Yakov armó un hornillo de campamento en el muelle del Club Náutico de Chernóbil y preparó para Hoffman y Arkady un desayuno de pescado ahumado y café. El pistolero cocinaba en mangas de camisa, dejando a la vista la funda que llevaba al hombro, y parecía complacerle el panorama de barcos oxidados apilados contra los embarcaderos.
Hoffman se golpeó el pecho como Tarzán.
—Esto es como bajar por el río Zambezi. Como La reina africana. Salvo que acá todos los caníbales son ucranianos rubios de ojos azules.
—¿No eres prejuicioso? —preguntó Arkady.
—Sólo digo que la casa que nos consiguió tu amigo Vanko era fría y oscura como una caverna. Olvida la cocina kosher —dijo Hoffman—. Acá cenamos al aire libre, al menos hasta que llueva.
—¿La casa es radiactiva?
—No en especial. Ya sé, ya sé, en Chernóbil eso equivale a un alojamiento cuatro estrellas.
Arkady miró a Hoffman de arriba abajo. La sombra de barba roja del estadounidense se tornaba más tupida.
—¿Dejaste de afeitarte?
—Si quieren Hassidim, les daré Hassidim. A ti, en cambio, parece como si te hubiera montado un oso.
—Yakov dice que me pondré bien —Arkady se había revisado al levantarse. Estaba lleno de magullones desde las pantorrillas hasta las costillas, y la cabeza le latía cada vez que la movía.
Hoffman lo miró divertido.
—Para Yakov siempre estás bien, salvo que se te salgan los huesos por la piel. No esperes compasión de su parte.
—Arkady está bien —dijo Yakov. Raspó las costras de la sartén para verter agua dentro—. Es un mensch.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Arkady.
—Imbécil —respondió Hoffman—. Te acercas a las personas, las ayudas, confías en ellas, y eso te vuelve vulnerable. ¿Sabes quién te atacó?
—Estoy bastante seguro de que fueron dos hermanos de apellido Woropay. De la milicia. Yakov los ahuyentó.
—Sí, es algo que sabe hacer.
Yakov se agachó junto al hornillo, y —salvo el cañón que le colgaba del hombro— parecía un jubilado cualquiera, en paz con la quietud de las aguas, el conjunto de barcos zozobrados que no iban a ninguna parte, la amenaza de tormenta. Arkady no conseguía discernir cuánto entendía Yakov, o se preocupaba por entender. A veces contestaba en ucraniano, a veces en hebreo, a veces no respondía, como una radio antigua con señal variable.
Dijo Hoffman:
—Yakov hizo lo correcto al dejar ir a esos desgraciados. Los ucranianos no van a creerles a un ruso y un judío antes que a su propia policía. Además, no quiero que se involucre en nada. Le pago para que me proteja a mí, no a ti. Si empiezan a escarbar, Yakov tiene causas judiciales que se remontan a la guerra de Crimea. Habrás observado que lleva kipá. Con eso pone a los goys sobre aviso.
—¿Ya han estado acá? —preguntó Arkady, pero Yakov se atareó dando vuelta el pescado, que estaba ahumado, recocido y chamuscado. ¿Qué más podían hacerle?, se preguntó Arkady.
—Así que ayer viste a nuestro amigo Víctor en Kiev —comentó Hoffman—. ¿No parece próspero?
—Transformado.
—Mejor dejémoslo ahí. Lo principal es que ustedes dos vieron a ese simio de Obodovsky con su dentista.
—Y su higienista dental.
—Higienista dental. ¿Por qué Víctor y tú no copian a los hermanos Woropay y le pegan a Obodovsky con un par de palos de hockey? A ver si logran que les diga dónde estaba cuando apareció esa camioneta en el callejón de atrás del edificio de Pasha. Si no saben cómo hacerlo, Yakov puede ayudarlos; es algo que entra en su esfera de conocimientos. Seguramente quieres hacer varias preguntas.
—Así es. Dijiste que estuviste acá el año pasado, por instrucciones de Pasha Ivanov, para supervisar una transacción comercial relacionada con combustible nuclear usado.
—Acá hay de sobra. No tienen un reactor que funcione, pero sí toneladas de combustible sucio. Una locura.
—¿No tenía sentido, comercialmente?
—Correcto. ¿Y esto qué tiene que ver con Obodovsky?
—¿Con quién hablaste acá? ¿Qué autoridades? —preguntó Arkady.
—No sé. No me acuerdo.
—Aquello habrá implicado una inversión de millones de dólares. ¿Hablaste con el gerente de la planta, los ingenieros, el ministro, en Kiev?
—Gente como ésa, sí.
—¿Tuviste que venir disfrazado?
Hoffman empezó a enojarse, y los ojos se le achicaron.
—¿Qué son estas preguntas? Se supone que debes estar de mi lado. Ese negocio del combustible nunca se hizo. No tuvo nada que ver con la muerte de Pasha ni la de Timofeyev. Ni con Obodovsky, tampoco.
—Coman, coman —Yakov les dio unos platos de campamento con pescado asado.
Hoffman preguntó:
—¿Qué te parece si Yakov y yo volvemos a Kiev, le pedimos a Víctor que nos lleve hasta él y le volamos la cabeza?
—Café —Yakov pasó unos jarros de metal con algo negro y espeso—. Antes de que llueva.
El pescado tenía la textura de un cable submarino. Arkady tomó un sorbo de café y, ahora que tenía tiempo, admiró el arma estadounidense de Yakov, una 45 con la pintura gastada hasta el acero.
—¿Confiable?
—Cincuenta años más —respondió Yakov.
—Un poco más lenta que un arma moderna.
—Lo lento puede ser bueno. Tómate tu tiempo para apuntar, eso es lo que yo digo.
—Sabias palabras.
—¿Por qué no atrapas a Obodovsky? —insistió Hoffman.
—Porque Anton Obodovsky es en gran medida una persona de afuera, y el que arregló la entrega de cloruro de cesio en el departamento de Pasha era de adentro. No violaron el domicilio; tenían los códigos, y de algún modo se las ingeniaron para eludir las cámaras.
—¿El coronel Ozhogin?
—Sin duda él es de adentro: pertenece a Seguridad NoviRus.
—Puedo mandado matar. Mató a Timofeyev y Pasha.
—Sólo que Ozhogin nunca estuvo acá. Tú eres el que vino, y no me Ices por que; ¿cuanto vas a que arte?
—No sé. Lo estamos pasando bien, acá, de campamento; ¿qué apuro hay?
Al parecer, para Hoffman no había prisa alguna. Se sentó en el guardabarros del auto y empezó a escarbarse los dientes con una espina del pescado. Repentinamente, parecía un hombre con una enorme paciencia.
—Gracias por el café —Arkady comenzó a marcharse del muelle.
—Mi padre estuvo acá —dijo Yakov.
—¿Sí? —Arkady se detuvo.
Yakov se palpó el bolsillo de la camisa y encendió medio cigarrillo que había guardado. Hablaba casi con indiferencia, como si se le hubiera ocurrido una minucia sin importancia.
—Chernóbil era una ciudad portuaria, un centro judío. Cuando los rojos se estaban apoderando de Rusia, Ucrania era independiente. ¿Entonces qué hicieron? Los ucranianos pusieron a todos los judíos de Chernóbil en barcos y los hundieron; los ahogaron, y ametrallaron a todo el que intentaba llegar a la costa a nado.
—Como te dije —comentó Hoffman a Arkady—, no le pidas compasión a Yakov.
En cuanto llegó a la calle que pasaba por encima del río, Arkady llamó a Víctor, que admitió que la noche anterior había perdido a Anton Obodovsky en un casino.
—Tienes que pagar cien dólares para que te dejen entrar. Anton se lo pasó jugando toda la noche mientras yo me hacía la puñeta en la puerta. Está tramando algo. Sólo me da lástima Galina.
—¿Galina?
—La higienista. Miss Universo, ¿recuerdas? Parece una chica dulce. Tal vez un poquito materialista.
—¿Cómo estaba el diente de Anton? —preguntó Arkady.
—Parecía normal.
—¿Dónde estás ahora?
—De nuevo en el café, por si vuelve Anton. Acá está lloviendo a cántaros. ¿Sabes qué hacen los europeos cuando llueve? Se pasan el día sentados delante de una taza de café. Es muy chico
—Parece que estás pasando unas vacaciones maravillosas. Ve a la agencia de viajes que está enfrente del consultorio de la dentista y averigua si Anton compró pasajes a algún lugar. Además… sé bien que ya hemos preguntado qué estaban haciendo acá, en Chernóbil Ivanov y Timofeyev durante el accidente, pero quiero que preguntes de nuevo.
—Ya lo sabemos: nada. Eran dos prodigios de Moscú dedicados a la investigación científica.
—¿De qué, para quién?
—Historia antigua.
—Te agradecería que lo hicieras de todos modos —a través de los árboles Arkady podía distinguir a Hoffman y Yakov en el muelle. Yakov meditaba junto al agua y Hoffman hablaba por un teléfono celular—. ¿Cuánta de esta información le pasas a Bobby?
Tras un momento de incomodidad, Víctor respondió:
—Llamó Lyuba. Le expliqué la situación, y después ella me la explicó a mí. Y dice que el que me paga es Hoffman.
—¿Le estás dando toda la información a él?
—Bastante. Pero te doy lo mismo a ti, y no te cobro ni un kopek.
—Bobby me está usando como perro de caza. Va a sentarse a esperar hasta que yo haga salir algo a campo abierto.
—¿Tú haces el trabajo y él cobra? Creo que eso se llama capitalismo.
—Una cosa más. Vanko admira la manera de ganar dinero de Alex Gerasimov durante el tiempo que pasa fuera de Chernóbil, trabajando como intérprete y traductor en un hotel de Moscú. Ningún problema con eso. Pero Alex dice que no hace nada más que trabajo académico, que le deja poca o ninguna ganancia. Una pequeña discrepancia, y quizá nada de mi incumbencia.
—Era lo que yo estaba pensando.
Arkady atrapó una gota de lluvia en la palma de la mano.
—Empieza por llamar a los hoteles de Moscú que alojan a empresarios occidentales… Aerostar, Kempinski, Marriott… y sigue trabajando de ahí para abajo. Te va a salir caro; llama desde tu hotel a cuenta de Bobby.
—Palabras mágicas.
Antes de que se desencadenara la lluvia, Arkady fue a la aldea negra donde habían encontrado a Timofeyev. Ya había visitado el lugar unas veinte veces, y en cada una había intentado imaginar cómo podría haber llegado un millonario ruso a la puerta de Un cementerio de la Zona. También trató de imaginar cómo habían descubierto el cuerpo de Timofeyev el oficial de la milicia Katamay y un ocupante ilegal local. ¿La descripción correspondía al trapero que habían sacado del estanque de refrigeración? Ahora ya no estaba ninguno de los tres: Timofeyev y Hulak, muertos, y Katamay, desaparecido. Los hechos no tenían sentido. La situación atmosférica, en cambio, era perfecta: gotas de lluvia que caían de un cielo ominoso y una inminente fanfarria de truenos, igual que el último día de Timofeyev.
Arkady se bajó de la moto en el claro donde Eva Kazka había montado su clínica al aire libre. En un sentido, había dos cementerios. Uno era la aldea en sí, con sus ventanas de vidrios rotos y sus techos caídos. El otro era el campo santo de simples cruces de tubos de metal pintados de azul o blanco, algunos con una placa, otros con una fotografía en un marco ovalado, algunas decoradas con coloridos ramos de flores de plástico. Mantén tu llama eterna, pensó Arkady. Tráiganme flores de plástico.
María Panasenko surgió de una esquina del campo santo. Arkady se sorprendió, porque un cartel en forma de diamante que había junto al portón indicaba que el lugar era demasiado radiactiva y las visitas estaban limitadas a una por año. María vestía un chal grueso por si llovía; en lo demás, era el mismo querubín antiguo que había ofrecido la fiesta de samogon dos noches atrás. Llevaba una guadaña corta y, sobre el hombro, una bolsa de arpillera con ramas y malezas que no permitió que cargara Arkady. Sus manos eran pequeñas y callosas, y sus ojos azules brillaban incluso a la sombra de las nubes oscuras.
—Nuestros vecinos —miró a su alrededor—. Estoy segura de que harían lo mismo por nosotros.
—La tumba está muy bien cuidada —comentó Arkady. Como una agradable antesala del paraíso, pensó.
María sonrió y mostró sus dientes de acero.
—Roman y yo siempre temíamos que no hubiera un buen lote en el cementerio para nosotros. Ahora podemos elegir.
—Sí —dijo, y pensó en el revestimiento de plata.
Ella ladeó la cabeza.
—Es triste, de todos modos. Muere una aldea, y es como el final de un libro. Es eso, no más. Roman y yo podríamos ser la última página.
—Todavía faltan muchos años.
—Ya han sido bastantes, pero gracias.
—Estaba pensando… ¿cómo son los milicianos por acá?
—Ah, no los vemos mucho.
—¿Ocupantes ilegales?
—No.
—¿Por casualidad no hay algún Obodovsky en el cementerio?
María negó con la cabeza y dijo que conocía a todas las familias de las aldeas vecinas. Ningún Obodovsky. Miró de reojo la bolsa.
—Discúlpeme, pero debería llevar esto a casa antes de que se moje. ¿Quiere pasar a tomar una copa?
—No, no, gracias —la sola amenaza del samogon lo hizo transpirar.
—¿Está seguro?
—Sí. Otro día, si puedo.
Esperó a que ella se fuera, y luego su mente volvió a la muerte de Lev Timofeyev. Arkady estaba seguro de muy poco: básicamente, que habían encontrado el cuerpo boca arriba en el barro, en la puerta de la necrópolis, con la garganta cortada, una cavidad en el ojo izquierdo, sin sangre en el pelo ni la camisa, salvo la que se había acumulado en la nariz. Arkady no tenía elementos para preguntar por qué; apenas si podía preguntar cómo. ¿Timofeyev había ido en su auto hasta la aldea, o lo había llevado otra persona? ¿Había ido a buscar algo en el cementerio, o lo habían conducido allí? ¿Lo habían arrastrado hasta allí muerto o vivo? Si hubiera habido un detective competente en la escena, ¿habría encontrado huellas de neumáticos, un rastro de sangre, las marcas paralelas de dos zapatos al ser arrastrado un cadáver, o barro dentro de los zapatos del muerto? ¿O por lo menos huellas de pisadas? El informe mencionaba huellas de lobos, ¿por qué no de zapatos? Y si pensaba en el porqué, ¿era Timofeyev el blanco de una conspiración, o una víctima que había caído por casualidad en las manos del oficial Katamay?
Arkady se dirigió de nuevo hacia el claro de la aldea, el lugar más probable para que se detuviera un automóvil. Desde allí el camino al cementerio se tornaba más estrecho, hasta convertirse en una senda. Se movió una cortina en una de las pocas casas ocupadas, y antes de que se cerrara Arkady entrevió a la vecina de María Nina, apoyada en una muleta. ¿Cómo podía haber ocurrido algo así sin que lo vieran esos recelosos sobrevivientes? Sin embargo, todos habían jurado no haber visto nada.
Mientras subía por el sendero, Arkady se detenía cada pocos pasos para apartar hojas y buscar huellas o rastros de sangre, como había hecho ya una docena de veces, sin éxito. Se detuvo en la puerta del cementerio e imaginó a Timofeyev de pie, arrodillado acostado de espaldas. Habría sido de veras muy útil contar con algunas fotografías. A esas alturas Arkady era como un perro que trataba de desenterrar un olor viejo. Sin embargo, siempre había algo. Los visitantes de las colinas de Borodino todavía sentían el hálito de los fusileros franceses y rusos bajo la hierba. ¿Por qué no un eco del último instante de vida de Timofeyev? ¿Y por qué no los espíritus de los que yacían enterrados en ese terreno de la aldea? Si alguna vez hubo vidas sencillas, eran ésas, transcurridas dentro del circuito de unos pocos campos y huertos, casi tan lejos del resto del mundo como si hubieran vivido en otro siglo.
Arkady abrió la puerta. El campo santo era una segunda aldea de cruces y lotes separados por cercas de hierro forjado. Unas cuantas parcelas apenas si tenían espacio suficiente para estar de pie, mientras que una o dos ofrecían la comodidad de una mesa y un banco, pero no había criptas ni lápidas impresionantes; el dinero desempeñaba un papel muy pequeño en la vida o la muerte de una comunidad como aquélla. María había despejado industriosamente el espacio que rodeaba las cruces en todo un lado, y en el de ellos, sin cruces, había cuatro floreros de vidrio con pensamientos violetas, azules y blancos, cada uno en la cabecera de un montículo apenas distinguible. La luz era tan escasa que Arkady no estaba seguro de lo que creía ver. Se arrodilló y abrió los brazos. Cuatro tumbas pequeñas, como para niños, ocultas por la falta de cruces. Tumbas ilegales. ¿Era un delito muy grave?
Eva había dicho que Timofeyev estaba blanco, que parecía seco. Los cuerpos congelados podían engañar, pero Arkady se hallaba dispuesto a creer que ella había visto más violencia que la mayoría de los médicos, y la mirada de Timofeyev, de un solo ojo, a través de una máscara de escarcha debía de haberle recordado más a Chechenia que a un ataque cardíaco. Pero, cuando le cortaron la garganta a Timofeyev, ¿adónde había ido la sangre? De haber estado el cuerpo con el lado derecho hacia arriba, la sangre le habría empapado la camisa. Pies para arriba, el cabello. Que sólo la nariz estuviera llena de sangre sugería que lo habían invertido y, después, le habían lavado la cara y el pelo. ¿Y el ojo? ¿Era un manjar para los lobos?
A menos que lo hubieran colgado de los pies y, después, le hubieran lavado el cabello. Aun así, habría quedado algo de lividez por la sangre depositada alrededor de la cabeza, pero se lo podría haber confundido con quemaduras producidas por el congelamiento.
Arkady se quedó de pie, con la mano en la puerta, y por un momento vislumbró algo revelado, algo que estaba frente a él y luego desaparecía, seguido por un golpeteo de gotas, el comienzo suave de una lluvia intensa.
La siguiente aldea negra no tenía ningún habitante, y su cementerio yacía en lo profundo de las zarzas y malezas que lo abrazaban. Arkady esperaba que la comparación lo llevara a algún tipo de esclarecimiento, pero lo que encontró al bajar de la motocicleta y caminar por el lugar fue una penumbra creciente de cabañas en proceso de descomposición. Un olor a hongos competía con un aroma dulce a manzanas podridas. En los lugares donde los jabalíes habían hurgado en busca de setas el dosímetro que Arkady llevaba en el bolsillo se hacía oír. Percibió que algo se movía en una casa cercana y se preguntó qué era más veloz: la motocicleta, un hombre o un jabalí. De pronto deseó tener el cuchillo de caza del capitán Marchenko o, mejor aún, el cañón de Yakov.
De la casa llegó un gemido de un solo cilindro, y por la puerta del frente salió un viajero de casco y ropa camuflada en una motocicleta pequeña. Pasó entre los desperdicios del terreno delantero y encima de una cerca tumbada, donde se detuvo un instante para bajarse la visera del casco. La moto no tenía sidecar donde llevar un ícono, y sí tenía chapa de identificación, pero era una Suzuki azul y le faltaba el foco del guardabarros de atrás. Arkady tenía ese faro en su bolsillo.
—¿Buscas más íconos que robar? —preguntó el investigador. El ladrón le devolvió la mirada como diciendo: «¿Otra vez tú?», y arrancó. Cuando Arkady llegó a su propia motocicleta, el ladrón ya estaba bastante lejos de la aldea.
Arkady tenía una moto más grande y veloz, pero no la manejaba tan bien. El ladrón salió de la aldea por un sendero estrecho que usaban los que juntaban leña. Donde había ramas semicaídas se agachaba, y donde el sendero estaba bloqueado lo eludía con destreza. Arkady atravesó las ramas más pequeñas y lo arrancó del asiento una rama grande de roble. La moto no se había dañado; eso era lo principal. Volvió a subir y aguzó el oído para captar el ruido de la Suzuki. La lluvia hacía sonar las hojas. Los abedules se mecían en la brisa. Del ladrón no había ni rastro.
Arkady siguió adelante con el motor apagado y, a esa velocidad más moderada, encontró huellas de motos en las hojas húmedas; la humedad tornaba más fáciles de leer las pisadas y las marcas de neumáticos. Donde el sendero se bifurcaba, siguió adrede por la senda errada durante cincuenta metros antes de cortar a través del bosque hasta la senda correcta, donde vio al ladrón esperando detrás de una refulgente pantalla de abedules. El piso del bosque, de pinocha húmeda, era blando, y la atención del ladrón se fijaba por entero en la senda hasta que las mandíbulas de acero de una trampa saltaron del suelo y se cerraron con un golpe junto a un pie de Arkady. El ladrón se volvió a contemplar la escena del investigador, la moto y la trampa, y en un segundo bajó de regreso a través del sendero por donde había llegado.
Se mantenía delante de Arkady, pero no lo eludía del todo; mientras Arkady pudiera mantener a la vista la pequeña moto podría prever los obstáculos. Además, corría riesgos a los que no se habría atrevido en una situación más sensata, al seguir salto por salto a un hombre más avezado en el manejo de la moto, evitando las hojas para salir del sendero y abrirse paso a través de un pinar hasta que ambos aparecieron de nuevo en la aldea. Del otro lado había un camino forestal de arbolitos silvestres altos hasta el pecho. El ladrón los acometió como un esquiador en un slalom, inclinándose hacia un lado y otro. Arkady les pasó por encima, para ganar tiempo.
Cuando Arkady se acercaba, el ladrón salió de ese camino hacia una hilera de pinos color herrumbre, el borde exterior del Bosque Rojo, y luego atravesó un campo ondulante con carteles de radiación que alertaban de casas, autos y camiones enterrados. Arkady se hundía en hondonadas, salía como podía y volvía a hundirse, mientras el ladrón las pasaba volando con facilidad acrobática. Para cada lado adonde se volviera Arkady, el ladrón parecía hallarse cada vez más inalcanzable, hasta que una zanja oculta torció la rueda delantera de la moto del investigador y lo arrojó por encima del manillar. Se levantó, pero la persecución había terminado. El ladrón desapareció rumbo a Chernóbil al tiempo que el horizonte se ponía blanco y tembloroso; a continuación retumbó un trueno que anunciaba la lluvia que se desataba al fin.
Cuando se descargaron las nubes, las luces del pueblo dieron la impresión de ahogarse. Arkady volvió en la moto, con una pierna coja y el pelo mojado contra la frente. Pasó ante el resplandor atrayente del café y oyó el chapoteo de las personas que corrían a la puerta. Las ventanas estaban empañadas. Nadie lo vio pasar. Más allá del dormitorio, la lluvia chispeaba en el estacionamiento. Siguió andando, bajo ramas que se doblaban y levantaban. Imaginó a Víctor sentado en una café de Kiev, compartiendo el espacio con las palomas. La ropa camuflada se le pegaba, viscosa, al pecho y los hombros. Pasó un camión con los limpiaparabrisas funcionando al máximo; Arkady dudó que el conductor hubiera reparado en él.
Volvió al camino que llevaba al río, donde tenía un panorama de la tormenta. Aunque del agua se elevaba vapor al caer la lluvia, Arkady pudo ver que Hoffman, Yakov y el automóvil de ambos habían abandonado el muelle del club náutico. La orilla opuesta era un esbozo confuso de álamos y juncos, pero corriente arriba el puente llevaba a las luces tristes de unas viviendas todavía ocupadas. Con los relámpagos podía ver bastante bien como para mantener apagada la luz de la moto. Cruzó el puente y pasó entre edificios de ladrillo; allí terminaba el camino, de suelo esponjoso, salvo un sendero para automóviles que llevaba a lo largo de lo que en otros tiempos había sido un campo de deportes y ahora se hallaba sumido bajo espadañas y helechos.
Apagó el motor y empujó la moto, siguiendo la senda alrededor de una arboleda sombría hasta un taller construido con láminas de acero corrugado. Las puertas se mantenían cerradas con un candado suelto. Crujieron cuando las abrió, pero con la intensidad de los truenos dudó que alguien oyera algo, salvo una bomba. Examinó el interior con la linterna de bolsillo. El taller estaba abarrotado aunque ordenado: elementos de ferretería en frascos dispuestos en anaqueles, herramientas manuales en hileras a lo largo de las paredes. En el medio estaba el Moskvich blanco de Eva Kazka. A un costado del auto había una motocicleta Suzuki con el motor todavía tibio; bajo una lona, del otro lado, un sídecar suelto. Del bolsillo extrajo el foco que se había salido del guardabarros trasero de la moto del ladrón del ícono y lo comparó con el muñón de metal del guardabarros de Eva. Encajaban.
Un humo de leña lo condujo a una cabaña que se alzaba entre unos abedules. Habían convertido el porche en salón. A través de una ventana Arkady entrevió un piano y la luz del fuego en una estufa de leña. Golpeó a la puerta, pero los truenos se descargaban como cañones, sofocando los demás sonidos. Abrió la puerta mientras los relámpagos refulgían a sus espaldas, iluminando fugazmente la mezcla de muebles del porche: una alfombra, mesa y sillas de mimbre, estantes de libros y cuadros. La habitación volvió a sumirse en la oscuridad. Había dado un paso en el interior cuando el cielo volvió a abrirse e iluminó la sala como un reflector. Eva avanzó hacia el centro de la alfombra, empuñando un arma. Estaba descalza y vestía una bata. El arma era una nueve milímetros, y daba la impresión de que sabía manejarla.
—Vete o disparo —dijo Eva.
La puerta se cerró con el viento, y por un momento Arkady pensó que ella había disparado. Eva se cerró la bata con la mano libre.
—Soy yo —dijo el investigador.
—Ya sé quién eres.
En la oscuridad momentánea Arkady se le acercó y le apartó el cuello de la bata para besarla, sobre la misma delgada cicatriz que ya le había visto. Eva le apretó la boca de la pistola contra la cabeza, al tiempo que él le abría la bata. Tenía los pechos pequeños y fríos como mármol.
Arkady oyó el mecanismo de la pistola, la presión en el gatillo o la acción de amartillarla. Sintió que un temblor recorría las piernas de Eva. La mujer oprimió el costado del arma contra la cabeza de Arkady, mientras lo abrazaba.
La cama estaba en una habitación con estufa, que siseaba de calor. Arkady no sabía con certeza cómo habían llegado allí. A veces el cuerpo tomaba el mando. Dos cuerpos, en este caso. Eva se le puso encima cuando la penetró; echó la cabeza hacia atrás, el sudor como kohol alrededor de los ojos, el cuerpo estirándose y tensándose como si fuera a saltar, como si todo el frenesí que había detectado en ella se hubiera convertido en una necesidad voraz. No muy diferente de él. Eran dos personas hambrientas alimentándose con la misma cuchara.
El caos se volvió lluvia constante. Eva y Arkady estaban sentados en los extremos opuestos de la cama. La luz de una lámpara de aceite destacaba el negro de los ojos de ella, el cabello, los rizos en la base del vientre; la pistola en la mano.
—¿Vas a dispararme? —le preguntó Arkady.
—No. El castigo sólo sirve para alentarte —echó una mirada profesional a los rasguños y cardenales de Arkady.
—Algunos de éstos los tengo gracias a ti —comentó él.
—Vivirás.
—Eso pensé.
Eva hizo un gesto vago en dirección a la cama, como si indicara un campo de batalla.
—Esto no significó nada.
—Para mí significó mucho.
—Me tomaste por sorpresa.
Arkady lo pensó un instante.
—No. Fue inevitable.
—¿Una atracción magnífica?
—Algo así.
—¿Alguna vez has visto esos perritos de juguete magnéticos? ¿Cómo se atraen uno al otro? Eso no significa que quieran. Fue un error.
—Suena a declaración oficial.
—Lo es.
La lámpara arrojaba tanta sombra como luz, pero Arkady alcanzaba a distinguir un agradable desorden: una superposición de almohadas, libros y carpetas. Un portarretrato mostraba a una pareja mayor frente a una casa diferente; Arkady tuvo que mirar dos veces para reconocer la ruina donde Eva se había escondido con su motocicleta. Un póster de un concierto de los Stones en París. Una tetera y tazas con pan negro, mermeladas, cuchillo, tabla de cortar y migas. En total, una cabaña íntima.
Arkady señaló el arma con la cabeza.
—Podría desarmártela y limpiártela. Yo podía hacerlo a ciegas a los seis años. Es casi lo único que me enseño mi padre.
—Una habilidad útil.
—Así lo creía él.
—Tú y Alex tienen más en común de lo que se imaginan.
Que una cosa tenían en común era evidente, pero Arkady sintió que Eva se refería a algo más que a sí misma.
—¿Por ejemplo?
Eva movió la cabeza. No, desechó ese tema. En cambio, dijo:
—Alex dijo que sucedería esto.
—Alex es astuto —comentó Arkady.
—Alex es loco.
—¿Lo volviste loco tú?
—¿Acostándome con otros hombres? No significaron nada. Además, no fueron tantos. Necesito un cigarrillo con desesperación.
Arkady encontró dos y un cenicero, que puso en la tierra de nadie del centro de la cama.
—¿Qué sabes de suicidio? —preguntó Eva—. Además de cortar cuerpos, digo.
—Ah, vengo de un largo linaje de suicidas. Madre y padre. Quizá no parezca mucho, pero no. Cumplen pronto con la procreación, y después se matan.
—¿Has…?
—Con éxito, no. De todos modos, estamos en Chernóbil. Creo que nos estamos esforzando bastante. ¿Y tú?
Eva volvió a vacilar; no estaba dispuesta a que él llevara la conversación.
—Bueno, ¿y cómo va la investigación?
—Hay momentos de claridad. En general, a los millonarios los asesinan por dinero. Pero no estoy seguro de que haya sido así en este caso.
—¿Algo más?
—Sí. Cuando llegué, supuse que las muertes de Ivanov y Timofeyev estaban relacionadas. Todavía pienso lo mismo, pero de un modo diferente. Quizá más paralelo.
—No sé lo que significa. ¿Qué estabas haciendo hoy en la aldea?
—Estuve en el cementerio con Roman y María, y empecé a preguntarme si algunas de las víctimas oficiales del accidente provenían de las aldeas de la Zona. Quería ver si reconocía los nombres de las cruces. No reconocí ninguno, pero encontré cuatro tumbas de niños sin identificar.
—Nietos. Muertos por causas diferentes, al parecer, no relacionadas con Chernóbil. Lo que pasa es que la familia se disuelve y no queda nadie para enterrar a los muertos, salvo los abuelos, que los llevan a su pueblo. Nadie los tiene en cuenta. Hubo cuarenta y una muertes oficiales por el accidente, y medio millón no oficiales. Una lista veraz llegaría a la luna.
—Después fui a la aldea siguiente, donde te encontré. ¿Qué estabas haciendo en una motocicleta dentro de una casa? Déjame adivinar. Tomas íconos para que los denuncien a la milicia como robados. De esa forma, los traperos y los oficiales corruptos con los que trabajan no tienen motivo para molestar a viejos como Roman y María. Después devuelves los íconos. Pero en esa aldea no había casas ocupadas ni íconos; entonces ¿por qué estabas ahí? ¿Qué casa era?
—De nadie.
—Reconocí la moto por un faro roto y te reconocí a ti por la bufanda, Deberías deshacerte de tus bufandas —se inclinó sobre la cama para besarle el cuello. Tomó como buena señal el hecho de que ella no le disparara.
—De vez en cuando —dijo Eva— recuerdo a esa niña de trece años que desfilaba el Día de los Trabajadores con su sonrisa idiota. La mudaron de la aldea a Kiev para que viviera con la tía y el tío y pudiera ir a una escuela de danza especial; tienen normas rígidas, pero la midieron y pesaron y dijeron que tenía el físico adecuado. La eligieron para llevar un estandarte que decía: «¡Marchando hacia el Futuro Radiante!». Estaba muy complacida de que hiciera bastante calor y no tuviera que llevar chaqueta. El cuerpo joven era un prodigio de crecimiento, la división de células produjo virtualmente una persona nueva. Y ese día ella sería de veras una persona nueva, porque una bruma tapaba el sol, una brisa de Chernóbil. Y así terminaron sus días de danza y comenzó su relación con la cirugía soviética —se tocó la cicatriz—. Primero la tiroides y después los tumores. Así es como conoces a un verdadero habitante de la Zona. No nos inquieta acostarnos con alguien. Soy una mujer vacía; puedes golpearme como a un tambor. Sin embargo, de vez en cuando recuerdo a esa niña necia y me avergüenza tanto su estupidez, que si pudiera volver atrás en el tiempo con un arma le dispararía con mi propia mano. Cuando me sobreviene ese sentimiento voy hasta el agujero o la casa negra más cercana y me escondo. Hay tantas casas negras que no es ningún problema. Salvo eso, no tengo nada que temer. ¿Eras ambicioso de niño? ¿Qué querías ser?
—Cuando era niño, quería ser astrónomo y estudiar las estrellas. Después alguien me informó que no se ven las estrellas reales sino una luz estelar generada hace miles de años. Lo que creía ver había terminado hacía mucho, lo que le quitaba sentido a la profesión. Por supuesto, lo mismo puede decirse de la profesión que ejerzo ahora. No puedo revivir a los muertos.
—¿Y a los heridos?
—Todos estamos heridos.
—¿Es cierto eso?
—Es lo único de lo que estoy seguro.