Por la mañana, pasada la lluvia, la cabaña semejaba un barco que había conseguido llegar a tierra. Eva se había ido, pero le había dejado a Arkady pan negro y mermelada sobre una tabla de cortar. Mientras se vestía, Arkady vio más fotografías: una profesora de ballet, un gato atigrado, amigos esquiando, alguien tapándose los ojos en una playa. Ninguna de Alex, lo cual —se confesó— lo tranquilizó.
Cuando salió por la puerta metálica observó que los sauces, como jóvenes tímidas, se alzaban con un pie en el agua y que el río, hinchado de residuos, tenía un olor terroso y una voz nueva y fuerte. Hacía tiempo que Arkady no se acostaba con una mujer, y se sentía extrañamente tibio y vivo.
—Hola —por la esquina de la casa apareció Oksana Katamay. Vestía su ropa de gimnasia azul y su gorra tejida; la mochila contenía una peluca, quizás, o el almuerzo para su hermano, Karel. Al caminar bajaba la cabeza a cada paso, y llevaba las manos metidas en las mangas—. ¿Están todos levantados?
—Sí.
—¿Ésta es la casa de la doctora?
—Sí. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vi tu moto. La Vespa que está al lado es de mi amigo.
—¿De un amigo?
Arkady vio la motocicleta y la Vespa en el patio, pero apenas si se las veía desde el camino. Oksana sonrió y miró a su alrededor.
—¿Hace mucho que llegaste? —preguntó Arkady.
—Un rato.
—Eres muy silenciosa.
Ella sonrió y asintió con un movimiento de la cabeza. Debía de haber llevado la Vespa con el motor apagado los últimos cincuenta metros para llegar sin hacer ruido, y resultaba evidente que no le parecía en absoluto raro haberlo esperado ante la puerta de otra mujer.
—¿Hoy no has ido a trabajar? —le preguntó Arkady.
—Estoy en casa, enferma —se señaló la cabeza afeitada—. Me permiten faltar cuando lo necesito. De todos modos no hay mucho que hacer.
—¿Quieres café? ¿Caliente o frío?
—Te acordaste. No, gracias.
Arkady miró la Vespa.
—¿Puedes andar por acá? ¿Y los puestos de control?
—Sé por dónde ir.
—Lo mismo que tu hermano, Karel. Ése es el problema.
Oksana cambió de posición, incómoda.
—Sólo quería ver cómo andabas. Si estás con la doctora, supongo que te sientes bien. Estaba preocupada, a causa de Hulak.
—¿Conocías a Boris Hulak?
—Mi abuelo y él despotricaban por teléfono durante horas sobre los traidores que cerraron la planta. Pero la verdad es que mi abuelo nunca le haría daño a nadie.
—Es bueno saberlo.
Oksana parecía aliviada. Si un hombre en una silla de ruedas a un viaje en tren de distancia no iba a atacarlo, también Arkady se alegraba.
—Mira —la muchacha señaló una cigüeña que pasaba casi rozando su propia imagen en la superficie del río.
—Como tú. Simplemente vas y vienes.
Se encogió de hombros y sonrió. En cuanto a sonrisas inescrutables, Oksana Katamay no tenía nada que envidiarle a la Mona Lisa.
—¿Recuerdas a Anton Obodovsky? —le preguntó—. Un hombre corpulento, de unos treinta y cinco años. Antes boxeaba.
La sonrisa de Oksana se amplió.
Arkady probó con una pregunta más fácil.
—¿Dónde podría encontrar a los Woropay?
Dymtrus Woropay patinaba en una calle de casas vacías, hacia atrás, hacia los costados, hacia adelante, manipulando un palo de hockey y una pelota de goma por baches y pasto. El viento le levantaba el cabello rubio y largo, y sus ojos se concentraban en la pelota. No reparó en Arkady hasta que ambos estuvieron a pocos pasos de distancia; entonces Dymtrus se adelantó y levantó el palo, y Arkady arrojó la tapa de tacho de basura que llevaba oculta tras la espalda. La tapa alcanzó a Dymtrus en los tobillos. Cayó de cara. El investigador le puso un pie en la nuca y lo mantuvo así, despatarrado.
—Quiero hablar con Katamay —le informó.
—Tal vez quieras también que te metan un palo por el culo.
Arkady se agachó. Le tenía miedo al fornido Dymtrus Woropay, y a veces el miedo podía exorcizarse de una sola manera.
—¿Dónde está Katamay?
—Vete a la mierda.
—¿Te gusta respirar? —Arkady le hundió el talón en la nuez de Adán.
—¿Estás armado? —Woropay forzó los ojos hacia arriba, tratando de verlo.
Arkady tomó la pistola de Woropay, una Makarov nueve milímetros, el arma reglamentaria de la milicia.
—Ahora sí.
—No dispararás.
—Dymtrus, mira alrededor. ¿Cuántos testigos ves?
—Vete al carajo.
—Apuesto a que tu hermano está cansado de ser tu hermano. Creo que es hora de que se las arregle solo —Arkady quitó el seguro de la pistola y, para ser convincente, apoyó el cañón contra la cabeza de Dymtrus.
—Espera. Mierda. ¿Qué Katamay?
—Tu amigo y compañero de equipo, tu colega de la milicia, Karel Katamay. Él encontró al ruso en el cementerio. Quiero hablarle.
—Está desaparecido.
—No para todos. Hablé con el abuelo, y poco después dos matones, tú y tu hermano, se pusieron a jugar hockey con mi cabeza.
—¿De qué quieres hablar?
—Muy simple: del ruso.
—Déjame levantarme.
—Dame un buen motivo —Arkady aplicó más peso a la toma de la decisión.
—¡Está bien! Voy a ver.
—Quiero que me lleves a él.
—Te llamará.
—No, cara a cara.
—No puedo respirar.
—Cara a cara. Arréglalo, o te encontraré y te volaré la rodilla de un tiro. Entonces veremos cómo patinas —Arkady apretó un poco más antes de soltarlo.
Dymtrus se sentó en el suelo y se frotó el cuello. Tenía la cara ladeada, como una pala, y ojos pequeños.
—Mierda —dijo.
Arkady le dio su número de teléfono celular y, como percibió que Dymtrus se tensaba para pelear, le arrojó, como si acabara de ocurrírsele:
—No patinas mal.
—¿Y cómo mierda puedes saberlo?
—Te vi practicar. ¿Prefieres el hielo?
—¿Y?
—Preguntaba, no más.
Dymtrus se echó el cabello hacia atrás.
—¿Y qué? ¿Qué sabes tú de hockey sobre hielo?
—No mucho. Conozco gente.
—¿Como quién?
—Wayne Gretzky —Arkady había oído nombrar a Wayne Gretzky.
—¿Lo conoces? ¡Mierda! ¿Crees que alguna vez vendría acá?
—¿A Chernóbil? No. Tendrías que ir tú a Moscú.
—¿Él podría recibirme allá?
—Tal vez. No sé.
—¿Pero es posible? Soy corpulento y rápido y estoy dispuesto a matar.
—Una combinación insuperable.
—¿Entonces es posible?
—Veremos.
Se puso en pie un Dymtrus de ánimo más positivo.
—Bueno, veremos. ¿Podrías devolverme mi pistola?
—No. Es mi garantía de que me encontraré con Katamay. Te la devuelvo después.
—¿Y si la necesito?
—No te metas en problemas.
También de ánimo más positivo, Arkady fue en la moto hasta la cafetería, donde encontró a Bobby Hoffman y Yakov trabajando a café puro, a falta de cocina kosher.
—Ya lo deduje —le dijo Bobby a Arkady—. Si el padre de Yakov estuvo acá cuando hundieron el transbordador lleno de judíos, y eso fue en 1919, Yakov debe de tener unos ochenta años. No sabía que era tan viejo.
—Da la impresión de saber lo que hace.
—El libro lo escribió él. Pero lo miras y piensas: «Lo único que quiere este tipo es sentarse en una tumbona en Tel Aviv, dormir una siesta y expirar en silencio». ¿Cómo te sientes, Renko?
Yakov alzó una mirada de basilisco.
—Él está bien.
—Estoy bien —confirmó Arkady. Pese a los magullones, así era. Yakov lucía prolijo, como un jubilado vestido para ir a alimentar a los pájaros, pero la cara y la ropa de Bobby estaban arrugadas por la falta de sueño, y tenía una mano hinchada.
—¿Qué pasó?
—Abejas —Bobby se encogió de hombros, restándole importancia—. No me molestan las abejas. Bueno, ¿y qué se sabe de Obodovsky? ¿Qué hace en Kiev?
—Anton está haciendo lo que es de esperar que haga alguien como él de visita en su ciudad natal. Anda ostentando dinero y una mujer.
—¿La higienista dental?
—Correcto. No estamos en Rusia. Ni Víctor ni yo tenemos ninguna autoridad para detenerlo o interrogarlo.
—No quiero que lo interroguen; lo quiero muerto —susurró Bobby—. Eso lo puedes hacer en cualquier parte. Me he aventurado mucho al venir acá, y no está pasando nada. Mis dos policías rusos toman el té y visitan los paseos de compras. Te doy a Kuzmitch, y no lo quieres. Ves a Obodovsky, y no puedes tocarlo. Por eso no se te paga: porque no produces.
—Café —Yakov le dio una taza a Arkady. No había camarero.
—Y Yakov, acá, reza toda la noche. Aceita su arma y reza. Ustedes dos son tal para cual.
—Ayer tenías paciencia —contestó Arkady.
—Hoy estoy cagando fuego.
—Entonces dime qué estabas haciendo acá ayer.
—No te importa —Bobby se inclinó para mirar por la ventana—. Lluvia, radiación, techos que gotean. Todo esto me está afectando.
Se detuvo un auto de la milicia en el espacio vacío junto al maltrecho Nissan de Yakov, y el capitán Marchenko bajó despacio quizá posando para un cuadro titulado El cosaco al amanecer, pensó Arkady. Muchas cosas que se le escaparon a Marchenko —una garganta cortada, huellas de neumáticos y pisadas en la escena de un crimen—, pero los dos nuevos residentes de la Zona no pasaron por alto los ojos del capitán. Entró en el café y fingió cordial sorpresa al ver a Bobby y compañía, como un hombre que al ver un cordero imagina la posibilidad de unas chuletas. Fue de inmediato a la mesa.
—¿Veo visitas? Renko, por favor preséntame a tus amigos.
Arkady miró a Bobby, preguntándole en silencio qué nombre quería dar.
Habló Yakov:
—Yo soy Yitschak Brodsky, y mi colega es Chaim Weitzman. El señor Weitzman habla nada más que hebreo e inglés.
—¿Ucraniano no? ¿Ni siquiera ruso?
—Soy su intérprete.
—¿Y tú, Renko, hablas hebreo o inglés?
—Un poco de inglés.
—Claro —repuso el capitán, como si fuera un punto en contra—. ¿Amigos tuyos?
Arkady improvisó.
—Weitzman es amigo de un amigo. Sabía que yo estaba acá, pero vino a ver la tumba judía.
—Y se quedó no una noche sino dos, sin informar a la milicia. Hablé con Vanko —Marchenko se volvió hacia Yakov—. ¿Puedo ver sus pasaportes, por favor? —el capitán los estudió con atención, para subrayar su autoridad. Carraspeó—. Excelente. ¿Sabes? Siempre digo que deberíamos hacer que nuestros visitantes judíos se sientan especialmente bienvenidos.
—¿Hay otros visitantes judíos? —preguntó Arkady.
Había una respuesta —los especialistas en lugares tóxicos—, pero Marchenko mantuvo la sonrisa, y cuando devolvió los pasaportes agregó una tarjeta personal.
—Señor Brodsky, por favor tome mi tarjeta, que tiene los números de mi oficina, teléfono y fax. Si me llama de antemano, puedo buscarle un alojamiento mucho mejor, y quizás una visita de un día para un grupo mucho más grande, estrictamente supervisada a causa de la radiación, por supuesto. A fines del verano es un buen momento; es la temporada de las frutillas —si el capitán esperaba de Yakov una respuesta efusiva, no la obtuvo—. De cualquier modo, esperamos que la lluvia pare. Esperamos no necesitar a Noé y su arca, ¿eh? Bueno, caballeros, fue un placer. Renko, no ibas a ninguna parte, ¿no?
—No.
—Ya me parecía.
Mientras el capitán subía a su auto, Bobby lo despidió agitando la mano.
—Imbécil.
Arkady preguntó:
—Bobby, ¿cuántos pasaportes tienes?
—Bastantes.
—Bien, porque el cerebro del capitán es como la luz de un vestidor que a veces ilumina y a veces no. Esta vez no se encendió; la próxima podría, y conectará a Timofeyev y a mí y a ti. Revisará tus antecedentes o llamará a Ozhogin. Tiene el número del coronel. Tal vez sea prudente que se marchen ahora.
—Esperaremos. A propósito, también Noé era un imbécil.
—¿Por qué Noé? —preguntó Arkady. Era una acusación nueva.
—No discutió.
—¿Noé debería de haber discutido?
Le explicó Yakov:
—Abraham discute con Dios para no matar a todos los de Sodoma y Gomorra. Moisés le suplica a Dios que no mate a los adoradores del Becerro de Oro. Pero Dios le dice a Noé que construya un barco porque va a inundar el mundo entero, ¿y qué dice Noé? Ni una palabra.
—Ni una palabra —repitió Bobby—, y salvó a un mínimo. Qué desgraciado.
Quizás Eva había ido a la casa de los Panasenko a hacer un examen físico a Roman, pero durante la tormenta la vaca había salido y pisoteado la huerta, y cuando llegó Arkady, María y Eva se hallaban en plena tarea de resucitar lo que podían. El aire estaba caliente y húmedo; el suelo, mojado y asado, y rezumando humores, y cada paso producía un fuerte aroma a menta o manzanilla machacada.
La pareja de viejos había dispuesto su huerta en hileras rectas como una cuerda, de remolachas, papas, repollo, cebolla, ajo y pepinillos, las necesidades de la vida; apio, perejil, mostaza y rabanitos, el sabor de la vida; hierbas pequeñas para el vodka y amapolas para el pan, todo estropeado por la vaca. Había que trasplantar las verduras de raíz y salvar las de hoja. Donde se habían formado charcos de agua, Roman cavaba un drenaje con una azada.
María llevaba un chal alrededor de la cabeza y otro a la cintura, para contener lo que recogía. Eva había dejado a un lado su chaqueta de médica y sus zapatos, para trabajar descalza, con camiseta y pantalones cortos, sin bufanda. Debía de tener unos treinta y cinco años, pensó Arkady, pero era ágil como una jovencita.
Trabajaban en diferentes hileras, cavando con las manos en el barro y liberando las verduras de hoja o replantando las de raíz. Las mujeres eran más veloces y eficientes. Arkady no trabajaba en una huerta desde su infancia, y sólo en la dacha, cuando querían quitarlo del paso. Los vecinos —Nina con su muleta, Olga mirando con esfuerzo a través de sus anteojos, Clara con sus trenzas de vikinga— fueron a presenciar la tarea. Por su interés y el tamaño de la huerta, resultaba evidente que Roman y María alimentaban a toda la población de la aldea. María trabajaba agachada y sonreía de satisfacción, salvo cuando alzaba la vista de alguna planta de remolacha estrangulada para mirar a Roman.
—¿Estás seguro de que cerraste el corral de la vaca? Podrían haberla comido los lobos. Los lobos podrían haberla agarrado.
Roman se hacía el sordo, mientras Lydia, la vaca, espiaba por una tabla abierta de su corral; para Arkady, los dos eran como un par de borrachos que no recordaban nada.
Eva lo había ignorado desde su llegada. Y cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que haber pasado la noche con ella había sido un error. Se había comprometido mucho. ¿Qué había sido de su sagrada objetividad? Él era como uno de esos telescopios lanzados al espacio, de lentes tan distorsionadas que podían ver tanto faros de autos como la Vía Láctea.
Cuando terminaron con la huerta, María le llevó agua fría a Arkady y Eva, y kvass a Roman. El kvass era una cerveza de pan fermentado, y un llamado a la vida para Roman. Eva se las ingenió para mantener a uno de los ancianos entre ella y Arkady en todo momento: una danza de elusión.
Sonó el teléfono de Arkady. Era la directora del refugio infantil de Moscú.
—Investigador Renko, esto es imposible. Debe regresar enseguida. Zhenya lo espera todos los días.
—La última vez que vi a Zhenya ni siquiera me dijo adiós. Dudo mucho que esté alterado.
—No es demostrativo. Explíquele.
De nuevo el vacío en el teléfono.
—¿Zhenya? ¿Estás ahí? ¿Zhenya?
Arkady no oía nada, pero le parecía sentir que el niño apretaba el teléfono contra la oreja y fruncía los labios de una manera desagradable.
—¿Cómo estás, Zhenya? Volviendo loca a la directora, por lo que parece.
Silencio y quizás un cambio nervioso del teléfono de una oreja a la otra.
—No hay novedades de Baba Yaga. Nada que informar —dijo Arkady.
Le parecía ver a Zhenya aferrando el teléfono con fuerza con una mano y comiéndose las uñas de la otra. Intentó quedarse callado también él, pero era imposible, porque Zhenya se limitaba a seguir sin decir nada.
—Anoche tuvimos tormenta. Se soltó un dragón e hizo estragos; destrozó los campos y derribó cercas. Huesos por todas partes. Lo perseguimos hasta el río, donde se escapó porque el puente estaba custodiado por un monstruo al que había que derrotar en una partida de ajedrez. Ninguno de nosotros jugaba bien, así que el dragón se escapó. La próxima vez deberíamos traer a un mejor jugador de ajedrez. Salvo eso, en Ucrania no ha ocurrido nada. Volveremos a hablar pronto. Mientras tanto, pórtate bien.
Arkady plegó el teléfono, y vio que Roman y María lo miraban con asombro. Eva no parecía divertida.
Aun así, llevaron guadañas al campo de atrás del establo de la vaca para cortar el pasto y la cebada doblada por la lluvia. Las guadañas eran unos objetos largos, con dos mangos y hojas tan afiladas que silbaban. Eva y María juntaban el pasto en haces, que ataban con cordeles, mientras Arkady y Roman trabajaban adelante. El investigador había cortado pasto en el Ejército Rojo, y recordaba que la siega y la natación tenían el mismo ritmo; cuanto más suave el movimiento, más larga la brazada. Volaban pajas y salían insectos en espiral, en un polvo dorado. Era la tarea más mecánica que realizaba en años, y se entregó a ella por completo. Al final del campo dejó la guadaña y se acostó en las hierbas altas, en los tallos calientes y la tierra fría, y se quedó mirando, como atontado, el cielo que giraba levemente en lo alto.
¿Cómo podían hacerlo?, se preguntó. Labrar tan felices ese campo cuando a poca distancia del sendero yacían cuatro nietos en tumbas sin identificación. Imaginó cada funeral, y la furia. ¿Él podría haberlo soportado? Sin embargo, Roman y María y las otras mujeres parecían abordar cada tarea como si se la hubiera encomendado Dios. El trabajo es sagrado, recordó que decía uno de los héroes de Tolstoi.
Cerca cayó un cuerpo, y aunque no podía verla oyó la respiración de Eva. Era tan normal, pensó Arkady. Aunque no era normal en absoluto. ¿Normalmente hacía tareas de granja? A través de los ojos cerrados sintió la amortiguada pulsación del sol. Qué alivio no pensar en nada, ser una piedra en el campo y no volver a moverse nunca. Aún mejor, pensó: dos piedras en el campo.
Invisible tras una pantalla de hierba, Eva preguntó:
—¿Por qué viniste?
—Ayer María dijo que estarías acá.
—¿Pero por qué?
—Para verte.
—Ahora que me has visto, ¿por qué no te vas?
—Quiero más.
—¿De qué?
—De ti.
Arkady no utilizaba a menudo el lenguaje directo, así que esperó que Eva se levantara de un salto y se marchara.
Hubo un movimiento, y la mano de Eva rozó la suya.
—Dijiste que Zhenya juega al ajedrez —dijo ella.
—Sí.
—¿Y juega muy bien?
—Aparentemente.
Oyó un murmullo de satisfacción, como la confirmación de una conjetura.
—No preguntaste —dijo Eva.
—¿Preguntar qué?
—Si la huerta era radiactiva. Te estás convirtiendo en un verdadero ciudadano de la Zona.
—¿Eso es bueno o malo?
—No sé.
—Para ti —insistió él—, ¿es bueno o malo?
Ella abrió los dedos y apoyó la cabeza encima.
—Un desastre. Lo peor.
Sonó el teléfono celular mientras Arkady entraba en el pueblo; tomó por la calle lateral de abedules para recibir la llamada. Era Víctor, que telefoneaba desde la librería estatal de Kiev.
—Entrada en la enciclopedia: «Felix Mikhailovich Gerasimov, 1925 a 2002, director del Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas, Moscú». Bla, bla. Premios nacionales de física, valorado por esto y aquello, teórico, patentes de toda clase de mierdas, diferentes consejos de Estado sobre ciencias, controles atómicos internacionales, «profilaxis nuclear», sea lo que carajo sea, artículos sobre manejo de desperdicios. Un tipo con talentos para todo. ¿Por qué te interesa? Murió hace dos años.
Arkady apoyó la motocicleta sobre el pie. El sol bailaba entre los árboles, como si la calle no estuviera muerta ni las casas vacías.
—Por algo que dijo alguien. ¿Alguna relación con Chernóbil?
Ruido de papeles.
—No mucha. Una delegación, seis meses después del accidente. Apuesto a que para entonces todos los científicos de Rusia estaban allá.
—¿Algo personal?
Eva le había dicho a Arkady que él y Gerasimov tenían mucho más en común de lo que se imaginaba. Arkady lo sospechaba, pero quería confirmarlo. Mientras hablaba se paseaba ante las casas, cada una en su propio estado de deterioro. En una ventana había una muñeca, por lo menos la tercera o cuarta que veía en las ventanas de Chernóbil.
Continuó Víctor:
—Éstos son libros y periódicos científicos, no revistas de admiradores. Anoche llamó Lyuba. Le conté del negocio de lencería que hay acá. Me dijo que eligiera lo que quisiera. Que eligiera yo.
—Busca Chelyabinsk.
—Bueno, acá hay un artículo traducido del francés sobre una explosión de desperdicios nucleares en Chelyabinsk en 1957. Era un sitio secreto, así que eso quedó bien tapado. Gerasimov debía de ser niño en ese entonces, pero se lo menciona como uno de los que ayudaron a dirigir la limpieza. No creo que hayan limpiado mucho… Acá hay más contaminación nuclear en terrenos de prueba de Novaya Zemiya. Gerasimov de nuevo. Para ser un teórico, hacía unas mierdas muy raras. Un premio de paz por investigación militar. Muy astuto. Así es como subes por la escala académica. ¿Qué es el Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas, dicho sea de paso? Podría construir ojivas, podría curar el cáncer…
Podía arrojar agua radiactiva al río Moscú cuando se congelaban las tuberías del Instituto. Arkady recordó la confesión de Timofeyev.
—Material más reciente —prosiguió Víctor—. Recortes de periódicos. Una reseña del Times de Londres de hace diez años: «Físicos de una familia rusa: el académico Felix Gerasimov y su hijo, Alexander». El genio en los genes, bla, bla, bla. Debate cordial entre generaciones sobre la seguridad de los reactores. «Encuentran sin vida a científico». Perdón, salté a otra nota. Dellzvestya: «Encuentran sin vida en su casa a director de instituto, muerto por su propia mano». Una pistola. Con buena salud pero ánimo decaído tras la muerte de la esposa, hacía seis meses. El último, una reseña de Pravda: «Carrera que siguió los altibajos de la ciencia soviética». Acá está de nuevo la esposa. «Trágica muerte». Pastillas. «Deja un hijo, el radioecólogo Alexander».
Una tradición familiar de suicidio; ésa era la conexión entre Alex y Arkady. Eva había visto enseguida el alegre vínculo.
—¿De qué fecha es la nota dellzvestya?
—2 de mayo. Lo encontraron el Día de los Trabajadores.
Imagínate, pensó Arkady. Un día Felix Gerasimov es el respetado y ensalzado director de un instituto científico tan bien costeado que contaba con su propio reactor de investigación en el medio de Moscú, reactor que se ganó no sólo por su trabajo pionero en física teórica, sino también por su disposición a comprometerse con los problemas prácticos de diversos temas nucleares (contaminación en lugares de pruebas y explosiones espontáneas en el interior). Todas las características de un arribista políticamente astuto. Y entonces el sistema político se desmorona. El Partido Comunista yace tan destruido como el Reactor Cuatro. Bancarrota. El director y sus colaboradores (incluidos Ivanov y Timofeyev) tienen que andar por el instituto envueltos en mantas y arrojar «agua sucia» a escondidas. La verdad, parecían giros más que suficientes para una sola carrera profesional.
—Arkady, ¿estás ahí?
—Sí. Llama a Petrovka…
—¿En Moscú?
—Sí. Llama al cuartel general para ver si hay algún registro de un intento de suicidio de parte del hijo, Alexander.
—¿Por qué piensas que lo habrá?
—Porque lo habrá. ¿Llegaste a algo con su trabajo en Moscú?
—Lo lamento. Llamé, a pagar por Bobby, a todos los hoteles importantes de Moscú. Nueve tienen unidades de negocios que ofrecen interpretación, traducción, PC y fax. Pero ninguno las veinticuatro horas, y ninguno empleaba a ningún Alex Gerasimov. Para decirlo de una manera no muy sutil, un punto muerto. Lyuba dice que me estás explotando.
—Sí, por eso tú estás en Kiev y yo en Chernóbil. ¿Has vuelto a ver a Anton?
—Acá tengo mis apuntes —se oyó que caían unos papeles—. ¡Mierda! ¡Maldita sea tu madre! Tengo que volver a llamarte.
En realidad Víctor no estaba hecho para los silenciosos límites de una biblioteca, decidió Arkady. Miró la muñeca en la ventana. Tenía la cara descolorida, pero quedaban los contornos y una cola de caballo de filamentos dorados, y Arkady atisbó un estante con más muñecas, como si la casa se hubiera confiado a una segunda familia, más pequeña. La puerta lo atrajo hacia el umbral. De más cerca, observó que los brazos de la muñeca estaban cubiertos con una gasa de telarañas que finalmente desenredó, y cuando volvió a sonar su teléfono celular casi la vio dar un respingo.
Atendió:
—Hola, Víctor. Habla.
Una voz áspera preguntó:
—¿Quién es Víctor?
—Un amigo —respondió Arkady.
—Apuesto a que no tienes muchos. Oí decir que hiciste matar a alguien en el estanque de refrigeración.
Arkady volvió a empezar.
—Hola, Karel.
Era Katamay, el oficial de la milicia desaparecido. Unas motas de polvo se arremolinaban en torno de la muñeca, como si respirara.
—Quiero hablarte del ruso que encontraste. Eso es todo, nada más —dijo Arkady, y esperó. Los silencios eran tan largos que casi equivalía a hablar con Zhenya.
—Quiero que dejes en paz a mi familia.
—Lo haré, pero tengo que hablar contigo.
—Estamos hablando.
—En persona. Sólo sobre el ruso; eso es lo único para lo que he venido. Después puedo volver a casa.
—¿Con tu amigo Wayne Cretzky?
—Sí.
Se oyó un acceso de tos, luego:
—Cuando oí eso, casi me muero de la risa.
—Después no molestaré más a tu abuelo y tu hermana, y Dymtrus podrá recuperar su pistola.
Un largo silencio.
—Pripyat, en el centro de la plaza principal, a las diez de la noche. Solo.
—Convenido —contestó Arkady, pero al tono de marcar.
Al instante siguiente llamó Víctor.
—Anton estuvo en un par de casinos junto al río.
—¿Por qué está pasando tanto tiempo ahí?
—No sé. Calina tenía puesta su falda corta.
—Preferiría no saber —Arkady todavía seguía pensando en la llamada de Katamay.
—Eh, gracias a Dios por nuestra pequeña higienista, o nunca vería a Anton. Pasa a buscarla después del trabajo, todos los días. Va hasta el consultorio como un verdadero caballero. La llevó a un salón de ventas de Porsche, a iglesias y a un cementerio.
—¿Un cementerio?
—Muy prestigioso. Poetas, escritores, compositores… Dejó una pila de rosas en una lápida. Después la miré; la lápida decía «Obodovsky». La madre murió el año pasado.
—Me interesa saber dónde nació. Fíjate si encuentras algún registro de que haya vivido en Pripyat.
—A Bobby va a interesarle mucho.
—Maravilloso. ¿Anton está haciendo algún negocio?
—No que yo sepa.
—¿Entonces por qué se queda en Kiev? ¿Qué está esperando mientras va a cementerios y salones de ventas?
—No sé, pero deberías ver los Porsches.
Arkady bajó por una avenida no de Porsches sino de vehículos de bomberos a un lado y camiones del ejército del otro. Poca gente visitaba ese depósito, salvo los vendedores de repuestos. De hilera a hilera la variedad cambiaba de autos a vehículos personales blindados, de tanques a topadoras, todos demasiado radiactivos para enterrarlos pero hundiéndose en el barro. Arkady siguió la fila hasta la oficina-remolque de Bela, el administrador.
Bela recibía pocas visitas y estaba ansioso por compartir con Arkady las comodidades de su remolque: microondas, minibar, televisor de pantalla plana y colección de videotapes. Estaba pasando una cinta pornográfica, con el sonido bajo, como música de fondo.
Befa se sacudió un pelo del hombro. Con su sucio traje blanco parecía un lirio que comenzaba a pudrirse.
—Estoy pensando seriamente en retirarme. Este trabajo tiene demasiadas exigencias.
—¿Qué exigencias?
—Exigencias. Los clientes no pueden venir hasta la Zona a comprar repuestos. Esto no es una sala de exhibición. Por otro lado, quieren ver lo que compran. Así que los traigo yo.
—¿Los traes acá?
—En la parte de atrás de mi camioneta. Tengo un arreglo con los muchachos del puesto de control. También ellos tienen que comer. Todos comen; ésa es la regla de oro.
—¿Y el capitán Marchenko?
—Se muere de la envidia. Sin embargo, los administradores de la Zona, en su sabiduría, me han dado el control del depósito, sin interferencia del capitán, porque entienden que la milicia es corrupta y poco con fiable. Todos los días me levanto antes del alba para asegurarme de que las cosas marchen bien. Sobre todo, soy confiable. Por lo tanto, esa multitud de vehículos de allá afuera es toda mía.
—¿Y con cada automóvil va un dosímetro gratis?
Ahora que Arkady lo pensaba, había algo del exilio de Napoleón en el orgullo de Bela por su ejército de vehículos radiactivos en su espléndido aislamiento.
—¿Y con cada automóvil va un dosímetro gratis? —repitió.
—Ni siquiera bromees con esos temas. Deberías disfrutar de las cosas más hermosas de la vida —Bela tomó una caja que decía: Chicas acompañantes de Moscú—. Puedo mostrarte pornografía rusa, japonesa, estadounidense. Doblada o en su idioma original, aunque no tiene mucha importancia. ¿Te gustan los deportes? ¿Hockey? ¿Fútbol? —otro estante de cintas—. Películas clásicas, dibujos animados, historia natural. Lo que se le antoje a tu fantasía. Abriré una caja de bizcochos, serviré un poco de licor y nos relajaremos —el administrador lo decía como si fuera el final de un día en una isla tropical.
—La verdad, yo traje una. —Arkady le dio la cinta de Vanko.
—Sin etiqueta. ¿Acción de aficionados? ¿jueguitos de manos? ¿Una cámara en el baño?
—No sé por qué, pero lo dudo.
—¿Pero podría ser?
Bela cambió de cintas, ansioso. Mientras miraba el video de Vanko, la cara del administrador del depósito expresó primero sorpresa y luego decepción, como si hubiera comido sal en vez de azúcar.