En general, los cuerpos de los muertos recientes flotan cabeza abajo en el agua, los brazos y piernas flojos un poco sumergidos. Éste, sin embargo, se hallaba suspendido contra las barras de la ensenada que llevaba agua del estanque de refrigeración a los estanques más pequeños de la estación. Todavía se necesitaba agua de emergencia; los reactores, llenos de combustible, más que inutilizados estaban en estado de hibernación.
Dos hombres con arpones trataban de acercar el cuerpo sin caerse al agua. El capitán Marchenko observaba desde la pared del estanque con un grupo de oficiales de la milicia inútiles pero curiosos, los hermanos Woropay al frente. Eva Kazka permanecía de pie junto a su automóvil, lo más lejos posible de la operación. Arkady notó que lucía, de ser posible, más salvaje y desarreglada que de costumbre. Lo más probable era que se hubiera ido a su casa y caído en un estupor de samogon. Por su parte, daba la impresión de estar sacando la misma conclusión con respecto a él.
Cuando Marchenko se acercó a Arkady, emergió de la superficie del agua una sombra que mostró una cabeza gris y brillante, de labios gomosos, luego volvió a deslizarse hacia el fondo para agitarse con otros bagres, aún más grandes.
El capitán dijo:
—Tomando en cuenta el mal tiempo que hizo ayer y las dimensiones del estanque de refrigeración, creo que estarás de acuerdo en que es prudente esperar antes de buscar un cuerpo. Por la forma en que circula el agua de los estanques, todo termina acá, en la ensenada. Ahora el asunto está en nuestras manos.
—Y ya son las diez de la mañana de un día después.
—Un pescador se cae del bote y se ahoga; en realidad no importa si lo encuentras un día o el siguiente.
—Como el árbol que cae en el bosque: ¿hace ruido?
—En el bosque se caen muchos árboles. Son lo que se dice muertes accidentales.
Arkady preguntó:
—¿La doctora Kazka es la única médica disponible?
—No podemos traer a los médicos de la estación. Lo único que tiene que hacer la doctora Kazka es firmar un certificado de defunción.
—¿No podrían llamar a un patólogo?
—Dicen que Kazka estuvo en Chechenia. Si es así, ha visto muchos cadáveres.
Eva Kazka sacó un cigarrillo. Arkady nunca había visto a una persona más nerviosa.
—A propósito, quería preguntarte… ¿Llegaste a averiguar de quién era el ícono que vimos que habían robado el otro día?
—Sí. Pertenecía a una pareja de ancianos, los Panasenko. De los que volvieron acá. La milicia lleva un registro. Entiendo que era un ícono precioso.
—Sí.
De modo que un ladrón en motocicleta había robado el ícono de Roman y María Panasenko, un delito registrado oficialmente, y sin embargo el ícono había vuelto a su rincón en la cabaña de los Panasenko. Lo cual, para Arkady, era lo contrario de un árbol que cae sin hacer ruido.
Desde la ensenada se veían las torres de enfriamiento a medio construir, que semejaban, con las malezas que crecían abajo y alrededor, los templos de una civilización inescrutable. Las torres estaban destinadas a los proyectados reactores Cinco y Seis. Ahora la energía se desviaba, como un hilo, para mantener activos las lámparas eléctricas y los medidores.
Se alzó una aclamación celebratoria cuando al fin engancharon el cuerpo. Mientras lo levantaban, chorreaba agua de los pantalones y las mangas.
—¿No tienen un hule o un plástico para poner el cuerpo? —le preguntó Arkady a Marchenko.
—Esto no es la investigación de un asesinato en Moscú. Es un borracho muerto en Chernóbil. Hay una diferencia —Marchenko ladeó la cabeza—. No seas tímido, échale un vistazo.
Los hombres del capitán se apartaron, malhumorados, para darle paso a Arkady; los Woropay sonrieron con sorna por el grabador que el investigador llevaba en la mano.
—Habla —dijo Marchenko—. Todos podemos aprender.
—Retirado del agua en la ensenada de la planta de energía nuclear de Chernóbil a las 10: 15 horas del 10 de junio. Hombre, en apariencia de unos sesenta años, dos metros de estatura, vestido con chaqueta de cuero, pantalones azules de trabajo y borceguíes —de hecho, un hombre feo, de rasgos gruesos, blanqueados por la inmersión, dientes marrones desparejos, ropa empapada como una sábana mojada—. Las extremidades están rígidas y muestran rigor mortis. Sin anillo de casado —brazos y piernas mirando al cielo, los dedos abiertos—. Cabello castaño —Arkady le levantó un párpado—. Ojos pardos. Ojo izquierdo dilatado. Totalmente vestido; el cuerpo no presenta tatuajes, lunares ni otras marcas de identificación. No se observan señales evidentes de abrasiones o contusiones. Continuaremos en la autopsia.
—No habrá autopsia —comentó Marchenko.
—Lo conocemos —dijo Dymtrus Woropay.
—Es Boris Hulak —aclaró Taras—. Saca cosas de la basura y pesca. Vivía como ocupa en departamentos de Pripyat, siempre se mudaba de un lugar a otro.
—¿Tienen guantes de látex? —preguntó Arkady.
—¿Tienes miedo de mojarte las manos? —replicó Marchenko. Tras una seña del capitán, los Woropay abrieron la chaqueta del muerto y le sacaron los documentos.
Marchenko los leyó:
—Boris Petrovich Hulak, nacido en 1949, residente en Kiev, de ocupación maquinista. Con la foto —la misma cara fea, pero ceñuda y viva. Ese hombre era el Plomero, Arkady estaba seguro. Marchenko le pasó los documentos—. Es todo lo que necesitas saber. Un parásito social que se cayó del bote y se ahogó.
—Le revisaremos los pulmones, a ver si contienen agua —dijo Arkady.
—Estaba pescando.
—¿Dónde está la caña?
—Pescó un bagre. Había consumido una botella entera de vodka, estaba de pie en el bote, un bagre más grande que él le arrancó la caña de las manos, perdió el equilibrio y cayó al agua. No habrá autopsia.
—Tal vez la botella estaba vacía de entrada. No podemos suponer que estaba borracho.
—Sí que podemos. Era un borracho bien conocido, estaba solo, pescó, se cayó —de su chaqueta Marchenko sacó el cuchillo de caza que ya antes le había mostrado a Arkady—. ¿Quieres una autopsia? Aquí tienes tu autopsia —hundió el cuchillo en el estómago de Boris Hulak, que vomitó el gas dulce del alcohol digerido. A Arkady le subió a la garganta el samogon que aún tenía en su propio estómago—. Esto es estar borracho.
Hasta los Woropay dieron un paso atrás en la niebla. Marchenko limpió la hoja del cuchillo en la chaqueta del muerto. Arkady dijo, con la respiración agitada:
—Todavía queda el ojo.
—¿Qué ojo? —preguntó el capitán, interrumpida su satisfacción—. El ojo derecho es normal, pero el izquierdo está completamente dilatado, lo que indica un golpe en la cabeza.
—Se está descomponiendo. Los músculos se relajan. Sus ojos podían mirar cada uno para un lado. Hulak se golpeó la cabeza al caer por la borda. ¿Qué importa?
—Tenemos que saberlo.
—El investigador tiene razón —intervino Eva Kazka, que se había acercado—. Si quieres que firme un certificado de defunción, tiene que haber una causa de muerte.
—¿Para eso necesitas una autopsia?
—Creo que sí, antes de que vuelvas a cortar el cuerpo —contestó Eva.
Eva no habló mucho. Depositaron a Boris Hulak en una mesa de acero con la cabeza apoyada en un bloque de madera. El muerto habló tanto como la médica mientras ella le abría el cuerpo, primero con una incisión desde el cuello hasta la entrepierna y luego con la mano, quitando órganos y poniéndolos en bandejas separadas, todo ello con la enérgica eficiencia de quien está lavando platos. La habitación se hallaba mal amueblada, con poco más que las balanzas y los baldes necesarios, y Eva ya había pasado una hora lavando el cuerpo y examinándolo en busca de magulladuras, tatuajes y marcas de agujas. Arkady había revisado la ropa en una pileta, sin encontrar en los bolsillos del muerto nada más que un monedero con cambio y una billetera con un billete húmedo de veinte hryvnia, una foto de un niño de unos seis años y una tarjeta vencida de un videoclub. Arkady había cortado los borceguíes de Hulak; allí encontró, escondidos bajo la suela, casi doscientos dólares estadounidenses: no estaba mal para un trapero que robaba cables eléctricos radiactivos. Mientras Eva Kazka trabajaba en un extremo de la mesa, Arkady lo hacía en la otra, secando los dedos arrugados por la inmersión e inyectándoles luego una solución salina para dar relieve a los surcos de las yemas y obtener huellas utilizables para compararlas con las que había levantado de la botella encontrada en el bote.
Las luces fluorescentes volvían verdes los cadáveres, y Boris Hulak estaba más verde que la mayoría, un cuerpo carnoso lleno de grasa en la cintura, duro en las piernas y los hombros, exudando un olor a etanol. Eva vestía su chaqueta de laboratorio y gorra y mostraba un aplomo profesional; tanto ella como Arkady fumaban mientras trabajaban, para soportar el olor. Fumar tenía pocas ventajas; ésa era una.
—¿Alguna vez deseaste no haber pedido algo? —preguntó Eva. Casi le adivinaba los pensamientos, lo que no hacía sentir mejor a Arkady. Consultó la planilla de la autopsia—. Lo único que puedo decirte hasta ahora es que entre la cirrosis del hígado y la necrosis de los riñones, Boris tenía quizás unos dos años más de vida. En lo demás, era un espécimen fuerte. Y no, no había nada de agua en los pulmones.
—Creo que Hulak es el hombre al que perseguí por Pripyat unas noches atrás.
—¿Lo alcanzaste?
—No.
—Y nunca lo habrías alcanzado. Los traperos conocen la zona como un mago conoce sus trucos y los sombreros de copa y los conejos radiactivos —golpeteó la mesa con el escalpelo—. Al capitán Marchenko no le caes bien. Pensé que eran buenos amigos.
—No. He estropeado su expediente perfecto. El comandante de una estación de milicia no quiere ningún problema, ningún homicidio y, sobre todo, ningún homicidio sin resolver. Por cierto no quiere dos.
—El capitán es un hombre amargo. Según se dice, se metió en problemas en Kiev al rechazar un soborno, lo que puso en una situación incómoda a sus superiores, que habían aceptado de buena fe su parte del dinero. Lo destinaron acá para que viera de cerca el infierno, por si alguna vez se le ocurría volver a cometer el mismo error. Después llegas tú de Moscú, y él se siente más atrapado que nunca. Estabas comparando las huellas digitales de Hulak con las de una tarjeta.
—De la botella de vodka que encontré en el bote. —¿Y?
—Son todas de Hulak.
—¿No dirías que es prueba suficiente de que Hulak estaba solo? ¿Alguna vez has conocido a un ruso o un ucraniano que no comparta una botella? No se ahogó, pero debo decirte que, aparte de la puñalada póstuma que le dio el capitán, no veo señales de violencia reciente. Tal vez sí atrapó un pez grande y se golpeó la cabeza al caer por la borda. De un modo o de otro, te has equivocado al ganarte la enemistad del capitán Marchenko. Quizá se sintiera feliz si paráramos aquí.
Arkady se inclinó sobre el cuerpo. Boris Hulak tenía una cabeza belicosa, con cejas peludas, nariz ancha surcada de venas salientes, pelo oscuro tupido como piel de nutria y mejillas cubiertas de barba de dos o tres días; no se veían magulladuras ni hinchazones, ni marcas de ataduras alrededor del cuello, ni heridas defensivas en las manos, ni siquiera un rasguño en la cabeza. Sin embargo, sí estaba ese iris dilatado en el ojo izquierdo, tan abierto como el obturador atascado de una cámara fotográfica. Además, a Arkady ya se le había pasado el estupor del samogon.
—Entonces el capitán se sentirá todavía más feliz si demostramos que estoy equivocado —respondió.
La mayoría de los médicos jamás vuelven a toparse con un cadáver después de cursar anatomía y olvidan la total hediondez de la muerte. Eva reacomodó con frialdad el bloque de madera bajo el cuello de Hulak.
—Ya has visto hombres con un disparo en la cabeza —observó Arkady.
—Con un disparo de pistola en la cabeza y de rifle en la espalda, supuestamente en medio del combate. De un modo o del otro, en general siempre hay un orificio de entrada, del que este hombre carece. Última oportunidad de parar.
—Quizá tengas razón, pero veamos.
Eva cortó la parte posterior del cráneo de Hulak, de oreja a oreja. Dobló la lengüeta de piel y cabello hacia adelante, sobre los ojos, para trabajar con una sierra circular. Las sierras eléctricas siempre resultaban pesadas y, con la nube de polvo blanco que producían, difíciles de manejar en trabajos delicados. Levantó la tapa del cráneo con un cincel, insertó un escalpelo para soltar el cerebro de la médula espinal y dejó la masa suave y rosada, envuelta en su membrana brillante, junto a la cabeza vacía.
—Esto no va a gustarle al capitán —comentó Eva.
Una línea roja cruzaba la parte superior: el rastro de una bala que había atravesado el cerebro y luego, rebotando en ángulo, había dañado el cráneo. Hulak debía de haber caldo en el acto.
—¿Pequeño calibre? —preguntó Eva.
—Eso creo.
La médica revisó el cerebro por todos lados antes de elegir un coágulo rojo por donde empezar. Cortó la membrana, luego la materia gris y extrajo una bala del tamaño de una pepita. Hizo un ruido metálico cuando la dejó caer en la mesa. Eva no había terminado. Iluminó con una linterna de bolsillo el interior del cráneo hasta que salió un rayo de luz por la oreja izquierda.
—¿Quién puede tirar tan bien? —preguntó.
—Un francotirador, un cazador de martas cibelinas o un taxidermista. Yo diría que la bala es de cinco punto seis milímetros, que es la que usan los tiradores en las competencias de tiro.
—¿Desde un bote?
—El agua estaba quieta.
—¿Y el ruido?
—Un silenciador, tal vez. Un pequeño calibre no hace tanto ruido, además.
—Así que ahora hay dos asesinatos. Felicitaciones. Chernóbil ha matado a un millón de personas, y tú has agregado dos más. Yo diría que eres muy bueno en lo que se refiere a muertes —comentó Eva, impresionada.
Arkady preguntó:
—¿Y el primer cuerpo, el del cementerio? Además del tipo de herida de la garganta, ¿había algo más que pudieras haber agregado a tu nota?
—No lo examiné. Sólo vi la herida y escribí algo. Los lobos tironean y arrancan, no rebanan.
—¿Había sangre en la camisa?
—Por lo que yo vi, muy poca.
—¿El pelo?
—Limpio. Tenía la nariz ensangrentada.
—Sufría hemorragias nasales —explicó Arkady.
—Entonces debió de ser una hemorragia nasal muy fuerte. Había mucha sangre.
—¿Cómo explicas eso?
—No tengo explicación. El mago eres tú; sólo tú sacas muertos de la galera, en lugar de conejos.
Arkady estaba pensando qué responder, cuando oyó que alguien golpeaba a la puerta. Vanko asomó la cabeza.
—¡Llegaron los judíos!
—¿Qué judíos? —preguntó Arkady—. ¿Dónde?
—En el pueblo. ¡Preguntan por ti!
El sol del atardecer ponía de relieve la monotonía del centro: café, cafetería, estatua de Lenin entre envoltorios de golosinas. Un par de milicianos salieron de la cafetería para mirar calle arriba; miraban con tanta insistencia que se inclinaban hacia delante. Vanko se fue corriendo, Arkady no sabía por qué. Lo único que vio fue un hombre conocido, de torpe arrogancia, delante de un automóvil. Vestía el traje negro de los judíos jasídicos, camisa blanca y sombrero de fieltro, aunque en lugar de una gran barba llevaba una barba roja de dos días.
—Bobby Hoffman.
Hoffman miró por encima el hombro.
—Sabía que si seguía andando al fin te iba a encontrar. Ya hace dos días que camino de un lado a otro.
—Deberías haberle preguntado a la gente dónde me encontraba.
—Los judíos no les preguntan a los caníbales ucranianos. Le pregunté a uno y desapareció.
—Dijo que venían los judíos. ¿Eres sólo tú?
—Sólo yo. ¿Los asusté? Ojalá pudiera liquidar a todos esos malditos. Sigamos caminando. Mi consejo a los judíos de Ucrania es que presenten siempre un blanco móvil.
—Ya has estado acá.
—El año pasado. Pasha quería que echara un vistazo a la situación del combustible usado.
—¿El combustible radiactivo usado da ganancias?
—Es el negocio del futuro.
El automóvil era un Nissan salpicado de barro, una degradación con respecto al Mercedes en el que Arkady había visto a Hoffman la última vez. También la ropa de Hoffman mostraba un cambio.
—¿Es tu nueva personalidad?
—¿El atuendo jasídico? Los Hassidim son los únicos judíos que se ven por acá. La idea es que de esta manera llamo menos la atención —Hoffman miró la ropa de camuflaje de Arkady—. ¿Ingresaste en el ejército?
—Es la ropa estándar para el ciudadano de la Zona. ¿El coronel Ozhogin sabe que estás acá?
—Todavía no. ¿Recuerdas aquel disco que tanto se jactó el coronel de haber encontrado? Era más que una mera lista de cuentas extranjeras. Era un caballo de Troya, una orden para desviarlas a un pequeño banco mío. Podría haberme quedado en Moscú, pero cuando murió Pasha y Ozhogin me prohibió la entrada a las oficinas de NoviRus. En mi propia oficina, me dije: «Que se vayan al carajo. Son ellos o yo». Así que tenía que hacer que el imbécil quisiera el disco y lo metiera en el sistema. ¿Recuerdas que el coronel me pegó en la nariz y me la hizo sangrar? Bueno, ahora el que pega soy yo, y no en la nariz.
—Entonces debes de estar fugitivo. ¿Por qué viniste acá?
—Tú necesitas ayuda, Renko; hace más de un mes que llegaste. Hablé con tu detective Víctor.
—¿Hablaste con Víctor?
—Víctor usa el correo electrónico.
—Conmigo no se ha comunicado. Llamo y no está en la oficina. Llamo al celular y no atiende nadie.
—Identificador de llamadas. Tú no le pagas, y yo sí. Y Víctor dice que no enviaste a Moscú ningún informe que valga una mierda. ¿Has avanzado algo?
—No.
—¿Nada de nada?
—Nada.
—Acá te estás ahogando. Estás en tiempo muerto.
Habían pasado el café y llegado a un barrio de acacias y cómodas casas de dos plantas donde en otros tiempos vivía la clase alta de Chernóbil: el alcalde y el comandante de la milicia, el secretario local de Partido y sus asistentes, el fiscal y el juez, gerentes del puerto y las fábricas. Algunas paredes podridas habían arrastrado consigo los techos; algunos se habían desmoronado y combado las paredes. Los árboles tendían sus ramas dentro de una ventana y las sacaban por las persianas abiertas de otra. En un patio había una muñeca de cara descolorida.
—¿Cómo vas a ayudar? —preguntó Arkady.
—Has entendido mal.
Hoffman hizo una seña al chofer del auto para que avanzara hizo subir a Arkady. El conductor les echó una mirada indiferente. Tenía ojos hundidos y un mechón de pelo perdido en el cuero cabelludo. Descansaba en el volante unos nudillos estropeados.
—No te preocupes por Yakov —dijo Hoffman—. Lo elegí porque es el judío más viejo de Ucrania y no habla una palabra de inglés —atrás había poco espacio, y se redujo más cuando Hoffman abrió una computadora laptop—. Voy a darte una oportunidad de lucirte, Renko. No digo que seas un completo incompetente.
—Gracias.
—Sólo digo que necesitas un poco de ayuda. Por ejemplo, tuviste la idea de juntar las cintas de vigilancia no sólo del edificio de departamentos de Pasha, sino también de los edificios de los dos lados. De hecho, Víctor hizo lo que le pediste. El problema fue que cediste. Declaraste suicidio la muerte de Pasha.
—Fue un suicidio.
—Ser llevado a suicidarse no es lo que yo llamo suicidio. No me hagas hablar… Bueno, la muerte de Pasha se declaró suicidio, y se acabó la investigación, y Víctor había leído en alguna parte que el vodka protegía contra la radiación. Así que se protegió mucho. Cuando volvió a estar sobrio, se había olvidado por completo de las cintas. Después le cortaron la garganta a Timofeyev y el fiscal Zurin te mandó acá —Bobby miró por las ventanillas, hacia las casas—. Los esquimales son más amables; te ponen en un maldito témpano.
—¿Y las cintas?
—Me contacté con Víctor. ¿Sabes cuál es su dirección de correo electrónico? Puedes comprarla en Internet; es ilegal, pero puedes hacerlo. Al parecer, como todos los rusos, en algún momento tuvo una perra llamada Laika. Así que me comuniqué con «Laika 1223» y le ofrecí una recompensa por cualquier nota o prueba que hubiera quedado. Lo sorprendí en un momento sobrio, porque hasta me copió las cintas en un disco.
—Tú y Víctor, qué dúo.
—Eh, me siento mal por la manera como te dejé en Moscú, de veras. Tal vez con esto pueda compensar un poco —los dedos de Hoffman se movieron en el teclado de la computadora, y en la pantalla apareció una vista diurna de una senda de acceso a un edificio y unos contenedores. En una esquina de la cinta aparecía un reloj que marcaba 1042:25—. ¿Reconoces esto?
—El callejón de servicio de la parte de atrás del edificio de Pasha Ivanov. Pero esto está tomado desde el edificio de al lado.
—¿Viste la cinta tomada desde el edificio de Pasha?
—Estaba sobregrabada; era una grabación muy corta. Se veía a Pasha llegar y caer, y antes de eso vimos unas dos horas, pero no había nada más.
—Mira —indicó Hoffman.
La cámara congelaba imágenes a intervalos de cinco segundos. Además, estaba colocada en un eje motorizado que se movía ciento ochenta grados. El resultado era un curioso collage: captaba a un gato en el momento de entrar en la calle; a continuación se lo veía haciendo equilibrio en el borde de un contenedor; y luego, en la vista lateral, aproximándose al contenedor del edificio de al lado, el de Ivanov.
Hoffman dijo:
—Según Víctor, tú creías que hubo una falla de seguridad.
—Sabemos que el personal recorrió todo el edificio golpeando puertas. Algo pasó.
A las 1045: 15 el gato era sorprendido en un salto acrobático desde el contenedor mientras una camioneta blanca entrada por el lado izquierdo del callejón.
—Cuando tienes razón tienes razón —reconoció Hoffman.
La camioneta con la puerta del conductor abierta y una figura oscura al volante.
La camioneta con la puerta cerrada y el asiento del conductor vacío.
La misma escena durante un minuto.
Un hombre corpulento vestido con overol, máscara antigás y una capucha que le cubría por completo la cabeza, llevando al hombro un tanque con manguera y sacando de la camioneta una maleta con ruedas para entrarla en el edificio de Ivanov.
La camioneta en el callejón.
La misma escena durante cinco minutos. Otra vez el gato.
La camioneta.
Durante un minuto más, la camioneta.
El mismo hombre con el mismo equipo regresando a la parte posterior de la camioneta.
La camioneta.
Una figura de overol y máscara subiendo al asiento del conductor.
La camioneta alejándose al tiempo que el conductor se quitaba la máscara; su rostro, un borrón.
El callejón vacío.
El gato.
El portero del edificio, los puños en las caderas.
El callejón vacío.
El gato.
Hora: 1056:30. Tiempo transcurrido: quince minutos. Siete minutos de riesgo para el conductor.
—Cuando interrogaste al personal, nunca mencionaron a un exterminador, ¿correcto? —dijo Hoffman—. ¿Un fumigador? ¿Cucarachas?
—No. ¿Puedes ampliar la imagen del hombre que va de la camioneta al edificio?
Hoffman lo hizo. Arkady no sabía cómo lograba Bobby teclear con esos dedos tan gordos, pero era rápido.
—¿La cabeza? —pidió Arkady.
Hoffman amplió la cabeza, la mascara antigás con gafas protectoras y dos filtros lustrosos.
—¿Puedes ampliar más?
—Puedo ampliar todo lo que quieras, pero es una imagen con mucho grano. Sólo verás granos más grandes. Un maldito exterminador.
—Eso no es una máscara de exterminador. Es equipo para radiación. ¿Puedes ampliar el tanque?
El tanque tenía unas etiquetas que parecían ser advertencias de fumigación.
—¿La maleta?
Estaba cubierta con calcomanías de ratas y cucarachas muertas. Al entrar en el edificio, el hombre llevaba la maleta sobre las ruedas. Arkady recordaba que a la salida la cargaba en los brazos.
—Es una entrega. Al llegar, la maleta estaba pesada, y a la salida, liviana.
—¿Pesada cuánto?
—Yo diría… unos cincuenta o sesenta kilos de sal, un grano de cesio y una maleta revestida en plomo… tal vez unos setenta y cinco kilos en total. Bastante pesada.
—¿Ves qué divertido es trabajar juntos? Esto es un gran adelanto, ¿no?
—¿Puedes ampliar la chapa de la patente?
Era una patente de Moscú. Hoffman dijo:
—Víctor la investigó. Es una camioneta del parque de automóviles de Dynamo Electronics. Instalan televisión por cable. Dynamo Electronics pertenece a Dynamo Avionics, propiedad de Leonid Maximov. La denunciaron como extraviada.
—¿Ahora Víctor trabaja para ti?
—¡Epa! Yo estoy haciendo tu trabajo, y le pago para que me ayude. Te estoy dando a Maximov servido en bandeja. Mientras tú andabas a los tumbos por acá, en Moscú ha habido una guerra entre Maximov y Nikolai Kuzmitch por NoviRus.
—No sabía nada —admitió Arkady.
—Los dos codiciaron siempre NoviRus.
Arkady los recordaba de la mesa de ruleta. Kuzmitch era un arriesgado, que ponía pilas de fichas a un número; Maximov, un matemático: un jugador metódico, cauteloso.
—El caso Ivanov está cerrado —dijo Arkady—. Ivanov saltó. Si Kuzmitch lo instigó a hacerlo, entonces lo logró. Ahora estoy trabajando en el caso Timofeyev. Alguien le cortó la garganta; eso sí es asesinato. Y nadie ha pagado por las pruebas.
—¿Cuánto quieres?
—¿Cuánto qué?
—Dinero. ¿Cuánto quieres para abandonar a Timofeyev y concentrarte en Pasha? ¿Cuál es tu cifra?
—No tengo cifra.
Hoffman cerró la laptop.
—Te lo explicaré así: Si no ayudas, Yakov te matará.
Yakov se volvió y apuntó a Arkady con un arma. Era una Colt estadounidense, con silenciador, antigua pero bien lubricada y mantenida.
—¿Me dispararías acá?
—Nadie oiría nada. Un poco des prolijo; por eso, el auto viejo. Yakov piensa en todo. ¿Aceptas o no?
—Tendría que pensarlo.
—Pensarlo, un carajo. ¿Sí o no?
Pero Arkady se distrajo al ver la cara de Vanko apretada Contra la ventanilla. Hoffman se echó atrás en su asiento. Adelante, Yakov volvió el arma hacia Vanko. Arkady levantó las manos para tranquilizarlo y pidió a Hoffman que abriera la ventanilla.
—¿Quién es este loco? —preguntó Bobby.
—No pasa nada —dijo Arkady.
Cuando bajó la ventanilla, Vanko sacudió un gran llavero.
—Va podemos empezar. Los haré entrar.
Hoffman y Arkady siguieron a Vanko a pie, de regreso por donde habían llegado, seguidos por Yakov. Fuera del auto, era un hombre bajo, con manchas hepáticas, mejillas hundidas y venas azules en las sienes. Vestía como un bibliotecario, con un suéter remendado y una chaqueta, pero su frente chata y su nariz aplastada le daban el aspecto de un hombre arrollado por una aplanadora que aún no se había rearmado del todo.
—Yakov no tiene miedo —dijo Bobby—. Fue partisano en Ucrania durante la guerra, y también luchó en Israel. Lo torturaron los alemanes, los británicos y los árabes.
—Una lección de historia ambulante.
—Bueno, ¿y adónde nos lleva nuestro feliz amigo del llavero?
—Da la impresión de creer que tú lo sabes —contestó Arkady.
Vanko se dirigió a un edificio de aspecto sólido, pintado de amarillo municipal, que se alzaba solo, y Arkady se preguntó si iban a una especie de archivo histórico. Cerca del edificio, Vanko se detuvo junto a un búnker sin ventanas por el que Arkady había pasado cien veces, siempre en la creencia de que albergaba algún tipo de subestación eléctrica o mecánica. Vanko abrió la puerta de metal con un gesto ampuloso e hizo pasar a Hoffman y Arkady.
El búnker albergaba dos cajones de cemento abiertos, de unos dos metros de largo y uno de ancho. No había electricidad; la única luz provenía de la puerta abierta, de altura apenas suficiente para el sombrero de Hoffman. No había sillas, íconos ni imágenes, instrucciones ni decoración de ninguna clase, aunque en los bordes de los dos cajones había velas votivas derretidas en cuencas de lata, y el interior del cajón se hallaba repleto de papeles y cartas.
—¿Quién es? —preguntó Arkady.
Hoffman demoró tanto en responder que lo hizo Vanko, el guía de la excursión.
—El rabino Nahum, de Chernóbil, y su nieto.
Hoffman miró a su alrededor.
—Qué frío.
—Los lugares sagrados suelen ser fríos —comentó Vanko.
—Habló el experto en religión —Hoffman le preguntó a Arkady—: ¿Qué se supone que debo hacer ahora?
—El judío jasídico eres tú. Haz lo que hace un judío jasídico.
—Sólo estoy vestido como un judío jasídico. No hago estas cosas.
Intervino Vanko:
—Un día por año vienen todos los judíos, en ómnibus. No solos, así…
—¿Qué es todo esto? —preguntó Arkady.
Hoffman tomó un par de papeles de una tumba y los levantó a la luz para leerlos.
—Están en hebreo. Plegarias al rabino.
—Ah, sí —repuso Vanko con tono enfático.
—¿Tantos judíos viven acá? —preguntó Arkady.
—Sólo vienen de visita —respondió Vanko.
—Vienen desde Israel —Hoffman miró una tercera carta—. Judíos locos. Cualquiera gana la lotería y dice: «¡Me voy a Disneylandia!». Un judío gana y dice: «¡Me vaya Chernóbil!».
—Son peregrinos —comentó Arkady.
—Entiendo. ¿Y ahora qué?
—Haz algo.
Vanko había seguido la conversación más con los ojos que con los oídos. Hurgó en sus bolsillos y sacó una vela votiva nueva.
Hoffman dijo:
—Así que justo tienes un tallith, ¿eh? No importa. Muchas gracias. ¿Cuánto te debo?
—Diez dólares.
—¿Por una vela que vale veinticinco centavos? ¿Así que tienes la concesión de la tumba? —le dio el dinero—. ¿Es un negocio?
—Sí —Vanko estaba ansioso por dejar eso en claro—. ¿Necesita papel o lapicera para escribir una plegaria?
—¿A diez dólares la hoja? No, gracias.
—Esperaré afuera, por si necesita algo. ¿Tiene comida o lugar donde alojarse?
—Por supuesto —Hoffman miró marcharse a Vanko—. Qué hermoso. Abandonados en una cripta por un Igor ucraniano.
Había cientos de plegarias en cada cajón. Arkady le mostró dos a Hoffman.
—¿Qué dicen?
—Lo de siempre: cáncer, divorcio, terroristas suicidas. Salgamos de acá.
Arkady señaló la vela.
—¿Tienes un fósforo?
—Te dije que yo no hago estas cosas.
Arkady encendió la vela y la puso en el borde de la tumba. Una llama minúscula tembló en el pabilo.
Bobby se frotó la nuca, como si no la tuviera bien puesta.
—Por diez dólares, no es mucha luz.
Arkady encontró unas velas usadas y las encendió, hasta que hubo una docena de llamas que parpadeaban y echaban humo; juntas formaban un halo flotante de luz bajo la cual los papeles daban la impresión de moverse y resplandecer. La luz hizo también que Arkady tomara conciencia de que Yakov estaba al lado de la puerta abierta. Era tan flaco que lo imaginó como un palo quema do, despuntado y vuelto a quemar.
—¿Todo bien? —preguntó Vanko desde afuera.
Yakov se sacó los zapatos y entró. Besó la tumba, rezó en susurros mientras se hamacaba, besó la tumba una segunda vez y sacó su propio papel, que depositó sobre los otros.
Bobby salió y esperó a Arkady.
—La visita al rabino ha terminado. ¿Contento?
—Fue interesante.
—¿Interesante? —rió Bobby—. Bueno, el trato es éste. Las muertes de Pasha y Timofeyev están relacionadas. No importa que uno haya muerto en Moscú y el otro acá, ni que uno fuera un aparente suicidio, y el otro, un obvio asesinato.
—Es probable —Arkady vio que Yakov salía de la tumba y Vanko la cerraba.
Continuó Bobby:
—Entonces, tal vez tú deberías concentrarte en Timofeyev, y yo me concentraré en Pasha. Pero actuaremos en forma coordinada y compartiremos la información.
—¿Esto significa que Yakov no va a dispararme? —preguntó Arkady.
—Olvídate de eso. No viene al caso.
—¿Y Yakov sabe que no viene al caso? Tal vez sea duro de oído.
—No te preocupes —dijo Bobby—. El asunto es que no me iré, así que o te estorbaré o trabajaremos juntos.
—¿Cómo? No eres detective ni investigador.
—¿Y la cinta que acabamos de ver? Es tuya.
—La he visto.
—¿Y tú qué me ofreces a cambio? ¿Nada?
Vanko andaba por ahí, no tan cerca como para oír algo, pero reacio a marcharse de un lugar donde quizá pudieran aparecer más dólares. Al percibir una brecha en la conversación, se acercó a Arkady y preguntó, como si sugiriera servicialmente otra atracción local:
—¿Les contaste del nuevo cuerpo?
La cabeza de Bobby giró de Vanko a Arkady.
—No, no me ha contado nada. Investigador Renko, cuéntenos del nuevo cadáver. Comparta.
Yakov se llevó una mano al interior de la chaqueta.
—Empieza tú —dijo Arkady.
—¿Qué?
—Dame tu celular.
Bobby le dio el teléfono. Arkady lo encendió, pasó los números almacenados hasta encontrar el que quería y dijo:
—Marca.
Atendió una voz lacónica:
—Víctor.
—¿Dónde?
Una larga pausa. Víctor estaría mirando el identificador de llamadas.
—¿Arkady?
—¿Dónde estás, Víctor?
—En Kiev.
—¿Qué estás haciendo ahí?
Otra pausa.
—¿De veras eres tú, Arkady?
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy con licencia por enfermedad. Asuntos privados.
—¿Qué estás haciendo en Kiev?
Un suspiro.
—Está bien, en este momento estoy sentado en la plaza de la Independencia, comiendo una hamburguesa y mirando a Antón Obodovsky tomar un licuado a sólo veinte metros de distancia. Nuestro amigo salió de la cárcel, y acaba de pasar dos horas con un dentista.
—¿En Moscú no había un buen dentista? ¿Tuvo que ir hasta Kiev?
—Si estuvieras acá sabrías por qué. Tienes que verlo para creerlo.
—Quédate con él. Cuando llegue allá te llamo.
Arkady apagó el celular y se lo devolvió a Bobby, que le agarró el brazo y le dijo:
—Antes de que te vayas… ¿un cuerpo nuevo? A mí, eso me suena a progreso.