11

Kiev quedaba a dos horas de auto de Chernóbil. Arkady recorrió esa distancia en noventa minutos en la motocicleta, pasando entre carriles y, cuando fue necesario, metiéndose en la banquina y esquivando ancianas que vendían baldes de fruta y ristras de cebollas doradas. El tránsito se detenía para dejar pasar a los gansos que cruzaban el camino, pero aplastaba a las gallinas. Un caballo en una zanja, hombres arrojando arena a un automóvil que se quemaba, nidos de cigüeñas en postes de teléfono, todo pasó en un manchón.

En cuanto vio las cúpulas doradas de Kiev en la niebla estival, se detuvo a un costado del camino, llamó a Víctor y reanudó el viaje a un ritmo más sensato. Anton Obodovsky había vuelto al dentista y parecía que iba a seguir allí durante un rato. Arkady avanzó a lo largo del Dnieper, soportando el shock de regresar a una gran ciudad que se derramaba a ambas orillas del río. Subió por el barrio bohemio de Podil, rodeó los contenedores de renovación urbana y se detuvo en la plaza de la Independencia, donde nacían cinco calles, borboteaban fuentes y, de algún modo, más que Moscú, Kiev era Europa.

Víctor estaba en un café con mesas en la vereda, leyendo un diario. Arkady se desplomó en una silla a su lado y llamó con una seña al camarero.

—Ah, no —dijo Víctor—. Tú no puedes pagar los precios de acá. Te invito yo.

Arkady se sentó más cómodo y contempló los árboles frondosos de la plaza y la gente y los niños que perseguían el agua de las fuentes llevada por la brisa. Edificios soviéticos clásicos enmarcaban los largos lados de la plaza, pero en la parte principal la arquitectura era blanca, espaciosa y coronada de carteles coloridos.

Víctor pidió dos cafés turcos y un cigarro. En él, semejante generosidad era algo desconocido.

—Qué cambiado estás —dijo Arkady. Traje italiano y corbata de seda suavizaban el aspecto de espantapájaros de Víctor.

—Una cuenta de gastos de Bobby. ¿Y tú? Ropa camuflada militar. Pareces un personaje de acción. Se te ve bien, la radiación te hace bien.

Llegaron los cafés. Víctor mostró un placer exquisito al encender el cigarro y liberar el humo azul y un ligero aroma a cuero.

—Habano. Lo bueno de Bobby es que espera que robes. Lo malo de Bobby es Yakov. Yakov es viejo y mete miedo. Mete miedo porque es tan viejo que no tiene nada que perder. Es decir, si Bobby cree que tú y yo estamos trabajando juntos, se enojará por un lado, pero por otro esperará en parte que así sea. En cambio, si Yakov piensa lo mismo, estamos muertos.

—Ésa es la cuestión, ¿no? ¿Para quién estás trabajando? —Arkady, eres tan blanco y negro… La vida moderna es más complicada. El fiscal Zurin me dijo que no debía comunicarme contigo bajo ningún concepto. Que eso insultaría a los ucranianos. Ahora los ucranianos tienen un presidente al que grabaron ordenando el asesinato de un reportero, pero sigue siendo el presidente, de modo que no sé cómo se agravia a los ucranianos. Así es la vida moderna.

—¿Estás con licencia por enfermedad?

—Mientras Bobby esté dispuesto a pagar. ¿Te conté que Lyuba y yo estamos juntos otra vez?

—¿Quién es Lyuba?

—Mi esposa.

Arkady sospechó que había cometido una gaffe. La lucha por el alma de Víctor era como agarrar a un cerdo engrasado, y cualquier error podía resultar caro.

—¿Alguna vez me la mencionaste?

—Tal vez no. Fue gracias a ti. Como que metí la pata con tu amiguito Zhenya el Silencioso, y me encontré con Lyuba cuando salía de la borrachera, y le conté todo. Fue maravilloso. Vio en mí una ternura que yo creía haber perdido hacía años. Empezamos de nuevo, y consideré los pros y los contras. Podía continuar con la misma vida de antes, con el mismo grupo, en su mayoría gente a la que meto en la cárcel, o empezar de nuevo con Lyuba, ganar un poco de dinero de verdad y tener un hogar.

—¿Eso fue cuando Bobby te mandó un correo electrónico?

—En ese mismo instante.

—A Laika 1223.

—Laika fue una gran perra.

—Qué historia conmovedora.

—¿Ves lo que te digo? Siempre blanco y negro.

—Y ahora estás sobrio, ¿no?

—Más o menos. Un coñac de vez en cuando.

—¿Y Anton?

—Ése es un dilema ético.

—¿Por qué?

—Porque tú no has pagado. Ya no pienso sólo en mí; tengo que considerar a Lyuba. Y recuerda que Zurin dijo que no te contactara. Para no mencionar al coronel Ozhogin. Me dijo que de ningún modo te buscara. Nadie quiere que hable contigo.

—¿Bobby Hoffman te llamó mientras yo venía para acá? ¿Qué te dijo?

—Que te hablara pero mantuviera la boca cerrada.

—¿Cómo te quedan los zapatos nuevos? —Arkady le vio el calzado.

—Empezando a apretar.

Arkady observó que de vez en cuando Víctor miraba de reojo dos puertas de un edificio cercano que tenía una zapatería italiana en la planta baja y consultorios y oficinas arriba. Víctor pidió un sundae. Arkady, una crêpe. De algún modo, la Zona hacía perder el hambre. Pasó la tarde y empezó a anochecer, y la plaza se tornó aún más agradable cuando unos reflectores convirtieron las fuentes en chapiteles de luz. Víctor señaló un teatro iluminado en la colina que se alzaba del otro lado de la plaza.

—La Ópera. Por un tiempo la usó la KGB, y dicen que desde acá se podían oír los gritos. Ozhogin estuvo apostado acá mismo durante unos meses.

—Cuéntame de Anton.

—Se está haciendo arreglar los dientes. Es lo único que puedo decir.

—¿Todo el día? Es mucho arreglo dental.

Arkady se levantó y fue hasta la zapatería italiana, admiró las carteras y chaquetas y leyó las placas de los profesionales de los pisos superiores: dos cardiólogos, un abogado, un joyero. El último piso estaba compartido por una agencia de viajes, Global Travel, y un dentista llamado R. L. Levinson. Arkady recordó los folletos de vacaciones que había visto en la celda de Anton en la cárcel de Butyrka. Al regresar a la mesa de Víctor, reparó en una niña, de unos seis años, de pelo oscuro y ojos luminosos, que bailaba al ritmo de la música de un violinista vestido de gitano. La niña no formaba parte del número; sólo era una participante espontánea que inventaba sus propios pasos y vueltas.

Arkady se sentó.

—¿Cómo sabes que está con el dentista, y no comprando pasajes para recorrer el mundo?

—Cuando llegó, todos los consultorios y oficinas estaban cerrados por la hora del almuerzo, menos el del dentista. Soy detective.

—¿Sí?

—Vete al carajo.

—Ya me lo has dicho antes.

Víctor se sumió en una sonrisa amarga.

—Sí, es como en los viejos tiempos —se aflojó la corbata y se puso de pie para observarse en el vidrio de la ventana del café. Se sentó y llamó al camarero.

—Dos cafés más, con un toquecito de vodka.

Anton Obodovsky, como decía Víctor, era una bonificación extra. Víctor estaba volando a Kiev, dos días atrás, para encontrarse con Hoffman, y de casualidad vio a Anton en el mismo avión. Anton viajaba liviano, sin siquiera un bolso de mano, y al aterrizar, a Víctor le pareció que lo había perdido para siempre y dio por sentado que desaparecería en el submundo de Kiev, donde todavía tenía algunos desarmaderos y negocios. Era como cualquier hombre de negocios que mantenía domicilios en dos ciudades diferentes, salvo que, nadie sabía dónde quedaban esos domicilios; en la actividad de Anton, para gozar de una noche de sueño seguro se necesitaba sigilo. Pero los dentistas no podían tomar el torno e ir a atender a domicilio, así que Víctor había visto a Anton cruzar la plaza camino a su cita.

—Ahora que tú y Bobby miraron las cintas de vigilancia —dijo Víctor—, te digo que él está convencido de que Obodovsky era el tipo de la maleta, el que conducía la camioneta del exterminador. Anton es bastante fuerte, había amenazado a Ivanov por teléfono Y lo encerraron en Butyrka a la tarde. Motivo, medios y oportunidad. Además, es un asesino. Ahí lo tienes.

Anton salió por la puerta; se palpaba la mandíbula como diciendo que todos los músculos del mundo no significaban protección alguna contra un absceso dental. Como de costumbre, iba vestido con ropa de Armani, negra, y, con el cabello rubio casi blanco, no resultaba difícil de distinguir. Lo seguía una mujer baja y morena de unos treinta y cinco años, vestida con un abrigo elegante.

—¿El dentista es una mujer? ¿Es tan buena que Anton viene desde Moscú para atenderse con ella?

—Eso no es todo. Espera a ver esto —dijo Víctor. A continuación salió por la puerta una mujer de veintitantos años, remolinos de cabello color miel y un breve atuendo de tela de jeans con botones plateados, que tomó con firmeza a Anton del brazo.

—La higienista dental.

En cuanto la dentista cerró la puerta, se reunió con ella la niña que bailaba, que a todas luces era su hija. La niña indicó con un gesto una figura de zancos que había en la plaza, donde se había desarrollado una especie de paseo público que atraía a retratistas y números callejeros. La niña llamó a Anton, que se encogió de hombros y siguió caminando con la higienista adelante, mientras la niña saltaba alrededor de la madre un paso atrás. Arkady y Víctor los seguían a unos treinta metros, confiados en que Anton no estaría buscando a un investigador de Moscú con ropa de camuflaje, y por cierto no esperaría ver a Víctor con un traje elegante y fumando un cigarro.

Dijo Víctor:

—Bobby cree que a Anton le pagó Nikolai Kuzmitch. La camioneta era de una empresa de Kuzmitch, así que tiene sentido.

—¿Kuzmitch tiene una empresa de exterminación? Creí que se dedicaba al negocio del níquel y el estaño.

—También fumigación, televisión por cable y aerolíneas. Compra una empresa por mes. Creo que la aerolínea y la fumigación venían juntas; una de esas rutas asiáticas.

—Anton es ladrón de autos; no necesita ayuda para conseguir una camioneta.

—¿Crees que la camioneta de Kuzmitch fue una trampa?

—Creo que es improbable que un tipo astuto usara un vehículo que pudiera rastrearse con tanta facilidad hasta él, y Kuzmitch es un tipo muy astuto.

El hombre de los zancos resultaba muy llamativo con su chaqueta roja de cosaco y su sombrero cómico; inflaba globos que convertía en animales. Anton le compró a la niña un perro tubular azul. En cuanto le dio el regalo, la dentista se despidió de Anton con un cortés apretón de manos y se llevó a su hija. Víctor y Arkady miraban desde un puesto de venta de CD; Arkady se preguntó si el sentirse atraída por hombres peligrosos sería un rasgo que la niña conservaría de por vida. Resultaba evidente que eso era lo que le había pasado a la higienista.

—La higienista lleva un broche de diamantes con su nombre Calina —informó Víctor—. Pasó a mi lado con ese broche rebotando, y tuve una erección que casi dio vuelta la mesa.

La dentista y la hija se dirigieron a la estación de metro, mientras Anton y Calina entraban en una cúpula de vidrio muy iluminada donde un ascensor llevaba a los pasajeros hasta un paseo de compras subterráneo, unos túneles de tiendas que vendían moda francesa, cristales polacos, cerámicas españolas, pieles rusas, juegos de computadora japoneses, aromaterapia. Víctor y Arkady los siguieron por las escaleras.

Víctor dijo:

—Cada vez que pienso que Rusia se ha jodido, pienso en Ucrania y me siento mejor. Mientras estaban excavando para construir este paseo, se toparon con una parte de la Puerta de Oro, el antiguo muro de la ciudad, un tesoro arqueológico, y las autoridades de la ciudad sabían que, si anunciaban lo que habían encontrado, la obra se paralizaría. Así que no abrieron la boca y lo enterraron. Habían perdido un poco de identidad, pero tuvieron McDonald’s. Por supuesto, no es tan bueno como el McDonald’s de Moscú.

Una reverencia temerosa precedía a Anton en cada negocio, y los custodios del paseo lo saludaban con tal deferencia que Arkady consideró la posibilidad de que fuera un socio secreto de uno o dos negocios. La hermosa Calina cambió su top azul por un suéter de mohair. Anton y ella entraron en el probador de un negocio de ropa interior mientras Arkady y Víctor observaban desde la vidriera de zapatos del negocio de enfrente. La transparencia del moderno paseo era una bendición para la vigilancia.

—Un día entero en el sillón del dentista, y lo único en que puede pensar Obodovsky es en el sexo. Hay que reconocerle el mérito —comentó Víctor.

Arkady pensó que las compras de Anton más parecían una excursión pública: un príncipe de las calles exigiendo respeto. O un perro marcando su antiguo territorio.

—Anton es de origen ucraniano, necesito saber de dónde. Avísame si se queda por acá. Yo vuelvo a Chernóbil.

—No lo hagas, Arkady. A la mierda con Timofeyev, a la mierda con Bobby, no valen la pena. Desde que volví con Lyuba he estado pensando: nadie echa de menos a Timofeyev. Era millonario, ¿y qué? Era una pila de dinero que se voló. Sin familia. Y después de la muerte de Ivanov, sin amigos. La verdad, creo que lo que les pasó a Ivanov y a él debe de haber sido una maldición.

El viaje desde Kiev fue una carrera de obstáculos llena de baches por una carretera sin iluminación, y lo único que ansiaba era dormir u olvidar; lo que no esperaba era que Eva Kazka estuviera aguardándolo en su puerta, como si llegara tarde a una cita. Aspiró con fuerza una bocanada de cigarrillo. En ella todo era fuerte: la actitud cortante de sus ojos, el filo de su boca. Llevaba su acostumbrada ropa camuflada y su bufanda.

—Tu amigo Timofeyev estaba blanco. Haces tantas preguntas que pensé que querrías saberlo.

—¿Quieres entrar? —preguntó Arkady.

—No, en el vestíbulo está bien. Parece que no tienes vecinos.

—Uno. Tal vez sea temporada baja en la Zona.

—Tal vez —repuso ella—. Es pasada la medianoche, y no estás borracho.

—Estuve ocupado —contestó Arkady.

—Te has quedado atrás. Tienes que mantenerte a la par de la gente de Chernóbil. Vanko te estaba buscando en el café.

Los interrumpió Campbell, el ecologista británico, que salió al vestíbulo tambaleándose y rascándose, en camiseta y calzoncillos. Eva había dado un paso al costado, y al parecer él no la vio.

–Tovarich! ¡Camarada!

—La verdad, la gente ya no dice eso —replicó Arkady. De hecho, rara vez lo hacían—. De todos modos, buenas noches. ¿Cómo te sientes?

—De primera.

—No te he visto por aquí.

—Y no me verás. Traje un lindo par de pelotas no radiactivas, y me iré con el mismo par. Me he abastecido. Con whisky, sobre todo. Ven a verme en cualquier momento, aunque me disculpo de antemano por la calidad de la televisión ucraniana. Pero lo arreglaré Pronto. ¿Hablas inglés?

—Eso es lo que estamos hablando —aunque el acento escocés de Campbell era tan denso que apenas si resultaba inteligible

—Correcto. Era una roma. La invitación sigue en pie, a cualquier hora. Somos escoceses, no británicos; con nosotros no hay formalidades.

—Eres muy generoso.

—En serio. Me decepcionaré mucho si no vienes —dio la impresión de que Campbell contaba hasta diez antes de agregar—: Entonces, trato hecho —y desapareció en su habitación.

Eva esperó un momento.

—¿Tu nuevo amigo? ¿Qué dijo?

—Creo que dijo que el whisky es mejor que el vodka para protegerse de la radiactividad.

—Hay gente a la que no se puede ayudar.

—¿Qué quisiste decir con eso de que estaba blanco?

—Fue sólo una impresión que tuve, porque Timofeyev estaba vestido y congelado. Aun así, parecía exangüe, seco. En ese momento no lo pensé. Entre los muertos de Chechenia he visto heridas como la suya. Si se cortan las arterias principales de la garganta, hay una profusión de sangre. Pero no fue así con tu amigo muerto. Tenía la camisa limpia, incluso tomando en cuenta el barro y la lluvia. También tenía limpio el cabello. Sin embargo, sus fosas nasales estaban tapadas de sangre coagulada.

—Sufría hemorragias nasales.

—Eso debe de haber sido más que una hemorragia nasal.

—¿Nariz rota?

—No había magulladuras. Por supuesto, la manada de lobos del lugar lo había tironeado de acá para allá, así que no podría estar segura.

—Garganta cortada y apariencia de no tener sangre, pero sin manchas de sangre en la camisa o el cabello; sólo en la nariz. Todo es contradictorio.

—Sí. Además, debo volver a disculparme por el comentario sobre tu esposa. Fue una estupidez de mi parte. Creo que he perdido todo tacto. Fue algo imperdonable.

—No. Lo imperdonable fue su muerte.

—Culpas a los médicos.

—No.

—Entiendo. Eres el capitán del bote salvavidas; te crees responsable por todos —suspiró—. Disculpa, debo de estar borracha, aunque sea con un solo vaso. En general no me pongo tan detestable tan rápido.

—Por desgracia, en el bote salvavidas no queda nadie, así que no hice un muy buen trabajo.

—Creo que debo irme —pero no lo hizo—. ¿Quién es el niño al que le hablas por teléfono? ¿Sólo un amigo, dijiste?

—Por razones que están más allá de mi comprensión, parece que me he vuelto responsable de un niño de once años llamado Zhenya, que vive en un refugio infantil de Moscú. Es una relación ridícula. No sé nada de él, porque se niega a hablarme.

—Es una relación normal. A partir de los once años yo me negaba a hablarles a mis padres. ¿Es retrasado?

—No, es muy inteligente. Juega al ajedrez, y sospecho que podría tener una mente matemática. Y coraje —Arkady recordó las veces que Zhenya se había escapado.

—Hablas como un padre.

—No. Su verdadero padre anda por ahí, y Zhenya lo necesita a él, no a mí.

—Te gusta ayudar a la gente.

—La verdad, cuando la gente llega a mí suele estar más allá de toda ayuda.

—Te estás riendo.

—Pero es cierto.

—No, creo que tú ayudas. En Chechenia siempre trataban de traer los cuerpos, incluso arrastrándolos bajo el fuego. No dejarlos abandonados era más importante. ¿Te sentiste abandonado cuando murió tu esposa?

—¿Qué tiene que ver Chechenia con mi esposa?

—Contéstame.

—Sí.

—Así soy yo con Alex, salvo que él no ha muerto; sólo ha cambiado.

—¿Cómo llegamos a este tema?

—Estábamos hablando con sinceridad. Ahora preguntas tú.

Arkady le tiró con suavidad de la bufanda para soltársela. La luz del vestíbulo era escasa, pero cuando le levantó el mentón vio una cicatriz lateral, como un signo menos, en la base del cuello.

—¿Qué es eso?

—Mi souvenir de Chernóbil.

Arkady se dio cuenta de que su mano no se había movido, que seguía sobre la piel de Eva, y que ella no había objetado.

Se abrió la puerta del piso de abajo, y una voz dijo:

—Renko, ¿eres tú? Tengo algo para ti. Ya subo.

—Es Vanko —Eva se apresuró a volver a atarse la bufanda.

—Te mostraré —dijo Vanko mientras subía.

—Espera. Bajo yo —contestó Arkady.

Eva susurró:

—Yo no estuve aquí.

El café era el club social nocturno y el senado de Chernóbil, y la importancia de Arkady había aumentado tras el descubrimiento de Boris Hulak en el estanque de refrigeración. Se le permitía más espacio y una mesa, mientras Vanko le llevaba una cerveza. La música era de Pink Floyd, a cuyo ritmo algunas personas creían poder bailar.

—Alex dice que atraes los asesinatos como un imán atrae las limaduras de hierro.

—Alex dice cosas muy lindas.

—Va a venir dentro de un rato. Anda buscando a Eva.

Arkady no dijo que acababa de verla. Qué interesante, pensó.

Nuestra primera complicidad.

—¿Dijiste que tenías algo para mí?

—Para los judíos —Vanko abrió una mochila y le dio un videotape, sin más etiqueta que la del precio, equivalente a unos cincuenta dólares.

—¿Cómo conseguiste esto?

—Es un recuerdo valioso. Podríamos vendérselo a tu amigo estadounidense y compartir la ganancia. ¿Qué te parece?

—¿Un video de una tumba? ¿Es de la tumba que vimos ayer? De veras haces negocio con esto.

—También puedo ser guía. Sé dónde está todo; yo vivía acá cuando sucedió el accidente. Era un niño.

—Considerando la exposición a la radiación que sufriste entonces, ¿la Zona no es el último lugar donde deberías estar?

—La Zona es el último lugar donde debería estar cualquiera. De todos modos, rotamos; nos quedamos unos días sí y otros no.

—¿Qué hace la gente en su tiempo libre?

—Yo no hago mucho. Alex gana buen dinero; dice que trabaja en el vientre de la bestia. Así llama él a Moscú. Eva trabaja en una clínica de Kiev.

Vanko acercó más la cinta a Arkady.

—¿Qué te parece?

Arkady dio vuelta el casete.

—¿Una tumba judía? No he visto muchos judíos por acá.

—Por los alemanes y la guerra. Aunque mucha gente sufrió por los alemanes durante la guerra; no sólo los judíos. Pero siempre oyes hablar de los judíos.

Arkady asintió.

—El genocidio y todo eso.

—Sí.

—Pero tú pareces ser el comité no oficial de bienvenida a los visitantes judíos.

—Trato de ayudar. Encontré alojamiento para tu amigo y el chofer en una casa descontaminada.

—Que simpático —Arkady sabía que eso iba contra las reglas de la Zona; también sabía que los dólares obraban milagros—. ¿Tienes un reproductor de video? No puedo venderle la cinta al estadounidense si no sé lo que contiene.

—El mío está roto. Algunos de los de la milicia tenían sus propias máquinas en sus habitaciones, pero se las robaron. Pero no hay problema, el asunto puede organizarse. Quédate con la cinta.

—Puedes contar con Vanko —Alex acercó una silla a la mesa—. Es capaz de organizar cualquier cosa. Y felicitaciones, investigador. Otro cadáver, según tengo entendido. Tú provocas el asesinato entre la gente. Supongo que en tu ocupación es un talento. ¿Dónde está Eva?

Vanko se encogió de hombros y Arkady respondió que no sabía, mientras se preguntaba por qué había mentido ya dos veces Con respecto a Eva.

—¿Seguro que no la has visto? —le insistió Alex.

—Acabo de volver de Kiev.

—Es cierto —intervino Vanko—. Su moto estaba caliente.

—Tal vez debiéramos hacer la denuncia de la desaparición de Eva —dijo Alex—. ¿Qué te parece, Renko?

—¿Por qué estás preocupado?

—Un marido se preocupa.

—Están divorciados.

—Eso no importa, si todavía la quieres. Vanko, ¿puedes traernos unas cervezas?

—Claro —Vanko, feliz de cumplir, se abrió paso entre los bailarines hacia el gentío de la barra.

Arkady no quería hablar de Eva con Alex. Dijo:

—Tu padre era un físico famoso, y tú eras físico. ¿Por qué cambiaste a la ecología?

—¿A quién le importa?

—Es un cambio interesante.

—No, lo interesante es que hay doscientas plantas de energía nuclear y diez mil ojivas nucleares en todo el mundo, y todas en manos de incompetentes.

—Es una afirmación muy general.

—Con un solo caso basta, y creo que acá ya lo tenemos —Alex bajó la voz a un tono confidencial—. La cuestión es, Renko, que Eva y yo no estamos realmente divorciados. En los papeles, sí. Pero en mi corazón no. Y por supuesto es mucho peor si has estado casado. Ese tipo de intimidad no se acaba nunca.

—Un ex marido no tiene derechos.

—Fuera de la Zona, puede ser. La Zona es diferente, más íntima. Eres un hombre instruido; ¿sabes lo que es el olfato?

—Un sentido.

—Más que eso. El olfato es la esencia, la adherencia de moléculas libres de la cosa en sí. Si pudiéramos miramos de veras unos a otros, veríamos nubes de moléculas y átomos sueltos. Con todas las personas con las que te encuentras intercambias algunos. Por eso los amantes huelen cada uno el olor del otro: porque se han unido tan por completo que son casi la misma persona. Ningún tribunal, ningún papel puede separarte nunca —Alex tomó la mano de Arkady en la suya y empezó a apretársela. La mano de Alex era ancha y fuerte, de tanto tender trampas—. ¿Quién sabe cuántos miles de moléculas estamos intercambiando en este momento?

—¿Eso lo aprendiste en ecología?

Alex apretó más fuerte; su mano era una prensa con cinco dedos.

—De la naturaleza. Olfato, gusto, tacto. En tu mente tienes imágenes de ella con otro hombre. Conoces cada centímetro de su cuerpo, por dentro y por fuera. Cada uno de sus rasgos. Lo que te vuelve loco es la combinación de experiencia e imaginación. Porque te has acostado con ella, hasta sabes qué le da placer. La oyes, imaginar a alguien con ella, físicamente, es demasiado. Un lobo no lo soportaría. ¿Tú dirías que eres un lobo o un perro?

Arkady cerró el puño, para protegerse la mano.

—Diría que soy un erizo.

—¿Ves? Ése es justo el tipo de respuesta que le gustaría a Eva. Sé qué clase de hombres le atrae. Lo supe cuando dijo que no le gustabas.

—¿Fue tan obvio?

—Hasta se parecen los dos: el mismo cabello oscuro y la misma palidez conmovedora, como hermano y hermana.

—No lo había notado.

—Sólo digo que, aunque se presente la oportunidad, por el bien de Eva no debes aprovecharla. Le pregunto a un amigo, tu primer amigo en la Zona: ¿pasa algo entre tú y Eva?

—No.

—Qué bien. No hay que ponerse posesivos, ¿no es cierto?

—No.

—Porque sólo viniste a la Zona para llevar a cabo tu investigación, ¿verdad? Sigue concentrándote en eso —Alex lo soltó. La mano de Arkady parecía arcilla amasada, sin sangre; resistió la tentación de flexionarla para ver si funcionaba—. Bueno, ¿tenías alguna pregunta?

—Entiendo que, por cuestiones de seguridad, únicamente haces investigaciones científicas en la Zona mes por medio. ¿Qué haces durante el mes que pasas en Moscú?

—Muy buena pregunta.

—¿Qué haces?

—Visito diversos institutos ecológicos, elaboro investigaciones que hice acá, doy conferencias, escribo.

—¿Es lucrativo?

—Es evidente que nunca has escrito para un periódico científico. Lo hago por el honor.

Alex describió en tono divertido una conferencia científica sobre la lombriz solitaria, en que los científicos hambrientos no se alejaban de los canapés. Luego siguieron hablando sobre temas cotidianos —películas, dinero, Moscú—, pero en otro nivel, silencioso, Arkady tenía la sensación de que lo habían derribado y montado a horcajadas.

Al regresar al dormitorio, oyó el vuelo apagado de un chotacabras atrapando polillas. Se había ido del café cuando tomó conciencia de que Alex esperaba la llegada de Eva sólo para ver cómo actuaban ella y Arkady, para buscar incomodidad social y descubrir pistas delatoras que un ex marido no podía pasar por alto. Las moléculas y los átomos adheridos.

El farol de la calle se había apagado desde que Arkady pasó por allí con Vanko. La única luz del dormitorio era una bombilla débil en el frente, y donde los árboles tapaban la luna la calle desaparecía en la oscuridad. A Arkady no le molestaba la oscuridad. El problema era que no se sentía a solas. No había ni un solo pájaro ni un solo gato escabulléndose en busca de refugio, pero algo Se deslizó junto a él, primero de un lado y luego del otro. Cuando se detuvo, la cosa lo rodeó. Luego cesó, y Arkady se sintió ridículo, aunque empezó a sentir frío en la nuca.

—¿Alex? ¿Vanko?

No hubo más respuesta que el rumor de las hojas en lo alto, hasta que oyó una risa en la oscuridad. Arkady apretó bajo el brazo el videotape de Vanko y empezó a trotar. La luz del dormitorio estaba a apenas cincuenta metros. No tenía miedo; no era más que un hombre haciendo ejercicios a medianoche. Algo pasó volando, le agarró la pierna en pleno paso y lo derribó de espaldas. Del otro lado, algo le pegó en el estómago y lo dejó sin aire. El oxígeno flotaba por encima de él, fuera de su alcance, y su pecho hacía el ruido de una bomba seca. Lo único que pudo hacer fue ponerse de costado al tiempo que una hoja de acero se clavaba en la calle junto a su oreja, lo que le valió un golpe en la cabeza, proveniente de otro lado. El sonido como de algo que se deslizaba continuaba. Con la cara contra la acera, tomó aliento y vio, dibujada contra la luz distante del café, la silueta de una figura con ropa camuflada que se deslizaba sobre patines y llevaba un palo de hockey. La figura avanzó, el palo preparado para asestar un golpe ganador. Arkady trató de ponerse en pie y de inmediato cayó sobre una pierna entumecida; su recompensa fue un golpe en la espalda. De nuevo boca abajo, notó que el motivo de tan excelentes golpes eran unas gafas de visión nocturna sujetas a las cabezas de los atacantes. Como él no podía ir a ninguna parte, lo rodeaban, trazando círculos, acercándose y alejándose con rapidez, dejándolo retorcerse para un lado y para el otro. Cuando los pateó, le pegaron en las piernas. Cuando intentó agarrar un palo, lo esquivaron y le pegaron del otro lado. Lo último que esperaba Arkady era que apareciera un hombre con una linterna, que apuntó directamente a los ojos del patinador más cercano. Mientras el patinador retrocedía tambaleándose, cegado por la luz, el hombre le puso una gran arma bajo el mentón y la iluminó con la linterna, de modo que el segundo patinador pudiera ver la relación del cañón del arma contra la cabeza.

Graznó una voz:

—¡Fascistas! Voy a disparar, y tu amigo estallará como un pomelo. Váyanse, regresen a su casa o les dispararé a los dos, mierdas goy. ¡Fuera! ¡Váyanse!

Era Yakov, y aunque era mucho más bajo que el patinador al que aferraba, le dio una patada tan fuerte que lo empujó contra el otro. Los dos agresores se acercaron un poco, pero el clic del arma al amartillarse los desalentó y desaparecieron en las sombras del otro lado de la calle.

Arkady se levantó y localizó, en ese orden, su cabeza, sus pantorrillas y el videotape.

—Si se levantó es que está bien —dijo Yakov.

—¿Qué está haciendo acá?

—Siguiéndolo a usted.

—Gracias.

—Olvídelo. Déjeme ver otra vez —Yakov pasó el haz de luz de la linterna por la cabeza de Arkady—. No tiene nada.

¿Ahora Yakov es árbitro de lesiones?, pensó Arkady. Eso significaba problemas.