La estepa estaba blanda. La estepa era una vasta llanura que brillaba de charcos y ríos como tirabuzones y evocaba una tristeza nostálgica. La poesía era estentórea, para provocar un fervor patriótico, pero el pan era grueso como almohadas, y el pan siempre ganaba contra la poesía. La belleza ucraniana era hija de la historia: los luminosos ojos de corza y la piel clara de los eslavos, en mejillas tártaras. Al menos así era la belleza común. Calina probablemente era así, pensó Arkady.
Eva no era tan blanda. Su piel clara y el cabello negro —negro como las plumas del cormorán, líquido al tacto— imponían una contradicción. Sus ojos eran espejos oscuros. Su cuerpo parecía famélico pero era fuerte como un roble, y Arkady pensó que habría interpretado a un excelente diablillo en el infierno, acosando con una horquilla a pecadores lentos y blancuzcos. Debería haber nacido en un paisaje de llamas y lava burbujeante. Luego recordó que, en parte, así era.
Eva yacía en la cama como una paciente en la camilla del consultorio, y le movió la mano con la suya de modo que la palma de Arkady apenas le rozaba la piel.
—La Zona es el paso siguiente de la evolución —dijo.
—Has estado hablando con Alex.
—Sí, pero él sabe qué buscar, y tú no. Una fisura del paladar —a su boca—. Un labio leporino —a la cicatriz de la base del cuello—. Cáncer de tiroides.
—No tenemos por qué hacer esto.
—Pero lo hacemos.
A su pecho. Tembló bajo la palma de Arkady.
—Corazón de Chernóbil, literalmente un agujero en el corazón —hizo que los dedos de él resbalaran por las costillas—. Los huesos y la médula. Leucemia —y más allá—. Cáncer de páncreas e hígado. —A un mechón negro de vello púbico—. Cáncer de los órganos genitales. Para no hablar de una amplia variedad de tumores, mutaciones, la pérdida de un brazo, de una pierna, anemia, rigidez, imbecilidad. Sólo quiero que sepas en lo que te estás metiendo.
—Estoy aprendiendo.
Continuó Eva:
—Cuando ocurrió el accidente, cuando la gente se enteró de lo que había pasado, no actuaron con gran nobleza. Atacaron los trenes; todos querían salir de Kiev lo más rápido posible. Acaparaban las tabletas de yodo, aunque de todos modos ya era demasiado tarde para que surtieran efecto. Todos estaban borrachos, y todos se acostaban con todos. Si quieres saber cómo reaccionará la gente cuando llegue el fin del mundo, será así. A la gente de Chernóbil y Pripyat la mandaron a otras partes del país, donde no los querían. ¿Quién querría tener en su casa a alguien radiactivo, entonces o ahora? La gente se volvió muy hábil para distinguirnos. Para preguntamos nuestra edad y de dónde veníamos. No los culpo para nada. ¿Te quedas a pasar la noche?
—Tengo que salir un rato, pero volveré.
—¿Sí?
—Sí. Tengo una pregunta: en el cementerio de la aldea, ¿cuándo enterraron al último nieto? ¿De quién era?
—No importa. Todos han enterrado a un nieto allí.
—¿Contra las regulaciones de la Zona?
—Toda su existencia va contra las regulaciones de la Zona.
—¿El apellido Obodovsky te resulta conocido?
—No, y basta de preguntas —volvió a tomarle la mano y repitió el recorrido desde la boca hasta el temblor de su pecho y la concavidad suave de sus caderas—. Te haré volver —susurró—. Te dejaré tan exhausto que no podrás levantarte de la cama —levantó la cabeza cuando él la penetró, y lo besó con ferocidad en la boca y siguió aferrándolo como si soltarlo significara caer de la faz de la Tierra—. ¿Sabes lo que quiero?
—¿Qué quieres?
—Quiero que se vayan los muertos.
—Ignóralos.
—No puedo.
—Es más fácil si lo hacemos juntos.
Al cabo de un minuto ella dijo:
—Tienes razón. Mucho más fácil.
—Por eso estamos acá.
Arkady estaba ahí, sin la menor duda estaba ahí.
En Pripyat la velocidad de la luz se reducía a una bruma flotante. Arkady había llegado en su motocicleta en hora, a las diez, y pasaron otros veinte minutos mientras oía alguna que otra pisada o entreveía el movimiento de una sombra que indicaba que los hermanos Woropay estaban asegurándose de que hubiera ido solo.
Frente a la plaza se alzaban la municipalidad, un hotel, un restaurante, una escuela, todas cáscaras vacías. La luna transformaba en figuras grotescas los postes de alumbrado, convertía en una enorme antena la rueda gigante del parque de diversiones. Otras civilizaciones, cuando se extinguían, por lo menos dejaban monumentos imponentes. Los edificios de Pripyat eran, uno tras otro, una ruina prefabricada.
Dymtrus Woropay surgió como un duende grande al lado de Arkady y ordenó:
—Deja la moto. Sígueme.
Más fácil decirlo que hacerlo. Los Woropay llevaban gafas de visión nocturna y se deslizaban en patines, que chasqueaban contra el cemento y atravesaban con suavidad el pasto. A pie podrían ser torpes, pero sobre ruedas se balanceaban en elegantes arcos. Arkady caminaba con brío mientras los hermanos, trazando círculos, entraban y salían de las sombras para guiarlo a lo largo de una arcada hasta un sendero que cruzaba lo que antes fue un jardín y ahora era un laberinto de ramas bajas. Nada detenía a los Woropay; atravesaron entre chapoteos unas aguas estancadas y apartaron malezas con los hombros hasta un edificio de dos pisos y columnas de piedra, con un mural de tubos de órgano y átomos: el antiguo teatro cultural de Pripyat. Taras, el hermano más joven, abrió las puertas de un puñetazo y soltó un grito salvaje al entrar en un vestíbulo. Dymtrus entró a los codazos y levantó los brazos por encima de la cabeza como si hubiera metido un gol.
Cuando entró Arkady, los Woropay habían desaparecido. Los oyó a la distancia, pero en la oscuridad resultaba difícil ver hacia dónde habían ido, y obstaculizaban el camino unos bastidores apilados en el vestíbulo. ¿Qué dramas habían quedado abandonados allí, descansando mejilla contra mejilla por toda la eternidad? «Tío Vania, te presento a Anna Karenina». Por supuesto, también hubo representaciones infantiles. «Rey Ratón, te presento a Raskolnikov».
Del fondo del teatro surgió un estrépito de teclas de piano; Arkady se abrió paso, entre los bastidores y el ruido de los estantes del guardarropa, hacia un corredor casi totalmente oscuro. Utilizó el encendedor para ver mientras avanzaba junto a una pared pintarrajeada con insultos, amenazas y crudas ilustraciones de anatomía. Ya había estado en el teatro, pero de día. La oscuridad no avisaba de los vidrios rotos en que se resbalaban los pies ni de los cables colgantes que le rozaban en la cara.
Por fin Arkady llegó a tientas a un telón corrido y unas cuerdas y la luz de una lámpara de querosén. En el escenario había un piano con teclas rotas y otras que faltaban, y Taras Woropay tocaba mientras cantaba:
—«No siempre puedes conseguir lo que quieres, ¡pero consigues lo que necesitas!» —entretanto Dymtrus, levantadas las gafas de visión nocturna, patinaba y bailaba locamente de un lado al otro del escenario.
Los asientos para el público eran gradas de bancos rojos salpicados de sillas y mesas rotas, botellas y colchones, como muebles arrojados por las escaleras de una casa. La sombra de Dymtrus estampaba las paredes. Habían arrastrado un sofá al otro lado del piano, donde se hallaba acostado Karel Katamay, apoyado en unas almohadas y cubierto con chales. Arkady apenas reconoció al skinhead que había visto en fotografías en la casa del abuelo. Este Karel Katamay llevaba el cabello largo y trenzado con cuentas que le enmarcaban una cara blancuzca con ojos rosados. Una camiseta de hockey —de los Detroit Red Wings— le bailaba encima. Unos pensamientos pequeños, meditabundos, descansaban en frascos con agua alrededor del sofá, y tenía entre las piernas un litro de Evian. Arkady no sabía qué esperaba, pero no aquello. Había leído descripciones de la corte de la reina Isabel. Eso era lo que parecía Karel Katamay: una Reina Virgen empolvada, con dos cortesanos zafios. Su cabeza descansaba en una almohada de satén, que en una punta tenía bordado: «fe ne regrette ríen», «no me arrepiento de nada». Cuando sonrió, divertido por la imagen de Dymtrus que giraba como endemoniado, mostró unas encías carnosas.
—«¡Consigue lo que necesitas!, ¡necesitas!, ¡necesitas!»
Taras se desplomó sobre las teclas mientras su hermano serpenteaba de modo vertiginoso sobre el escenario y Katamay hacía más el gesto de aplaudir que juntar las manos de veras.
Dymtrus se tranquilizó y señaló en dirección a Arkady.
—Lo traje.
—Una silla —la voz de Katamay no era mucho más que un susurro, pero Dymtrus saltó de inmediato del escenario a buscar una silla entre los bancos y ponerla frente al sofá, de modo que los ojos de Arkady y Karel Katamay quedaran al mismo nivel. De cerca, Katamay parecía dibujado por un niño.
—No tienes buen aspecto —dijo Arkady.
—Estoy jodido.
Su nariz empezó a gotear. Katamay oprimió la sangre con una toalla, de una manera ligera, casi elegante. Una toalla usada, a juzgar por las manchas marrones.
—Resfrío de verano —explicó—. ¿Así que querías saber del ruso muerto que encontré?
—Sí.
—No hay mucho que decir. Un pesado que conocí en una aldea.
La ronquera de su voz bajaba el volumen a un nivel de intimidad, como si fueran dos individuos de teatro hablando de una producción que planeaban presentar en ese mismo escenario. Katamay dijo que nunca antes había visto al ruso y que no podía saber si el muerto era ruso, ya que faltaban sus papeles: Lo encontró por la mañana, tirado de espaldas, la cabeza contra la puerta del cementerio, ensangrentado pero no demasiado, duro por el pleno rigor mortis, mordido por los lobos. Katamay encontró el cuerpo por casualidad, con un ocupante ilegal al que ya conocía de vista, un tipo llamado Seva, de unos cuarenta años, al que le faltaba el meñique de la mano izquierda. Arkady tomó notas por si después los Woropay querían pisotear algo: las notas eran un buen blanco. Pero en presencia de Katamay eran como perros atentos a la voz de mando, y resultaba evidente que se les había ordenado mantenerse quietos.
—Sólo unas preguntas. ¿Cómo estaba vestido el muerto?
—Era rico. Ropa cara.
—¿Lindos zapatos?
—Zapatos hermosos.
—¿Bien cuidados?
—Maravillosamente.
—¿No embarrados?
—No.
—La camisa estaba húmeda. ¿Limpia o sucia?
—Unas cuantas hojas, creo.
—¿Así que lo habían dado vuelta?
—¿Qué quieres decir?
—Un hombre que se cae muerto en la tierra no rueda mucho
—Quizá no estaba muerto todavía.
—Es más probable que alguien lo haya dado vuelta para sacarle el dinero y arrojar los documentos después. ¿Encontraste algo más en el cuerpo? ¿Indicaciones, fósforos, llaves?
—Nada.
—¿Llaves del auto? ¿Las dejó en el auto?
—No sé.
—¿No notaste que le habían cortado la garganta?
—Estaba bajo el cuello de la camisa, y no había tanta sangre.
Además, lo atacaron los lobos.
—¿Lo movieron? ¿Lo desgarraron?
—No lo movieron. Tiraron un poco de la nariz y la cara, lo suficiente para sacarle un ojo.
Lindo cuadro, pensó Arkady.
—¿Los lobos sacan los ojos?
—Comen cualquier cosa.
—¿Viste sus huellas?
—Enormes.
—¿Viste un auto, o huellas de neumáticos?
—No.
—¿Dónde estaba la gente de la aldea, los Panasenko y sus vecinos?
—No sé.
—La gente de las aldeas negras no tiene muchos entretenimientos. Son bastante curiosos con los visitantes.
—No sé.
—¿Por qué estabas ahí ese día?
Intervino Dymtrus:
—Basta. Tiene un millón de preguntas.
—Está bien, Dyma —dijo Katamay—. Por órdenes del capitán, estábamos haciendo un conteo de los aldeanos de la Zona, y de los objetos de valor.
—¿Como los íconos?
—Sí.
—¿Quieres parar un minuto y tomar algo?
—Sí —Katamay bebió unos sorbos de agua francesa y se rió contra el pañuelo. Por si escupe sangre, pensó Arkady—. Todavía no entiendo lo de Wayne Gretzky. Dime la verdad, ¿conoces a Gretzky?
—No —susurró Arkady—, no lo conozco, como tú tampoco conoces a un ocupa llamado Seva que no tiene el dedo meñique.
—¿Cómo te diste cuenta?
—Por el detalle raro. Si vas a mentir, hazlo simple.
—¿Sí?
—A mí siempre me ha dado resultado. Dame tus manos.
Los Woropay se movieron ansiosos, pero Katamay tendió las manos, con las palmas hacia arriba. Arkady las dio vuelta para mirar las uñas violáceas. Indicó a Katamay que se inclinara hacia adelante y alzó la linterna para observarle los zarcillos de capilares sangrantes en la parte blanca de los ojos.
—Bueno, dime la verdad —dijo Katamay—. ¿Estoy jodido o no estoy jodido?
—¿Cesio?
—Jodido al máximo.
—¿Hay tratamiento?
—Puedes tomar azul de Prusia; se lleva el cesio al pasar por el cuerpo. Pero hay que administrarlo dentro de los nueve días. No fue así. No tiene sentido ir al hospital ahora.
—¿Qué pasó? ¿Cómo te expusiste?
—Ah, eso es otra historia.
—Tal vez no. Tres hombres sufrieron envenenamiento con cesio; tu ruso, su socio comercial y tú. ¿No crees que están relacionados?
—No sé. Depende de cómo lo mires. La historia se mueve de maneras extrañas, ¿eh? Hemos atravesado la evolución, ahora atravesamos la desevolución. Todo se está desmoronando. No hay fronteras ni divisorias. No hay límites ni tratados. Terroristas suicidas, niños con armas. Sida, Ebola, Vaca Loca. Todo se está desmoronando. Yo me estoy desmoronando.
Karel se hallaba tanto peor que Pasha y Timofeyev, que Arkady tuvo que preguntar:
—¿Ingeriste cesio de algún modo? ¿Cómo?
—Por torpe. Estoy sangrando por dentro. No tengo plaquetas. Ni paredes estomacales. Estoy infectado. Si accedí a verte, fue para decirte que mi familia no tuvo nada que ver con esto. Y tampoco Dymtrus y Taras —Katamay dejó de hablar por un espasmo de tos húmeda. Los Woropay actuaron con solicitud de enfermeros, enjugándole la sangre de los labios. Levantó la cabeza y sonrió—. Mucho mejor que un hospital. Hice mi debut teatral acá, con Pedro y el lobo. Yo hacía de lobo. Me creía un lobo hasta que me encontré con uno de verdad.
—¿Quién?
—Lo sabrás a su debido tiempo. Nos estamos yendo de tema. Sólo el ruso que encontré, convinimos.
—Su automóvil. Tú lo remolcaste. ¿Había algo adentro? ¿Papeles, mapas, indicaciones?
—No.
Arkady revisó sus notas.
—Su reloj, ¿dijiste que era un Rolex?
—Sí. Ah, ésa fue artera. Me atrapaste —Katamay levantó un brazo para mostrar un Rolex de oro con aspecto de bisutería.
Dymtrus le pegó a Arkady en la nuca. Evidentemente no apreciaba la lesa majestad.
Dijo Katamay:
—No, no, lo justo es justo. Me atrapó. No importa, de todos modos.
—No, ¿no? —dijo Arkady.
—Devuélvele su arma a Dymtrus. Está incómodo.
—Cómo no.
Arkady devolvió la pistola a Dymtrus, que murmuró:
—Gretzky.
Katamay calló un momento para recuperar el aliento.
—En el automóvil había un mapa y un pase para los puestos de control e indicaciones.
—¿Para llegar adónde, exactamente?
—A la aldea.
—¿Dónde están ahora las indicaciones y el mapa?
—No sé.
—¿Los viste cuando encontraste el cuerpo o cuando remolcaste el automóvil?
—Cuando encontramos el cuerpo.
—Dices que encontraste el cuerpo mientras estabas haciendo un sondeo en las casas. La puerta del cementerio queda a veinticinco metros de la casa ocupada más cercana. ¿Por qué estabas en la puerta?
—No recuerdo.
—¿Quién era el ocupante ilegal? ¿Él te llevó a la puerta?
Katamay hizo una pausa, como un corredor sin aliento, hasta que juntó fuerzas.
—Hulak.
—¿Boris Hulak? ¿El muerto que sacaron del estanque de refrigeración?
—Bastante simple. ¿Contento? —Karel Katamay se hundió en los almohadones, casi invisible.
—¿Y tú?
—El lobo —murmuró Katamay—. La historia de mi vida.
Mientras Arkady pasaba en la motocicleta ante el sarcófago, sentía que el monstruo se movía dentro de sus láminas de acero y su alambre de púas. Pero el monstruo no estaba sólo allí. Paseaba en una rueda de la fortuna, remolineaba por un torrente sanguíneo, se filtraba en el río, se alojaba en un millón de huesos. ¿Qué leitmotiv para esa clase de monstruo? Un chelo ominoso. Una sola nota. Sostenida. Por cincuenta mil años.
A medida que Arkady se acercaba a la salida hacia la cabaña de Eva, cada cartel de radiación que pasaba le sonaba como el golpe de un hacha. No tenía que volver atrás. Ella no respondería ninguna pregunta. Ella era una complicación. La verdad era que, después de un contacto tan cercano con Karel Katamay, una parte de Arkady no anhelaba nada más que una oportunidad de quemar su propia ropa, fregarse con piedra pómez y marcharse lo más lejos posible.
Sola, la motocicleta parecía encontrar su camino. Arkady avanzó sobre el traqueteo del puente y junto a inflorescencias colgantes hasta la casa entre los abedules, donde la encontró sentada en la cama, en bata, fumando, con un vaso contra el pecho y un cenicero entre las piernas. Daba la impresión de haberse quedado mirando un agujero en la puerta desde que él se había marchado.
Arkady preguntó:
—¿Estamos bebiendo?
—Estamos bebiendo.
En el aire había una agudeza que indicaba que no bebía agua.
—¿Crees que bebemos demasiado?
—Depende de las circunstancias. Antes, por las tardes revisaba los legajos de los pacientes, pero desde que tú llegaste estoy tratando de comprender quién eres. Cuando tenga la respuesta quizá no quiera estar sobria.
—Pregúntame a mí —trató de tomar la botella, pero ella la retuvo.
—No, no, tú eres el Hombre Pregunta. Alex dice que la mayoría de la gente deja de preguntar por qué a los diez años, pero tú no paraste nunca.
—¿Alex estuvo acá?
—¿Ves? El problema es que yo odio las preguntas y eso de meterse en la vida de los demás. No veo mucho futuro para nosotros.
Arkady acercó una silla a la cama y se sentó. Estar con Eva era como mirar a un pájaro golpearse contra un vidrio. Cualquier cosa que él hiciera podía ser desastrosa.
—Bueno, tenía una pregunta, sí.
—Nada de preguntas.
—¿Cuál es tu opinión de Noé? —preguntó Arkady.
—¿El de la Biblia?
—La Biblia, el Diluvio, el Arca.
—Eres extraño —la sintió darle vueltas a la pregunta, tratando de entender su punto de vista—. Mi opinión de Noé no es buena —respondió—; mi opinión de Dios, menos buena todavía. ¿Por qué diablos lo preguntas?
—Estaba pensando: «¿Por qué Noé? ¿Era carpintero o marinero?».
—Carpintero. Lo único que tenía que hacer era flotar, y ocuparse de los malditos animales. No era que fuera a ninguna parte.
—¿Cómo lo sabes?
—Dios le habría dado indicaciones.
—Tienes razón —si Timofeyev había ido desde Moscú hasta Ucrania, a una pequeña aldea que nunca había visto antes, habría necesitado indicaciones—. ¿Crees que el Arca podría haber andado acá?
—¿Por qué no? Es un lindo lugar —respondió Eva—. Lleno de polacos, judíos, rojos y blancos asesinados, y ni hablar de las víctimas que Stalin mató de hambre o ahorcaron los alemanes, pero lindo a pesar de todo. La mejor leche, las mejores manzanas, las mejores peras. Antes pasábamos el verano en el río, en botes o en la playa. Me recostaba sobre una toalla en la playa y contemplaba las nubes esponjosas y soñaba con bailar y viajar a países extranjeros donde conocería a un pianista famoso, un genio apasionado, y me casaría con él y tendría seis o siete hijos. Viviríamos en Londres, pero siempre pasaríamos los veranos acá. Te dejaré adivinar: ¿qué parte de eso no he logrado?
—¿Es una pregunta tramposa?
—De ningún modo. Una pregunta tramposa es: ¿cuánto tiempo te quedarás? ¿Cuándo desaparecerás de repente? La gente hace esas cosas. Vienen por una o dos semanas y, paf, después desaparecen, llevándose sus historias fascinantes de la vida con los nativos exóticos de la Zona.
—Bailemos —Arkady tomó el vaso.
—¿Eres buen bailarín?
—Espantoso, pero recuerdo que bailaste con Alex.
—Tú bailabas con Vanko al final.
—No era lo mismo.
—¿Lento?
—Por favor.
Ella bajó de la cama y fue hasta un reproductor de casetes.
—Un vals a medianoche. Qué romántico. Eres sorprendente. Puedes cortar trigo como un granjero y puedes bailar.
—Yo mismo me sorprendo.
—Un vals a medianoche en Chernóbil; eso sí que es darle una patada en los dientes a la muerte.
—Exacto.
La tomó en sus brazos y ejecutó unos pasos de práctica. Era increíblemente liviana para ser tan problemática.
Sonó el teléfono de Arkady.
—Ignóralo —pidió Eva.
—Sólo veré quién es.
Supuso que sería Víctor o Zhenya, pero era Zurin, el fiscal, que llamaba desde Moscú.
—Buenas noticias, Renko. Lamento llamarlo en plena noche. Lo traemos a casa.
Arkady demoró un momento en absorber la noticia.
—¿De qué habla?
—Vuelve a Moscú. Le compramos un pasaje en el vuelo de Aeroflot de las seis de la mañana. El pasaje lo estará esperando en el mostrador del aeropuerto. ¿Qué me dice?
—No he terminado.
—No es un fracaso, en absoluto. Ha estado trabajando mucho, estoy seguro. Sin embargo, hemos decidido terminar el tema en Chernóbil, por lo menos del lado ruso. Creí que estaría encantado.
Arkady se apartó de Eva.
—El lado ucraniano de la investigación no existe.
—Peor para ellos. Este asunto tendría que haber sido responsabilidad de los ucranianos desde el principio. No pueden depender siempre de nosotros para hacer sus deberes.
—La víctima era rusa.
—Asesinada en Ucrania. Si lo hubieran matado en Francia o Alemania, ¿habríamos investigado nosotros? Por supuesto que no. ¿Por qué Ucrania debería ser diferente?
—Porque lo es.
—Querían ser independientes; ahora lo son. Siempre hay un problema de recursos humanos. No puedo tener un investigador en Chernóbil por tiempo indefinido. Con riesgo para su salud, permítame agregar.
—Necesito más tiempo —insistió Arkady.
—Que se convertirá en más tiempo y más tiempo. No, ya se ha decidido. Vaya al aeropuerto, tome el primer vuelo y espero verlo en mi despacho mañana al mediodía.
—¿Y Timofeyev?
—Por desgracia, murió en el lugar errado.
—¿E Ivanov?
—Lo mismo. No vamos a reabrir un caso de suicidio.
—No he terminado todavía.
—Una última cosa. Antes de venir a mi despacho, dúchese y queme su ropa —ordenó Zurin, y cortó.
Eva volvió a llenar los vasos como una buena camarera de bar.
—¿Órdenes de partida? Y de aquí, ¿adónde irás? Debes ir a alguna parte.
—No lo sé.
—No te pongas tan triste. No puedes quedarte acá para siempre. En Moscú deben de estar matando a alguien.
—Seguro.
—¿Durante cuánto tiempo puedes acostarte con una mujer radiactiva? Yo diría que no mucho.
—Tú no eres radiactiva.
—No me contradigas; la médica soy yo. Sólo necesito entender la situación, el pronóstico. Me dio la impresión de que te vas pronto.
—No depende de mí.
—¿Ah, no? Te había tomado por otra clase de hombre.
—¿Qué clase?
—Imaginario —Eva esbozó una sonrisa—. Disculpa, es injusto. Lo estabas disfrutando tanto, y yo te estaba disfrutando a ti. «Nunca pinches una burbuja» es una buena regla. Pero deberías alegrarte de irte. Fin del exilio, de vuelta entre los vivos.
—Eso me dijeron —sentía que su mente se precipitaba en diez direcciones.
—En el fondo, ¿no te sientes un poquito feliz, un poco aliviado de que hayan sacado la decisión de tus manos? Me siento feliz por ti, si de algo te sirve.
—No, no me sirve.
—Lo mismo da, porque en realidad no creo que fuéramos la pareja ideal. Es evidente que tú odias el histrionismo, y yo soy histriónica por demás. Y ni hablar de la mercadería dañada. ¿Cuándo te vas, exactamente?
—Tengo que irme ahora.
—Ah —la sonrisa empezó a zozobrar—. Qué rápido. Apenas un poco más que un encuentro de una sola noche —bebió medio vaso de un trago y lo dejó—. No es samogon. Siempre tendremos nuestra fiesta de samogon. Bueno, dicen que las despedidas cortas son las mejores.
—Volveré en un día. Dos a lo sumo.
—No te… —se cerró la bata y tomó la pistola cuando se le acercó. Unas vetas brillantes le corrían por la cara—. La Zona es un club exclusivo, un club muy exclusivo, y acabas de ser expulsado. Así que vete.