Arkady encontró a Bobby Hoffman sentado con un farol en el jardín de atrás, rodeado de rosales salvajes y cañas espinosas que tendían sus ramas en la oscuridad. Alguien había puesto alguna vez unas colmenas en el jardín, y todavía prosperaba una colonia de abejas; una docena habían salido atraídas por la luz, a pesar de la hora. Bobby dejó que una le caminara por el dorso de una mano a la otra y alrededor de los dedos como un truco con una moneda. Otras deambulaban por su sombrero.
—Mi padre criaba abejas en Long Island. Era su pasatiempo. A veces se ponía máscara de apicultor, pero en general no. En los inviernos fríos llevaba las colmenas a Florida. Me encantaba ese viaje. Cigarro apagado en la comisura de la boca. No lo encendía nunca cuando estaba con las abejas. Los vecinos se quejaban. «Señor Hoffman, ¿y si pican?» Mi padre contestaba: «¿Le gustan las flores, le gustan las manzanas, le gustan los duraznos? Entonces aguante a las putas abejas». Un año, sólo para hacer prevalecer su punto de vista, me mandó por el barrio a cobrarle dinero a la gente, según la cantidad de flores y árboles frutales que tenían, como si fuera nuestro derecho cobrarles una especie de impuesto… Yo también cambié. A los trece años hice el bar-mitzvan, y mi padre me llevó al Copa, un club. Lo conocían todos. Hizo que una de las coristas se sentara en mi falda, y le regaló un broche con forma de abeja, con ojos de diamante. Todo lo hacía con exageración. Si le caías bien, adentro. Si no, olvídalo. En uno de nuestros paseos al sur, un par de idiotas del lugar vieron la placa de nuestro automóvil y preguntaron si yo era un niño judío de Nueva York. Mi padre casi los mata a golpes. El gerente del hotel tuvo que separarlo. Eso era lealtad. La primera vez que vi a Pasha, le dije: «Por Dios, es el viejo».
—Tenemos que irnos —dijo Arkady.
—El viejo era íntimo de los irlandeses. Lo creían irlandés porque tomaba y cantaba y peleaba. ¿Mujeres? Como abejas. Mi madre le decía: «¿Así que has estado con tus shiksa Ho’ans?». Era muy religiosa. Lo gracioso es que él también era estricto en cuanto a mi educación en una escuela judía religiosa. Me decía: «Hijo, lo que hace especiales a los judíos es que no sólo adoramos a Dios sino que tenemos un contrato escrito con él. Es la Torá. Si entiendes la letra pequeña de la Torá, puedes entender la letra pequeña de cualquier cosa».
—Dígaselo de nuevo —lo urgió Yakov. Estaba vigilando la calle.
Arkady informó:
—Me llamó el fiscal Zurin para darme la orden de regresar a Moscú. Lo ponía contento la idea de mantenerme acá para siempre, así que se me ocurre una sola razón para que me llame tan de repente: el coronel Ozhogin viene para acá.
—¿Recuerdas al simpático policía? —dijo Yakov.
—¿El capitán Marchenko, en el café? —le recordó Arkady a Bobby—. El que quería saber a qué te dedicabas, ¿recuerdas? Creo que se le encendió la lamparita. Me parece que llamó a Ozhogin y, a juzgar por la urgencia en la voz de Zurin, Ozhogin debe de haber requisado un jet de la empresa para venir a buscarte. No a arrestarte; para eso me habrían dejado acá.
—¿Quiere darle una paliza a Bobby? —preguntó Yakov—. Podemos dejar que agarre a Bobby unos diez minutos. Un poco de dolor.
Bobby rió despacio, como para no molestar a las abejas que paseaban por su sombrero.
—No habrá tomado un avión desde Moscú sólo para jugar diez minutos a «Apalear al judío».
—No será sólo castigo… —contestó Arkady—. También está la amenaza a NoviRus mientras andes suelto.
Bobby se encogió de hombros, y Arkady pensó que, día tras día, Bobby se había vuelto cada vez más flemático.
—No son más que conjeturas de tu parte —dijo Bobby—. No tienes ninguna prueba de que el coronel viene para acá.
—¿Quieres esperar para averiguarlo? Si me equivoco, sales de la Zona un día antes. Si estoy en lo cierto y te quedas, no vas a durar ni un día. ¿Qué ha sido del antiguo Bobby Hoffman escurridizo?
—Se cansó.
—¿Qué le pasó a tu padre? —preguntó Yakov.
—La cárcel lo mató. Los federales lo mandaron adentro sólo para que delatara a sus socios. Él era un individuo leal, y no nombró a nadie, así que le daban cada vez más años. Seis años adentro; tenía diabetes y mala circulación. ¿Pero tratamiento médico decente? Empezaron a cortarlo, primero una pierna y después la otra. Agarraron a un hombre alto, como mi padre, y lo convirtieron en un enano. Las últimas palabras que me dijo fueron: «Nunca dejes que te metan adentro, o volveré de la tumba para cagarte a patadas». Cuando pienso en él recuerdo cómo era antes de que lo mandaran adentro, y cada vez que veo una abeja sé lo que estaría pensando el viejo: ¿Adónde va ese bichito? ¿A una flor de manzano? ¿A un peral? ¿O sólo anda zumbando al sol?
—Pero no está esperando que alguien lo pise —contestó Arkady.
Bobby parpadeó.
—Touché.
—Hora de irse, Bobby.
—¿En más de un sentido? —dijo, con una sonrisa triste, pero alerta.
—El dormitorio. Es un trayecto corto y está oscuro.
—¿No vamos en el auto?
—No. No creo que tu auto pueda pasar por un puesto de control en este momento.
—¿Ozhogin llamó para avisar?
—Ozhogin quiere encontrarte acá cuando llegue.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué ganas tú?
—Un poco de ayuda.
—Un quid pro quo: También algo para ti.
—Correcto. Hay algo que quiero ver.
Bobby asintió. Con delicadeza sopló la abeja de sus dedos, se puso de pie y se sacó las abejas de la chaqueta, se quitó el sombrero y, con suaves soplidos, las hizo volar del ala.
Arkady llevó a Bobby y Yakov hasta la habitación contigua; oyó las vagas aclamaciones de un estadio alborotado, y golpeó.
Como no respondió nadie, con la tarjeta telefónica que le había dado Víctor hizo saltar el cerrojo. El profesor Campbell estaba sentado en una silla, los ojos cerrados y la cabeza caída sobre el pecho, tieso como una momia, una botella vacía a sus pies. Los envases vacíos sobre el escritorio reflejaban la luz mortecina del televisor, donde se veía un partido de fútbol y una multitud que se balanceaba y cantaba su himno de batalla.
Arkady escuchó la respiración de Campbell, que era profunda y olía casi a combustible.
—¿Muerto o borracho? —preguntó Bobby.
—Parece estar bien —respondió Yakov.
—¿No podías robar un uniforme más grande? Me siento como una gallina atada.
Bobby se acomodó en una silla junto a Campbell, a mirar el partido. Era un casete de dos equipos británicos que jugaban fútbol al estilo guerra de trincheras, despojado de las florituras latinas. Arkady dudaba mucho que Bobby Hoffman fuera un fanático del fútbol; era más bien como si supiera lo que venía. Arkady sacó el casete.
—¿Hay béisbol? —preguntó Bobby.
—Tengo esto —Arkady puso el casete de Vanko en la videograbadora y oprimió el botón PLAY.
Chernóbil, día, exteriores: la esquina del café, comedor y dormitorio común, tomados con una cámara de mano. Para ambientar, un monumento a los bomberos, una estatua de Lenin sacando pecho, árboles recubiertos del verde intenso de principios de primavera. Una telefoto de un ómnibus que se aproximaba subiendo y bajando por un camino sinuoso, y se sumaba a una larga fila de vehículos. Salto a ómnibus estacionados en la playa del dormitorio y cientos de hombres de barba, a primera vista idénticos, con sus trajes y sombreros negros, desembarcando y pululando. Al mirar con atención, se veía que eran de todas las edades, incluidos jóvenes con rizos a los costados de la cara. Y un ómnibus separado de mujeres, con pañuelos en la cabeza. Un par de milicianos con la expresión hosca de los desposeídos. Un primer plano del capitán. Marchenko, estrechando la mano y dando la bienvenida a un hombre cuya barba le ocultaba la expresión.
—Esto lo grabó Vanko el año pasado —comentó Arkady.
Una marcha desorganizada —acompañada por un murmullo en hebreo e inglés estadounidense— llenaba la calle y ocupaba la acera, tratando de no adelantarse mucho a los patriarcas de barba que se desparramaban como seda deshilachada. Venían de Nueva York e Israel, dijo Yakov; allí era donde estaban ahora los judíos de Chernóbil. Un breve borrón mientras Vanko corría adelante con la cámara encendida. Corte al búnker de la tumba del rabino. El rabino Nahum de Chernóbil, dijo Yakov. Un gran hombre, de los que veían a Dios en todas partes. Los visitantes miraban a un anciano que se sacaba con dedos artríticos los zapatos y entraba. Yakov aclaró que una de las tumbas era del rabino Nahum, y la otra, de su nieto, también rabino. Arkady recordaba el poco espacio que había en el sepulcro, y sin embargo parecía tragar a hombre tras hombre, todos descalzos y con el aspecto de estar caminando en el aire. Un plano de la multitud extática, y allí estaba, en el borde, Bobby Hoffman, con su traje y su sombrero, pero sin barba que ocultara su expresión de sufrimiento.
Arkady se preguntó si algún rabino, vivo o muerto, podría cumplir con las expectativas de las personas que esperaban su turno para entrar. Muchos llevaban cartas, y él sabía lo que pedían: salud para los enfermos, descanso para los agonizantes, seguridad para el tirabombas suicida. Arkady puso el casete en cámara lenta para captar a Bobby, saliendo de la fila cuando se hallaba a punto de entrar. Para todos los demás era un curioso esparcimiento, como si estuvieran jugando en el regazo del abuelo. Los hombres cantaban y bailaban, las manos en los hombros del de adelante, serpenteando de un lado a otro de la calle. Bobby se mantenía aparte y se movía sólo para esquivar la cámara. Cuando la gente desenvolvió sándwiches y se puso a comer, Bobby desapareció. Vanko enfocaba más baile, las continuas visitas a la tumba, luego una oración que rezaba una larga fila de hombres de pie frente al río.
El graznido de la voz de Yakov se volvió sonoro:
–Y’hay sh’ma! raho m’vorah, I’olam ulolma! Jolma! Jo —tradujo—: Bendito y alabado, glorificado y exaltado, ensalzado y honrado, adorado y loado sea el nombre del Sagrado, bendito sea. —Agregó—: El Kaddish, la oración de los muertos.
La cámara mostraba a Bobby con los labios cerrados. Luego los ómnibus volvían a llenarse, formaban un convoy y emprendían el viaje de regreso a Kiev. En la habitación, Bobby dejó caer la cabeza en las manos.
—¿Por qué viniste el año pasado, Bobby? —preguntó Arkady—. No visitaste la tumba ni cantaste ni bailaste ni rezaste. Me dijiste que viniste a investigar el procesamiento de combustible para reactores, y por cierto no hiciste eso. Llegaste en el ómnibus y te fuiste en el ómnibus, pero no hiciste nada. Entonces, ¿por qué viniste?
Bobby alzó la vista, los ojos rojos y húmedos.
—Me lo pidió Pasha.
—¿Que visitaras la tumba? —preguntó Arkady.
—No. Lo único que quería era que yo rezara, que dijera el Kaddish. Le dije que yo no hacía esas cosas. Pasha me contestó: «Ve, lo harás». Insistió tanto que no pude decirle que no. Pero llegué acá y no me importó. No pude.
—¿Por qué?
—No recé por mi padre. Murió en la cárcel, pero quería un Kaddish, en especial de mí, sólo que yo ya era un fugitivo debido a una permuta de acciones. Nada importante. La cosa es que lo eché a perder. ¿Y qué cuernos de bueno hizo Dios por mi padre, además? La mitad de la vida en la cárcel, una enfermedad que le hizo perder medio cuerpo, mi madre por esposa y yo por hijo. Así que renuncié a todo esto. Simplemente no lo hago.
—¿Qué le dijiste a Pasha cuando volviste a Moscú?
—Mentí. El único favor que me pidió en su vida, y lo engañé. Y él lo sabía.
—¿Por qué te eligió a ti?
—¿Y quién podía ser? Yo era su hombre de confianza. Además, una vez le dije que de niño había ido a una escuela religiosa. Yo, Bobby Hoffman. ¿Puedes creerlo?
Antes de que las emociones acabaran con Bobby, Arkady quería aclarar los hechos.
—¿Los hombres frente al río estaban rezando el Kaddish por los judíos asesinados en el pogromo?
Bobby hizo, apenas, un gesto afirmativo.
—¿Y para eso te envió Pasha desde Moscú? —continuó Arkady.
—Tenía que ser Chernóbil.
—Para rezar aquí una oración por las víctimas del pogromo.
Eso, al menos, quedaba claro. Bobby se rió:
—No entiendes. Pasha quería un Kaddish por Chernóbil, por las víctimas del accidente.
—¿Por qué?
—No me lo dijo, a pesar de que le pregunté. Y cuando volví a Moscú, nunca volvió a mencionarlo. Pasaron varios meses, y al parecer no hubo daños, pero entonces Pasha se tiró por la ventana, y Timofeyev vino acá y le cortaron la garganta.
Bueno, ya se anunciaban los problemas, pensó Arkady. Aislamiento, paranoia, hemorragias nasales.
Bobby continuó:
—No sé por qué, pero no puedo dejar de pensar que si hubiera rezado cuando Pasha me lo pidió, hoy él y Timofeyev estarían vivos.
—¿Había alguien vigilándote? —preguntó Arkady.
—¿Quién iba a vigilarme?
—La cámara.
—¿Crees que hubiera importado? —replicó Bobby.
—No sé.
Por compasión, Arkady cambió el casete y fue al vestíbulo con Yakov.
—Muy astuto —comentó Yakov. Los ojos le brillaban a la luz de la luna.
—La verdad, no. Creo que Bobby ha tratado de decimos esto desde su llegada. Quizá por eso vino.
—Ahora que lo ha hecho, ¿se le ocurre a usted alguna forma de sacarnos de acá?
Arkady consideró la personalidad de Bela.
—Confiable pero codicioso. ¿Cuánto dinero tiene usted?
—Lo que él quiera, si llegamos a Kiev. Aquí, ahora, tal vez unos quinientos dólares.
—No es mucho.
—Es lo que nos ha quedado.
No bastaba, pensó Arkady, y dijo:
—Entonces tendrá que alcanzar. Mantenga a Bobby lo más callado posible y quítele los zapatos. Deje el televisor encendido; mientras la encargada crea que está acá, no entrará.
—¿Conoce a Ozhogin?
—Un poco. Primero vigilará su auto y la casa. Después saldrá al descubierto. Es más espía que militar; le gusta actuar solo. Tal vez traiga dos o tres hombres. Lo único que querrá de Marchenko es que mantenga cerrado el puesto de control. Cuando usted se vaya, lo seguiré.
—No. Yo también actúo solo.
—No conoce al coronel Ozhogin.
—He conocido a cien Ozhogins —Yakov respiró hondo. Afuera, las siluetas de los árboles más altos comenzaban a insinuarse en la noche. Se oyó el primer canto de un pájaro—. Qué día. El rabino Nahum afirmaba que ningún hombre estaba más allá de la redención. Decía que la redención ya existía antes de la creación del mundo; tan importante es la redención. Nadie puede quitártela.
Arkady entró en su habitación y empacó, aunque sólo fuera para dar la impresión de que se iba y obedecía las órdenes. Su vida —notas del caso y ropa— cabía en una pequeña maleta y un bolso marinero con espacio de sobra. Había vuelos a Moscú durante todo el día.
Tenía opciones. Debería cambiarse la ropa camuflada, atar la maleta y el bolso al guardabarros posterior de la motocicleta y parecer cualquier empleado de oficina que salía temprano rumbo a la ciudad. Si corría, aún podría tomar un avión y llegar al despacho del fiscal al mediodía. ¿Qué le asignaría Zurin a continuación? ¿Había algún cargo para un investigador recién salido del permafrost, el suelo helado? Decían que la gente del Círculo Polar Ártico estaba llena de vida. Eso le causaba risa.
Reparó, en la parte superior de su carpeta, en la solicitud de empleo de NoviRus. Le sorprendió ver que todavía la conservaba. Consideró las posibilidades. ¿Bancos? ¿Corretaje de Bolsa? ¿Seguridad o habilidades para el combate? No le elevó mucho la autoestima el hecho de darse cuenta de que no poseía ningún talento comercializable. Hubiese querido empezar la noche de nuevo, comenzando por la llamada de Zurin, y aclararle a Eva lo que estaba haciendo. No se iba, sólo ayudaba a un delincuente a escapar de la Zona. ¿Se sentiría mejor?
Cuando llegó Arkady, Bela ya estaba levantado, tomando un café frente a CNN.
—Siempre me gustar saber qué clima hace en Tailandia. Me imagino escuchando la lluvia suave mientras unas mujeres tailandesas me caminan por la espalda, masajeándola con los dedos de sus pies.
—¿No rusas con botas?
—Es otra historia muy diferente. No necesariamente mala. No juzgo a nadie. Es más, siempre me gustaron esas estatuas soviéticas de mujeres de grandes bíceps y tetas minúsculas.
—Has estado acá demasiado tiempo, Bela.
—Me tomo mis descansos. Consulto al médico. Camino por el depósito todos los días. Es una caminata de diez kilómetros.
—Caminemos —propuso Arkady.
Las dimensiones del depósito se apreciaban mejor a pie. Al despuntar el sol por el horizonte, los cañones en la sombra se convertían en las prolijas hileras de una necrópolis. Las filas interminables de vehículos contaminados evocaban los cientos de miles de soldados que habían cavado, destruido y quemado desperdicios radiactivos. Los camiones estaban allí; ¿dónde estaban los hombres?, se preguntó Arkady. Nadie les había seguido la pista.
—Dos pasajeros —dijo Arkady—. Los sacas de acá como a tus clientes habituales.
—Pero no son clientes habituales. Las cosas fuera de lo común me ponen nervioso.
—¿Vender repuestos radiactivos es común?
–Levemente radiactivos.
—Vete mientras puedas.
—Podría, sí. Debería estar disfrutando de los beneficios de mi trabajo, no viviendo en un cementerio. La situación con el capitán Marchenko se ha vuelto intolerable; el desgraciado vive tratando de hacerme echar.
—¿Alguna vez revisa tu camioneta?
—¡Que se atreva! Tengo más amigos arriba que él, porque soy generoso y reparto el dinero. Si lo piensas bien, acá tengo un negocio montado. Soy el único de la Zona con un buen negocio en marcha. Estoy bien situado.
—Estás situado en medio de un basural radiactivo.
Bela se encogió de hombros.
—¿Por qué debería poner esto en peligro por dos hombres a los que no conozco?
—Por quinientos dólares que no deberás repartir.
—¿Quinientos? Si llamaras un taxi desde Kiev, te cobraría ida y vuelta, por dos personas, más equipaje, unos cien dólares, fácil. Y además no podría pasar el puesto de control.
—¿Qué trasladas hoy?
—Un motor. Tengo una camioneta especialmente equipada, con asientos para los clientes.
—Entonces te acompañarán dos clientes, como de costumbre.
—Pero intuyo desesperación. Desesperación significa riesgo, y riesgo significa dinero. Mil cada uno.
—Quinientos por los dos. Tú vas de todos modos. La verdadera pregunta es por qué volverías.
Bela abrió los brazos. Tintinearon sus cadenas y medallas.
—Mira esto. Tengo miles de repuestos para vender.
—Porque se te está cayendo el pelo. Mírate en el espejo. Bela se tocó el nacimiento del cabello.
—Qué bromista. Por un segundo te creí.
Arkady se encogió de hombros.
—¿Y tu virilidad es normal?
—¡Sí!
—Quinientos por el transporte de dos hombres a Kiev, por un servicio que en general brindas gratis. La mitad al partir y la mitad al llegar, y sales de inmediato.
—¿De inmediato? Estamos preparando el motor, pero no está listo —Bela miró de reojo el espejo lateral de un automóvil.
—¿Sequedad en la boca?
—Es el polvo; el viento lo levanta siempre.
—No eres tan tonto como para creer eso. Todos rotan acá, menos tú. No quiero verte con una bolsa de dinero en una mano y un tubo intravenoso en la otra.
—No me des sermones. Hace años que estoy acá, mucho antes de que te aparecieras, amigo mío —Bela se sacudió las mangas para quitarse el polvo.
—A eso me refería, precisamente.
—¡Cambio de tema!
Doblaron por la esquina hacia una avenida de camiones pesados. En cien ventanillas se reflejaba un sol naranja disociado del suelo, del mismo modo en que una gota de lluvia cae y se dispersa, pero al revés. Hacia la mitad de la hilera había una lluvia de chispas.
—Quinientos —Bela volvió a tocarse el cabello.
—Detesto regatear —dijo Arkady—. ¿Por qué no hacemos lo siguiente? Limpia tu cepillo y cepíllate el cabello. Empezaremos con cinco mil. No, empezaremos con diez mil, y por cada pelo nuevo en el cepillo, restamos mil.
—No me quedaría nada de dinero.
—Y todavía no hemos mencionado que estás vendiendo mercadería del Estado en forma ilegal.
—Es radiactiva.
—Bela, eso no es un atenuante.
—¿Ya ti qué te importa? Es mercadería ucraniana. Tú eres ruso.
—Clausuraré tu local.
—Confié en ti.
—No es nada personal.
—Quinientos.
—Hecho.
Para impedir que sacaran los motores más peligrosos, habían soldado los capos de algunos camiones. El soldador de Bela, de máscara y overol lleno de grasa, estaba cortando uno con una antorcha de acetileno. Había cerca una eslinga y una grúa para levantar el motor; después el soldador volvería a sellar el capó. Era un sistema perfecto. Arkady miró su dosímetro. El conteo marcaba el doble de lo normal. Bueno, ¿qué era normal?
Animado por la negociación exitosa y la euforia de haber pasado la noche sin dormir, Arkady se desvió. En lugar de regresar directamente al dormitorio, fue a la cabaña de Eva a explicarle que, aunque debía presentarse en Moscú, en uno o dos días podía volver por su cuenta. Incluso si no le permitían ingresar otra vez en la Zona, ambos podían encontrarse en Kiev. Ella era difícil. Él era difícil. Podían ser difíciles juntos. Podían intentar «forjar el glorioso futuro», como solían decir las pancartas. O pelear y separarse, como todos los demás. Se imaginaba por adelantado toda la conversación.
Al llegar a la cabaña en la motocicleta, vio la Toyota de Alex estacionada en el garaje, y mientras avanzaba hacia la puerta metálica oyó un rumor de pies en el interior. Algo en el sonido le impidió entrar de inmediato. No se veía a nadie en la habitación de adelante; nadie tocaba el piano ni revisaba los papeles del escritorio. No oyó verdadera conversación: pero sí, en cambio, un gemido y un ruido como de pies arrastrados.
Arkady fue a la ventana del dormitorio, y allí pudo ver a Alex y Eva. Estaban de pie, juntos. Ella tenía la bata abierta, y él la apretaba contra una cómoda, con los pantalones bajos, las nalgas entrando y saliendo. Eva lo ceñía floja como una muñeca de trapo, los brazos alrededor del cuello, mientras Alex la penetraba y cubría su boca con la suya. ¿Era ésa la mágica pista de baile de la noche anterior?, se preguntó Arkady. Un cambio de pareja, obviamente. Mientras Alex la tomaba del cabello y le echaba la cabeza hacia atrás para besarla, Eva vio a Arkady por la ventana. Con una mano le hizo señas de que se fuera. De la cómoda, con los empujones, caían cepillos, fotos y frascos de perfume. Alex vio a Arkady en el espejo de la cómoda y con más vigor levantó a Eva con sus arremetidas. Mientras se balanceaba, Eva miraba lánguida a Arkady. Él esperaba una señal, pero ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro de Alex.
Arkady regresó a la motocicleta con paso tambaleante, sintiéndose estúpido y avergonzado. Era demasiado temprano para lidiar con todo eso. En apariencia, Eva no esperaba que él volviera. Aun así, para él, resultaba un poco súbito. Y parecía dar a entender una despedida. Sintió que lo invadía la furia, aunque no sabía con certeza contra quién. Por eso, comprendió, las rencillas domésticas terminaban tan mal.
Alex salió por la puerta metálica de la cabaña, metiéndose la camisa en los pantalones y abrochándose el cinturón: el hombre de la casa que se topaba con una visita inesperada.
—Ay, pobre Renko, lo conocí bien… Lamento que nos haya sorprendido así. Sé que es doloroso.
—No sabía que estarías acá.
—Pensé que te habías ido. De todos modos, ¿por qué no? Ella todavía es mi esposa.
—¿La violaste?
—No.
—¿Hubo resistencia?
—No. Ya que preguntas —Alex miró hacia la cabaña—. Fue muy bueno. Me sentí como en casa.
Arkady fue hasta la puerta de la cabaña. Cuando llegó al primer escalón, Eva echó el cerrojo a la puerta metálica y retrocedió al centro del saloncito.
—Lo superará —dijo Alex—. Es más dura de lo que parece.
Arkady sacudió la puerta. Pensó en la posibilidad de arrancarla, pero Eva movió la cabeza y le dijo:
—No tienes nada que ver con esto.
—La estás molestando —dijo Alex.
—¿Estás lastimada? —preguntó Arkady.
—No —respondió Eva.
—Necesito hablar contigo.
—¡Vete, por favor! —pidió ella—. Necesito…
Se dio justamente el tipo de escena que la policía del mundo entero detesta muy en especial: dos hombres luchando en el suelo, una motocicleta volcada de una patada, una mujer sollozando dentro de la casa… El arma en la mano de Alex fue el paso siguiente. La presionó contra la sien de Arkady y dijo:
—Teníamos un arreglo, tú y yo. Viniste acá para llevar a cabo una investigación. Muy bien, investiga. Todas las preguntas que quieras. Pero deja en paz a Eva. A Eva la cuido yo. Necesita a alguien en quien confiar y que esté acá mañana, pasado mañana y los días que siguen. Regresa a Moscú, y aquí no pasó nada.
—Me sentía sola —exclamó Eva. Se acercó a la sombra la puerta metálica—. Llamé a Alex por teléfono y le pedí que viniera. Fue idea mía.
—¿Todo?
Pero ella se fue.
—¿Te basta con eso? —preguntó Alex—. Bueno, ya no tienes nada que hacer acá, ¿no es cierto? Podemos volver a ser amigos. Cuando nos crucemos en la calle en Moscú, recordaremos nuestra fiesta de borrachos con samogon y fingiremos deseamos mucha suerte. ¿De acuerdo?
Alex fue el primero en ponerse en pie. Se calzó el arma, una nueve milímetros, en la parte de atrás del cinturón. Arkady se levantó con más lentitud.
—Una pregunta.
—El investigador ha vuelto al caso. Excelente.
—¿A quién llamaron?
—¿A quién llamó quién?
—En la fiesta del samogon, hiciste una imitación cómica de los técnicos de la sala de control, cómo hicieron volar el reactor y tuvieron que informar a Moscú. ¿A quién llamaron en Moscú?
—¿Hablas en serio? ¿Qué importa?
—¿A quién?
—Fue una cadena. Al ministro de Energía, al director de construcción de la planta de energía, al ministro de Salud, a Gorbachov, al Politburó.
—¿Ya quién llamaron ellos? A alguien respetado, con experiencia de primera mano en desastres nucleares. Creo que llamaron a Felix Gerasimov. Llamaron a tu padre.
—Es una conjetura.
—Puede confirmarse.
Alex pareció dudar antes de responder. Sin perder la calma, levantó la motocicleta de Arkady y le limpió el polvo del asiento.
—Buen viaje de regreso, Renko. Ten cuidado.
A Arkady se le cruzó un pensamiento.
—Dijiste que tenías un arreglo conmigo. ¿Tienes un arreglo con Eva?
Alex sonrió, sorprendido.
—Le dije que no te haría daño.