9

La lluvia matinal caía sobre el Club Náutico de Chernóbil, un muelle destartalado sobre el río Pripyat. Se habían caído varios tablones, por lo que Arkady y Vanko debieron cruzar por una suerte de tablero de damas resbaladizo, cargando el bote de aluminio que Arkady le alquiló por ese día a Vanko. Éste se había ofrecido, por una botella extra de vodka, a acompañarlo y señalarle alguno que otro sitio donde pescar, pero Arkady no tenía ninguna intención de pescar. Había pedido prestada una caña sólo para guardar las apariencias.

—¿Eso es todo lo que llevas? —preguntó Vanko—. ¿Sin carnada?

—Sin carnada.

—Con una lluvia ligera como ésta puede haber buena pesca.

Arkady cambió de tema.

—¿De veras había un club náutico acá?

—Veleros. Después del accidente se fueron. Ahora se vendieron todos a gente rica del mar Negro —la idea parecía deleitarle.

Flotaban vapores en torno a unos barcos comerciales y de excursión hundidos o encallados, oxidados en tonos que iban del blanco al rojo. Al parecer una explosión había levantado del agua transbordadores, dragas, barcazas carboneras, cargueros fluviales para depositarlos al azar a lo largo de la orilla del río. Al final del muelle había un portón con candado y carteles que decían: «¡ALTA RADIACIÓN!», «PROHIBIDO NADAR» Y «PROHIBIDO BUCEAR». En conjunto eran redundantes, le pareció a Arkady.

—Eva vive allá, en una cabaña —Vanko señaló al otro lado del puente, hacia un edificio de departamentos—. Bastante lejos. Nunca la encontrarías.

—Te creo.

Vanko tenía la llave del candado del bote; ayudó a Arkady a pasar la embarcación por encima de una esclusa y un puente en el brazo norte del río. Arkady ya había observado que Vanko, con su aire impasible y su flequillo semejante al mechón de pelo de un ternero, parecía tener llaves de todo, como si fuera el guardián de la ciudad.

—En otros tiempos Chernóbil fue un puerto con mucho movimiento. Había una intensa actividad comercial arriba y abajo del río cuando teníamos a los judíos.

Arkady pensó que las conversaciones con Vanko a veces eran un poco incoherentes.

—¿Entonces acá no ha habido judíos desde la guerra? ¿Desde los alemanes?

Bajaron al agua. Vanko echó el bote al agua y lo sujetó por el timón.

—Algo así.

Mientras se hacía cargo de los remos, Arkady echó una última mirada a los carteles de advertencia.

—¿El río es muy radiactivo?

Vanko se encogió de hombros.

—El agua acumula radiación en una proporción mil veces mayor que la tierra.

—Ah.

—Pero se va al fondo.

—Ah.

—Así que evita comer mariscos —Vanko seguía sujetando el bote—. Ahora que me acuerdo: esta noche estás invitado a cenar con los viejos. ¿Recuerdas a Roman y María, de la aldea?

—Sí.

La anciana de los ojos azul intenso y el anciano de la vaca.

—¿Puedes venir?

—Por supuesto —cena en una aldea negra. ¿Quién podía negarse?

Vanko se mostró complacido. Dio un empujón. Arkady deslizó los remos en los escalamos y dio una primera palada larga, luego otra, y el bote comenzó a avanzar por la mansa corriente del Pripyat.

Estaba allí porque el Plomero había cumplido su promesa y llamado por la mañana para darle instrucciones: Arkady debía ir solo, en un bote de remo, al medio del estanque de refrigeración situado detrás de la planta de energía de Chernóbil y llevar el dinero.

La ropa camuflada y la gorra que vestía el detective eran razonablemente resistentes al agua, y una vez que empezó a remar con un ritmo de paladas parejas, pronto alejó la embarcación de las naves zozobradas y los embarcaderos deteriorados. Sumergió la mano. El agua era vidriosa, marrón por las turberas que había río arriba, salpicada por la lluvia suave. La tierra que se extendía más adelante era baja, atravesada por la multitud de canales de un antiguo río y matizada con pinos y sauces. Habla cuatro kilómetros contra la corriente desde el muelle del club náutico hasta las cercanías del estanque de refrigeración. Arkady miró el reloj. Tenía dos horas para recorrer toda esa distancia, pero suponía que, si llegaba un poco tarde, por cien dólares el Plomero esperaría.

No llevaba el dinero, pero no podía perderse la oportunidad de hacer contacto. De hecho, pensaba que su falta de dinero podría significar su salvoconducto si el único interés del Plomero era robarle.

Desde las orillas del río se alzaba una bruma que envolvía los abedules y flotaba libre. Las ranas se arrojaban al agua buscando refugio. Arkady descubrió que la disciplina del remo llevaba a un estado como de trance que iba dejando atrás los remolinos de las paladas. Cruzó el agua un cisne, una aparición blanca que se dignó volver la cabeza hacia Arkady. Como habría dicho Vanko, existían peores maneras de pasar un día.

Por momentos el río se encenagaba y ensanchaba, por momentos se estrechaba hasta convertirse en un túnel de árboles; durante casi todo el tiempo Arkady se preguntaba qué estaba haciendo. No estaba en Moscú; ni siquiera estaba en Rusia. Estaba en una tierra donde no se echaba de menos a los rusos. Donde un ruso muerto se conservaba en hielo durante semanas. Donde una aldea negra era un lugar perfecto para una cena.

Una hora después, había caído en un ritmo tan intenso que demoró un momento en reaccionar a una multitud de carteles de radiación plantados en una playa de arena. Su blanco. Cobró velocidad, dirigió el bote hacia la playa y bajó de un salto. Luego se dirigió, arrastrando el bote, por una vía que separaba el río de la reserva artificial del estanque de refrigeración. El estanque medía doce kilómetros de largo y tres de ancho; se necesitaba mucha agua para enfriar cuatro reactores nucleares. Cuando la planta se hallaba activa —cuando en Chernóbil había cuatro reactores en funcionamiento y dos más en construcción— el agua circulaba constantemente por el estanque, alrededor de las plantas de energía, en una cuadrícula de canales, y salía por una tubería de descarga para volver al estanque. En ese momento era un bloque de agua negra como el granito, envuelta en niebla.

Se veía un camino elevado bloqueado por una alambrada, inclinada hacia un lado como diciendo: «Venga por aquí». Los árboles nuevos habían levantado las losas de cemento que formaban las paredes del estanque; en un punto una camisa roja atada a un árbol marcaba dónde se habían desplazado las losas que, en su estado de abandono, servían de escalones para bajar al agua. Arkady miró el medidor, que sonaba con creciente interés; luego bajó el bote a la superficie del agua y lo empujó al tiempo que subía.

Con buen tiempo el estanque podría haber sido un estratégico lugar de encuentro. Con binoculares, el Plomero podría haberse asegurado de que Arkady se hallaba solo, en un bote de remo y lejos de toda ayuda. Sin duda el Plomero tendría la ventaja de una embarcación con motor fuera de borda. Cualquiera fuese el plan, a Arkady no le gustaba acercarse de espaldas, agachado sobre los remos. Y llovía más fuerte; la visibilidad se había reducido a cien metros y seguía disminuyendo. La gente cometía errores cuando no podía ver con claridad; malinterpretaba lo que veía, o veía cosas que no estaban. ¿Qué sabía él del Plomero? La breve conversación telefónica sugería que no era un profesional experimentado, sino más bien un ucraniano cuarentón, desaliñado, con dientes mal arreglados. Probablemente vivía en Pripyat y, a juzgar por la elección del lugar del encuentro, debía de haber trabajado en la planta de energía. Un trapero, más que un cazador furtivo, un hombre que llevaría un martillo en vez de un arma de fuego, si es que eso resultaba de algún consuelo.

Arkady mantuvo la vista fija en el camino elevado para orientarse y miró la hora para calcular cuánto había avanzado. Por un momento le pareció captar, más adelante, la vibración de un motor fuera de borda bajo la lluvia, pero lo cierto es que no podía asegurar de dónde provenía o si en realidad la había escuchado. Lo único que oía con certeza eran sus remos en el agua.

Había remado durante más de media hora a lo largo del camino elevado cuando vio, por encima el hombro, dos chimeneas rojas y blancas suspendidas en la niebla. La bruma se tornaba cada vez más densa, pero no antes de que encontrara otra referencia, directamente hacia las columnas de los reactores. Remó y avanzó hasta hallar otro punto de orientación, y remó y avanzó de nuevo. Tal vez fuera a dar resultado, no más. El Plomero aparecería en su lancha, y los dos hablarían.

Arkady continuó hasta una altura que calculó sería más o menos la mitad del estanque y esperó, haciendo girar el bote cada uno o dos minutos, para ver en todas las direcciones. Percibía barcas a lo lejos, en la periferia, pero no se aproximaba ni una sola. Pasaron diez minutos. Veinte. Treinta. Para entonces deseaba tener un cigarrillo, húmedo o no.

Estaba por marcharse cuando oyó un ruido metálico y vio un bote vacío que salía de la lluvia a la deriva. Era de aluminio, como el de él, con un pequeño motor fuera de borda sujeto a la popa y una cadena balanceándose en la proa. El motor estaba apagado. Una botella vacía de vodka rodó hacia adelante cuando Arkady detuvo la embarcación. No había nada más, ni siquiera una colilla de cigarrillo, ni una caña de pescar, ni un remo.

Ató el bote vacío a la parte trasera del suyo y empezó a remar hacia otra embarcación que vio del lado del estanque más cercano al reactor. No podía imaginar por qué alguien, aparte del Plomero o Vanko, podía estar afuera con tan mal tiempo, pero tal vez el ocupante del otro bote había enviado a alguien o sabía de quién era el bote. Remolcarlo era difícil; a cada tirón chocaba con el de Arkady y producía el mismo sonido que un tambor al darle un ligero puntapié: el aplauso perfecto para un día desperdiciado.

En el bote más cercano, a cincuenta metros de distancia, había dos hombres; cada diez metros la lluvia caía con más fuerza, enturbiando la vista de la embarcación a medida que se aproximaba. Los Woropay. Dymtrus de pie y Taras sentado, toda su atención fija en el agua que los rodeaba, hasta que Dymtrus se arrodilló y sacó un cuerpo del agua. Era una mujer de cabello largo, negro. La piel gris indicaba una larga inmersión, pero era fina y delicada; tenía la cara discretamente vuelta a un lado, un vestido se le adhería a los brazos y a la espalda. Permaneció inmóvil un momento, y al siguiente se retorció y casi dio vuelta el bote.

Taras se apoyó en la borda para estabilizar la embarcación. Vio a Arkady a través de la lluvia y gritó:

—A ella le gusta pelear.

Arkady había dejado de remar. La mujer había desaparecido, reemplazada por un bagre que pesaba por lo menos sesenta kilos, un monstruo resbaladizo, sin escamas, que se retorcía para un lado y para el otro y volvía hacia Arkady su cara roma y sus ojos gelatinosos. Unos bigotes orientales le salían de los labios. Algo que parecía un encaje empapado cayó al agua.

—¿Lo recogieron con la red? —preguntó Arkady.

—Son demasiado pesados para sacarlos de otra manera —respondió Dymtrus.

—Gigantes de Chernóbil —dijo Taras—. Mutantes. Brillan en la oscuridad.

—Entonces no los pesquen —Arkady observó que los Woropay llevaban armas. Supo que tenía suerte de que no estuvieran pescando con granadas—. Suéltenlo.

Dymtrus abrió los brazos. El pez cayó con gran ruido en el agua, remolineó hasta la superficie, y luego se hundió pesadamente y se perdió de vista.

—Relájese. Es sólo para divertimos. Hay peces más grandes por acá.

Taras dijo:

—El doble de grandes.

Los hermanos mostraban sonrisas fIáccidas, calculadoras.

—No los comeríamos —dijo Dymtrus—. Están cargados de toda clase de mierda radiactiva.

—No estamos locos.

Arkady sintió que su pulso comenzaba a tranquilizarse. Señaló la embarcación vacía.

—Estoy buscando al hombre que vino en ese bote.

Los Woropay se encogieron de hombros y preguntaron cómo sabía Arkady que había habido alguien en el bote. La gente escondía embarcaciones alrededor del estanque de refrigeración. Podría haberlo llevado el viento. ¿Y desde cuándo ellos aceptaban órdenes de los malditos rusos? Y, además, tal vez le viniera bien un maldito motor fuera de borda. Hicieron ese último comentario demasiado tarde, después de que Arkady había cambiado de embarcación, vuelto a atar los cabos y se marchaba, a motor, remolcando el bote de Vanko hacia una borrasca que ahogaba toda idea de persecución.

Volvió a cambiar de bote en el camino elevado para llevar el de Vanko corriente abajo. Al menos, esta vez iría a favor de la corriente. Pasó una cigüeña de pico rojo afilado como una bayoneta y alas blancas bordeadas de negro; luego vio otra, que chapoteaba en cámara lenta a lo largo de la orilla del río, acechando concienzudamente a una víctima. Las calles de Chernóbil se hallaban vacías, pero el río estaba lleno de vida. O de asesinatos, que a veces era lo mismo.

Cuando empezó a remar, sin embargo, la bruma se despejó lo suficiente para permitirle distinguir los edificios de departamentos de Pripyat, que se elevaban como lápidas gigantes. ¿Oksana Katamay no había dicho que su edificio en Pripyat daba a la estación y el río? Hizo girar el bote para cambiar de rumbo.

El departamento de Katamay no resultó difícil de encontrar. Oksana le había dado la dirección, y aunque quedaba en el octavo piso, las escaleras se halIaban libres de los desperdicios habituales. La puerta estaba abierta y la vista desde la sala abarcaba la estación de energía, el río, los cauces oscuros de antiguos cursos fluviales y bancos de niebla vaporosa. Arkady podía imaginarse a Oleksander Katamay, Jefe de Construcción, erguido como un coloso ante semejante panorama.

La familia debía de haber regresado a escondidas a retirar cosas que no habían podido llevarse durante la evacuación. La pared, ahora desnuda, antes se hallaba cubierta por un tapiz. En aquellos estantes vacíos había habido libros o una colección de animales embalsamados. En general, no obstante, la familia había sido selectiva, y Arkady tuvo la impresión de que traperos y ocupas sabían que debían dejar en paz el departamento de Katamay. El sofá y las sillas seguían en el salón; los cables y las cañerías aún parecían intactos. Alguien había vaciado la heladera, arreglado con cinta adhesiva una ventana rota, tendido las camas, fregado la bañera. El lugar lucía casi habitable, salvo la radiación.

Uno de los dormitorios era del abuelo —adivinó Arkady— donde sólo había unos baldes de líquido antigrasa para taxidermia y costras de adhesivo. Un segundo dormitorio estaba decorado con Caritas Felices, fotos de estrellas de cine y pósters de jóvenes gimnastas cayendo en una colchoneta con energía frenética. Saltaban nombres del pasado: Abba, Korbut, Comaneci. En la cama, juguetes de peluche. Arkady pasó un dosímetro sobre un león, que produjo Un pequeño rugido.

La habitación de Karel quedaba al final del pasillo. Debía de tener ocho años en el momento del accidente, pero ya le gustaba disparar. Se veían, pegados en las paredes, blancos de papel agujereados en el centro, junto con una selección de pósters de músicos de heavy metal con la cara pintada. En los estantes se alineaban tanques del Ejército Rojo, aviones de combate, dientes de tiburón y dinosaurios. Apoyado en un rincón, un esquí roto. De un pilar de la cama colgaban cintas y medallas de una variedad de deportes: hockey, fútbol, natación. Pegada con cinta encima de la cama había una fotografía de Karel en un parque de diversiones con su hermana mayor, Oksana; ella no tendría más de trece años, y lucía una cabellera negra, lacia, hasta la cintura. También había fotos de Karel pescando con el abuelo y posando con una pelota de fútbol y dos hoscos compañeros de equipo, los proto-Woropay. Quedaban unos cuadrados de pintura descascarada donde había cedido la cinta adhesiva. Bajo la cama Arkady encontró las fotos caídas: una fotografía del equipo de fútbol Dynamo de Kiev; el gran Fetisov, jugador de hockey sobre hielo; Mohamed Ali, y, por último, una instantánea de Karel con los puños levantados, con un boxeador. El muchacho vestía pantalones cortos, como un boxeador de verdad. El boxeador llevaba pantalones cortos y guantes. Tendría entonces unos dieciocho años; un muchacho flaco, de hombros caídos, blanco como un jabón. Su autógrafo cruzaba la fotografía: «A mi buen amigo Karel. Ojalá siempre seamos compañeros. Anton Obodovsky».

Roman presentó a Arkady un cerdo que se frotó con exquisito placer contra los tablones de su chiquero cuando el viejo le echó unos desperdicios.

–Oink, oink —dijo Roman—, oink, oink —sus mejillas se tiñeron de rojo manzana, por los rayos del sol poniente y por su orgullo de propietario. Era posible que Roman hubiera tomado un traguito antes de que llegara Arkady. Alex y Vanko seguían de cerca al detective. La lluvia había cesado pero en la granja el barro llegaba hasta los tobillos. La escena le recordó las antiguas inspecciones oficiales soviéticas: «Secretario del Partido visita granja colectiva y promete más fertilizante»—. Oink, oink —dijo Roman, el alma del ingenio. Parecía encantado de dirigir ese recorrido sin la asistencia de su esposa—. Los rusos crían cerdos para comer la carne; nosotros, para comer la grasa. Pero a Sumo lo estamos guardando. ¿No, Sumo?

—¿Para qué? —preguntó Arkady.

Roman se llevó un dedo a los labios y guiñó un ojo. Un secreto. Lo cual le pareció a Arkady algo muy apropiado para un residente ilegal en la Zona. Roman los condujo hasta un gallinero. En la frescura que había traído la lluvia, Arkady sintió el calor de las gallinas que empollaban. El viejo le mostró cómo cerraba la puerta atándola con un alambre.

—Los zorros son muy astutos.

—Tal vez debería tener un perro —sugirió Arkady.

—A los perros se los comen los lobos —tal parecía ser el consenso en la aldea, pensó Arkady. Roman meneó la cabeza como si hubiera pensado mucho en el tema—. Los lobos se comen a los perros. Los lobos persiguen a los perros porque los consideran traidores. Si usted lo piensa, los perros son perros sólo a causa de los humanos; de lo contrario serían todos lobos, ¿correcto? ¿Y dónde estaremos cuando todos los perros hayan desaparecido? Será el fin de la civilización —abrió un granero que contenía una colección de palas y azadas, rastrillos y guadañas, una piedra de afilar, una polea que colgaba de una viga y cajones de papas y remolachas—. ¿Conoce a Lydia?

—¿La vaca? Sí, gracias.

Un par de ojos enormes en las profundidades de un establo imploraron al grupo que la dejaran masticar en paz. Lo cual le recordó a Arkady las palabras del capitán Marchenko cuando lo alertó de la posibilidad de que hubiera un cuerpo flotando en el estanque de refrigeración. El capitán contestó que un bote suelto no era razón suficiente para salir de una oficina seca, y que el estanque era una extensión demasiado grande de agua para ir a buscar algo allí, bajo la lluvia o en la oscuridad. Aparte de la botella de vodka vacía, ¿había sangre en el bote? ¿Señales de lucha? De profesional a profesional, ¿aquello no le parecía una pérdida de tiempo?

Roman llevó afuera a sus invitados, pasando por un pequeño cobertizo tan repleto de leña que no se podría haber agregado una sola rama más. Arkady sospechó que, incluso estando tan borracho que no podía mantenerse en pie, Roman era capaz de apilar leña Con extremo cuidado. Roman les indicó un huerto e identificó cerezas, peras, ciruelas y manzanas.

Arkady le preguntó a Alex:

—¿Has recorrido el terreno con un dosímetro?

—¿Para qué? La pareja tiene más de ochenta años, y para ellos la comida que cultivan tiene mejor sabor que morirse de hambre en la ciudad. Esto es el paraíso. Un Edén envenenado, pero Edén de todos modos.

Tal vez, pensó Arkady. La casa de Roman y María era de un azul oscuro; tenía ventanas con marcos tallados y una esquina descansaba, al estilo rural, sobre un tocón de árbol. Brillaba entre casas abandonadas, tan negras como si las hubieran quemado, Con graneros en ruinas y árboles frutales cubiertos de zarzas. Un sendero de tierra llevaba de la casa al centro de la aldea; otro subía hacia la cerca de hierro forjado y las cruces del cementerio. La casa se hallaba entre los dos puntos que unían la vida y la muerte de los campesinos.

El interior constaba de una sola habitación: una combinación de cocina, dormitorio y sala, centrada en torno a una cocina de ladrillo pintada a la cal que calentaba la casa, cocía la comida, horneaba el pan, y —¡el genio campesino!— en las noches muy frías permitía dormir directamente sobre el horno. Lámparas y velas iluminaban paredes cubiertas de telas bordadas, tapices de escenas del bosque, fotos familiares y calendarios con fotografías, coleccionados a lo largo de los años. Fotos enmarcadas de Roman y María más jóvenes, él con delantal de goma, ella sosteniendo una enorme ristra de ajo, junto a un grupo que debían de ser su hijo y la familia de éste, una esposa apocada y una niña delgada de unos cuatro años. Una foto individual de la niña la mostraba acaso un año mayor, con sombrero para el sol junto a un cartel oxidado que decía: «CLUB LA HABANA».

A María se la veía tan reluciente que bien podrían haberla lustrado para la ocasión. Llevaba una falda y un delantal bordados, un chal con borlas y, por supuesto, sus brillantes ojos azules y su sonrisa de acero. A pesar de la concurrencia, estaba en todas partes a la vez, poniendo en la mesa recipientes de pepinos, hongos en conserva, pickles en miel, salchichas finas y gordas, ensalada de manzana, repollo con crema agria, pan negro con manteca casera y una fuente de grasa salada que brillaba como alabastro.

—Ni siquiera pienses en tu dosímetro —le susurró Alex a Arkady.

—¿Comes acá muy seguido?

—Cuando me siento con suerte.

Afuera se oyó el ruido de un automóvil, y un momento después apareció Eva Kazka, con unas flores. También llevaba una bufanda. Parecía ser su estilo.

—Renko, no sabía que ibas a venir —dijo—. ¿Esto forma parte de tu investigación?

—No. Es puramente social.

—Sí, sólo social —Roman dispuso una hilera de vasitos alrededor de una botella de vodka. El grupo había aguantado un largo rato sin vodka, pensó Arkady; Vanko daba la impresión de haberse arrastrado de rodillas hasta un abrevadero. El anfitrión sirvió todos los vasos hasta el tembloroso borde, y María lo miró orgullosa mientras él distribuía cada uno sin perder una sola gota—. ¡Espera! —Roman frotó con aire magistral un fósforo y encendió su vaso como una vela; una llama amarilla bailaba en la superficie del líquido—. Bien. Listo —sopló la llama y levantó el vaso—. Por Rusia y Ucrania. Ojalá descansemos en la misma zanja.

Arkady tomó un sorbo y carraspeó.

—No es vodka.

–Samogon —Alex se enjugó los ojos—. Bebida ilegal destilada a partir de azúcar fermentada, levadura y tal vez una papa. No se consigue nada más puro que esto.

—¿Es muy puro?

—Tal vez ochenta por ciento.

El samogon surtió su efecto: Eva lucía más peligrosa; Vanko, más digno; las orejas de Roman se pusieron rojas, y María refulgía. Se sumieron con solemnidad en la comida mientras Roman servía otra ronda. Arkady encontró en los pickles un sabor fuerte y ácido, quizá con un dejo a estroncio. Roman le preguntó:

—¿Fue a pescar en el bote de Vanko? ¿Atrapó algo?

—No, aunque sí vi un pez muy grande. Un gigante de Chernóbil, dijo la gente —notó que Vanko le dirigía una sonrisita a Alex—. ¿Sabe algo de ese pez?

Intervino Eva:

—¿El bagre? Es una broma de Alex.

—Un bagre es un bagre —dijo Vanko.

—No siempre —replicó Alex—. La gente de acá está acostumbrada a los bagres de los canales, que crecen un miserable metro, o dos. Parece que alguien… no podría decir quién… ha importado bagres del Danubio, que crecen hasta alcanzar el tamaño de un camión. Eso sí que es un pez respetable.

—Es una broma de mal gusto —señaló Eva—. A Alex le gustaría que una peste arrasara Europa y matara a toda la gente, y así tener lugar para sus estúpidos animales.

—Yo excluido, por supuesto —acotó Alex, y María sonrió. La fiesta parecía haber comenzado bien.

—¿A la salud de qué brindaremos? —preguntó Roman.

—Del olvido —sugirió Alex.

Arkady se hallaba mejor preparado para su segundo samogon, pero aun así dio un paso atrás por el impacto. Eva declaró que se sentía acalorada. Se aflojó la bufanda pero no se la quitó.

María aconsejó a Arkady que comiera una lonja de grasa.

—Le engrasará el estómago.

—La verdad, me siento bastante bien engrasado. ¿Esta foto de la niña junto al club La Habana fue tomada en Cuba?

—Es la nieta de ellos —comentó Vanko.

—Se llama María, como yo —dijo María.

Alex explicó:

—Todos los años Cuba se lleva niños de Chernóbil para someterlos a terapia. Es muy lindo, todo palmeras y playas, salvo que lo último que necesitan esos niños es radiación solar.

Arkady se dio cuenta de que había producido cierta incomodidad. Roman carraspeó:

—No nos hemos sentado —comentó—. Eso está mal. Deberíamos sentarnos.

En una cabaña tan pequeña, había sólo dos sillas, y un banco para dos más. Alex sentó a Eva en su regazo, Arkady se quedó de pie.

—¿Y cómo va la investigación? —preguntó Alex.

—A ninguna parte —respondió Arkady—. Nunca he avanzado menos.

—Me dijiste que no eras un buen investigador —comentó Eva.

—De modo que, cuando te digo que nunca he avanzado menos, no es poco decir.

—Y esperamos que no avances nunca —acotó Alex—. Así puedes quedarte con nosotros para siempre.

—Brindo por eso —dijo Vanko.

—Ninguno de nosotros avanza —intervino Eva—. Así es este lugar. Nunca curaré a la gente que vive en casas radiactivas. Nunca curaré a los niños con tumores que aparecen después de años de exposición a la radiación. Esto no es un programa médico es un experimento.

—Es muy deprimente —cortó Alex—. Volvamos al ruso muerto.

—Por supuesto —repuso Eva, y llenó su vaso.

—Puedo entender por qué le cortan la garganta a un magnate ruso de los negocios. Lo que no entiendo es por qué hizo todo el viaje hasta esta pequeña aldea para hacérsela cortar —dijo Alex.

—Me pregunto lo mismo —contestó Arkady.

—En Moscú debía de haber mucha gente dispuesta a liquidarlo —comentó Alex.

—Sin duda.

—Lo protegían guardaespaldas, lo que significa que tuvo que escapar de su propia seguridad para que lo mataran. Tal vez vino acá en busca de protección. ¿De quién? Pero la muerte era inevitable. Era como una cita en Samarra. Adonde fuera, la muerte estaba esperándolo.

—Alex, deberías ser actor —comentó Vanko.

—Es un gran actor —afirmó Eva.

—Eras físico antes de hacerte ecologista —le dijo Arkady—. ¿Por qué cambiaste de profesión?

—Qué pregunta aburrida. Vanko es cantante —Alex sirvió una ronda para todos—. Ésta es la hora de entretenimiento de la velada. Estamos en un tren nocturno, el samogon es nuestro combustible y Vanko, nuestro ingeniero. Vanko, el escenario es tuyo.

Vanko cantó una larga canción sobre un cosaco que se había ido a la guerra, sobre su casta esposa y el halcón que les llevaba las cartas hasta que un noble envidioso lo mató de un disparo. Cuando terminó, todos aplaudieron tanto que transpiraron.

—La historia me resultó de lo más creíble —comentó Alex—. En especial la parte que dice que el amor puede convertirse en desconfianza, la desconfianza en celos y los celos en odio.

—A veces el amor puede pasar directamente al odio —afirmó Eva—. Investigador Renko, ¿estás casado?

—No.

—¿Lo estuviste alguna vez?

—Sí.

—Pero ya no. A menudo oímos hablar de lo difícil que es para los investigadores y los detectives de la milicia mantener un buen matrimonio. Se supone que los hombres se vuelven emocionalmente fríos y silenciosos. ¿Ése era tu problema? ¿Que eras frío y silencioso?

—No. Mi esposa era alérgica a la penicilina. Una enfermera le dio mal una inyección, y murió de shock anafiláctico.

—Eva —susurró Alex—. Eva, eso fue un gran error.

—Lo lamento —le dijo ella a Arkady.

—Yo también —respondió Arkady.

Dejó al grupo durante un rato. Su cuerpo estaba presente y sonreía en los momentos debidos, pero su mente se hallaba en otra parte. Había conocido a Irina en el estudio Mosfilm, durante una filmación en exteriores. Era la encargada del vestuario, no actriz, y sin embargo cuando el sol iluminaba sus ojos profundos todo lo demás parecía de cartón. No era una relación plácida, pero tampoco fría. No podía ser frío con Irina; hubiese sido igual que tiritar ante una fogata. Cuando la vio en la camilla, muerta, con los ojos tan vacíos, pensó que también su vida había terminado, y sin embargo allí estaba, tantos años después, en la Zona de Exclusión, perdido y tambaleante pero vivo. Miró en torno de la habitación para despejarse la cabeza, y su vista cayó en los íconos que había en un rincón, Cristo a la izquierda, la Madonna a la derecha, ambos enmarcados en paños de ricos bordados e iluminados con velas votivas dispuestas en un estante. El Cristo era en realidad una tarjeta postal, pero la Madre era legítima, una pintura bizantina, en madera, de la Madonna con un manto azul con estrellas doradas, las puntas de los dedos levemente juntas en actitud de plegaria. Se parecía al ícono robado que había visto en el sidecar de la motocicleta. Ese ícono había sido llevado al otro lado de la frontera, a Bielorrusia. ¿Qué estaba haciendo allí?

—Han llegado los judíos —dijo Vanko.

—¿Adónde? —preguntó Arkady.

—A Chernóbil. Están en todas partes, caminando por las calles.

—Gracias, Vanko, nos damos por enterados —contestó Alex.

Agregó, dirigiéndose a Arkady: —Judíos jasídicos. Hay un rabino famoso enterrado acá. Vienen de visita a rezar. Ahora le toca a María.

Tras cumplir con las formalidades de la modestia y la protesta, María se irguió en la silla, cerró los ojos y entonó una canción que la transformaba en una muchacha que buscaba a su amante en una cita de medianoche; cantaba en un registro tan alto que los vidrios de las ventanas parecían vibrar como cristales. Cuando terminó, abrió los ojos, mostró una sonrisa de dientes de acero y balanceó los pies con placer. Roman intentó seguir con unas selecciones de violín, pero se rompió una cuerda y quedó fuera de combate.

—¿Arkady? —invitó Alex.

—Lo lamento, no tengo habilidades para el entretenimiento.

—Entonces te toca a ti —se dirigió Alex a Eva.

—Está bien —se pasó las manos por el pelo como si con ello se lo peinara, fijó los ojos en Alex y comenzó:

—Acá somos todos borrachosy rameras,

cuán desgraciados somos juntos…

El poema era tosco y directo, palabras de Akhmatova, conocidas para Arkady, conocidas para cualquier hombre o mujer instruido de más de treinta años.

—Me he puesto una falda estrecha

para mostrar mi silueta delgada.

Las ventanas están bien cerradas.

¿Qué se avecina? ¿Tormenta o aguanieve?

Qué bien conozco tu mirada,

tus ojos de gato cauteloso.

Llevó su mirada de Alex a Arkady y vaciló tanto que Alex terminó los últimos versos:

—Oh corazón acongojado, ¿cuánto tiempo

antes de que doblen las campanas?

¡Pero ése que baila allá

se pudrirá en el infierno!

Alex acercó la cara de Eva a la suya y se cobró un hondo beso, hasta que ella se separó y le dio una bofetada tan fuerte que hasta Arkady dio un respingo. Eva se puso de pie y se precipitó puertas afuera. Era una fiesta rusa, pensó Arkady. La gente se emborrachaba, confesaba su amor con imprudencia, derramaba sus enconadas antipatías, se ponía histérica, salía corriendo, la arrastraban de nuevo adentro y la revivían con coñac, No era un salón francés.

Sonó el celular de Arkady.

—Investigador Renko, tiene que regresar.

—Un segundo, por favor —Arkady pidió disculpas a María con una seña y salió. No se veía a Eva por ninguna parte, aunque su automóvil seguía allí.

Olga Andreevna preguntó:

—Investigador, ¿qué está haciendo todavía en Ucrania? Tendría que estar aquí.

—Me han destinado acá. Estoy trabajando en un caso.

—Tendría que estar acá. Zhenya lo necesita.

—No lo creo. A mí es a quien menos necesita.

—Se va y se queda en la calle, esperándolo y buscando su automóvil.

—Tal vez esté esperando un ómnibus.

—La semana pasada desapareció dos días. Lo encontramos durmiendo en el parque. Háblele.

Puso a Zhenya al teléfono antes de que Arkady pudiera cortar.

O al menos supuso que Zhenya estaba allí; lo único que oía era silencio.

—Hola, Zhenya. ¿Cómo estás? Me han dicho que has estado preocupando a la gente del refugio. Por favor, no lo hagas —hizo una pausa, por si el niño quería responder algo—. Bueno, supongo que eso es todo, Zhenya.

No estaba de humor ni en condiciones de mantener otra conversación unilateral con el gnomo de jardín. Aspiró una bocanada de aire fresco y contempló las nubes que cubrían la luna, sumiendo por momentos en sombras la casa. Oyó que la vaca se movía en el establo, y el chasquido de una ramita al quebrarse, y se preguntó si sería una de esas noches en que salen los lobos.

—¿Todavía estás ahí? —preguntó Arkady. No hubo respuesta; nunca había respuesta—. Conocí a Baba Yaga. La verdad, estoy en la puerta de su casa en este mismo momento. No puedo decirte si su cerca es de huesos, pero con seguridad que tiene los dientes de metal. —Arkady oyó, o le pareció oír, un signo de atención del otro lado—. Todavía no he visto su perro ni su gato, pero tiene una vaca invisible, que debe ser invisible a causa de los lobos. Tal vez los lobos vinieron de otro cuento, pero están acá. Y una serpiente marina. En su estanque la bruja tiene una serpiente marina grande como una ballena, con bigotes largos. Vi cómo la serpiente marina se tragaba entero a un hombre —se oyó un movimiento inconfundible del otro lado. Arkady trató de recordar otros detalles del cuento—. La casa es muy extraña. Sin la menor duda, se sostiene sobre patas de gallina. En este instante está girando con lentitud. Voy a bajarla voz, por si me oye. No vi el peine mágico, ése que puede convertirse en bosque, pero sí vi un huerto de frutas venenosas. Todas las casas de alrededor están quemadas y llenas de fantasmas. Te llamaré dentro de dos días. Mientras tanto, es importante que te quedes en el refugio y estudies y, tal vez, te hagas amigo de alguien, por si necesitamos ayuda. Ahora tengo que cortar, antes de que se den cuenta de mi ausencia. Déjame decirle unas palabras a la directora.

Hubo un pase del teléfono y volvió Olga Andreevna.

—¿Qué le dijo? Se lo ve mucho mejor.

—Le dije que es un ciudadano de la orgullosa Nueva Rusia y que debería portarse como tal.

—Sí, claro. Bueno, no importa lo que le haya dicho, surtió efecto. ¿Viene pronto a Moscú? Sin duda acá tiene un trabajo que cumplir.

—Todavía no. Llamaré en dos días. Buenas noches, Olga Andreevna.

Mientras Arkady guardaba el celular, Eva salió de la huerta, aplaudiendo en silencio.

—¿Tu hijo? —preguntó.

—No.

—¿Un sobrino?

—No. Sólo un niño.

Ella se acomodó como un gato.

—¡Baba Yaga! Vaya cuento. Así que sabes entretener, después de todo.

—Creí que te ibas.

—Todavía no. ¿Así que ahora no estás con nadie? ¿Una mujer?

—No. Y tú… ¿tú y Alex están casados, separados o divorciados?

—Divorciados. ¿No es obvio?

—Me pareció detectar algo.

—Los restos de un antiguo desastre, el cráter de una bomba; eso es lo que detectas —la luz de la ventana que la iluminaba era acuosa, y el estampado del lino tornaba más oscuros sus ojos—. Todavía lo quiero. No de la manera en que tú amabas a tu esposa. Me doy cuenta de que tuviste uno de esos romances grandes y fieles. Nosotros no. Nosotros éramos más… melodramáticos, digamos. Ninguno de los dos estaba ileso. No puedes vivir en la Zona si no cargas con un poco de sufrimiento. ¿Cuánto más piensas quedarte?

—No tengo idea. Creo que al fiscal le gustaría abandonaren acá para siempre.

—¿Hasta que hayas sufrido?

—Por lo menos.

Lo que resultaba perturbador en Eva Kazka era su combinación de ferocidad y, como ella había dicho, sufrimiento. ¿Había estado en Chernóbil y además en Chechenia? Tal vez el sufrimiento fuera su entorno. Su sonrisa sugería que le estaba dando una segunda oportunidad de decir algo interesante o profundo, pero a Arkady no se le ocurrió nada. Había gastado su imaginación en Baba Yaga.

Se abrió la puerta. Alex se asomó para decir:

—Me toca a mí.

—Quizá nuestro amigo Arkady no sepa todos los hechos. Los hechos son importantes. Los hechos son algo que no hay que dejar de lado.

—Estás borracho —dijo Eva.

—De más está decirlo. Arkady, ¿te gusta la comedia?

—Si es graciosa…

—Por supuesto. Esto es una comedia rusa —siguió Alex—. Comedia con samogon.

María abrió otra botella, que liberó el olor nauseabundo del azúcar fermentado, y fue de invitado en invitado volviendo a llenar los vasos.

—26 de abril de 1986. Escenario: la sala de control del Reactor Cuatro. Los actores: los empleados del turno noche, quince técnicos e ingenieros que deciden hacer un experimento, ver si el reactor puede reiniciarse si se corta toda la energía externa de la maquinaria. El experimento ya se ha hecho antes, con los sistemas de seguridad en funcionamiento. Esta vez quieren ser más realistas. Pero derrotar el sistema de seguridad de un reactor nuclear no es tarea sencilla. Exige aplicación esmerada. Tienes que desconectar el sistema de refrigeración del núcleo de emergencia y cerrar y asegurar las válvulas —Alex se paseaba con pasos rápidos de un lado a otro, como cerrando unas llaves imaginarias—. Apagar el control automático, bloquear el control de vapor, anular las configuraciones reestablecidas, apagar los dispositivos de protección y neutralizar los generadores de emergencia. Después, sacar las barras de grafito del núcleo mediante control remoto. Esto es como montar un tigre; es divertido. Hay ciento veinte barras en total, un mínimo de treinta que deben insertarse en todo momento, porque éste era un reactor soviético, un modelo militar un poco inestable en bajo nivel de eficiencia, un hecho que, por desgracia, era un secreto de Estado. Después la energía se fue a pique.

—¿Cuándo empieza a ponerse cómica la historia? —preguntó Eva.

—Ya es cómica, pero después se pone más cómica todavía. Imagina la confusión de los técnicos. Están, paso a paso, preparándose para un pequeño experimento nocturno, y la eficiencia del reactor empieza a bajar, y el núcleo se inunda de xenón radiactivo y yodo e hidrógeno y oxígeno combustibles. Y de algún modo han perdido la cuenta… ¡perdido la cuenta!… y sacado todas menos dieciocho barras de control del núcleo, doce por debajo del límite. Incluso así, todavía queda un paso desastroso que dar. Pueden volver a poner las barras, encender los sistemas de seguridad y desconectar el reactor. Aún no han apagado las válvulas de turbina e iniciado el experimento en sí. No han apretado el último botón.

Alex hizo una mímica de vacilación.

—Hagamos una pausa para considerar qué es lo que está en juego. Hay una bonificación mensual y una más el Día de los Trabajadores. Si hacen la prueba con éxito, es muy probable que obtengan ascensos y premios. Por otro lado, si desconectan el reactor, casi con seguridad tendrán que responder por ello y atenerse las consecuencias. En suma: bonificaciones o desastre. Así que, como buenos soviéticos, siguen adelante, agarrándose las bolas.

Alex oprimió el botón.

—En un segundo el líquido refrigerante empieza a hervir. El recinto del reactor comienza a retumbar. Un ingeniero oprime el interruptor de emergencia de las barras de control, pero los conductos de las barras en el reactor se funden, las barras se traban y el hidrógeno supercalentado estalla y sale por el techo, lanzando al aire el núcleo del reactor, grafito y brea ardiente. Sobre el edificio se forma una bola de fuego negra, y un rayo azul de luz ionizada sale disparado del núcleo abierto como una bala. Vuelan cincuenta toneladas de combustible radiactivo, equivalentes a cincuenta bombas de Hiroshima. Pero la farsa continúa. Los cabezas imperturbables de la sala de control se niegan a creer que han hecho algo mal. Envían a un hombre a revisar el núcleo. El hombre vuelve, con la piel negra de la radiación, como quien ha visto el sol, e informa que el núcleo ya no existe. Como éste no era un informe aceptable, sacrifican a un segundo hombre, que vuelve en el mismo estado fatal.

En ese momento, por supuesto, los individuos de la sala de control enfrentan la mayor prueba de todas: la llamada a Moscú.

Alex levantó su vaso de samogon.

—¿Y qué dicen nuestros héroes cuando Moscú pregunta cómo está el núcleo del reactor? Responden: «El núcleo está bien, nada de que preocuparse, el núcleo está completamente intacto». Moscú se alivia. Ése es el remate del chiste: «Nada de que preocuparse». Y éste es mi brindis: «Por el futuro, ¡una Zona que abarque todo el mundo!». ¿Nadie bebe?

Roman y María estaban como aturdidos, sin ánimos, sentados con los pies colgando a poca distancia del piso. Vanko miraba hacia otro lado. Eva apretaba los puños contra la boca; luego se puso de pie y le dio un puñetazo a Alex, no una bofetada como un rato antes, sino un golpe sólido en el pecho. Arkady la apartó. Por un momento nadie se movió, como marionetas fláccidas, hasta que Eva volvió a marcharse corriendo. Esta vez Arkady oyó el motor de su automóvil al ponerse en marcha.

Se derramó el vaso de Alex. Volvió a llenarlo y lo alzó una segunda vez.

—Bueno, a mí me pareció muy divertido.