la Sección de Accidentes?

—Así es.

—Iba a explicarme algo.

—Lo lamento, Alex no está. Yo soy Yegor.

Buena señal; un hombre que daba su nombre alentaba la conversación.

—Disculpe la molestia, Yegor, pero Alex iba a hablarme del empleo.

Arkady oyó un rumor de papeles, como al dejar de lado un periódico.

—¿Le interesa?

—Mucho.

—¿Ya habló con la gente de Empleos?

—Sí, pero ya sabe cómo es, nunca le muestran las cosas como son. Eso era lo que iba a decirme Alex.

—Puedo decírselo yo.

Yegor le explicó que NoviRus ofrecía seguridad física a clientes rusos y extranjeros en la forma habitual de guardaespaldas y automóviles de custodia. A los clientes extranjeros les ofrecían intérpretes de turno que podían ir al lugar de un accidente de tránsito o un incidente con participación de la policía o cualquier emergencia donde su presencia pudiera resolver un malentendido peligroso o costoso, a menudo con prostitutas, para lo cual había unos fondos discrecionales. Los intérpretes debían contar con educación universitaria, buena presencia y dominio de dos idiomas extranjeros. Trabajaban un turno de veinticuatro horas cada tres días y se les pagaban generosos diez dólares la hora, una tarifa perfecta para un trabajo de tiempo parcial. Lo que la gente de Empleos no les decía a los postulantes era que el turno de veinticuatro horas solía pasarse ya sea corriendo por toda Moscú, de un escándalo a otro, o yendo a ninguna parte, lo que significaba un día y una noche en una habitación del sótano no más grande que un armario, con tres catres, un perchero y un mini bar. A los intérpretes, les habían prometido aposentos de verdad, pero todavía los ubicaban detrás de vigilancia que, en virtud de todas las pantallas que supervisaba ese sector, ocupaba un cuarto del piso.

—Lo que me dijo Alex me pareció un poco mejor —comentó Arkady.

—Alex controla el lugar. Hace tiempo que trabaja acá. Conoce a todos y entra y sale de todas partes.

—¿Diez dólares la hora? —Arkady calculó que debía de ser unas cinco veces más de lo que ganaba un investigador como él—. Eso tapa un montón de pecados. ¿Usted estaba de turno el día que murió Pasha Ivanov?

—No.

—Pero Alex sí, ¿no?

—Sí. ¿Cómo me dijo que se llamaba?

Arkady colgó. El partido iba poniéndose interesante. A un minuto del final, el Chelsea jugaba con un hombre menos, pero intentaba un empate y hacía tiro de córner tras tiro de córner para tratar de ganar. El arquero se acomodó bien los guantes y se ubicó en diagonal a un paso del arco. Campbell había salido del baño para mirar. Uniformes rojos y blancos se abrían paso a codazos para ocupar sus posiciones mientras la pelota se elevaba del córner y avanzaba en curva hacia la meta. Los jugadores se apiñaban y se estiraban dolorosamente. El arquero cumplía, las manos en alto para interceptar. Con movimientos rápidos para un borracho, el profesor llegó hasta la videograbadora y presionó STOP. Los jugadores quedaron colgando en el aire.

—No puedo verlo. No lo miraré otra vez. Es un sufrimiento anunciado, una tortura. Por mí, pueden pudrirse por toda la eternidad. ¿A quién le importa? ¿Sabes lo que pasa? ¿Lo sabes? —dijo. Exhausto, Campbell se desplomó en la cama y se desmayó.

No, pensó Arkady, no lo sabía. A esas alturas Bobby Hoffman seguramente estaba a mitad de camino hacia Chipre o Malta. Anton estaría amenazando a alguien o comprando maletas del mismo juego con Calina. Y ya había oscurecido bastante para que Arkady se pusiera en movimiento.

Sonó el teléfono celular. Eva. Estaba por atender, cuando volvió a desbordarlo una imagen de ella y Alex. Eva apretada contra la pared. El ruido de los frascos de perfume que rodaban por la cómoda y caían. Arkady recordaba los ojos de ella, la mirada de una mujer que se aferra al remolino mientras se ahoga. Todavía no podía atender.

Otra llamada. De Bela. Ésa si la atendió, porque le vendría bien una buena noticia, pero Bela le informó:

—Estamos en la planta de energía, en el sarcófago. Íbamos al puesto de control, pero el gordo cambió de parecer.

—¿Por qué fuiste a la planta de energía? ¿Por qué accediste?

La voz de Bela se volvió casi un susurro:

—Me ofreció mucho dinero.

Arkady recorrió los primeros kilómetros por caminos de tierra, atravesando aldeas negras para ver si alguien lo seguía, y luego llevó la motocicleta a la autopista. Estaba despejada. Ozhogin se concentraría en la ruta del sur, hacia Kiev, no en la que iba hacia el centro de la Zona. No había manera de evitar el puesto de control cercano a la estación de energía, pero le hicieron señas de que podía pasar. Se había convertido en una figura familiar, el investigador excéntrico que merodeaba por Pripyat. En general ingresaba por la entrada de la estación; esta vez apagó las luces de la moto. En la oscuridad había débiles indicios de torres y cables de alta tensión, vías y travesaños de tren. La oficina principal de la estación era una especie de caja de vidrio lo bastante grande como para recordarle que el complejo se había diseñado para un total de ocho reactores, el mayor del mundo. No vio ni una luz en el edificio, salvo el resplandor de un reloj digital encima de la puerta principal: 20:48.

Una motocicleta Uralmoto no era una máquina silenciosa, así que Arkady esperaba ver el haz de una linterna u oír la voz de alto de un guardia. Ómnibus veía, pero no automóviles ni camionetas. Cruzó el estacionamiento hasta una hilera de laboratorios y vio tantos carteles de radiación y de advertencia que lo convencieron de volver a encender las luces. Dio una vuelta en U en un callejón sin salida de volquetes rebosantes de bolsas marcadas con la inscripción «DESPERDICIOS TÓXICOS», ignoró un cartel que decía «SÓLO PERSONAL AUTORIZADO», como haría cualquier ruso en cualquier parte, y siguió una cerca de alambre coronada con alambres de púa. Más cercas y alambres a derecha e izquierda lo guiaron hasta un cartel que decía «NO ENTRE – INFORME AL GUARDIA ANTES DE PROCEDER – ¿TIENE PUESTA SU IDENTIFICACIÓN DE RADIACIÓN?». Siguió adelante y encontró un camino de acceso donde se hallaba estacionada la camioneta de Bela ante un portón de acero. Un cartel en inglés decía «STOP». Bela estaba en la camioneta. Bobby Hoffman y Yakov se hallaban de pie en medio del camino frente a un muro de seguridad cubierto con brillantes rollos de alambre de púa. Todos llevaban kipá y un chal con borlas. Arkady no entendía lo que decían, aunque se mecían de atrás para adelante al ritmo de las palabras.

Del otro lado del muro había otra pared cubierta de alambre y, cincuenta metros más allá, el sarcófago, tan manchado y enorme como una catedral sin ventanas o un monolito en el desierto. Una grúa y un cañón de chimenea se alzaban por encima del sarcófago, pero en comparación con éste eran insignificantes. Conectado al sarcófago estaba el más presentable Reactor Dos, que no se veía. El sarcófago se elevaba aparte, solo, vivo.

Bela bajó de la camioneta.

—Esto es lo más cerca que pudimos llegar.

Arkady no necesitaba encender el dosímetro; sentía que le picaba la piel.

—Es bastante cerca. ¿Por qué han venido?

—El gordo insistió.

—¿El viejo no intentó convencerlo de no venir?

—¿Yakov? Parecía que se lo esperaba. Aguardaron hasta que anocheciera, para que fuera más seguro. Parece que tiene un montón de nombres. No me dijiste que eran fugitivos.

—¿Importa?

—Aumenta el precio.

Arkady miró a su alrededor.

—¿Dónde están los guardias?

Bela señaló un par de piernas que salían de la sombra del portón.

—Sólo un vigía. Le di un poco de vodka.

—Siempre estás preparado.

—Sí.

Era el turno de noche, pensó Arkady. No había empleados de oficina ni obreros de construcción. Un personal mínimo podía mantener los tres reactores clausurados, y en el sarcófago no entraba nadie. En la cuadrícula del poder, la estación de Chernóbil era un agujero negro, un depósito de combustible usado en un país en bancarrota. ¿Cuántos guardias habría?

La salmodia no era tan fuerte como para que se la oyera de lejos. La voz de Bobby era un susurro; la de Yakov, profunda y gastada. Arkady reconoció el Kaddish, la oración de los muertos. Las voces de ambos se superponían, se separaban y volvían a unirse.

—¿Cuánto hace que están haciendo esto?

—Media hora, por lo menos. Cuando te llamé.

—El resto del tiempo… ¿qué hicieron durante todo el día?

—Los llevé al bosque. Les busqué una colina con buena recepción telefónica. El gordo llamó y arregló cosas.

—¿Qué cosas?

—Bielorrusia queda a pocos kilómetros al norte. Tus amigos tienen visas y un automóvil que los espera. Tienen todas las jugadas planeadas.

—Como en una partida de ajedrez.

—Así es. Como en el ajedrez.

Salvo que, si lo hacían por Pasha, era demasiado tarde, pensó Arkady. Sabía que Bobby y Yakov lo habían manipulado, pero no le molestaba. Eran artistas del escape; ¿qué otra cosa podían hacer?

—¿Pero te permitieron llamarme?

—Me lo sugirió Yakov.

Debieron fugarse a Minsk, puerta hacia el mundo, en lugar de quedarse delante del esqueleto corrompido de un desastre nuclear, meciéndose como metrónomos humanos y entonando los mismos versos una y otra vez: «Ose sholom himromov hu yaase sholom». Cuando terminaban la oración, simplemente la empezaban otra vez. Arkady se dijo que debería haber anticipado lo que harían. ¿Bobby habría recorrido tantos kilómetros para volver a fracasar? ¿No era el resultado lógico, inevitable, lo supiera Bobby en forma consciente o no? ¿O Yakov, como un ángel negro, se ocupaba de mantener a Bobby lejos del infierno?

Arkady avanzó hacia ellos. Cada paso que daba acercaba más el sarcófago, también, como si estuviera esperando la hora precisa para saltar el muro; una imagen dura de enfrentar sin una plegaria. Yakov reconoció la presencia de Arkady con un brevísimo gesto de la cabeza, para indicarle que no se preocupara, que él y Bobby se encontraban bien. Bobby aferraba una lista de nombres que Arkady alcanzaba a ver gracias a una luna naciente que derramaba luz sobre el terreno de la estación. Tal vez Bobby y Yakov habían planeado bien las cosas y tenido suerte, pero cada minuto transcurrido en la planta de energía era un riesgo, y la lista de nombres parecía larga. Arkady recordó que Eva le había dicho que una lista completa llegaría a la luna. Pensar en cómo había rechazado a Eva a sangre fría lo hizo dar un respingo. Se le cruzó por la mente que cuando ella más lo necesitaba él la había abandonado, y que había cometido un error irreparable.